El 28 de marzo publiqué un artículo en Reforma sobre la desigualdad, titulado «El nuevo segregacionismo«. Era en alguna medida (aunque no exclusivamente) un comentario a lo que había sugerido Luis Rubio poco antes en el mismo diario: «la desigualdad no es el problema,» argumentaba desde el título. Un par de semanas después, Rubio siguió con el tema en una nueva colaboración en Reforma: «Pobreza y desigualdad«. Álvaro Rodríguez Tirado ha participado en el intercambio con un comentario que ha publicado la revista Este país. Le respondo ahí mismo. El libro que mencionamos los tres es On Inequality, de Harry Frankfurt.
En una mesa llena, en la que la multitud de platos sólo tiene la finalidad de mantener largamente juntos a los convidados, la conversación pasa habitualmente por tres fases: 1) contar, 2) razonar y 3) bromear. 1) Las novedades del día, primero locales, luego foráneas, llegadas a través de cartas privadas y periódicos. 2) Una vez satisfecho este primer apetito, se hace la reunión más viva; pues como en el argüir es difícil evitar que uno y el mismo objeto planteado sea enjuiciado de diversas maneras, y cada uno no vilipendia precisamente su opinión, se suscitará una discusión que excita el apetito para fuentes y botellas, y según el grado de impulsividad de la discusión y de la participación en ella, lo hace también provechoso. 3) Pero como el argüir es siempre una especie de trabajo y desgaste de fuerzas (…) cae la conversación naturalmente en el mero juego del ingenio (…) y así termina la comida entre risas; las cuales, cuando son carcajadas y de buen corazón, las ha destinado la naturaleza a que con el movimiento del diafragma y del intestino favorezcan muy especialmente al estómago en su digestión, en cuanto bienestar corporal.
Immanuel Kant,
citado por Otfried Höffe, El proyecto político de la modernidad, FCE.
Murió Lucian Freud. El crítico australiano Robert Hughes lo describió hace unos años como el máximo artista inglés vivo. Pocos discutirán que fue el gigante del arte figurativo de nuestro tiempo. Frente al éxito comercial del escándalo artístico, Freud reivindica el poder tradicional de la pintura. El New York Times lo recuerda aquí, The Guardian acá, The Telegraph publica esta nota. En el Financial Times se le describe como el mejor intérprete de la carne humana. Puede verse una conversación de Charlie Rose con William Acquavella and John Richardson. The Guardian también comparte una buena galería de su vida y su trabajo.
Martin Gayford posó para Freud y escribió un libro sobre la experiencia. David Dawson, su asistente por más de una década, lo fotografío muchas veces en su estudio. Este libro recoge sus imágenes. Acá se puede recorrer una parte de su obra. Éste es un documental interesante sobre sus retratos. Florence Waters enlista datos que poco se conocen de su vida y de su obra. El crítico Martin Gayford recuerda a su amigo. Jerry Saltz explica por qué admira a un artista que no le gusta. El obituario del Economist describe su despiadada honestidad.
En el New York Times, Michael Kimmelman lo recuerda como el hombre más interesante de Londres. Merope Mills narra la entrevista que se convirtió en una cita. El Telegraph junta algunas expresiones suyas. William Feaver recuerda sus llamadas telefónicas y la rudeza de sus cartas. Para Fernando Castro, en el abc, sus retratos son "las más honestas modulaciones de la melancolía contemporánea." Manuela Mena, en El país, cree que será tan importante como su abuelo para entender al siglo XX.
Al recibir el Príncipe de Asturias, Daniel Barenboim recordaba a María Zambrano quien identificaba una sustancia musical en toda sabiduría. Esa era la gran lección, a su juicio, de Séneca. La razón es equilibrio, escucha, ponderación, melodiosa mezcla. No fidelidad a un dogma, sino capacidad de un ser concreto para percibir “con su armonía interior, la armonía del mundo.” Saber vivir es saber oír. Oírse para no callar a nadie. Oír para apreciar al otro. “Es una cuestión de oído. Una virtud musical la del sabio; es una actividad incesante que percibe y es un continuo acorde. Es, en suma, un arte. La moral se ha resuelto en estética y como toda estética tiene algo de incomunicable.”
