Reforma publicó ayer una entrevista del senador Zoé Robledo con Maurizio Viroli, biógrafo de Maquiavelo y estudios del pensamiento republicano. Viroli sostiene que no hay tal cosa como el maquiavelismo, porque en la obra del florentino no hay asomo de sistema. Puede, sin embargo, haber una lectura de izquierda y otra de derecha:
Sí, el Maquiavelo de la derecha es el teórico de la fuerza, es el teórico de lo autónomo, de la razón de Estado. El Maquiavelo de la izquierda es sobre todo el Maquiavelo de Gramsci que explica cómo es posible para un pueblo, para un grupo social, para una parte de la sociedad, conquistar su propia redención. Sí, existe un Maquiavelo de derecha y uno de izquierda, pero el verdadero Maquiavelo va más allá de la derecha y de la izquierda. Maquiavelo era un republicano, que no es ni de derecha ni de izquierda.
Mark Lilla comenta en el New York Review of Books la película de Margaret von Trotta sobre Hannah Arendt. El gran problema de la película, dice Lilla, es la verdad. No la dificultad para comunicar la gestación del pensamiento sino la verdad, la palabra que se repite una y otra vez en la cinta. En realidad, la película, más que abordar la verdad, trata la sinceridad, la autenticidad de Arendt, su valor para defender sus convicciones en una atmósfera hostil y resistir la presión de todos, incluyendo a sus amigos más cercanos. Pero el argumento de Arendt en sus reportajes es ya insostenible de acuerdo a la información que ha aparecido en los -útlimos años. Lilla, autor de The Reckless Mind, una brillante crítica a la relación de los intelectuales del siglo XX con la tiranía, se aleja así de la película y se concentra en el pensamiento de Arendt. En el fondo, Arendt juzgó a Eichmann a partir de sus propias preocupaciones intelectuales. De Heidegger heredó la preocupación por la autenticidad humana y la sociedad mecánica. Por ello vio en Eichmann al burócrata banal. Más cercano a la verdad estaba Artur Stammler, personaje de una novela de Saul Bellow al decir lo siguiente:
Política, psicológicamente los alemanes tenían una idea del genio. La banalidad era sólo camuflaje. ¿Qué mejor manera de quitarle maldición al asesinato que hacerlo ver como algo ordinario, aburrido, trivial?… Había una conspiración contra la sacralidad de la vida. La banalidad fue la coartada de un muy poderoso deseo de abolir la conciencia. ¿Se puede decir que ese proyecto es banal?
¿Cómo se mide un año? Recupero la pregunta que se cantaba en un musical de hace algún tiempo. ¿Cuántas tazas de café le caben a 526,600 minutos? ¿Cuántas carcajadas? ¿Cuántas quesadillas? ¿Cuántos estornudos, cuántas despedidas, cuántos bostezos, cuántos traspiés? Cada uno tendrá su contabilidad. Pero quizá, más importante que el agregado sea la aparición del descubrimiento único, eso que cuenta no por acumulación sino por intensidad.
Este año me atrapó la sencillez profunda de la música de Valentin Silvestrov
. ECM ha publicado un buen número de grabaciones suyas. Después de oír el primer disco que compré en Gandhi no he parado de buscar todo lo que ha compuesto. Al escucharlo, se entiende por qué Arvo Pärt lo admira como el mayor compositor vivo. El músico ucraniano dice que su música no es música nueva, que no agrega nada a los sonidos del mundo; que es apenas el eco de la naturaleza. Tiene razón: ya ha oído su música quien lo escucha por primera vez. La música, dice él, es “el mundo cantándose.” No es filosofía; es el testimonio sonoro de la vida. Sus bellísimas canciones silenciosas fueron un apartamiento del público frente a la amenaza de la represión soviética. Estuvo dispuesto a cambiar las salas de concierto para defender el sonido íntimo del piano y la voz que de ahí surge. Así se escuchan en las “Canciones Silenciosas
” los versos de los grandes poetas rusos en voz de barítono y piano. La voz se desviste de las imposturas para cantar con la sencillez más pura. No hay ahí afectación operística, sino frescura íntima, profundidad ancestral. No sé cuántas veces habré escuchado “Despedida,” el poema de Taras Shevchenko al que puso música Silvestrov. No se necesita entender ruso para sentir el lamento helado del poema, el adiós a la vida y a la patria a la que se deja viuda. Su “Réquiem for Larissa
”, compuesto en recuerdo de su mujer es una pieza tormentosa y, al mismo tiempo, dulce. Destellos entre la oscuridad más tenebrosa. Fantasmas de Mozart se aparecen mientras las líneas de la voz se interrumpen subrayando la ausencia irreparable. El réquiem de Silvestrov se basa en la tradicional misa de muertos pero cada línea en latín queda incompleta. La frase se interrumpe sin llegar a su final subrayando el vacío. La música se disuelve en viento.
