William Safire, lexicógrafo de la política norteamericana, identifica en su artículo de hoy los efectos de la campaña del 2008 en el vocabulario. Una campaña política acuña palabras, inventa y recupera símbolos que llenan el espacio público con el eco de antiguas batallas.
En agosto de este año murió el historiador inglés Tony Judt. El último tramo de su vida fue una auténtica tortura. Víctima de una enfermedad particularmente cruel fue perdiendo poco a poco el control de su cuerpo. Los músculos lo abandonaron hasta perder el gobierno de los brazos y las piernas. El sonido de la voz se fue apagando hasta hacerse inaudible. Finalmente, el motor del corazón se detuvo. Incapaz de respirar sin el auxilio de las máquinas, se encontró atrapado en la prisión de su cuerpo. Su único refugio estuvo en la energía de su mente: en la fuerza de sus convicciones y en el cobijo de sus recuerdos. Así, mientras su vela se ahogaba, escribió dos libros extraordinarios. El primero es un alegato en defensa de la socialdemocracia, el segundo, una colección de recuerdos
personales. En uno habla un intelectual de izquierda; en el otro, un padre que se despide de sus hijos. Un testamento público y otro privado. Judt no subraya la primera persona del singular para erigirse en estatua. Sus recuerdos son el testimonio íntimo de un hombre del siglo XX que se empeñó en comprender el siglo XX. Judt habla de la relación de su padre con los coches, de la presencia de la comida en la familia, de su entusiasmo político y sus decepciones.
El libro no es el currículo expandido de un profesor en donde se presumen publicaciones y ponencias. Es una carpeta familiar donde aparecen trenes y hoteles; escuelas, camiones y comidas. Un álbum que recoge las ilusiones y los desengaños; los barrios, las ciudades y las palabras más entrañables. Los deseos y los miedos. Más que un mecanismo para vivir de nuevo lo vivido, recordar fue para Judt, una forma de aferrarse a la vida. El historiador no recuerda la vida de las abstracciones sino la vida de lo más concreto: él mismo. Así, aprovechando los últimos vientos de su voz, fue pintando una serie de estampas para ahuyentar la noche. A tres meses de su muerte, se publican en un libro. The Memory Chalet, se titula: la cabaña de los recuerdos. Esta carpeta de recuerdos no forma una autobiografía. No se trata de un libro que haga un recorrido puntual a todas las estaciones de una vida; es, por el contrario, un parpadeo de episodios memorables, de sabores imborrables, de los problemas y las ideas que dieron sentido a su vida. No es tampoco una confesión: es celebración de un hombre con clara conciencia generacional. No podía ser de otra manera, el historiador reconoce la marca del tiempo social: esa posguerra en Europa que se inició en la penuria para expandir después la libertad y las oportunidades. Una generación que se equivocó en muchas cosas pero que sostuvo con vehemencia ciertas convicciones y un sentido de pertenencia. Judt rinde homenaje a valores como la austeridad y el mérito. Creciendo en la estrechez, Tony Judt tuvo que vérselas con la precariedad. Eran privaciones comunes: todos vestían igual, con los mismos colores modestos. La austeridad, por supuesto, no era una simple condición económica sino una ética común. Lo contrario a la austeridad no es la prosperidad sino la ostentación, el consumo como única aspiración colectiva. Churchill pidió a los ingleses sangre, trabajo, lágrimas y sudor. Años después, ante la emergencia del terrorismo, el presidente de los Estados Unidos pidió que sus ciudadanos cumplieran el deber patriótico de comprar.
En el cajón de recuerdos de Tony Judt aparece también la estampa de una época que luchó por expandir las oportunidades sin dejar de reconocer el mérito. Éramos radicales pero también éramos elitistas. El ejemplo más claro de esto es Keynes, el gran patricio, fundando instituciones para que todos los ingleses tuvieran a su alcance las expresiones más finas de la cultura universal, asegurando que esas mismas instituciones estuvieran a cargo de los enterados. Se trata, dice el historiador, “de la incoherencia de la meritocracia: darle a todo mundo una oportunidad para luego privilegiar a los talentosos.” El antipopulismo del socialdemócrata.
