Un corto de Errol Morris visto en Openculture.
Aceptemos por un momento la ficción de que esta semana cumplimos doscientos años. Démosla un momento por válida, aunque se entienda bien que las naciones no son criaturas paridas entre gritos, en una noche. Las metáforas nos ayudan a entendernos, en la medida en que sepamos que lo son. La idea del cumpleaños de las doscientas velas es útil porque nos permite pensar en México. Los dos siglos podrían ayudarnos a expandir la mirada, a reflexionar de un modo distinto sobre la casa común. Lo digo no solamente porque el horizonte de un tiempo largo ofrezca la perspectiva que nos urge, ese sentido de proporción que hemos perdido, atrapados por la urgencia del día. Lo digo también porque los siglos nos permitirían también superar la miopía de lo político.
La política nos ha hecho miopes. Ha querido que su obsesión por el poder sea nuestra. Ha querido imponernos su mirada y, en buena medida lo ha logrado. Pensar la vida de México desde ese marco que enfoca gobiernos, caudillos, congresos, leyes, constituciones, proclamas, revoluciones, presidentes. Lealtades y traiciones; patriotismo y enemigos. Sólo importa lo que cabe en sus categorías y en sus pleitos. Desde luego que ésa no fue la única voz del bicentenario, pero fue la predominante: la nación como pelota en el juego de la política. La nación como fruto de un patriótico furor destructivo. La peor contribución del bicentenario fue el haber insistido en esa lectura de México. Se reinstaló entre nosotros el vocabulario de la épica: los héroes y sus gestas; los padres de la patria y sus sacrificios; los prohombres y sus proezas. Es cierto que, a diferencia del primer centenario, no se usó la conmemoración para enaltecer a un hombre, pero se ha usado para glorificar el mismo quehacer: la política. Se ha usado para comprenderla en clave dramática: una política cocinada con violencia y sangre, preparada con el sacrificio de los mártires. No celebramos la política estable y constructiva (esa que la vieja y la nueva historia oficial desprecian) sino la política de la ruptura. La cara más grotesca de esta idolatría es que el gobierno federal nos haya invitado a rendir homenaje a los huesos de los insurgentes. Espectáculo abominable para la macabra autocelebración de la política.
Es vanidad de la política asumirse como hacedora exclusiva de la nación.
Christopher Domínguez comenta la próxima publicación de las obras competas de José Guilherme Merquior en Brasil. En la nota publicada en El ángel, CDM resalta el camino de la crítica literaria a la teoría política del ensayista y diplomático brasileño.
Merquior, como puede apreciarlo quien lea Liberalismo viejo y nuevo (1991), su libro póstumo, fue un liberal clásico, más que un neoliberal. Así lo subrayaron, aliviados e imprecisos, sus adversarios en la izquierda brasileña, algunos de los cuales lo honraron como su interlocutor más frecuentado, como les ocurrió, antes que él, a Camus y a Aron en Francia, a Paz en México. En efecto: lo que a ese crítico de los intelectuales modernos que odian la modernidad, le fascinaba era el siglo diecinueve y "el momento 1830", cuando el liberalismo intenta vacunarse, con cierto éxito, contra los excesos democráticos. Pese a que el estructuralismo lo hizo pasar por un misógalo, Merquior admiraba, sobre todo, a Constant, a Guizot, a Tocqueville. Pero distó mucho Merquior de ser un liberal conservador y en Liberalismo viejo y nuevo se acerca mucho a Bobbio y a otros "social-liberales", convencido de que había que pelearle el alma del socialismo a los marxistas. Creyó, Merquior, finalmente, en la necesidad de un bonapartismo económico: el Estado debe seguir salvando al capitalismo de los capitalistas.
