Un corto de Errol Morris visto en Openculture.
Fareed Zakaria, autor de aquel certero apunte sobre el surgimiento de las democracias iliberales
, acaba de publicar un libro sobre lo que llama el mundo postamericano
. El editor de Newsweek no sugiere que los Estados Unidos hayan entrado en decadencia, sino que muchos otros países y regiones emergen disputando su hegemonía. En términos militares, Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia. Pero sólo lo es en ese ámbito. En términos industriales, financieros, educativos y culturales, el poder escapa cada vez más del imán norteamericano.
El New York Times publica un extracto y una crítica. Newsweek difunde otro fragmento del libro y un video con el autor.
reescribiría los libros de Economía.
Convocado por Prospect, el filósofo de Harvard insiste en contraponer el argumento del mercado contra el argumento moral. La Economía tiende a presentarse como una disciplina neutral y cada vez más mordemos su anzuelo. Por eso el autor de Justicia, reescribiría los manuales de economía para reconectarlos con la tradición moral de la que surgieron autores como Smith, Mill o Marx. El primer decreto de Sandel como soberano del mundo sería prohibir el uso de la palabra “incentivar.
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Rosario Castellanos
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia,
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
Si podemos reunirnos frente al pavo en Navidad es porque hay mesa, porque hay techo. Porque hay cocina y alacena. Al prepararse para la noche de Acción de gracias, W. H. Auden pensaba en la arquitectura, en los recovecos de su casa, en sus atmósferas, su luz, su calidez. Es posible invitar a alguien a cenar porque hay un lugar reservado al W.C. El arquitecto hace realidad un anhelo esencial: crear un espacio común y al mismo tiempo, delimitar un claustro. Un sitio para todos los días y para las fechas de guardar. Un espacio para ti y un espacio para nosotros. En “Acción de gracias por un hábitat”, un poema que escribió en la primavera de 1962, Auden reflexionaba sobre el gozo de la posada. La historia de la humanidad y los secretos de lo más íntimo se entrecruzan en las habitaciones de su casa. En las escaleras y en mi cocina está Notre Dame; en el cuarto de visitas y en mi recámara aparece la sombra de Stonehedge y el blanco de la Acrópolis. En el planeta hay, por supuesto, otras especies arquitectónicas. Abejas, hormigas, pájaros edifican con tierra, con ramas, con cera. Tejen redes maravillosas, esculpen colmenas de admirable simetría, extienden complejísimos laberintos subterráneos. Pero somos, al parecer, la única especie que imprime trascendencia a sus refugios: levantamos recintos para vivir, pero también para morir. Abrigos contra la lluvia y templos para el culto. Deseosa como es de permanencia, la arquitectura nos recuerda mortales. La arquitectura, dice Auden, no es techo, es recordatorio de que necesitamos vivir como si existiera otra vida. La idea esencial de la arquitectura es esa: si acaso…
Auden describe su estudio: la caverna del significado. Una cueva para la soledad, una cápsula que mantiene el mundo a lo lejos, un lugar que convierte el silencio en el instrumento más precioso. Tal vez pensar no sea salir de la cueva, sino dejarse envolver por una gruta. Contemplar ahí las sombras, descifrarlas. El recorrido sigue. El poeta nombra la bodega, ese albergue de lo necesario, y el ático que colecciona desechos. En un sitio nos resistimos a la degeneración de las cosas y combatimos la podredumbre. En otro acumulamos desperdicios. Somos coleccionistas de basura y alimento, de sustento y decorado. El poeta se detiene en el baño y en su trono: esa butaca que todos visitan y que sirvió de asiento a aquel personaje de Rodin ha sido, seguramente, la fuente de las más admirables hazañas. ¡Cuánto se ha pensado ahí! Y la regadera, un edén del canto. Habla, por supuesto, de la sala que es una invitación a la amistad. La más suntuosa de las habitaciones permanece vacía y callada durante buena parte del año porque se prepara a recibirte. Auden mira su recámara y ve una mano que acaricia nuestra desnudez.
El artículo completo puede leerse en nexos de diciembre.
¿Cómo se mide un año? Recupero la pregunta que se cantaba en un musical de hace algún tiempo. ¿Cuántas tazas de café le caben a 526,600 minutos? ¿Cuántas carcajadas? ¿Cuántas quesadillas? ¿Cuántos estornudos, cuántas despedidas, cuántos bostezos, cuántos traspiés? Cada uno tendrá su contabilidad. Pero quizá, más importante que el agregado sea la aparición del descubrimiento único, eso que cuenta no por acumulación sino por intensidad.