Recuerda Tony Judt que, ante una crisis personal, no se compró un coche ni buscó una novia: decidió aprender checo. Esa decisión exótica en un hombre maduro dedicado a estudiar la vida intelectual de París, cambió su mundo. Lo vinculó a la disidencia centroeuropea, lo conectó con la sensibilidad de los márgenes y le abrió un horizonte para repensar la historia y la política. Gracias a ese escape, Tony Judt pudo escribir una biografía del siglo XX europeo que no se desentiende el Este.
Una de las últimas estampas de este álbum lo forma una relectura de La mente cautiva, el gran ensayo de Czeslaw Milosz contra del servilismo intelectual. El siervo es aquel que tiene miedo de pensar por sí mismo. Las memorias de Tony Judt muestran que esa independencia intelectual está conectada con otra independencia más profunda: la de quien se atreve a vivir su propia vida. La peor servidumbre consiste en el temor de buscar la vida propia.
Gracias a Federico M. Garza, frecuente corresponsal de este blog, descubro este texto de Norman Foster sobre el fundador de Apple, con quien Foster ha trabajado para construir el nuevo edificio de la empresa. El arquitecto resalta su talento para columpiarse entre la gran estrategia y el detalle más pequeño. Aquí puede encontrarse una interesante reflexión sobre la relación entre estos dos apasionados del diseño. (Vale la pena la discusión que Federico estimuló ahí mismo).
En su “Oda a Salvador Dalí”, Federico García Lorca dice del pintor de voz aceitunada:
Amas una materia definida y exacta
donde el hongo no pueda poner su campamento.
Un párrafo que no alcanzó la versión que se publicaría por primera vez en Revista de Occidente decía:
Te dan miedo las flores y el agua de los ríos
porque son fugtitivos y pasan como el aire.
Amas una materia definida y exacta
Imposible al misterio y mortal al gusano.
El cuerpo de Dalí, campamento de hongos y de gusanos desde hace casi treinta años, ha vuelto a tener contacto con el aire. Como se sabe, una orden judicial mandó la extracción de muestras genéticas. Una vidente se dice su hija y convenció a un juez de que era necesaria la exhumación. La exhumación se mantuvo lejos de lo mirones y los fotógrafos, pero se ha sabido que la momia mantenía intacto el bigote. El rescate de su ADN nos llama a recordar que una de sus fijaciones era precisamente el ADN. En la alucinante entrevista que le hizo Jacobo Zabludovsky habla insistentemente de la molécula como el mecanismo de la inmortalidad, como el hilo monárquico de la creación. “Nada hay más monárquico que una molécula de ADN,” decía.
Un libro en homenaje al científico asturiano Severo Ochoa tiene, en la portada, un grabado de Salvador Dalí. La dibujó ex profeso para el químico español que en 1959 había recibido el Nobel de Medicina precisamente por sus estudios de la síntesis biológica del ARN y del ADN. Ochoa y Dalí habían sido amigos desde los tiempos en que ambos coincidieron en la Residencia de Estudiantes en Madrid. Pero no era solo el afecto lo que llevaba al surrealista a ilustrar la portada de Reflexiones de bioquímica. Desde joven sintió una gran atracción por la ciencia. En sus fotografías más antiguas puede vérsele sosteniendo un ejemplar de alguna revista científica. Al escuchar a Einstein disertar sobre la relatividad, sus relojes empezaron a derretirse. Ya mayor, cuando se acercó a la física cuántica dijo que, más que los sueños, le importaba ahora el mundo exterior. Mi padre durante mi vida surrealista fue Freud: con él quise crear la iconografía interior. Hoy, me interesa más la física que la psicología. Mi nuevo padre es el Doctor Heisenberg.