Entrevistado por The Browser, Francis Fukuyama recomienda los libros que podrían ayudarnos a entender la crisis financiera. Desde luego, la crisis a su juicio no empaña su tesis de la historia acabada: en el gran paisaje de la Historia, el problema es local y pasajero. De cualquier modo, Fukuyama subraya que la crisis exhibe una transformación severa del régimen político norteamericano: ¿se ha convertido en una nueva forma de oligarquía? La clave para salir de la crisis es una profunda reforma política. Fukuyama recomienda estos libros:
Alfred Brendel ha dejado los escenarios para dedicarse a la literatura. A Brendel se le conoce como pianista, como uno de los grandes inteérpretes contemporáneos de Mozart y Schubert. Es también un espléndido ensayista y poeta. A los 67 años, al debutar como poeta, Harold Pinter dijo: "los mismos dedos creando un nuevo sonido." Aquí traduzco un poemita suyo:
Somos el gallo y la gallina
Somos también los pollitosy qué hay del huevo
quién es el huevo
SOMOS EL HUEVO
la yema tanto como la claraMás aún:
somos el zorro
que se zampa a las gallinas.¡Carajo! Somos todo.
Pere Gimferrer
Trae el invierno el color de este polvo de mármol.
Arde una fragua de claridades verdes
bajo la luz visible de las ramas, tan claras
por tan desnudas, el cercado de los incendios de abril.
Nos pertenece un país palpitante de agua y de hierba,
un gotear de nieblas en el desfiladero del cielo.
El polvo de mármol, la piedra, el cartón y la chatarra
han recibido el legado de las estaciones,
la herencia del tiempo que rodea al hombre,
el oro ceremonial y el verde trémulo,
el azul nocturno y el azul que ven unos ojos cerrados
en el anillo de oscuridad que enciende las apariencias.
Nos pertenece un país, un legado, el alto ejemplo
de la claridad de los álamos y la ventana desnuda
que ve la transparencia del vacío total.
Un país para volver a él, más adentro
que lo que pedimos, y más adentro aún
que lo que nos podremos atrever a soñar:
un país donde la oscuridad fuese conciliación
del espacio y el hombre, como la raíz del espacio
aferrada al subsuelo, como la raíz del subsuelo
aferrada a las minas negras del firmamento.
Volver a él es como volver al país donde no nacen
ni mueren los instantes: presentes, irreductibles,
rehusados al recuerdo, son sólo conocimiento.
Como la mano, como el cuerpo, como la mente febril,
todo el ser ha dejado de arañar el entorno.
Ahora ha llegado el tiempo de esperar y conocer,
tiempo de herramientas sumergidas en el agua de los desvanes,
la navegación de escombros, monasterio
de sábanas y moho, país de esta sangre.
Tiempo de hombres que han hallado súbitamente un ámbito:
la pura nitidez de saberse vivientes.
(Publicado en La Jornada y visto gracias a @aasiain)
Mucha razón tenía James Boswell al rechazar las definiciones habituales del hombre. Ni especialmente racional, ni tan dotado para la palabra y, desde luego, poco urbano. El hombre es, en realidad, un animal que cocina. Eso somos: animales empeñados en el aderezo de lo que comemos. Otros animales se comunican a su modo, muchos son gregarios, algunos fabrican instrumentos. Sólo el hombre dedica tiempo al condimento. En la cocina la imaginación transforma la necesidad en ceremonia. El alimento deja de ser subsistencia para convertirse en placer.
Anthony Bourdain era un cronista admirable de nuestro tiempo porque entendía precisamente el significado de los manjares. Conocer la comida de un lugar es entender a su gente. Cuando Anthony Bourdain recorría las ciudades del mundo en busca de cocinas, restoranes y comederos se zambullía en la cultura, en la política, en la historia. Gozosa antropología: el cocinero se aventura en los sabores, participa en los ritos del fuego, advierte los ritmos y las secuencias de lo platos, se adentra en la vitalidad de las tradiciones, escucha la leyenda de las recetas. No es la curiosidad por lo extraño, no es el morbo por lo extravagante, no es la fascinación con lo exquisito lo que lo movía sino lo contrario: la certeza de un paladar que nos hermana. Necesitaremos traductor de palabras pero no hace falta diccionario para compartir los placeres de la boca. La comida es lo que somos: nuestra tribu, nuestra biografía, nuestra fe, nuestras ilusiones, nuestra abuela.
