Adelanto de «Otro día con vida», un corto basado en el libro de Ryszard Kapuściński sobre la guerra civil en Angola.
Adelanto de «Otro día con vida», un corto basado en el libro de Ryszard Kapuściński sobre la guerra civil en Angola.
Dani Rodrik escribe un artículo sobre la "tiranía de la Economía política". El economista apunta que la frustración de los economistas con la realidad los condujo a los terrenos de la ciencia política: entender la lógica de poder que permite o bloquea la aplicación de sus recetas. Comprender esa lógica política que viola la racionalidad económica. La paradoja es que esa comprensión desarmó el instrumento analítico, dice Rodrik.
Sin entender con claridad quién gana y quién pierde con el status quo, es difícil encontrarle sentido a nuestras políticas. Pero una concentración excesiva en los intereses creados puede distraernos fácilmente de la contribución crítica que el análisis de las políticas económicas y la innovación política pueden hacer. Las posibilidades del cambio económico están limitadas no solamente por las realidades del poder político sino también por la pobreza de nuestras ideas.
Christopher Hitchens publica sus memorias
. Decca Aitkenhead visita al polemista y escribe un retrato interesante en el Guardian que reconstruye la trayectoria del activista trotskysta convertido en defensor de la guerra en Irak. Hitchens no ha querido escribir una autobiografía: hay poca introspección, pocas alusiones a su vida personal. Para un pugilista como él, el género de la memoria parece una desviación. Se trata, dice, de pintar el contexto de sus batallas.
Isabella Rossellini lanza en el canal de Sundance el segundo paquete de cápsulas sobre la vida sexual de los animales: porno verde, le llama. Un guión adorable, una producción sencillísima y la presencia de Rossellini. Aquí, una muestra encantadora del trágico erotismo de las lapas. La serie es fantástica y puede verse completa en este sitio.
Gracias a Aurelio Asiain conozco este documental extraordinario: Shostakovich vs. Stalin, la guerra de las sinfonías:
“El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre ‘antiguo’, al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres.”
De esta manera Svetlana Alexsiévich presenta su réquiem del imperio soviético. El fin del homo sovieticus (Acantilado, 2015) es una memoria polifónica que puede leerse como la mejor medicina contra el populismo. El pueblo no habla con una voz ni mira en una dirección; no hay un enemigo ni una perversa conspiración. Muchos acentos, emociones, recuerdos. Imposible comprimir la experiencia en un veredicto, absurdo imaginar una vivencia única y coherente. La historia del experimento que comenzó hace un siglo es un mosaico que capta la contradicción irresoluble.
En su último trabajo, François Furet hablaba con razón del “embrujo universal de octubre.” El gran historiador de la Revolución Francesa se acercaba en El pasado de una ilusión (Fondo de cultura Económica, 1995), al terremoto ruso para desmenuzar los paralelos. En 1917 hay una ambición universal que se asemeja a la de 1789: ser anticipo de lo inevitable; el faro de la humanidad. Quizá en ese embrujo cuente la trenza de su contradicción. Por una parte, se levanta como acatamiento de un dictado histórico; por otra, como emancipación de esa orden.
Comprender la historia como dictado termina todo recato: no es el deseo del hombre sino el imperio de una mecánica imbatible lo que gobierna el mundo. La violencia se despoja así de significado moral. La dictadura es la inocente correa del tiempo, un deber, no un capricho. Una pedagogía, no una emergencia.
La Revolución será justificada como una consecuencia de la historia científicamente descifrada pero, al mismo tiempo, es una liberación de su imperio. ¿Por qué es tan fascinante la revolución rusa?, pregunta Furet. Porque “es la afirmación de la voluntad en la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la autonomía del individuo democrático. En esta reapropiación de sí mismo, tras tantos siglos de dependencia, los héroes habían sido los franceses de finales del siglo xviii; los bolcheviques entran al relevo.” La revolución se ofrece como consecuencia de una ley histórica. Y, sin embargo, la irrupción rusa es la más ostentosa negación de ese libreto. La Revolución Rusa: puesta en escena de un libreto y el escarnio de ese guión. Invocar la historia, burlándose de ella.
En un ensayito gracioso, Umberto Eco hacía de editor que recibía el manuscrito de obras clásicas para dictaminarlas impublicables. Al autor de la Biblia que se había negado a dar su nombre le decía, por ejemplo, que el texto era interesante y con pasajes verdaderamente admirables pero demasiado largo y violento para ser publicado sin un laborioso trabajo de edición. El protagonista no resultaba muy verosímil y parecía del todo incomprensible el cambio de su personalidad en la segunda parte del libro. ¿No eran en realidad muchos libros y muchos autores reunidos arbitrariamente?