El código genético le fascinó a Dalí desde que leyó en un ejemplar de Nature, el histórico artículo de Watson y Crick. El acido desoxirribonucleico le parecía la demostración irrefutable de la existencia de Dios. Paladeaba las sílabas de esa palabra que nombraba un diminuto archivo de mandatos existenciales. Aquella revista de abril del 53 incluía una gráfica de la doble hélice: la “Mona Lisa de la ciencia moderna.” Cuatro años después de la publicación, el rizo apareció en un cuadro de Dalí y no dejaría, desde entonces, de estar presente en su pintura y en sus espectáculos. El mandamiento de Dios, la inmortalidad estaban en esas hélices. En “La escalera de Jacob”, los ángeles ascienden al cielo en peldaños desoxiribonucléicos. La biología molecular es, para Dalí, historia bíbilica.
Cuando muera no moriré del todo, dijo Dalí. Los científicos que rascan sus huesos en busca de su ADN reconocerán que su mensaje persiste.
Europa es un lugar donde hay cafés, dijo George Steiner. Su idea de Europa, su idea de la cultura europea se resumía en ese lugar “para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el chisme, para el flaneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.” Un lugar que se abría a todo mundo pero que también, de cierta manera, alentaba la formación de clubes, peñas, tertulias. En el otro continente, en América, el café sigue siendo un negocio extraño, una importación que conserva sello italiano. El sitio mítico que en Europa ocupa el café, en Estados Unidos lo encarna el bar. Heredero de los pubs ingleses, el bar tiene, naturalmente, otra luz, otra atmósfera. “El bar americano, dice nuevamente Steiner, es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad.” Café y bar: dos nociones ideales de convivencia, de cultura, de libertad.
Guillermo Osorno ha escrito un libro valiosísimo sobre un bar legendario en la mitad de la Zona Rosa de la Ciudad de México. Editor ejemplar, Osorno encontró en el Nueve el personaje de un reportaje magistral. En la biografía del bar gay que marcó la vida de la ciudad en sus quince años de vida se asoman otras historias tan importantes como la de ese centro de cultura alternativa. En primer lugar, la que se cuenta en primera persona del singular. Un joven, después de descubrir su identidad en Los Ángeles, se busca en una ciudad árida e inhóspita; inmensa y pueblerina. La ciudad de México, atrapada aún por la moralina machista y el autoritarismo del PRI abre un pequeño paréntesis de libertad para la comunidad homosexual. El sitio de la fiesta ofrece permiso para la autenticidad. Quien había carecido de claves para entenderse, de pronto se reconoce entre otros. El Nueve formó comunidad y regaló espejo.
El bar no fue solo un bar. Un espacio de menos de 60 metros cuadrados en una ciudad monstruosa se convirtió en espacio subversivo de cultura. Además de lugar de encuentro, de diversión, de ligue sirvió de escena para expresiones que no recibían becas del Estado ni aparecían en el programa dominical de Televisa. Por ahí tocaron por primera vez grupos que después serían famosos. Café Tacuba, Caifanes, Maldita vecindad encontraron público ahí, en ese bar que no fue nunca de gueto, sino lo contrario: la germinación, para la ciudad, de una cultura más abierta, más franca y más viva. En el bar, también teatro, instalaciones, pintura fugaz. Henri Donnadieu, el fundador del Nueve, un aventurero misterioso no aparece aquí solamente como un empresario de la vida nocturna sino como un hombre que abrió la cultura mexicana a la noche, que la sintonizó con los tiempos del mundo.
El testimonio de Guillermo Osorno es también otra forma de contar el cambio mexicano de los últimas décadas. Se trata, como bien lo leyó Carlos Bravo, de una crónica de la transición democrática de México. El protagonista de este relato no es el Congreso ni los partidos; su símbolo no es la alternancia pero describe el mismo fenómeno y, tal vez, expresa de mejor manera su verdadero valor. Las batallas de un bar, las conquistas de la comunidad homosexual son parte ya de la cultura mexicana o, por lo menos, parte de la vida cotidiana de la Ciudad de México. Si en algo México ha mejorado de veras es en haberse vuelto un poquito más hospitalaria a la diversidad. Lo resume perfecta, íntimamente Guillermo Osorno al final de su relato: “El joven atribulado del principio de este libro ya es un hombre maduro y ha encontrado un lugar en su ciudad.”