El lavaplatos se convirtió en cocinero, el cocinero se convirtió en escritor y el escritor se convirtió en personaje de televisión. Después del éxito de su primer libro hizo de su fantasía irrealizable una propuesta televisiva. Quería comer por el mundo y quiso que alguien financiara su sueño. Para su sorpresa, el boleto llegó con un contrato para su primer programa. Habría de brincar el resto de su vida de continente en continente retratando a esa curiosa especie que se deleita con el olor y el sabor de los alimentos. Descubrió muy pronto que la forma para acceder a la intimidad era preguntarles lo elemental: ¿qué comida te hace feliz?, ¿cómo es tu vida? ¿qué te gusta comer? ¿qué disfrutas cocinar? Cuando alguien te sirve una sopa te está contando su historia, te está hablando de su mamá, de su infancia, de sus amores.
Odió la fama y quizá la suya terminó perdiéndolo. Odiaba la pedantería gastronómica, el frívolo culto a las estrellas del espectáculo culinario. Su genio para la televisión nacía seguramente de su desprecio por la televisión. Hizo lo que le dio la gana. No buscó el plato perfecto, la cocción exacta, el aroma sublime. Era un aventurero, no un esteta. Su fascinación era la autenticidad, la plenitud que aparece alrededor de las viandas, las puertas que se abren con la excitación de las papilas. No hizo catálogo de restoranes exquisitos sino de loncherías, puestos de mercado, locales en la calle, fondas pequeñas que logran culto. Lo que tocan sus programas es, sencillamente, la experiencia de vivir. Al primer aroma se activa un mundo de recuerdos y de vivencias. Genial narrador y retratista. Admirable guía por lo desconocido, el más eficaz embajador de todas las cocinas del planeta. Honesto, un segundo después de una carcajada absoluta, daba pistas de su fractura. La maravilla de de su personaje televisivo no eran los platos deliciosos que provocan saliva de inmediato sino esa combinación de osadía y entusiasmo; de humildad y gratitud; de alegría e inteligencia, de apertura y fraternidad.
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
En algún momento había leído el prólogo que Octavio Paz escribió para Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik. Paz lee en el poemario una lucidez meridiana, una transparencia vegetal, el insomnio de las pasiones, un objeto que permite ver más allá, la soledad sensible. Nada más supe de la legendaria poeta argentina hasta que aparecieron de pronto su poesía completa, sus diarios personales, su prosa y sus cartas en la mesa de novedades de El péndulo.
La escritura fue para Pizarnik la única manera de habitar la soledad. Llevar la máquina de escribir a un viaje familiar era una coartada para apartarse del mundo, poder encerrarse en el cuarto de un hotel a escuchar el sonido de las teclas y el rodillo. “Si no hago poemas, la soledad ya no es mía, escribe en alguno de los cuadernos que registran el encierro de sus obsesiones, la pesadilla de sus miedos, su extranjería radical.
Tormento la vida, el cuerpo, el amor, Alejandra Pizarnik se aferró durante su breve vida al hilo débil de la escritura. Una forma de merecer la soledad, un modo de padecer la vida, de soportarla. Sólo con letras escritas—y no con palabras pronunciadas—la poeta maldita se apropia de su dolor y de su angustia. En una y mil entradas de su diario deja constancia del miedo.
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
Si el habla obedecía a un código que le resultaba indescifrable, la escritura era comprensible. Entendible pero frágil, fugaz. La palabra poética aparece de pronto en sus papeles pero también, como amante, la abandona. La escritura calmaba de algún modo su “sed de realidad.” Fijas en papel, las palabras se transformaban en cosas. “Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto imposible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga no será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad.”
En el pizarrón de su estudio, donde anotaba con un gis los bosquejos que luego pasaría a la máquina, escribió:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo.
