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El New York Times pone una nueva mesa para la conversación en internet. Se trata de "La piedra," un foro para la conversación filosófica. La primera entrega es escrita por Simon Critchley, profesor de la New School y autor del Libro de los filósofos muertos. ¿Qué es un filósofo?, es la pregunta que anima la nota. Critchley construye dos respuestas a la pregunta. Puede ser el idiota que cae en el pozo por andar en las nubes o el sabio que es dueño de su tiempo. Siguiendo la pista platónica, Critchley hace la distinción clave: los abogados, los comerciantes, los políticos viven siempre presionados por el tiempo. Por eso suelen hacer cosas torcidas. Pero el filósofo es libre: puede darse el lujo de caer al pozo y parecer un idiota.
En un artículo de 1972, Umberto Eco parodiaba la severidad de los editores imaginando su respuesta a algunos manuscritos famosos. Ante la recepción de un grueso manuscrito que no revela la identidad del autor y que se titula La biblia, el editor imaginario de Eco razona los motivos por los que la obra no debe ser publicada íntegramente. Las primeras páginas son estupendas. Tienen todo lo que un lector moderno quiere en un buena historia: mucho sexo (incluyendo adulterio, sodomía, incesto) y una buena cantidad de asesinatos, guerras y masacres. Pero los capítulos finales son lentos, cuando no francamente aburridos. Habría que publicar solamente los primeros cinco episodios del libro y sugerir un nuevo título: ¿qué tal Los fugitivos del Mar Rojo? El proceso de Kafka es un buen librito, con aires a Hitchcock, dictamina el lector. Pero hay que trabajarlo un poco más. Hay muchas cosas que no son claras: ¿en dónde se desarrolla la acción?, ¿por qué han procesado al protagonista? Hay que aclarar estas cosas, suplica el editor al remitente del manuscrito. Necesitamos hechos, datos, información clara para que el lector siga con interés el thriller. En busca del tiempo perdido, podría publicarse solamente si el autor permite una severa reparación: acortar las frases interminables, ventilar la lectura con la apertura de párrafos y corregir la puntuación. Solamente si el autor acepta estos remiendos, el manuscrito sería publicable. Si no los acepta, que se olvide de su libro.
La parodia de Eco captura la miopía de quien convierte convertir en libro un paquete de hojas mecanografiadas. La leyenda del editor se columpia entre esta imagen del ciego que no logra apreciar los tesoros que toca y la del creador que, como ha dicho Gabriel Zaid, logra la hazaña de colocar un libro en medio de una conversación. No un reproductor de letras, sino un partero que contribuye a dar luz a las ideas que avivan a una civilización. El libro de André Schiffrin, La edición sin editor (publicada aquí por Editorial Era), es un retrato de esos dos personajes: el artesano que lucha por sobrevivir los zarpazos de una industria inclemente y el mercader que edita libros como quien multiplica tornillos.
De sangre le viene a Schiffrin la pasión editorial. Su padre fue en Francia el fundador de La Pléiade, la legendaria casa que publicó a los grandes de la literatura universal. Huyendo del fascismo, la familia llegó a Nueva York para seguir su trabajo editorial. André se acercó muy joven a Pantheon Books, una pequeña editora que logró publicar autores desconocidos, sobre todo autores negados por el macartismo: Hobsbawm, Sartre, Foucault, Duras. El catálogo de Pantheon fue convirtiéndose en uno de los más ricos acervos de la cultura norteamericana, particularmente en su ribera liberal. Se entendía que los libros no reportarían una ganancia de inmediato. Si esos hubieran sido los criterios, ninguno de los libros que editaba Pantheon habría sido editado. Mis criterios para publicar un libro eran sencillos, escribe Schiffrin: textos que oxigenaran la vida intelectual de los Estados Unidos, voces que expresaran las opiniones reprimidas durante un tiempo de intolerancia.
El mundo editorial de los sesentas fue extinguiéndose poco a poco. La edición sin editores es la memoria de esta catástrofe. Las editoras independientes fueron engullidas poco a poco por inmensos consorcios de comunicación. El caso que Schiffrin relata desde dentro de Pantheon es emblemático. Pantheon es adquirida por Random House, luego RCA, la cadena de discos, radio y televisión compra Random. Más tarde, el grupo Newhouse adquiere RCA y finalmente, el gigante alemán Bertelsman se apropia de un inmenso archipiélago de editoriales, estaciones de radio, revistas y disqueras. El arte de quien es capaz de pescar la voz necesaria en el concierto de la cultura, el oficio de quien sabe reconocer la semilla del genio, la labor de quien ayuda a parir un libro resulta triturado por las urgencias del emporio.
El lamento de Schiffrin es más que una queja al desalmado reino del mercado. Es una advertencia sobre los peligros de una lógica de retribución inmediata. Cada libro ha de reportar velozmente una ganancia a la editorial; los hombres famosos han de convertirse en autores; los figurones de la política y del espectáculo deben recibir adelantos millonarios para asegurar su contratación; los títulos publicados deben promover los intereses económicos de los editores. Ese es el nuevo código imperante. Schiffrin relata, por ejemplo, los encuentros con Alberto Vitale, el banquero que llegó a dirigir Random House. El hombre no tenía la menor idea de quiénes eran nuestros más preciados autores y dirigía de inmediato la vista a la parte derecha de la hoja, ahí donde se insertaba la columna de las cifras. Sólo después de ver cuántos libros había vendido una obra, se le ocurría consultar el título.