Cuatro años después de que ganara el Nobel, en el 2000, una editorial polaca desenterró los desaires de Wislawa Szymborska. No le contestaba a Shakespeare ni a Dante sino a quien salía de la preparatoria y acababa de escribirle un poema a su novia. Szymborska era entonces editora en una revista de Cracovia y se daba a la tarea de leer manuscritos para ver si alguno merecía ser publicado. A cada envío le respondía con una notita. La editorial Nordica acaba de traducir el libro que recoge sus desalentadores juicios. Lleva por título Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. Quien haya leído las maravillosas Lecturas no obligatorias de la poeta polaca reconocerá de inmediato ese tono que rehuye la grandilocuencia, la solemnidad, la ostentación. Como en esa compilación, Szymborska aborda lo aparentemente trivial para deslizar, casi sin querer, lo más valioso.
La editora no ejerce de crítica literaria. Pide lo elemental: que se cuide la letra y la ortografía, que se respeten las reglas básicas de la expresión. Sugiere escapar de las frases hechas. Exige observar, mirar con atención lo que nos rodea. Para ser poeta hay que empezar poniendo atención. Invita, sobre todo, a leer. A uno le escribe: “Le pedimos…, no, no, no le pedimos, le rogamos…, no, no tampoco…, le imploramos que nos envíe textos escritos de manera legible.” Lo que recibía la redacción era un manuscrito con letra microscópica, llena de borrones y tachaduras. No podemos hacerle justicia a su texto, le respondía Szymborska porque los artistas de la impresión no han inventado aún caracteres tipográficos ilegibles. En cuanto esto ocurra, seguro juzgaremos con justicia sus textos.
No se toca el corazón con los cursis. A una estudiante de 19 años le pregunta si los versos cortesanos que ha escrito no provienen del álbum de recuerdos de su bisabuela. Hay que escribir con las palabras vivas. A otra le dice que, por los poemas que ha enviado, ha llegado a la conclusión de que está enamorada. “Alguien dijo que todos los enamorados son poetas. Pero probablemente era una exageración. Le deseamos todo tipo de éxitos en su vida personal.”
No cae nunca en la tentación de dar aliento: la experiencia literaria no tiene por qué conminar a la escritura. A quien busca consuelo después de haber sido rechazado, Szymborska le anticipa una larga y dichosa vida de lector desinteresado. Una existencia que debería darse el lujo de jamás pensar en la propia escritura. Otra le advierte que su novio la critica diciéndole que es demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de estos poemas que les mando? Creemos, le responde Szymborska a vuelta de correo, que usted es, efectivamente, guapísima. Alguien le pregunta cómo se llega a ser escritor. Así responde ella: “La pregunta que nos hace usted es muy delicada. Es como cuando un niño le pregunta a su madre cómo se hacen los niños y la madre le dice que se lo explicará más tarde, que está muy ocupada, y el niño empieza a insistir: ‘Entonces explícame, aunque solo sea cómo se hace la cabeza…’ A ver, intentemos también nosotros explicar, al menos, la cabeza: pues bien, hay que tener algo de talento.”
En esto reside seguramente el deleite de leer la poesía o la escritura casual de Szymborska: es tan exigente con la literatura como desconfiada de su superioridad. A mi hermana, dijo en algún poema, no le interesa la poesía. Pero cuando viaja me manda postales en las que me cuenta que, cuando regrese, me lo contará todo, todo…¨
Pensando en Cervantes, nuestro máximo poeta dijo que aprender a ser libre era aprender a sonreír. Para Ignacio Padilla, la sonrisa no era aprendizaje sino naturaleza. No había esfuerzo ni impostura en la cordialidad de su gesto. En un tiempo malhumorado y quejumbroso, Nacho sonreía con la naturalidad con la que parpadeaba. Así lo retrataron todas las cámara, así lo han recordado todos sus amigos: sonriendo. “Saludaba sonriendo con esa gracia que empieza por los ojos y la mirada poco a poco se volvía palabra, escribió hace unos días Jorge F. Hernández. Leía en voz alta con entonaciones y gestos que mantenían su boca en media luna, e incluso callado y oyente, Nacho parecía sonreír.”
Se entregó, como pocos lo han hecho en mi generación, al gozo de la literatura. A su culto. Apenas se distrajo en otras ocupaciones. Si alguna vez se desvió de el taller donde combinaba palabras, regresó de inmediato a la vocación. Fue un lector atentísimo que encontró en Cervantes una fértil obsesión. Iba y volvía al Quijote y en cada viaje encontraba algo fresco. Fue un crítico afilado que supo compartir, ante todo, el entusiasmo por las letras. No cayó nunca en el pedantismo académico: No se dedicó, a pesar de su imponente erudición, a la explotación de irrelevancias. Debe haber sido, simplemente, un lector que trasmite sus pasiones. Recordaba la indignación del lingüista Roman Jakobson al conocer que Nabokov había sido invitado a la facultad de Harvard. ¿Cómo es posible que se admita a este advenedizo? Aún admitiendo que fuera un buen novelista, decía el profesor, no conoce la teoría, no es uno de nosotros. ¿Invitaremos ahora al elefante para que dé clases de zoología? Así se sentía Ignacio Padilla frente a sus alumnos: un elefante dando el curso de paquidermos. Contagiaba.