¿Cómo se mide un año? Recupero la pregunta que se cantaba en un musical de hace algún tiempo. ¿Cuántas tazas de café le caben a 526,600 minutos? ¿Cuántas carcajadas? ¿Cuántas quesadillas? ¿Cuántos estornudos, cuántas despedidas, cuántos bostezos, cuántos traspiés? Cada uno tendrá su contabilidad. Pero quizá, más importante que el agregado sea la aparición del descubrimiento único, eso que cuenta no por acumulación sino por intensidad.
Este año me atrapó la sencillez profunda de la música de Valentin Silvestrov
. ECM ha publicado un buen número de grabaciones suyas. Después de oír el primer disco que compré en Gandhi no he parado de buscar todo lo que ha compuesto. Al escucharlo, se entiende por qué Arvo Pärt lo admira como el mayor compositor vivo. El músico ucraniano dice que su música no es música nueva, que no agrega nada a los sonidos del mundo; que es apenas el eco de la naturaleza. Tiene razón: ya ha oído su música quien lo escucha por primera vez. La música, dice él, es “el mundo cantándose.” No es filosofía; es el testimonio sonoro de la vida. Sus bellísimas canciones silenciosas fueron un apartamiento del público frente a la amenaza de la represión soviética. Estuvo dispuesto a cambiar las salas de concierto para defender el sonido íntimo del piano y la voz que de ahí surge. Así se escuchan en las “Canciones Silenciosas
” los versos de los grandes poetas rusos en voz de barítono y piano. La voz se desviste de las imposturas para cantar con la sencillez más pura. No hay ahí afectación operística, sino frescura íntima, profundidad ancestral. No sé cuántas veces habré escuchado “Despedida,” el poema de Taras Shevchenko al que puso música Silvestrov. No se necesita entender ruso para sentir el lamento helado del poema, el adiós a la vida y a la patria a la que se deja viuda. Su “Réquiem for Larissa
”, compuesto en recuerdo de su mujer es una pieza tormentosa y, al mismo tiempo, dulce. Destellos entre la oscuridad más tenebrosa. Fantasmas de Mozart se aparecen mientras las líneas de la voz se interrumpen subrayando la ausencia irreparable. El réquiem de Silvestrov se basa en la tradicional misa de muertos pero cada línea en latín queda incompleta. La frase se interrumpe sin llegar a su final subrayando el vacío. La música se disuelve en viento.
No fue para mí un buen año de cine. La película de Facebook que tantos elogios ha recibido me pareció una cinta sobreescrita sobre personajes que me resultan absolutamente indiferentes. La idea de Inception (sueños en el sueño; vigilia que invade el sueño; sueños que determinan la vida) es fascinante, pero su realización decepciona. Las alucinaciones de la película no alcanzan en ningún momento a ser oníricas. Las ciudades se doblan y se deshacen pero su secuencia sigue siendo la trillada persecución policiaca. No entra el espectador al otro universo del sueño. Me entretuvo el documental de Bansky pero sobre todo, me ayudó a ver la ciudad de otra manera. Del resto de películas que vi, apenas me acuerdo. Sólo resaltaría y con mucho entusiasmo una película que me acompañará por mucho tiempo. La vi gracias a una recomendación de Ernesto Diezmartínez. Es el retrato autobiográfico de la cineasta belga Agnès Varda. Las playas de Agnes es un coqueteo de espejos, de recuerdos, evocaciones lleno de poesía y gracia. La directora octogenaria regresa a la casa de su infancia, se descalza en la arena, registra las arrugas de sus manos, llora ausencias, recuerda amigos. La directora que perteneció a la época de oro del cine francés celebra su vida pero no se celebra a sí misma. Las boberías cuentan en su vida tanto como la Obra. La coleccionista de imágenes camina hacia atrás para festejar su tiempo sin esculpirse en monumento. ¡Cuánta vitalidad en estas imágenes! La escritora, directora y protagonista de la cinta dice en un momento: “Estoy viva. Y recuerdo.”