No fue para mí un buen año de cine. La película de Facebook que tantos elogios ha recibido me pareció una cinta sobreescrita sobre personajes que me resultan absolutamente indiferentes. La idea de Inception (sueños en el sueño; vigilia que invade el sueño; sueños que determinan la vida) es fascinante, pero su realización decepciona. Las alucinaciones de la película no alcanzan en ningún momento a ser oníricas. Las ciudades se doblan y se deshacen pero su secuencia sigue siendo la trillada persecución policiaca. No entra el espectador al otro universo del sueño. Me entretuvo el documental de Bansky pero sobre todo, me ayudó a ver la ciudad de otra manera. Del resto de películas que vi, apenas me acuerdo. Sólo resaltaría y con mucho entusiasmo una película que me acompañará por mucho tiempo. La vi gracias a una recomendación de Ernesto Diezmartínez. Es el retrato autobiográfico de la cineasta belga Agnès Varda. Las playas de Agnes es un coqueteo de espejos, de recuerdos, evocaciones lleno de poesía y gracia. La directora octogenaria regresa a la casa de su infancia, se descalza en la arena, registra las arrugas de sus manos, llora ausencias, recuerda amigos. La directora que perteneció a la época de oro del cine francés celebra su vida pero no se celebra a sí misma. Las boberías cuentan en su vida tanto como la Obra. La coleccionista de imágenes camina hacia atrás para festejar su tiempo sin esculpirse en monumento. ¡Cuánta vitalidad en estas imágenes! La escritora, directora y protagonista de la cinta dice en un momento: “Estoy viva. Y recuerdo.”
El sueño ha sido visto como inmersión en lo recóndito, irrupción de lo negado, involuntaria revelación de lo que la razón sofoca. El misterioso acceso al laberinto más profundo de cada quién. Pero el sueño no se encapsula en la celda del individuo: se vierte a la vida común y se enreda en la historia. Así lo muestra el editor Jacobo Siruela en un bellísimo ensayo publicado hace un par de años por Atalanta, su nuevo sello. La pista la encuentra en una nota escrita en uno de los cuadernos de G. C. Lichtenberg: «toda nuestra historia es únicamente la de los hombres despiertos; nadie ha pensado en una historia de los hombres que duermen.» En efecto, nadie ha emprendido la tarea de escribir la historia de los sueños. Eso: la reconstrucción de la historicidad de los sueños.
Siruela se ha puesto a escribir ese libro para insertar el universo onírico en la historia de la cultura. El mundo bajo los párpados no es una historia lineal, una cronología de sueños famosos. Se trata de una historia, como él mismo la llama, «transversal y literaria», donde se encuentran historia y filosofía; mito y ciencia. Los sueños pueden convertirse en «materia de la historia», como ya había notado George Steiner. Con frecuencia escapan de la esfera privada para configurar los códigos sociales, pueden tener el poder de decidir una batalla, abren una ruta para para ensanchar la razón o consagran un ámbito para sus terapias. Cada siglo tiene sus sueños; cada cultura, una fórmula para descifrar sus mensajes, para contemplar a sus dioses con los ojos cerrados. No sueño mi sueño: sueño el nuestro. «El sueño, escribe Siruela, no es únicamente un fenómeno espontáneo y privado de la mente, forma también parte de la experiencia más vasta de la historia cultural humana.» Si fuésemos capaces de hacer el compendio de nuestros sueños, dibujaríamos el mapa más revelador y el más preciso de nuestro tiempo. Como demostró la periodista Charlotte Beradt, al recopilar esa historia del Tercer Reich, ni en sueños Hitler dejaba en paz a los alemanes. La historia merece, pues, una nueva categoría: la onírica.
Pero la trayectoria onírica es doble: la historia se filtra al sueño, pero el sueño también fecunda la historia. Un niño inglés se atrevió una mañana a contarle a su maestra el sueño que acababa de tener. Lo habían nombrado rey de Inglaterra. El sueño le pareció inaceptable a la instructora que procedió a azotarlo. Nalgadas por soñar lo impensable. El niño se llamaba Oliver Cromwell. Los historiadores de lo diurno creerán que sueños de este tipo son anécdotas curiosas. Nada más. Arrogancias de la razón moderna que se niega a aceptar otras casualidades.
