Un registro necesario para apreciar la calidad de una ciudad o de un barrio: el índice de caminabilidad.
Un registro necesario para apreciar la calidad de una ciudad o de un barrio: el índice de caminabilidad.
reescribiría los libros de Economía.
Convocado por Prospect, el filósofo de Harvard insiste en contraponer el argumento del mercado contra el argumento moral. La Economía tiende a presentarse como una disciplina neutral y cada vez más mordemos su anzuelo. Por eso el autor de Justicia, reescribiría los manuales de economía para reconectarlos con la tradición moral de la que surgieron autores como Smith, Mill o Marx. El primer decreto de Sandel como soberano del mundo sería prohibir el uso de la palabra «incentivar.
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En el Festival de cine alemán se estrenó en México la película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt. Más que una cinta biográfica, se trata del acercamiento al episodio más polémico de su vida: su famoso reportaje sobre el criminal nazi al que describió, para sorpresa e indignación de muchos, no como un monstruo, sino como un mediocre. Adolf Eichmann, el responsable de la transportación de los judíos a los campos de concentración, no era el demonio que se pudiera anticipar. Arendt, quien para 1963 era ya una filósofa connotada y admirada por tus trabajos de teoría política y, sobre todo, por su obra sobre los orígenes del totalitarismo, pidió al New Yorker que la enviara como corresponsal al juicio de Eichmann en Jerusalén. Quería ser testigo de ese proceso y sobre todo, entender el mecanismo totalitario operando en uno de sus ejecutores.
Arendt escribió un reportaje filosófico que provocó una tormenta pública que la película ha vuelto a agitar. Al verlo sentado en el banquillo de los acusados, la profesora de la New School no encontró por ningún lado al personaje diabólico sino a un hombre más bien tonto y aburrido: un tipo normal. El genocida no era un demonio sino un pobre diablo, un hombre normal al que simplemente le había sido extirpado el músculo de pensar. Arendt e sorprendió con la pequeñez del sujeto. Eichmann hablaba siempre con clichés, nunca encontraba una elocución original para expresarse. Su discurso, en apariencia razonado y culto, era una colección de lugares comunes. Fue así como Arendt encontró la fórmula: Eichmann encarnaba para la consciencia moderna la banalidad del mal. El mal que nos amenaza no es monstruoso sino humano, demasiado humano diría alguien. Eichmann era un burócrata que seguía instrucciones pero no era simplemente un autómata que acatara las reglas del exterminio, era una persona que había perdido capacidad de juicio moral.
La película logra capturar los desafíos de la inteligencia. Hannah Arendt se propuso comprender, no buscaba consolar. No pretendía halagar a sus lectores, alimentar sus prejuicios. Aceptaba que sus ideas podrían ser hirientes pero eso no la detenía para decir lo que tenía que decir. En ella había una seguridad que muchos consideraban arrogancia pero que no lo era. Era una confianza en sus ideas que no dependía del aplauso o la celebración de los otros, pero que tampoco se encerraba en sí misma. Arendt revisaba y reconsideraba lo que había escrito antes y no dejaba de cuestionarse. La cinta celebra la entereza intelectual, el temple del pensamiento, la dignidad de las ideas… y también la dolorosa soledad de la honradez.
Pero hay algo que no funciona en la cinta. La selección de los actores, la dirección misma obstaculizan la narración. Si la Hannah jovencísima de la película es un retrato perfecto de la muchacha brillante que quedó prendida de Heidegger, la actuación de Barbara Sukowa como la profesora Arendt no alcanza la complejidad del personaje. Cualquiera que se haya asomado a alguno de los videos de Hannah Arendt que flotan en la red se dará cuenta de la distancia. No me refiero al muy obvio contraste fisico entre la actriz y su personaje. Me refiero a algo más profundo, más importante. La actriz no respira el aire de Arendt, no encuentra su ritmo, no alcanza esa voz gruesa, rasposa y a la vez dulce que conocemos a través de las entrevistas. La cinta de von Trotta no alcanza la sutileza necesaria para mostrar la gestación de las ideas y la hostilidad de los prejuicios. Escena tras escena, la directora parece advertirle burdamente al espectador que contempla a una filósofa pensando. Las otras actuaciones son peores: personajes afectados que se extraviaron de un mal musical de Broadway.
Con todo, Hannah Arendt es una versión cuidada y fidedigna de un episodio emblemático de la lucha ideológica del siglo XX.