Este año me atrapó la sencillez profunda de la música de Valentin Silvestrov
. ECM ha publicado un buen número de grabaciones suyas. Después de oír el primer disco que compré en Gandhi no he parado de buscar todo lo que ha compuesto. Al escucharlo, se entiende por qué Arvo Pärt lo admira como el mayor compositor vivo. El músico ucraniano dice que su música no es música nueva, que no agrega nada a los sonidos del mundo; que es apenas el eco de la naturaleza. Tiene razón: ya ha oído su música quien lo escucha por primera vez. La música, dice él, es “el mundo cantándose.” No es filosofía; es el testimonio sonoro de la vida. Sus bellísimas canciones silenciosas fueron un apartamiento del público frente a la amenaza de la represión soviética. Estuvo dispuesto a cambiar las salas de concierto para defender el sonido íntimo del piano y la voz que de ahí surge. Así se escuchan en las “Canciones Silenciosas
” los versos de los grandes poetas rusos en voz de barítono y piano. La voz se desviste de las imposturas para cantar con la sencillez más pura. No hay ahí afectación operística, sino frescura íntima, profundidad ancestral. No sé cuántas veces habré escuchado “Despedida,” el poema de Taras Shevchenko al que puso música Silvestrov. No se necesita entender ruso para sentir el lamento helado del poema, el adiós a la vida y a la patria a la que se deja viuda. Su “Réquiem for Larissa
”, compuesto en recuerdo de su mujer es una pieza tormentosa y, al mismo tiempo, dulce. Destellos entre la oscuridad más tenebrosa. Fantasmas de Mozart se aparecen mientras las líneas de la voz se interrumpen subrayando la ausencia irreparable. El réquiem de Silvestrov se basa en la tradicional misa de muertos pero cada línea en latín queda incompleta. La frase se interrumpe sin llegar a su final subrayando el vacío. La música se disuelve en viento.
No fue para mí un buen año de cine. La película de Facebook que tantos elogios ha recibido me pareció una cinta sobreescrita sobre personajes que me resultan absolutamente indiferentes. La idea de Inception (sueños en el sueño; vigilia que invade el sueño; sueños que determinan la vida) es fascinante, pero su realización decepciona. Las alucinaciones de la película no alcanzan en ningún momento a ser oníricas. Las ciudades se doblan y se deshacen pero su secuencia sigue siendo la trillada persecución policiaca. No entra el espectador al otro universo del sueño. Me entretuvo el documental de Bansky pero sobre todo, me ayudó a ver la ciudad de otra manera. Del resto de películas que vi, apenas me acuerdo. Sólo resaltaría y con mucho entusiasmo una película que me acompañará por mucho tiempo. La vi gracias a una recomendación de Ernesto Diezmartínez. Es el retrato autobiográfico de la cineasta belga Agnès Varda. Las playas de Agnes es un coqueteo de espejos, de recuerdos, evocaciones lleno de poesía y gracia. La directora octogenaria regresa a la casa de su infancia, se descalza en la arena, registra las arrugas de sus manos, llora ausencias, recuerda amigos. La directora que perteneció a la época de oro del cine francés celebra su vida pero no se celebra a sí misma. Las boberías cuentan en su vida tanto como la Obra. La coleccionista de imágenes camina hacia atrás para festejar su tiempo sin esculpirse en monumento. ¡Cuánta vitalidad en estas imágenes! La escritora, directora y protagonista de la cinta dice en un momento: “Estoy viva. Y recuerdo.”
Nikolaus Harnoncourt, el extraordinario director que ha muerto recientemente, estuvo muy lejos de aquella tradición del conductor autocrático que tiraniza a su orquesta. Colega de sus músicos, buscó junto a ellos las claves de la música antigua y la reciente. El único maestro que reconozco, dijo alguna vez, es mi peluquero. Fue, por supuesto, un gran maestro. Y lo fue en dos sentidos. Un director excepcional y un académico riguroso que nos enseñó a interpretar y a escuchar la música. Su huella está en el recuerdo de sus conciertos, en sus medio millar de grabaciones. Está también en su pedagogía, en su pensamiento, en su crítica al modo de acercarse a una partitura.