Nadie ha cultivado esa armonía como Jordi Savall. Un devoto de todas las artes de la música. Intérprete prodigioso, director y promotor, arqueólogo de antiguas partituras, resucitador de instrumentos, historiador y cronista, editor, divulgador, maestro, productor de extraordinarios acontecimientos sonoros. Hace unos días estuvo en México. Con su Hespèrion XXI y Tembembe Ensamble Continuo tocó un concierto memorable en el Bellas Artes que revivió las mareas del barroco hispano. El agua de las influencias que va y que viene. Una danza portuguesa del siglo XVII dio paso al cielito lindo. Una jota preparó la improvisación de la guaracha. Un zapateado dialogaba con la viola da gamba. Se escuchó al arpa barroca al lado de la jarana huasteca. Aparecieron los raspones de la quijada de caballo y el violone. Y una voz cantando:
La vida tiene sazón
si hay un chile en la tortilla
si hay un chile en la tortilla
la vida tiene sazón.
“Lo mejor que hicimos los españoles en el Nuevo Mundo fue la música, ha dicho el incansable concertista. Casi todo lo demás fue un desastre.” El concierto reciente y varios discos de su catálogo son testimonio de algo que sí puede nombrarse “encuentro” entre dos mundos. La música de esas dos riberas que Savall trae a la vida es una música libre, una música anterior a la disciplina impuesta por la escritura. Será por esa soltura que la erudición de este arqueólogo no invita al museo sino a la juerga. El arte de improvisar lo aprendió el catalán de su instrumento, la viola da gamba. Es un arte hecho de estudio, espontaneidad y sensibilidad.
La improvisación fue, tal vez, uno de los hilos que bordaron el programa en Bellas Artes. Las “Folías (locuras) antiguas y criollas del antiguo al nuevo mundo” no pueden entenderse solamente como la influencia de un lugar a otro, sino como el ir y venir de cuerdas, cadencias, motivos. El espíritu de una cultura puede estar ahí, en la música que hace reír, la que enamora, la que se imagina como un puente con Dios. Escuchar a Jordi Savall, jarocho y mediterráneo, es acercarse a esa sabia armonía de la que hablaba María Zambrano. Esa armonía que en sonido va de una civilización a otra, que cruza siglos y que hermana.
Charles Simic acaba de publicar El lunático, la cosecha de los poemas que ha diseminado en las páginas del New Yorker, Slate, Paris Review y otras publicaciones. El poema que da título al libro describe la terquedad de lo imposible: un copo de nieve que cae mil veces en un tarde y vuelve a caer por la noche, nada más para ver qué se siente. Su poesía será eso: constancia de lo absurdo, perseverancia de la ilusión a pesar de los horrores de la experiencia.
Simic sigue escribiendo poesía. Hace tiempo su madre, ya muy vieja, le preguntaba si seguía escribiendo poemas. Ella tenía, desde luego, la esperanza de escuchar que su hijo había madurado y que ya no perdía el tiempo con esas distracciones de juventud. Helen, la madre de Simic, movió la cabeza al escuchar la respuesta, apenada por la incurable manía del hijo. Algunos creen que es absurdo que un hombre de setenta años siga escribieno poemas, escribió él. Como si un viejo saliera con una chica de secundaria y patinara con ella por las noches. Simic entiende su tenacidad como producto de su pasión por el ajedrez. Brevísimas partidas de inteligencia e imaginación, sus poemas dependen, como ha dicho él mismo, de que la palabra justa o la imagen exacta aparezcan en el momento preciso. La secuencia lo es todo. El final es decisivo: ha de tener la inevitabilidad y la sorpresa de un jaque mate.
En su nuevo libro, Simic muestra el arte de su ajedrez. La sorpresa oculta en lo cotidiano se convierte en clave de nuestros extremos. Historia y biografía comprimidas en los objetos de uso diario, en los rituales de la naturaleza, en las monotonías del vecindario. El humor y la tragedia, la crueldad y la ternura, los cuerpos y los fantasmas, el horror y el placer. Las cosas que nos rodean—un plato de sopa, la hoja de un árbol, un espejo, el delantal de un carnicero—adquieren vida en la poesía Simic como densas afirmaciones de nuestra experiencia. Poesía sombría y radiante. El contrapunto radical. ¿Dónde más podríamos ver a Venus bañándose con cucarachas? En la poesia de este serbio de New Hampshire el esplendor de una mañana es tal que haría sonreir a un fusilado frente al pelotón. La plenitud de primavera que nos regala los gozos de un peluquero lavándole el pelo a Cameron Diaz.