Yo no soy una poeta rusa y me siento siempre desconcertada cuando me consideran tal o me llaman de tal modo. Te conviertes en poeta (¡si acaso es posible convertirse en él, si no se es – de nacimiento!), para no ser francés, ruso y demás, para ser – todos. En otras palabras: eres poeta porque no eres francés. La nacionalidad es in y ex-clusión. Orfeo hace estallar la nacionalidad o ensancha sus fronteras a tal punto que todos (pasados y presentes) son incluidos en ella. ¡Orfeo no puede ser alemán! ¡Ni ruso!
En Cartas del verano 1926, de Boris Pasternak, Marina Tsvetaeva, Rainer Maria Rilke, Editorial minúscula, 2012traducción de Selma Ancira.
Peter Gabriel no tiene mucha prisa: una década para incubar cada disco. Hace ocho años sacó Up y hasta ahora publica un trabajo completo. Se trata de un disco de covers: versiones de canciones ajenas. A decir verdad, el género es sospechoso. Que Peter Gabriel ofrezca su versión de éxitos prestados podría ser indicador de una creatividad en declive: treparse al éxito de otros porque uno no tiene nada nuevo que decir. Karaoke que apenas inserta voz a una cinta fija de sonidos. Las piezas que Peter Gabriel esculpe con el barro de canciones viejas y nuevas son todo lo contrario: la expresión de plena vitalidad artística, una de las obras más ambiciosas de su carrera. El disco se titula Scratch My Back
: ráscame la espalda. El trabajo no es la aplicación de otra voz a una canción conocida. Es una transcripción: el clásico arte de la traducción de lenguajes musicales. No es la garganta lo único que cambia en este disco, es la atmósfera que envuelve las melodías, el ritmo que las anima, los sonidos que las arropan. Desnudando canciones ajenas, Peter Gabriel las hace plenamente suyas, les saca la pulpa que el original escondía y restaura en muchas ocasiones el mensaje que hasta su autor ignoraba.
Peter Gabriel ha envuelto su música con capas de sonido y la ha animado con chicotes de ritmo. Buscando en todos los rincones del mundo, acercándose a las tecnologías más modernas, ha coleccionado un riquísimo mundo de tonalidades. Instrumentación tupida que combina arpas africanas y sintetizadores. Sus experimentos con Genesis, su extraordinario trabajo con Scorsese musicalizando la agonía de Cristo, su colaboración con músicos como Nusrat Fateh Ali Khan, los Blind Boys of Alabama o Youssou N’Dour, su trabajo curatorial al frente de Real World le han entregado un prodigioso acervo de sonidos, rumores, voces y ecos. De ahí la exuberante vegetación, la arenosa musicalidad que conocemos en Peter Gabriel. Pero desde Up, su disco anterior, se percibe una búsqueda: ya no la densa envoltura, sino la desnudez ósea del canto. Entre la densa musicalidad de aquel disco, despunta una canción enigmática: “La gota.” La pieza tiene apenas el acompañamiento de un piano que evoca la melancolía de Arvo Pärt. Ahí estaba la semilla de su nuevo proyecto: despojarse de los adornos, soltar lo inesencial y encontrar, como apenas canta aquella canción, la simpleza trágica de la caída.
Ahora, en Scratch My Back, Peter Gabriel sigue su búsqueda de lo primordial. Ha tomado como ingredientes canciones de David Bowie, de Radiohead, de los Talking Heads, de Paul Simon. No ha pasado revista a los clásicos: ha seleccionado piezas que le resultan entrañables. Las ha pulido con los arreglos de John Metcalfe. No se escuchan guitarras ni batería. Ningún sintetizador disparando sonidos improbables. Tan solo violines, cellos, piano y algún coro. Se sienten por ahí aires de Philip Glass, de Arvo Pärt, de Stravinsky. Arrancándole toda la grasa de la ornamentación quedan al descubierto letra y melodía. El resultado de la transcripción es sobrecogedor. Una movida canción de David Byrne que tapa con su estruendo una letra estrujante se convierte en un himno sobre las voces que escucha un terrorista. El júbilo sudafricano de Paul Simon, tan lleno de tambores, trompetas y acordeones transformado en un lamento lánguido. La letra de cada canción brilla con la dicción puntual y una parca entonación. El tono es sombrío: voz de niebla y óxido.