A mediados del siglo fundó Concentus Musicus, un grupo que cambiaría por siempre la manera de aproximarse a la música medieval y renacentista. El ensamble al que dio vida era más que un grupo de virtuosos. Era, en algún sentido, un colegio dedicado a rescatar música olvidada y a restaurar el brillo de una música adulterada por la ignorancia y los prejuicios del presente. Mucho le debemos en la recuperación de esos instrumentos que fueron siendo arriconados en los museos. Gracias a su exploracíón, revivieron las cuerdas y los alientos que tenían en mente Mozart y Haydn al componer Más importante que esa reincorporación de los instrumentos de época fue quizá su propuesta para tocarlos.
La intepretación de la música antigua llamaba al estudio de una cultura, a la comprensión de un lenguaje distinto al nuestro. Harnoncourt propuso un regreso al origen: no traer la obra al presente sino desplazarse a su cuna. Interpretar con fidelidad la obra era la mejor manera de imprimirle fuerza, dignidad, vida. Su ambición era acercarse, en la medida en que eso fuera posible, a la intención del compositor. Pero no era un siervo del pentagrama. Para descifrar los propósitos de las cantatas de Bach no era suficiente leer la partitura. Era necesario estudiar su vocabulario y las convenciones que gobernaban su escritura. El director no era un anticuario que creyera en la posibilidad de una fidelidad absoluta. Podría haber ejecuciones históricamente impecables y musicalmente muertas. Si hubiera que elegir, Harnoncourt no tenía duda: antes la vida de la música que la sorda lealtad a las notas. El erudito lo escribió así en La música como discurso sonoro, editado por Acantilado: “los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidac con una profunda sensibilidad musical.”
En el discurso que pronunció al recibir en 1980 el Premio Erasmo defendió el valor de la música en nuestra vida. No creía en el arte como decorado de la vida sino como el lenguaje que la interrogaba hasta su raíz. Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa, dice, la música era un pilar de la cultura. Hoy se ha convertido en entretenimiento, ornato. Nunca habíamos tenido tanta música a nuestro alcance, nunca había ocupado un lugar tan irrelevante: un pequeño y breve adorno en nuestra vida. Rechazaba el retorno a la música antigua como un simple anhelo de belleza. Entendía que la belleza era sólo una de las dimensiones culturales de la música. La música cautiva, inquieta, conmueve. No es accesorio sino fundamento de la vida: “Todos necesitamos la música, concluía aquel discurso, sin ella no podemos vivir.”
Como en la música, en la arquitectura nos bañamos enteros, dice Paul Valéry en su precioso diálogo sobre Eupalino. Los sonidos y las edificaciones nos envuelven, apropiándose en cierto modo de nosotros. Una pintura, dice el Sócrates imaginado por el poeta, apenas cubre una pared, una escultura adorna un paraje de nuestra vista. La grandeza del templo y de la sinfonía es que rehacen el espacio que vivimos. Habitamos espacios ennoblecido por músicos y arquitectos. La arquitectura, insistía Valéry, es el arte más completo del hombre porque sirve a su cuerpo, sirve a su alma y sirve a su mundo. Es útil y durable siendo bello. El arte del arquitecto no es genialidad espontánea. El diseñador separa la idea de la creación. Tres tiempos, dice Valéry: proyecto, acto y resultado. Boceto, albañilería, casa. El principio es el dibujo. Después vendrá la construcción y gracias a ella, el templo.
Durante siglos, el papel fue la superficie para la gestación creativa. Hojas, cuadernos o servilletas que reciben el impulso del garabato o el cuidado del trazo. El papel blanco como imparcial receptor del genio. Planos marcados pacientemente para captar la idea y la instrucción. La docilidad del papel acoge la imagen. Parece que la computadora lo ha cambiado todo. No es que simplemente haya abaratado el experimento o haya facilitado la reproducción de los planos. Ha expandido la imaginación. Se edifica lo que fue inconcebible. Uno de los efectos insospechados del software es, quizá, el nuevo papel del papel. En alguna arquitecta contemporánea puede verse la presencia del papel, pero ya no porque en muros o columnas se asome el lápiz, sino porque el edificio mismo imita sus volúmenes. La hoja de papel ya no es superficie plana que acoge la idea, sino un laboratorio de volúmenes.
Dos formas de experimentación aparecen. La primera surge del capricho del puño que arruga el papel. Se toma la hoja y se cierra la mano. El arquitecto encuentra ahí una puerta. Le da la vuelta y descubre el techo. La gira y vislumbra el muro que estaba buscando. Se toma unas tijeras, se corta el papel y aparece una ventana para recibir la luz. Ese juego parece capturar el proceso creativo de Frank Gehry. De los caprichos de un cartón arrugado puede brotar un edificio que baila o un barco de titanio. Quizá el documental de Sidney Pollack
sobre el autor del Guggenheim de Bilbao caricaturiza el proceso creativo, pero su búsqueda de formas es real. El arquitecto aparece como un cazador de papeles arrugados, un joyero que se sumerge en el cesto de basura en busca de curvaturas preciosas.