Se definió como un “físico cuéntico.” Cultivó todos los géneros pero ésa era su verdadera casa: el cuento. Se reconocía, más que como un maratonista, como corredor de cien metros. Virtuoso de una brevedad densa, sesuda e irónica, Ignacio Padilla jugó con las palabras para nombrar monstruos, ogros y diablos; para describir la vida de las cosas, el peso de los miedos, los olvidos del arte. Brincaba con gracia de Mafalda al Quijote y de los zombis a Hamlet. Uno de sus último ensayos se propuso confrontar a Shakespeare con Cervantes: ver a uno en la sombra del otro. Encontrar luz en el cotejo. Cervantes y Compañía (Tusquets, 2016) es un trabajo admirable por la ecuanimidad que alcanza la admiración por el novelista y el dramaturgo, por el dios y el hombre.
Defendió brillantemente la impureza del lenguaje, es decir, su vida. “Desde las primeras líneas del Quijote, la volatilidad del idioma como sonrisa erasmiana se ha opuesto al rictus medieval petrificado de la lengua, una lengua que, con no ablandarse, no conmueve. Al ingresar a la academia por la puerta trasera, el alcalaíno ha embellecido a martillazos, con la lengua de la tribu, el duro mármol de la lengua del monarca y el obispo: contra la inamovilidad y la muerte, el habla movediza de la vida; frente al latín del púlpito y la cátedra, el balbuceo alegre del lenguaje otro; frente a los discursos sacralizantes y sordos, la burla destemplada y dialogante. Con su crítica, Cervantes nos recuerda que nacemos cada día de la sangre derramada en el feliz combate de dos linajes verbales: uno solemne y otro risueño, uno ancestral y otro gestante, el uno tan necesario como el otro.”
Los seres que nos visitan desde otro planeta en la película “La llegada” son unos pulpos enormes que logran comunicarse con nosotros a través de sus tentáculos. De sus largas extremidades brotan los mensajes que conducen a la protagonista a la experiencia de otra dimensión. Peter Godfrey-Smith, un filósofo que bucea, no ha tenido que salir del planeta para encontrar una inteligencia radicalmente distinta a la nuestra. En los mares del mundo ha estudiado pulpos, calamares y otros cefalópodos y en ellos ha detectado la conciencia más distante.
La inteligencia del pulpo es sorprendente. Es capaz de emplear herramientas, puede resolver problemas complejos, tiene memoria de lo reciente y de lo antiguo, fabrica su propio refugio, es extraordinariamente curioso. Quienes han convivido con pulpos durante largo tiempo, han podido apreciar una personalidad en cada individuo. Algunos son agresivos, otros juguetones. Hay pulpos tímidos y pulpos peleoneros. Parece claro que son capaces de reconocer las diferencias entre los hombres. En un laboratorio, uno solo de los científicos del grupo era recibido con chisguete de agua, cuando llegaba a trabajar. Podemos reconocernos en su afán exploratorio y en su capacidad de aprender; en sus simpatías y repulsiones personales. Pero, como bien advierte Godfrey-Smith en Otras mentes. El pulpo el mar y los orígenes profundos de la conciencia (Farrar, Strauss and Giroux, 2016), representan la otra evolución de la inteligencia. La criatura inteligente más lejana a nosotros. Nuestro ancestro común habrá sido una lombriz plana que vivió hace unos 600 millones de años. De ella partieron dos ramas que evolucionaron por rutas distintas. Una dio lugar a los vertebrados, la otra a los moluscos. El pulpo es, entre ellos, el que tiene el sistema nervioso más complejo. Tiene el cerebro más grande y la mayor cantidad de neuronas en todo el reino de los invertebrados.
Lo más notable, desde el punto de vista anatómico, es que las neuronas no están recluidas en el cerebro. La mayor parte de ellas están sembradas en todo el cuerpo. Los tentáculos están tapizados de células de pensar. Cada tentáculo percibe el mundo de manera independiente y procesa la información que pesca sin necesidad de recibir instrucciones del cerebro. Los bailes del pulpo, sus peleas y exploraciones no son resultado de una instrucción que desciende desde la torre cerebral. Hay, por supuesto una coordinación que proviene del cerebro pero hay una perceptible independencia de las extremidades pensantes. El pulpo, sugiere Godfrey-Smith, es como una banda de jazz. Hay una melodía común pero cada instrumento tiene el deber de improvisar. Un pulpo es un ser y es varios. En uno solo, hay muchos. La unidad de la conciencia, sugiere el autor, es una simple opción evolutiva.
En el pulpo la vieja idea de la separación de la mente y el cuerpo es simplemente absurda. Todo el cuerpo sirve para conocer el mundo. El estudio de Godfrey-Smith es una lectura fascinante: observando a nuestro lejanísimo pariente, el buzo reflexiona sobre la mente y los orígenes más profundos de la conciencia. “La mente, escribe, evolucionó en el mar.” Por supuesto, es imposible adentrarnos en la experiencia de ser pulpo. Podemos simplemente conjeturar: la imagen que esta criatura puede formarse del mundo, el contacto que puede tener consigo mismo y con lo que lo rodea será incomprensible para nosotros pero habrá, en alguna dimensión, sensaciones que nos hermanen.