Mi tema es el alma, escribe Simic en uno de los últimos poemas de este poemario. Asunto difícil porque el alma es invisible, silenciosa y frecuentemente ausente. Hasta cuando se muestra en los ojos de un niño o en un perro sin casa, me hacen falta las palabras, dice. El diccionario del poeta es siempre incompleto. ¿Qué palabra nombra los juegos de esa luz que corretea la oscuridad en los pasillos?
Simic observa su vejez, compra flores para el funeral de hoy y el que vendrá mañana. Habla por las noches con la muerte. A ser cuidadosos nos llama. El poeta sabe que no hay mucho de qué hablar. Más se podría decir de la mosca muerta en el vidrio o de esa máquina de escribir que hace años nadie toca. Es la deliciosa y angustiante nada de existir. La memoria en la mente del viejo es una provocadora que tienta y nunca cumple. El nombre de una mujer amada aparece y se resbala por el precipicio de la lengua. El espejo le recuerda esos ojos que ya no existen. Ojos que celebraban el presente, ojos que sabían que todo lo que había fuera de ese instante era una mentira. El poeta terco es el rey de los insomnes, el estudiante de techos y puertas cerradas, la mosca que escapa de la cabeza de un loco. Un hombre que, a la mitad de la noche se levanta de la cama como un petardo sobresaltado por el pensamiento de su muerte.
Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas… Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo, llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
La dama dorada, el cuadro más famoso de Gustav Klimt encierra una historia extraordinaria o más bien, varias historias extraordinarias. Los misterios de la relación entre modelo y pintor, la exploracíón artística que conduce a la invención de una nueva femenidad, el despojo del arte que acompaña al holocausto y la hazaña de su recuperación. La cinta que dirigió Simon Curtis con las actuaciones de Helen Mirren y Ryan Reynolds se concentra en el cuento menos interesante y lo envuelve con los lugares comunes del cine de abogados. La trivialización de una historia maravillosa.
La cinta cuenta una historia que hemos visto mil veces en mil programas de televisión: un pobre abogado enfrenta y derrota a los poderes a base de tesón y astucia. Arriesga todo, familia, trabajo, comodidad económica por defender sus convicciones…y finalmente triunfa. Nadie daba un quinto por él y al final de la película logra su cometido. Un lugar común encima de otro. Ni la actuación señorial pero mecánica de Helen Mirren logra salvar una película empedrada con un penoso libreto.
La cinta, sin embargo, es una invitación a contemplar de nuevo ese retrato genial que algunos han llamado la Mona Lisa austriaca. La película de Curtis se basa en el estudio de Anne-Marie O’Connor que cuenta la historia del retrato de Adele Bloch-Bauer y que recientemente ha publicado Vaso Roto. El trabajo de O’Connor, reportera del Los Angeles Times y del Washington Post, captura la trascendencia de ese lienzo dorado. Si, como la obra de Leonardo, el retrato de Adele es representación de lo femenino, se trata de la representación de una femenidad deseante. El deseo, pensaba Klimt era la chispa que movía al universo. Esa es la energía que trasmite esa mujer que flota sobre hojas y ojos de oro: el brote del arte, el brote del amor. El crítico Metzger vio en ese cuadro el retrato de una nueva mujer vienesa: “deliciosamente disoluta, atrayentemente pecaminosa, exquisitamente perversa.” La sensualidad bruñida con el oro del arte religioso.
Enorme riesgo corría una mujer de sociedad al entrar a los dominios de ese artista maldito. El pintor que sería descrito como degenerado retrataba a una mujer que también rompía con la hipocresía de la época. Independiente, socialmente comprometida, era vista también como sospechosa. Pero el cuadro no solamente encierra los misterios de la seducción, los complejos vínculos entre la musa y el artista, también contiene en cápsula las controversias estéticas, las tensiones raciales, las amenazas políticas de la Viena de principios de siglo. El libro de Anne-Marie O’Connor logra captar esta atmósfera de experimentos y amenazas, de liberaciones y rencores que se inflaman.
Frente a esa historia, los millones que puede costar el cuadro en una subasta o los laberintos burocráticos de su recuperación resultan francamente intrascendentes. La dama dorada captura la fugaz aparición del deseo entre las celdas de la castidad y el fanatismo. Una obra espléndida, tan insoportable para la burguesía vienesa como lo fue para la dictadura fascista. “La verdad, dijo Klimt, es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder.” La dama de oro, la dama ardiente.