La segunda insinuación del papel proviene de los cerebrales dobleces del origami. Los pliegues del arte japonés forman volúmenes estrictos y cancelan la curvatura. El papel se dobla y se vuelve a doblar: aparece un pájaro, un elefante, una flor. O un museo. Los edificios de Daniel Libeskind aparecen en el espacio como esbeltas hojas de papel punzante. El diseñador del museo del holocausto de Berlín y del museo de arte moderno de Denver ha dicho que su inspiración son las formas y la luminosidad de los cristales. Brillantes tallados que capturan y reflejan luz. Visto de otra manera, la arquitectura de Libeskind es un monumental origami de titanio que lanza flechas al exterior. Más que diseños dibujados en papel, bocetos en papel doblado.
En ambos casos, la arquitectura tiende a sobrevaluar su dimensión escultórica. Su fuerza suele corresponder a su debilidad. Poderosísimos imanes de la vista que no alcanzan a ser plenamente hospitalarios. Un imperio del exterior. Será por eso que suelen ser más amables con el lente de una cámara que con los zapatos del paseante. Edificios que nos maravillan pero que no consiguen abrazarnos. Arquitectura que no nos baña, nos salpica.
Tenemos que cultivar nuestro jardín. Esas son las últimas palabras que pronuncia el Cándido de Voltaire. Tras la larga cadena de sus desventuras, tras la destrucción de todas sus ilusiones, se aferra a la esperanza de sus huerto. No hay otra utopía que la de las fragancias y los olores cultivados por la mano paciente del jardinero. Santiago Beruete ha escrito una historia de ese espacio de cariño donde han sembrado, durante milenios, la razón y la sensibilidad humana. Se trata de Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, que ha publicado Turner en su estupenda colección Noema. El artificio y la naturaleza, la paciencia y el azar, la la paciente espera y el gozo súbito de un vivero alimentan placeres y reflexiones. Se nos cuenta que fuimos echados de un jardín y que habremos de regresar a otro. Que las primeras meditaciones sobre la belleza, la justicia y la verdad nacieron recorriendo huertos y vergeles. Que el jardín puede ser instrumento de propaganda estatal o espacio de reclusión.
Se le ha descrito como “fiesta de lo efímero” pero es también una imagen de la felicidad perdurable. Un proverbio chino lo dice así:
Si quieres ser feliz una hora,
bebe un vaso de vino;
si quieres ser feliz un día, cásate;
si quieres ser feliz toda tu vida,
házte jardinero.
La utopía tiene forma de jardín. En los jardines se expresa una idea del mundo, de la sociedad, del hombre. Ahí se insinúa un proyecto de convivencia, una noción del bien, una imagen de la vida bien vivida. Representación de lo divino y de lo terrenal, domesticación de la naturaleza, lugar para el cortejo, espacio de la conversación. Luis Barragán, al recorrer el patio de los arrayanes en la Alhambra, descubrió que lo que debe contener un jardín bien logrado: “nada menos que el universo entero.” El universo exterior y también el interno. El cosmos y el alma: “salir al jardín, dice Beruete, supone siempre entrar en nosotros mismos.”
El tiempo ha transformado las formas y las metáforas del jardín, su sitio en casas y ciudades. Pero, más allá de los vericuetos de su diseño, el jardín es fruto de un oficio venerable. Una tarea con una clara enseñanza moral. La escuela de la jardinería nos enseña tesón, paciencia, generosidad, previsión, humildad, gratitud. Por eso decía Bertrand Russell que una conversación con su jardinero le permitía recuperar el optimismo que perdía al hablar con profesores universitarios. En el brote de una orquídea adquiere sentido la esperanza. Agrega Beruete que la jardinería puede verse hoy casi como rebeldía contra la cultura de la prisa, el ruido, la gratificación inmediata, la mercancía, la fuerza. Será la insumisión de la paciencia, el silencio, la contemplación, la calma.
gracias.
que sencillez de un hombre tan grande, que bonitas cosas describe ahí, como el pensar en imágenes o en fórmulas…
lástima del choteo que aca se ha dado a la palabra fractal.