José María Pérez Gay ha descrito su encuentro sorpresivo con el poeta Paul Celan. Un invierno despiadado golpeaba la ciudad de Berlín en 1967. Las actividades en la Universidad Libre de Berlín, donde estudiaba Pérez Gay, se suspendieron. Sin embargo, un legendario profesor de literatura invitó a sus alumnos a conocer a un autor, quien asistiría a su seminario para leer sus poemas. Apenas una decena de estudiantes llegó al encuentro con Celan, quien entonces tendría unos cuarenta y siete años. “Su voz temblaba y sus párpados infatigables parecían gobernar los textos, sus ojos regían palabra y ritmo, narración inolvidable y estilo preciso.” El joven estudiante mexicano quedó deslumbrado por el personaje. En su palabra había una “ternura próxima al dolor.”
Un poema de Celan hizo cambiar de opinión de Theodor W. Adorno quien dijo que, después de Auschwitz no era posible ya escribir poesía. Escribir un poema después del holocausto sería un acto de barbarie. Pero al leer “Fuga de muerte” de Celan rectificó: “La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; tal vez por eso haya sido falso decir que, después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas.”
Un hombre juega con serpientes
Grita toquen más dulce la muerte
la muerte es un maestro de Alemania
y grita toquen más oscuro los violines
luego ascienden al aire
convertidos en humo
sólo entonces tienen una tumba en las nubes
donde no están encogidos
En 1975, cinco años después del suicidio de Celan, José María Pérez Gay empezó a traducir su poesía. Hay una edición de la UAM que contiene sus versiones. En esos poemas pardos y complejos puede encontrarse una clave para comprender la obra delcmáximo germanófilo mexicano: ese abismo del horror en el que abrevó para extraer la iluminación filosófica y literaria. “El cardo sin luz, escribe Celan,
con que lo oscuro
agracia a los suyos
desde lejos
para quedar inolvidado.
En sus retratos, en sus ensayos, en sus reflexiones filosóficas se nombra el abismo del siglo XX, esa abominación que hizo de las ideas apologías de muerte y con la ciencia construyó eficaces instrumentos de exterminio. El príncipe y sus guerrilleros, ese extraordinario ensayo sobre el delirio ideológico que condujo a la destrucción de Camboya muestra lo que para Pérez Gay era el deber de recordar, el compromiso de nombrar el horror, la demencia de la utopía empeñada en el exterminio de miles de seres humanos, la incineración del conocimiento, la destrucción de todo lo edificado. Pérez Gay no cierra los ojos al horror de la muerte pero logra rescatar las razones de
vida. En la literatura y la filosofía, en la terca vocación de comprender y juzgar, de narrar, de pintar, de cantar encontró el sin embargo a nuestra perversidad congénita. La literatura, dijo, “es la zona más acogedora de la existencia.” Agregaría que, para él, al lado de la creación literaria, la filosofía fue compañera indispensable. Si en la literatura encontró hospitalidad, en la filosofía halló la zona más estimulante de la existencia. Esa pareja nutrió el “improbable optimismo” de Pérez Gay. La oscuridad no puede ocultar la esperanza de la civilización. Palabras limpias, ideas claras. El secreto del encuentro, diría Celan.
Fotografía de Alberto Cristofari
Wislawa Szymborska levanta la cabeza y ve las nubes. Cosas extrañas, caprichosas, indiferentes. Flotarán por lo alto pero no son siquiera testigos de lo que sucede abajo porque les falta la elemental tenacidad del curioso. Una nube es, en una milésima de segundo, otra nube. Viéndolas tan distantes, tan caprichosas, descubre parentesco en las piedras que, como nosotros, tienen los pies sobre la tierra.
Wislawa Szymborska toma una piedra y habla con ella. Soy curiosa, le dice: quiero entrar en ti. Sin hablar, la piedra la rechaza. Soy de piedra, le dice la piedra. Aún pulverizada soy hermética: no tengo puertas ni músculos para la risa. No entrarás en mí, repite la piedra ante la insistencia: te falta la sabiduría de quien es parte: ningún sentido sustituye a la humildad de quien se admite fragmento.
Wislawa Szymborska abre la mano a una gota de agua que cae del cielo. En la gota está el Ganges y también el Nilo, la humedad en los bigotes de una foca y el líquido de una vieja vasija china. En esa gota, todo el mundo y todos los tiempos: alguien que se ahogó y quien fue bautizado. En una gota de lluvia, siente que el mundo la toca, delicadamente.
