La Universidad Brandeis retiró el título honorífico que iba a otorgarle a la polémica crítica del Islam, Ayaan Hirsi Ali. El reconocimiento desató (previsiblemente) una crítica intensa en el campus, a la que finalmente se sometió la universidad. Se le ofreció un doctorado honoris causa y, un mes antes de entregárselo, el rector de la universidad decidió retirárselo. Aquí puede leerse su respuesta: lo que se me ofreció como un reconocimiento se convirtió en una humillación pública. La universidad se sometió a la extorsión y decidió silenciarme.
Más de Ayaan Hirsi Ali en el blog…
Al elegir a Norman Foster para diseñar las oficinas centrales de Apple, Steve Jobs ha revelado a su gemelo espiritual. En una nota publicada recientemente, David Galbraith examina el paralelo. Foster perfeccionó el modelo de vender diseño a las grandes empresas. Uno de los despachos más activos en el mundo que no dejó de ganar premios de diseño. Comulgando plenamente con esa vocación estética y empresarial, Jobs logró conectó con el gran público. Gran tecnología en donde la forma seguía a la función y que era accesible a mucha gente. El modernismo tecnológico de Jobs resulta la conversión individualista del sueño soviético: modernismo para las masas.
Roger Scruton ha publicado un librito sobre la belleza
. El extracto que Cityjournal ha publicado da idea de su argumento. Desde los años treinta buena parte del discurso artístico se ha empeñado en darle la espalda a la noción de la belleza. No solamente huye de ella sino se empeña en la transgresión, la violencia, la fealdad, el asco. El empeño de combatir cualquier sacralización aniquila toda búsqueda de belleza. "Tengo un loco e incontenible deseo de asesinar a la belleza", dijo el poeta dadaísta Tristan Tzara.
Y sin embargo, explica Scruton anhelamos la belleza, la necesitamos.
Era necesario ir al rescate de los ateos. Salvarlos de su infinita arrogancia, de su pobreza espiritual, de su torpe rutina sin ceremonias. Acantilado ha puesto en circulación el mejor llamado a la fe en forma de un elogio al vino. El autor de este ensayo exquisito es el húngaro Béla Hamvas (1897-l968). Filosofía del vino, es el título.
Quiero pensar que el ateo al que ataca no soy yo. Que usa la palabra para hablar de otros devotos y no de los escépticos. Para Hamvas, defensor de la abstracción frente a la prédica del realismo comunista, el ateísmo es la arrogancia de nuestra era. La mala religión: esclavitud de abstracciones, fervor por la explicación. El ateo no es el hombre sin Dios sino el hombre sin sentido de vida. Dos personajes lo encarnan: el técnico y el puritano. El técnico, al que llama cientificista, es quien, en lugar de trabajar, produce, quien consume y no se alimenta, quien no come carne ni pan con mantequilla porque ingiere calorías, vitaminas, hidratos de carbono y proteínas. Ese que se pesa todas mañanas, quien al menor dolor de cabeza, toma ocho medicinas. La vida del técnico es miserable pero inofensiva. El peligroso es el puritano. De ése sí que hay que cuidarse. El puritano es un ateo convencido de haber encontrado la única manera correcta de vivir. Es un ciego que solo ve sus principios, un soldado que solo quiere imponerlos al mundo. A la hoguera las mujeres guapas, a los cerdos todo alimento con grasa, a la cárcel quien ríe. “El puritano es el hombre abstracto.”
La vida encuentra sentido en su entrega, en su sacrificio. El técnico la sacrifica a una tontería carente de valor: la longevidad, las riquezas, el poder. Peor es el sacrificio del puritano, entregado siempre a las mayúsculas: la Humanidad, la Libertad, el Progreso, la Moral, el Futuro. Esos ateos habrán ganado el poder pero no son envidiables. En lugar de combatirlos, el filósofo quiere darles un obsequio, regalarles lo que les hace falta, lo que más temen: una copa de vino. En lugar de convertirlos por la fuerza, quiere enseñarles a rezar sin que se den cuenta. Ofrecerles una copa de vino.
El artículo completo puede leerse aquí.
Hace cuatro años, Fernando Escalante ponía el dedo en los antipáticos alardes de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Su publicidad, más que una invitación a la visita era una pose. Era el engreimiento de ser lector. “Somos lectores” se lee en todos los carteles de la Feria. Nosotros sí, se entiende, y ustedes no. Lo que irritaba a Escalante era el exhibicionismo de escritores y burócratas culturales que pretenden hacer de la cultura algo heroico que los debe situar en el centro de la vida pública. Beatería en torno a la lectura, decía él. Coincido en que la FIL pertenece a la sociedad del espectáculo antes que a la república de las letras, aunque creo que entre el circo se asoma, de pronto, el foro.
Vale la vanidad de los letreros para preguntarnos qué significa ser lector. Alberto Manguel ofrece tres imágenes para responder a la pregunta. Sus estampas son ambivalentes: describen la curiosidad pero también una fuga; una sensatez y una demencia; una herramienta y alguna amputación. En un hermoso libro que el Fondo de Cultura Económica publicó en 2014 detecta las metáforas que, a lo largo de los siglos, han servido para comprender a ese personaje que se entrega al desciframiento de los textos. El lector como viajero, el lector como aquel que se trepa a la torre para fugarse del mundo, el lector como el ratón de una biblioteca.