Los sueños pueden ser premonición pero también se ofrecen como guía, como orden, como llave que abre la puerta que no se ve durante el día. Todo lo que hacemos está marcado por nuestros sueños, esas «efímeras pompas de vida» donde la imaginación juega con la memoria. Cualquier actividad humana registra la influencia de los mensajes oníricos. El arte, la guerra, la ciencia, la religión serían otra cosa sin esas seducciones de la noche. Tiene razón Siruela: nuestra cultura extrovertida sigue dándole la espalda a las visiones nocturnas.
Sin detenerse en los tópicos vulgares o psicoanalíticos, Siruela se hace preguntas inusuales. ¿Qué sucede con el tiempo cuando soñamos? ¿A dónde vamos cuando soñamos? ¿Cómo entra la historia a los sueños, cómo se insertan en ella? El mundo bajo los párpados, un ensayo tan riguroso como elegante, entiende la imaginación (no sólo la nocturna) como una pieza constitutiva de la historia. No un escape de la realidad, el hallazgo de una más profunda.
Le debo a León Krauze la recomendación de un podcast extraordinario. Es el mejor ejemplo de lo que puede ofrecer ese medio magnífico. Se trata de Revisionist History de Malcolm Gladwell. Está ya en su segunda temporada. Pueden escucharse los veinte capítulos en http://revisionisthistory.com/ o descargarse en cualquiera de las librerías de podcast. Se trata, como lo dice en su presentación, del intento de repensar aquello que damos por comprendido. Tiene razón: el pasado merece un segunda oportunidad.
Tiene sentido que el autor de libros exitosísimos se acerque al micrófono y se aleje de la letra impresa. El periodista canadiense ha examinado en varios volúmenes lo contraintuitivo. Sabe bien que la verdad se esconde en lugares comunes, en datos ocultos y en prejuicios. Los saberes recibidos suelen ser engaños confortables de los que alguien saca beneficio. De eso mismo habla en el podcast pero lo hace con un tono distinto. Las historias de cada programa adquieren una extraordinaria intimidad. No son pocos los capítulos terribles, los conmovedores, los que desatan la indignación. Nada tan íntimo como la voz. Nada tan honesto como el sonido de las palabras, sus silencios, sus acentos. La voz no puede ocultar tristeza, rabia, duda, asombro. Lo sabe bien Gladwell y quiere usar el poder del audio: hacernos pensar pero también hacernos llorar. Vale advertir que será difícil en algunos capítulos contener las lágrimas.
El talento narrativo de Gladwell se pule para alcanzar su mayor brillo en este producto auditivo. Las historias que cuenta se enredan y se aclaran magistralmente. Los secretos de una vieja exposición de pintura, los efectos mortíferos de una amistad, las revelaciones de la música country, alguna lección de un basketbolista, las paradojas de la sátira. En cada oportunidad Gladwell confronta nuestras expectativas, juega con la idea que tenemos del mundo y la somete al ácido de su inteligencia interrogante. Hilos que parecen inconexos se van trenzando para conformar el argumento. Uno de los capítulos abre con dos cápsulas: una sobrecogedora descripción de la hambruna en Bengala en 1943 y el retrato de un excéntrico físico inglés. En 34 minutos Gladwell exhibe el impacto de las lucubraciones de ese aristócata en la muerte de millones de indios. ¿Cuál fue la causa de la hambruna en Bengala, pregunta Gladwell? Creo que fue una amistad, responde. Cada capítulo es un enigma que se resuelve ante nuestro oído: algo que parece obvio es, en realidad, un engaño; eso que esperamos que produzca el efecto virtuoso desencadena consecuencias funestas. Gladwell sabe sacar jugo a los trabajos de la academia pero, sobre todo, sabe hacer buenas preguntas y contar historias. Un detective intelectual que no se deja llevar por la corriente de las opiniones hechas.
Siendo auténticamente conmovedor, este trabajo de Gladwell es, probablemente, el más político de todos los que ha hecho el investigador canadiense. Hay una línea común en todas sus casos: nuestro entendimiento del mundo no es resultado de nuestro interés por la verdad sino un efecto del poder. El poder declara lo razonable, lo útil, lo valioso y barniza con cera nuestros ojos para que seamos incapaces de ver lo que tenemos frente a los ojos. Su gran victoria es la cancelación de las preguntas. Acercarse a este podcast es maravillarse ante una inteligencia que interroga eso que yace perversamente como obvio.