Ayaan Hirsi Ali ha escrito un nuevo libro: Nomad: From Islam to America: A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, ensayos autobiográficos y alegatos liberales. El New York Times publica hoy una entrevista con ella.
Ayaan Hirsi Ali ha escrito un nuevo libro: Nomad: From Islam to America: A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, ensayos autobiográficos y alegatos liberales. El New York Times publica hoy una entrevista con ella.
Arcadi Espada cuelga en su blog el prólogo que preparó para Matar a un elefante y otros escritos, publicado recientemente por Turner y el Fondo. Me parece convincente su idea de la política y el periodismo como dispositivos eufemísticos.
El grito cabe en la democracia como cabe el aplauso. Sólo los defensores más ilusos de la democracia deliberativa pueden imaginar una ciudadanía que sólo participa en los asuntos públicos escuchando imparcialmente argumentos, ponderando científicamente razones, hilvanando juicios para la persuasión de un auditorio ecuánime. El diálogo democrático no es una conversación con café y galletitas: es un encuentro y muchas veces un encontronazo de valores, ideas, intereses y pasiones. Más que el hallazgo de la conciliación a través del coloquio, es una enemistad a duras penas amaestrada: rivalidad contenida.
Si tachamos las consignas como acto antidemocrático, deberíamos hacer lo mismo con las porras. El repetir alabanzas al candidato es tan democráticamente cuestionable como corearle maldiciones. Ambas cantilenas son vehemencia hermética que se hace oír por los decibeles que alcanza y no por los razonamientos que construye. Repetición irreflexiva e impetuosa de una simpleza. Que las porras y las consignas sean boberías, una violenta agresión al juicio literario no significa que sean irrelevantes o, peor aún, peligrosas. Que no alcancen estatura de argumento, que se satisfagan en la reiteración y en el ruido no quiere decir que sean ajenas a la vida democrática. El debate en democracia nunca será un pulcro intercambio de razones porque la política no es un territorio esterilizado donde rivalizan los silogismos en busca de la verdad. Toda política enciende entusiasmos y remueve abominaciones, genera esperanza y provoca temor. Al lado de los argumentos hay gritos; las razones no suprimen los prejuicios; la reflexión individual y las obsesiones colectivas se entrelazan y se confunden.
Quiso reinventar el mundo pero no salió del espejo. Imaginó el pacto de la fraternidad, llamó a refundar la escuela, exigió la clausura de los teatros y el abandono del pentagrama. Soñó con la recuperación de la inocencia. Le cantó, como nadie, a la libertad. Cada empresa intelectual era, sin embargo, más que un proyecto, una confesión. No escribo libros, dijo, pinto autorretratos. Cada párrafo de Jean Jacques Rousseau, no importa si denuncia tiranos o maldice las artes, es una melodía que refleja su imagen o, más bien, su sufrimiento. El dolor era el salvoconducto de su escritura. El suplicio, fuente de su autoridad. La soledad del perseguido era, para él, origen de escritura auténtica. Fue un romántico intratable.
Rousseau envidió la gloria de los mártires. Por eso hizo arte de la queja, por eso fue un exhibicionista del sufrimiento. No temió mostrarse. Se deleitaba en las ofensas que había sufrido. Ostentó sus tormentos como el rico presume sus joyas. Luciendo sus heridas, caminó por el mundo creyéndose el primer hombre honesto en el planeta. Más que sumergirse en sus defectos, lloraba la incomprensión, la malevolencia de los otros. En alguna carta daba cuenta del refugio de su esperanza: ser juzgado por todo lo que había soportado. No creo que exista algo tan bello como sufrir por la verdad, llegó a decir. Sus Confesiones son el itinerario de sus desgracias. La primera, por supuesto: nacer. Existir fue para él, un pecado. La vida, una culpa. “Le costé la vida a mi madre; mi nacimiento fue la primera de mis desdichas”. Así se presentaba frente al confesor que lo leería.
El artículo completo puede leerse aquí…
Rosario Castellanos
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia,
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
El MUAC ofrece en estos días una extraordinaria muestra de los viajes creativos de Jan Hendrix. Desde sus primeros registros de México, a mediados de los años setenta, hasta sus piezas más recientes. Caminos de un observador solitario y trayectos en compañía de poetas, novelistas, editores, científicos. Postales de viaje; boletos de tren; las polaroids de una libreta de apuntes; bitácoras de los encuentros azarosos con hierbas, palos, piedras, plumas; abanicos de paisajes descubiertos, trofeos de coleccionista, mosaicos de hallazgos al paso. Tiene razón Issa M. Benítez cuando encuentra en la obra de este holandés errante, un “enorme diario de viajes,” un “gran mapa fragmentado que acumula sus recorridos geográficos y vitales.”