Leer es viajar por un texto, recorrer sus líneas, andar párrafos, páginas, capítulos como si atravesara una ciudad, un bosque. Una aventura que tiene un punto de partida y una llegada. Viajes que, en realidad, conducen a uno mismo. El viaje de la lectura, dice Cees Nooteboom, es una manera más rica de estar en casa, “con uno mismo.” Si el viajero es un peregrino, viaja al encuentro de sí mismo. El sendero del lector solía ser un viaje solitario, concentrado, silencioso. ¿Cómo puede emprenderse hoy ese viaje si nos gobierna el furor por conectarnos? Nuestra lectura tiende a ser ahora asomo al mundo exterior, vistazo, no recorrido. Habrá que aprender a leer de nuevo, sugiere Manguel: viajar de veras para poder regresar con lo que hemos leído.
El lector es también una torre que se eleva y se aparta del suelo. Su exigencia elemental es construirse un ámbito elemental de privacidad. Qué miserable, decía Montaigne, es quien no tiene en casa un lugar donde estar a solas, un lugar donde esconderse del mundo. Ese espacio de soledad es el sitio de la lectura. Leer para escapar de las tareas de la casa y de la calle. La torre es vista no solamente como muralla que aparta del ruido, sino también como el beneplácito a la inacción. El lector se convierte, como aquel príncipe danés, en un sujeto paralizado por el pensamiento.
La lectura puede ser también tragona, devoradora de incautos y devotos. El lector termina tragado por las páginas que lo envuelven. El amante de las letras puede resultar, entonces, su víctima. De tanto leer, perder el jucio. Este es el “necio de los libros”, el coleccionista de historias que deja de percibir la diferencia entre literatura y vida. El lector como un loco. Una larva atrapada por hojas de papel, mutilada de extremidades y sentidos.
El lector: viajero o recluso, sabio o loco. Ser lector, diríamos con Manguel es una forma de ser humano, de estar en el mundo, de conocernos.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
Le debo a León Krauze la recomendación de un podcast extraordinario. Es el mejor ejemplo de lo que puede ofrecer ese medio magnífico. Se trata de Revisionist History de Malcolm Gladwell. Está ya en su segunda temporada. Pueden escucharse los veinte capítulos en http://revisionisthistory.com/ o descargarse en cualquiera de las librerías de podcast. Se trata, como lo dice en su presentación, del intento de repensar aquello que damos por comprendido. Tiene razón: el pasado merece un segunda oportunidad.
Tiene sentido que el autor de libros exitosísimos se acerque al micrófono y se aleje de la letra impresa. El periodista canadiense ha examinado en varios volúmenes lo contraintuitivo. Sabe bien que la verdad se esconde en lugares comunes, en datos ocultos y en prejuicios. Los saberes recibidos suelen ser engaños confortables de los que alguien saca beneficio. De eso mismo habla en el podcast pero lo hace con un tono distinto. Las historias de cada programa adquieren una extraordinaria intimidad. No son pocos los capítulos terribles, los conmovedores, los que desatan la indignación. Nada tan íntimo como la voz. Nada tan honesto como el sonido de las palabras, sus silencios, sus acentos. La voz no puede ocultar tristeza, rabia, duda, asombro. Lo sabe bien Gladwell y quiere usar el poder del audio: hacernos pensar pero también hacernos llorar. Vale advertir que será difícil en algunos capítulos contener las lágrimas.
El talento narrativo de Gladwell se pule para alcanzar su mayor brillo en este producto auditivo. Las historias que cuenta se enredan y se aclaran magistralmente. Los secretos de una vieja exposición de pintura, los efectos mortíferos de una amistad, las revelaciones de la música country, alguna lección de un basketbolista, las paradojas de la sátira. En cada oportunidad Gladwell confronta nuestras expectativas, juega con la idea que tenemos del mundo y la somete al ácido de su inteligencia interrogante. Hilos que parecen inconexos se van trenzando para conformar el argumento. Uno de los capítulos abre con dos cápsulas: una sobrecogedora descripción de la hambruna en Bengala en 1943 y el retrato de un excéntrico físico inglés. En 34 minutos Gladwell exhibe el impacto de las lucubraciones de ese aristócata en la muerte de millones de indios. ¿Cuál fue la causa de la hambruna en Bengala, pregunta Gladwell? Creo que fue una amistad, responde. Cada capítulo es un enigma que se resuelve ante nuestro oído: algo que parece obvio es, en realidad, un engaño; eso que esperamos que produzca el efecto virtuoso desencadena consecuencias funestas. Gladwell sabe sacar jugo a los trabajos de la academia pero, sobre todo, sabe hacer buenas preguntas y contar historias. Un detective intelectual que no se deja llevar por la corriente de las opiniones hechas.
Siendo auténticamente conmovedor, este trabajo de Gladwell es, probablemente, el más político de todos los que ha hecho el investigador canadiense. Hay una línea común en todas sus casos: nuestro entendimiento del mundo no es resultado de nuestro interés por la verdad sino un efecto del poder. El poder declara lo razonable, lo útil, lo valioso y barniza con cera nuestros ojos para que seamos incapaces de ver lo que tenemos frente a los ojos. Su gran victoria es la cancelación de las preguntas. Acercarse a este podcast es maravillarse ante una inteligencia que interroga eso que yace perversamente como obvio.
tiene inconmensurable razón…
[…] Silva-Herzog Márquez nos recordó hace días una entrada de su blog que señalaba el video en que Werner Herzog despotrica contra los […]