Wislawa Szymborska camina y encuentra un escarabajo muerto. Un horror moderado que no le provoca tristeza. Parece que al bicho nunca le sucedió algo importante. Su fantasma no nos espantará por la noche. Lo que cuenta es sólo lo que se acerca a nuestra vida: sólo nuestra muerte goza de primacía.
Wislawa Szymborska platica con sus plantas. Tiene nombres para ellas: arce, cardo, narciso, brezo, enebro, muérdago, nomeolvides pero ellas no le han puesto nombre a quien las riega. Quisiera explicarles qué se siente tener ojos y no raíces, pero ellas no le preguntan nada a quien es tan nadie.
Wislawa Szymborska no sabe qué es la poesía. Sabe que a unos les gusta pero a la mayoría no. A los que les gusta, les gusta como una buena sopa de fideos o una bufanda. No sabe lo que es la poesía pero se aferra a ella como un pasamanos. La poesía es, tal vez, la posibilidad de hacer perdurar: la alegre venganza de una mano que morirá.
Wislawa Szymborska ve una fotografía del 11 de septiembre. Hombres que se lanzan al vacío. Escapan de la muerte arrojándose a ella. Estampas que congelan el último instante de una vida. Sólo puedo hacer dos cosas por ellos, dice: describir su vuelo y no decir la última palabra.
Wislawa Szymborska escudriña palabras. Al decir Futuro, la primera sílaba es ya pasado; al decir Silencio, lo mata; al pronunciar Nada inventa algo que no cabe en la no-existencia. Todo es una palabra impertinente y vanidosa que debería llevar siempre la advertencia de las comillas. Cree que abraza, reúne, recoge y tiene pero es un jirón del caos.
Wislawa Szymborska se asombra. Todo lo escribe entre el paréntesis del quizá y del no sé. No sabe por qué está aquí y no en otro lado, por qué viste una piel y no una cáscara. No sabe por qué está sola y con ella misma. Sólo en el escenario descubre de qué trata su obra. Si algo sabe es que la vida se vive al instante. Nunca un miércoles ha sido ensayo de jueves.
Wislawa Szymborska habrá sonreído cuando escribió
No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:
Un rincón modesto,
en el que las estrellas den las buenas noches
y hacia el que parpadeen
sin mayor significado.
No es ciencia ficción. Cada uno de los cinco capítulos de la serie se vive como una película de terror. Es una historia apocalíptica que se ubica en un pasado que algunos podríamos reconocer como propio. Hace poco más de treinta años, el 26 de abril de 1986, ocurrió el peor desastre nuclear de la historia. HBO ha trasmitido la historia de la catástrofe de Chernóbil que es menos una falla de la ingeniería que una consecuencia del despotismo. La serie no es una condena de la arrogancia científica, de esa transgresión que supone el juego de las partículas. Es, más bien, la denuncia de un régimen basado en el ocultamiento y en la supresión de la crítica. El totalitarismo no es solamente la abolición de la libertad, es también una tecnología del desastre. El uranio puede ser domesticado. Pero cuando el miedo y la mentira se filtran al cerebro de un rector nuclear, se cocina una tragedia.
La serie es desigual. Por una parte, es admirable en su retrato de los horrores que provoca esa bomba desbocada que nadie sabe cómo calmar. Sus imágenes capturan el veneno mortal e imperceptible que esparce la muerte como si fuera una nevada apacible y, al mismo tiempo, nos muestra la ferocidad de esas radiaciones que despellejan. La serie escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck es eficaz para trasmitir el pánico ante una hecatombe que perfora la piel. Muerte a dos ritmos: la instantánea calcinación y la paciente degeneración celular.
La conmovedora fotografía y la estrujante cinta musical contrasta con la torpeza de un libreto que rinde homenaje a todos los lugares comunes. Se entiende que una representación necesita tomarse sus licencias, pero en el caso de esta serie, los permisos atentan, no solamente contra con la verosimilitud del relato, sino contra el mensaje mismo que se pretende trasmitir. Chernóbil está repleta de escenas y diálogos que hemos visto mil veces. La heroína que vence el miedo para desafiar al poder. El paladín que vence mil obstáculos para colocarse en el epicentro de la historia. El científico que ama la verdad y lo arriesga todo por defenderla. El jurado que escucha sorprendido la valentía de quien rompe todos los instructivos de la conveniencia. El suicida que trasmite su mensaje después de la muerte. Un evento único en la historia de la humanidad se convierte en un relato trillado.