“Tierra firme”, la exposición que estará abierta hasta el 22 de septiembre, es la mejor aproximación a la enciclopedia cartográfica y taxonómica de Hendrix. Los afanes del viajero registran, en efecto, la aureola de la naturaleza. Ubicación del paradero y contemplación de lo diverso. Como pedía Goethe, el poeta científico, Hendrix, al contemplar el mundo, no pierde de vista la vastedad del conjunto ni del detalle. La hierba y la palma; el cactus gigantesco y el delicado pistilo. La luz de las hojas, el título de un libro de Seamus Heaney que Hendrix acompañó con una serie de serigrafías inspiradas en la vegetación de Yagul, podría comprender también el sentido profundo de su trabajo. En la simetría y el capricho de las hojas se encuentra el fulgor esencial. La botánica concebida como el arte elemental. En las plantas, la sabiduría primera.
En sus paseos aparece de pronto lo litoral, lo lacustre y lo volcánico pero su mirada se fija una y otra vez en lo botánico. Sus mosaicos son altares de legumbres y agaves. En la fragilidad de una hoja se revela la más hermosa e intricada travesía vital. “Todos los enigmas, ha dicho el propio Hendrix, pueden estar en una rama.” Con precisión de miniaturista, Hendrix recorre minuciosamente la hoja de un árbol y nos ofrece, en sus canales, el mapa de una utopía.
Como la tomografía rebana nuestro cerebro en lonchas finísimas para retratar los esteros de la mente, así el ojo de Hendrix toca la esencia en la membrana. Sus esculturas se liberan del volumen. Son láminas de follajes majestuosos. Planchas de pura nervadura, como diría Ida Vitale en un poema:
Porque el otoño seca las hojas
de manera bellísima:
deja en el aire las puras nervaduras,
ésas, casi invisibles
en las que reparábamos apenas
y evapora esa verde sustancia que era,
para nosotros, hoja.
Preocúpate de la música nueva porque lo amenaza todo. La advertencia solemne aparece en La república de Platón. Al esculpir su ciudad, el filósofo reconocía la importancia de lo escuchable. La música era instrumento necesario para formar el alma humana. Por eso la ley habría de ser más un canto que un decreto. Y por eso mismo, los sonidos que se cuelan por nuestros oídos, eran peligrosos. Los sonidos que seducen pueden provocar locura. Sosiego y embriaguez. Regular la música sería, en consecuencia, una de las principales tareas de la política. Proscribir estilos perniciosos, favorecer tonadas para la virtud. Mientras la lira era tenida como un vehículo para trasmitir un mensaje edificante, la flauta se consideraba censurable no solamente porque distorsionaba la cara del flautista sino porque intoxicaba el juicio de quien escucha. La gran ironía es que, si en aquel diálogo parece que el filósofo busca expulsar (como a los poetas) a todos los flautistas de la ciudad, en sus últimas horas buscó el consuelo de ese instrumento. Una curiosa conversión en el lecho de muerte. Despedirse de la vida envuelto en la melodía que se había empeñado en prohibir.
Tomo este apunte sobre el peligro de la música del nuevo libro de Ted Goia, el reconocido crítico de jazz. Una historia subversiva de la música, se titula. Turner, que ya ha publicado otros títulos suyos, editará la versión en español en el primer semestre del 2020. Se trata de una fascinante historia de la música. No la historia de un estilo artístico o de una región musical, sino la historia de toda la música. Sorprende la audacia de Goia. El pianista deja el mundo del blues y del jazz para emprender la historia entera de la música. Desde aquel instante inicial del big-bang (el silencio que hizo posible la música de lo creado) hasta Kendrick Lamar. El hilo de su relato es, como se advierte en lo que recogí arriba, la transgresión. “La verdadera historia de la música no es respetable,” dice Goia. Tampoco es aburrida. Debemos sus quiebres a los provocadores, los insolentes que, al crear nuevas tonadas, sacuden los fundamentos mismos de la sociedad. Goia no solamente escucha la música que se despliega en el tiempo y en el espacio. También ve lo que la música provoca. Por eso resulta tan valioso el examinar lo que sucede en el auditorio y como lo que se orquesta en el escenario. Eso es lo que analiza Goia con gran soltura, más que el sonido de la música, su efecto. La música desafía el orden, se burla de las jerarquías, rompe con la herencia y por eso alarma a la policía, a los curas y a los padres.