Soñó con levantar un puente que conectara la miseria absoluta (la suya) con la belleza absoluta (la de la poesía). En diarios y poemas se constata la tormentosa relación de la poeta con el lenguaje. Lenguaje que envuelve como agua, como música. Lenguaje que también patea como mula. La extinción de la palabra era la muerte: “Tengo miedo, dijo. Sin lenguaje no puedo vivir y cada vez hay menos para decir.”
El arquitecto renacentista Leon Battista Alberti vio la ciudad como una casa y a la casa como una ciudad. La única diferencia entre ellas era la escala: la ciudad era una casa enorme, la casa, una ciudad pequeñita. La ciudad y la casa, cada una con su espacio para lo público y lo íntimo, para el alimento y la distracción, para la fiesta y el silencio. Parques y jardines, restoranes y comedores, bodegas y cajones, calles y pasillos. Nuestro vocabulario apenas distingue los ámbitos. Pero la correspondencia entre estos aposentos va más allá de las medidas. No hay casa que no esculpa, de algún modo, la ciudad. No hay ciudad que no perfore, por algún hueco, la casa. Por eso la arquitectura, siendo resguardo de intimidad, es, de las artes, la más pública. Nadie lo entendió mejor entre nosotros, que Teodoro González de León.
La casa se abre a la ciudad en su arquitectura. Lo privado se oxigena de lo público. No hay forma de pensar o de hacer arquitectura que no sea pensar y hacer ciudad. Hasta la habitación para el más solitario residente, traza en su fachada los contornos del pueblo. Nuestra ciudad tendrá la puntuación de González de León hasta el fin de sus tiempos. Sus casas, sus torres, sus museos, sus teatros son brújula y remanso. Un paréntesis de orden en el caos.
Teodoro González de León no dejó de experimentar jamás. Sus pesados volúmenes hieráticos se izaron para adquirir transparencia. Su línea conoció la curva. Lo que nunca dejó de incorporar a sus proyectos fue el vacío. Como el músico trabaja con silencios, el arquitecto exalta el vacío. En el vacío de sus patios está contenido su genio. Ahí se expresa, en primer lugar, la vitalidad de una tradición. La incorporación creativa de las más antiguas referencias. No es retórica, es su lenguaje. Imposible dejar de reconocer en sus composiciones esa huella del pasado colonial o prehispánico. Imposible desconocer el atrevimiento de sus reinvenciones. Él, desde luego, habría rechazado este carácter evocativo. No buscaba celebrar la tradición, vivía en él, como vivía la tradición en los colores de Tamayo. En esas plazas está también su apuesta de sentido: el patio reina. Ahí está la hospitalidad que integra, comunica, ventila, armoniza. En el patio puede reconocerse también su apuesta cívica. El patio es la horizontalidad que permite el encuentro y rompe jerarquías. Son la plaza y el patio los espacios que ofrecen en lo público y en lo privado, sitio para el encuentro. Afirmar estos espacios de encuentro en tiempos de codicia inmobiliaria, defender la alegoría en la guerra de los voraces es una de las más elocuentes apuestas de convivencia que se han plantado en el país.
Pensar en sus edificios más emblemáticos nos conduce directamente a la contemplación de lo no edificado. En sus patios se expresa su esperanza de que la arquitectura se impregne de azar y facilite las hermandades: comunicación entre personas y encuentro con el arte. Si algo le entusiasmaba de proyecto del Manacar que dejó inconcluso era que el mural de Carlos Mérida que se había rescatado, se vería desde la calle. La recuperación del Auditorio Nacional da la bienvenida a la ciudad. El teatro se baña en las aguas de su avenida más hermosa. La piedra da la bienvenida a la intemperie. La arquitectura pensada como la bahía de la ciudad. Con el binomio de la plaza exterior y el patio interior juega en muchos proyectos. Está los trazos generosos de sus mejores trabajos: en el Infonavit y en El Colegio de México, en el Museo Tamayo y en el MUAC. Hacia fuera, los brazos extendidos, hacia dentro, la mano abierta.
gracias.
que sencillez de un hombre tan grande, que bonitas cosas describe ahí, como el pensar en imágenes o en fórmulas…
lástima del choteo que aca se ha dado a la palabra fractal.