La mejor lectura que he visto sobre la serie es la de Masha Gessen, en el New Yorker. Gessen reconoce la recreación de la “cultura material” de la Unión Soviética en la producción de HBO. La ropa, los teléfonos, la decoración de hoteles y apartamentos viene directamente de esos tiempos. El problema es que los personajes y sus diálogos no corresponden al régimen en el que actúan. Incapaz de retratar la cultura de la sumisión y de la lealtad, el libretista de ¿Qué pasó ayer? Partes 2 y 3, sigue las pistas de una película de desastre: un puñado de héroes sabios y valientes salvan al mundo de la perversidad de unos cuantos ambiciosos. La película sucumbe ante el lugar común porque no encuentra la imagen ni el estatuto verbal de un régimen que impone culto a la mentira, premia al dócil y extirpa cualquier resorte de individualidad.
Maestro Silva-Herzog, te envío este texto publicado en el Blog de Yoani Sánchez, un saludo. Rodrigo Santiago Juárez
De gratuidades y otras fantasías
Escrito por: Yoani Sanchez en Generación Y , Julio,19,2008
Voy a buscar un colirio para mi ojo derecho que tengo irritado desde hace un par de días. Dos horas de espera en el médico de la familia me permiten enterarme de todos los chismes del barrio, de boca de las vecinas que van a “pasear” al consultorio. La doctora se queja de que tiene mucha carga de trabajo, porque parte de sus colegas está de misión en Venezuela, y me escribe una remisión mientras se come una pizza de seis pesos.
En el policlínico el panorama es similar, pero la preocupación por mi ojo hace que me porte bien y espere a que me atiendan. Un señor con unos espejuelos antediluvianos me advierte que él marcó en la cola desde la seis de la mañana, así que calculo que podré terminar de leerme una novela mientras aguardo. Con sorna, una viejita me insinúa –sin que yo haya abierto la boca- “esto es así porque es gratis, si hubiera que pagarlo, otro gallo cantaría”.
No me sorprende su expresión, pues frases como esas aparecen con más frecuencia por todas partes, pero me quedo pensando en el raro concepto de gratuidades que maneja la señora. Al decírmelo yo imagino que la lámpara de Aladino, frotada por once millones de cubanos, ha logrado proveernos de estos hospitales, de las escuelas y de otros publicitados “subsidios”. Pero el espejismo del genio con sus tres deseos me dura poco, caigo en cuenta que todo eso lo pagamos cada día con un alto precio.
El dinero no sale, como la señora cree, del bolsillo bondadoso de quienes nos gobiernan, sino de los altos impuestos que nos cobran por cada producto adquirido en las tiendas de pesos convertibles, de los excesivos pagos que nos obligan a hacer en los trámites migratorios, del gravamen humillante que las monedas extranjeras tienen en esta isla, y de la subvaloración salarial en que están sumidos todos los trabajadores. Somos nosotros los que pagamos estos servicios de los que, vaya ironía, no podemos quejarnos.
Es más, pagamos también la gigantesca infraestructura militar, que en sus delirios guerreristas consume una buena parte del presupuesto nacional. De nuestros agujereados bolsillos, salen las campañas políticas, las marchas de solidaridad y los excesos de protagonismo que nuestro gobierno se permite tener por todo el mundo. Somos nosotros los que financiamos nuestras propias mordazas, los micrófonos que nos escuchan, los delatores que nos acechan y hasta la tranquila parsimonia de nuestros parlamentarios.
De gratuidades nada. Cada día pagamos un alto precio por todas esas cosas. No solamente en dinero, tiempo y energía, sino también en libertades. Somos nosotros mismos los que sufragamos la jaula, el alpiste y las tijeras que nos cortan las alas.
Me acuerdo mucho de una vez que estaba en San Antonio Tx. Y salí a caminar. Simple y sencillamente no había banquetas, pasó un policía y me preguntó que qué me pasaba, nada simplemente dar una vuelta a la manzana, ¿Cuál manzana? ¡Las vueltas aquí las damos en carro!
De nuestros agujereados bolsillos, salen las campañas políticas, las marchas de solidaridad y los excesos de protagonismo que nuestro gobierno se permite tener por todo el mundo. .