Los seres que nos visitan desde otro planeta en la película “La llegada” son unos pulpos enormes que logran comunicarse con nosotros a través de sus tentáculos. De sus largas extremidades brotan los mensajes que conducen a la protagonista a la experiencia de otra dimensión. Peter Godfrey-Smith, un filósofo que bucea, no ha tenido que salir del planeta para encontrar una inteligencia radicalmente distinta a la nuestra. En los mares del mundo ha estudiado pulpos, calamares y otros cefalópodos y en ellos ha detectado la conciencia más distante.
La inteligencia del pulpo es sorprendente. Es capaz de emplear herramientas, puede resolver problemas complejos, tiene memoria de lo reciente y de lo antiguo, fabrica su propio refugio, es extraordinariamente curioso. Quienes han convivido con pulpos durante largo tiempo, han podido apreciar una personalidad en cada individuo. Algunos son agresivos, otros juguetones. Hay pulpos tímidos y pulpos peleoneros. Parece claro que son capaces de reconocer las diferencias entre los hombres. En un laboratorio, uno solo de los científicos del grupo era recibido con chisguete de agua, cuando llegaba a trabajar. Podemos reconocernos en su afán exploratorio y en su capacidad de aprender; en sus simpatías y repulsiones personales. Pero, como bien advierte Godfrey-Smith en Otras mentes. El pulpo el mar y los orígenes profundos de la conciencia (Farrar, Strauss and Giroux, 2016), representan la otra evolución de la inteligencia. La criatura inteligente más lejana a nosotros. Nuestro ancestro común habrá sido una lombriz plana que vivió hace unos 600 millones de años. De ella partieron dos ramas que evolucionaron por rutas distintas. Una dio lugar a los vertebrados, la otra a los moluscos. El pulpo es, entre ellos, el que tiene el sistema nervioso más complejo. Tiene el cerebro más grande y la mayor cantidad de neuronas en todo el reino de los invertebrados.
Lo más notable, desde el punto de vista anatómico, es que las neuronas no están recluidas en el cerebro. La mayor parte de ellas están sembradas en todo el cuerpo. Los tentáculos están tapizados de células de pensar. Cada tentáculo percibe el mundo de manera independiente y procesa la información que pesca sin necesidad de recibir instrucciones del cerebro. Los bailes del pulpo, sus peleas y exploraciones no son resultado de una instrucción que desciende desde la torre cerebral. Hay, por supuesto una coordinación que proviene del cerebro pero hay una perceptible independencia de las extremidades pensantes. El pulpo, sugiere Godfrey-Smith, es como una banda de jazz. Hay una melodía común pero cada instrumento tiene el deber de improvisar. Un pulpo es un ser y es varios. En uno solo, hay muchos. La unidad de la conciencia, sugiere el autor, es una simple opción evolutiva.
En el pulpo la vieja idea de la separación de la mente y el cuerpo es simplemente absurda. Todo el cuerpo sirve para conocer el mundo. El estudio de Godfrey-Smith es una lectura fascinante: observando a nuestro lejanísimo pariente, el buzo reflexiona sobre la mente y los orígenes más profundos de la conciencia. “La mente, escribe, evolucionó en el mar.” Por supuesto, es imposible adentrarnos en la experiencia de ser pulpo. Podemos simplemente conjeturar: la imagen que esta criatura puede formarse del mundo, el contacto que puede tener consigo mismo y con lo que lo rodea será incomprensible para nosotros pero habrá, en alguna dimensión, sensaciones que nos hermanen.
¡ Buenísimo !
Fantastic! Gracias, one more time.