Hasta los más venerables padres de la música religiosa han sido insumisos. Pensamos en Bach, por ejemplo, como el sobrio luterano con peluca, entregado en cuerpo y alma a las autoridades de su iglesia para ofrecerles puntualmente la cantata semanal. Lo imaginamos disciplinado, sobrio, devoto. Se nos olvida que estuvo preso por varias semanas, que era violento, que bebía litros y litros de cerveza, que era un insolente. Lo llamaron “incorregible.” Musicalmente era igualmente rebelde y su música debe haber causado escándalo entre sus contemporáneos. Rompió todas las reglas de composición, improvisaba. Era visto con sospecha. Ofendía. Se le escuchaba como una música que coqueteaba con la herejía al esconder la letra de la liturgia en los laberintos de su arquitectura.
La historia de la música, sostiene Goia en uno de los capítulos de su historia, es la batalla de la magia contra las matemáticas. El músico hace cálculos con sonidos y lleva cómputo de su melodía pero es, al mismo tiempo, un chamán que invoca los espíritus para lograr lo imposible. Una ciencia de números y un conjuro.
En Seattle murió hace unos días Charles A. Hale, el gran historiador de nuestra arboleda liberal. Nacido en Minneapolis en 1930, llegó al estudio de México por alguna casualidad que nunca llegó a entender. Una clase temprana de español y la guía de Frank Tannenbaum habrán sido definitivas para cazar la curiosidad de este hombre entregado a explorar la vida del pensamiento político: las condiciones que permiten el surgimiento de una noción, la imaginación que le da forma, el aire que comunica y transforma las ideas, los cuerpos que contagian, las oposiciones y lealtades que suscitan. Valdrá subrayar una preposición para ubicar el sentido de su trabajo: Charles Hale fue un historiador del liberalismo en México, más que un historiador del liberalismo mexicano. Lo fue porque veía a sus personajes y sus causas dentro del gran continente del liberalismo occidental. Desde las primeras páginas de su estudio sobre el primer liberalismo mexicano dice con toda claridad: “El pensamiento liberal y la política en México sólo pueden entenderse adecuadamente si se los relaciona con la amplia experiencia occidental de la que forman parte.”
La afirmación no convertía a México en un vaso. El pensamiento mexicano no era tratado como un depósito de teorías y narraciones nacidas en otros lados, sino como un foro que recogía ideas y las transformaba en fértil diálogo con la circunstancia. El profesor no examinaba los alegatos de Mora o las cartas de Alamán como quien se acerca a una danza exótica. Los liberales en México buscaron, como los liberales ingleses, afirmar derechos e instaurar legalidad. Pero más que luchar contra un Estado absolutista, encararon el desafío de edificar un Estado y combatir a la Iglesia como fuente de privilegios. México no podía seguir el libro del domador constitucional. Pronto supieron que, antes de moderar al poder, debían construirlo. Esa fue la relevancia del recorrido teórico y político de José María Luis Mora. El liberal teórico se inicia como predicador de los derechos y exige la más estricta limitación de los poderes pero, al volverse un político liberal, entiende la necesidad de combatir a las corporaciones y cimentar un Estado para el progreso. En este viaje nace la fibra jacobina de nuestro liberalismo y la claridad de su primer propósito y su gran conquista: la secularización.
Buen lector de Tocqueville, Hale no aceptó los esquemas y los cortes que han ordenado nuestro pasado. Maniqueísmo que enfrenta liberales contra conservadores; tijeretazos que imaginan la congelación súbita de una ideología y la repentina reactivación de una herencia. Mora y Alamán, liberales y conservadores habitaban en realidad el mismo mundo. Entender sus afinidades y sus divergencias es crucial para comprender nuestro pasado. A eso se dedicó Hale. Su historia no está hecha de alegorías para celebración o condena del presente. Al historiador no le corresponde dictar clases de civismo ni formar la doctrina de un partido. Por eso es interesante su crítica a dos formas de la imaginación histórica: Jesús Reyes Heroles y Daniel Cosío Villegas. Historia oficial e historia contraoficial, dos maneras de disfrazar el pasado. A juicio de Hale, Reyes Heroles escribe un libro valioso e inteligente pero ahistórico. Su intención es darle un padre venerable a la Revolución Mexicana y hacer de nuestro liberalismo un producto político único que logró desterrar todo lo ajeno para ser específicamente nuestro. Por otro lado, Cosío Villegas resulta un historiador exhaustivo y meticuloso que termina siendo el gran mitógrafo del liberalismo mexicano. Mientras el ideólogo del PRI retrataba al régimen como recuperación de la herencia liberal, Cosío Villegas lo dibujaba como reedición del porfiriato que, a su vez, era descrito como negación de la tradición bendita. Idéntico tropiezo: la historia supeditada a la política.
La reconstrucción que Hale hizo de nuestro liberalismo no pretendió en ningún momento santificar un pasado para elogiar un régimen o lanzarle acusaciones. Tampoco trató de extender certificados de legítimidad o condenas por traición. Su propósito, en una palabra, fue terminar con el deporte de las exclusiones.
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