En el mundo del libro, advierte, ha empezado a instaurarse una censura del mercado: si un libro no vende un cierto número de ejemplares en un año, no debe ser publicado. “Lo que se busca es el autor conocido, el tema de éxito y los nuevos talentos o los puntos de vista originales difícilmente encuentran lugar en las grandes editoriales.” Schiaffrin recuerda a un editor alemán que muestra la aberración de estos cálculos: “Si los libros de tiradas pequeñas desaparecen queda comprometido el porvenir. El primer libro de Kafka tiró 800 ejemplares, y el de Brecht 600. ¿Qué habría pasado si alguien hubiera decidido que no valía la pena publicarlos?” Nuestra conversación se habría desecado.
(Publicado en Reforma el 10 de septiembre de 2003)
José María Pérez Gay ha descrito su encuentro sorpresivo con el poeta Paul Celan. Un invierno despiadado golpeaba la ciudad de Berlín en 1967. Las actividades en la Universidad Libre de Berlín, donde estudiaba Pérez Gay, se suspendieron. Sin embargo, un legendario profesor de literatura invitó a sus alumnos a conocer a un autor, quien asistiría a su seminario para leer sus poemas. Apenas una decena de estudiantes llegó al encuentro con Celan, quien entonces tendría unos cuarenta y siete años. “Su voz temblaba y sus párpados infatigables parecían gobernar los textos, sus ojos regían palabra y ritmo, narración inolvidable y estilo preciso.” El joven estudiante mexicano quedó deslumbrado por el personaje. En su palabra había una “ternura próxima al dolor.”
Un poema de Celan hizo cambiar de opinión de Theodor W. Adorno quien dijo que, después de Auschwitz no era posible ya escribir poesía. Escribir un poema después del holocausto sería un acto de barbarie. Pero al leer “Fuga de muerte” de Celan rectificó: “La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; tal vez por eso haya sido falso decir que, después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas.”
Un hombre juega con serpientes
Grita toquen más dulce la muerte
la muerte es un maestro de Alemania
y grita toquen más oscuro los violines
luego ascienden al aire
convertidos en humo
sólo entonces tienen una tumba en las nubes
donde no están encogidos
En 1975, cinco años después del suicidio de Celan, José María Pérez Gay empezó a traducir su poesía. Hay una edición de la UAM que contiene sus versiones. En esos poemas pardos y complejos puede encontrarse una clave para comprender la obra delcmáximo germanófilo mexicano: ese abismo del horror en el que abrevó para extraer la iluminación filosófica y literaria. “El cardo sin luz, escribe Celan,
con que lo oscuro
agracia a los suyos
desde lejos
para quedar inolvidado.
En sus retratos, en sus ensayos, en sus reflexiones filosóficas se nombra el abismo del siglo XX, esa abominación que hizo de las ideas apologías de muerte y con la ciencia construyó eficaces instrumentos de exterminio. El príncipe y sus guerrilleros, ese extraordinario ensayo sobre el delirio ideológico que condujo a la destrucción de Camboya muestra lo que para Pérez Gay era el deber de recordar, el compromiso de nombrar el horror, la demencia de la utopía empeñada en el exterminio de miles de seres humanos, la incineración del conocimiento, la destrucción de todo lo edificado. Pérez Gay no cierra los ojos al horror de la muerte pero logra rescatar las razones de
vida. En la literatura y la filosofía, en la terca vocación de comprender y juzgar, de narrar, de pintar, de cantar encontró el sin embargo a nuestra perversidad congénita. La literatura, dijo, “es la zona más acogedora de la existencia.” Agregaría que, para él, al lado de la creación literaria, la filosofía fue compañera indispensable. Si en la literatura encontró hospitalidad, en la filosofía halló la zona más estimulante de la existencia. Esa pareja nutrió el “improbable optimismo” de Pérez Gay. La oscuridad no puede ocultar la esperanza de la civilización. Palabras limpias, ideas claras. El secreto del encuentro, diría Celan.
En enero de 1934, al negarse a jurar lealtad al régimen fascista, Leone Ginzburg perdió su cátedra en la Universidad de Turín. Declarado persona non grata, es forzado a recoger sus pertenencias del despacho. Al empacar sus libros y sus cosas, recibió a un sacerdote que lo increpó crípticamente: “Nosotros jamás se lo perdonaremos.” Ginzburg no entendía la afrenta. ¿Quiénes somos ‘nosotros’ y qué es lo que no pueden perdonarme?-Nosotros, contesta el cura, somos “gente que comprendemos que la máxima sabiduría de la vida radica en adaptarse, y lo que no le perdonamos es que usted se niegue a aceptar esa verdad.” La indocilidad del escritor permanece hasta los últimos días. Su última señal de vida, una carta a su esposa y a sus hijos es una invitación a la terquedad, a la audacia, a la valentía. “Sé valiente,” escribe como un último aliento. Esa valentía socrática es el arrojo de buscar sabiduría en un mundo que premia la ignorancia, de distinguir el bien del mal en tiempos que se empeñan en negar la moral y de buscar la verdad, aunque las mentiras sean más cómodas. A eso llama Rob Riemen nobleza de espíritu.
La expresión la adopta de Thomas Mann, su héroe intelectual. Y mucho de valentía se requiere ahora para juntar en el título de un libro dos palabras como nobleza y espíritu. Al acercarse al libro parecería que encontramos un elogio a la caballería del alma o una loa al gentilhombre del corazón. No es tal cosa: es una defensa urgente de la cultura en un tiempo en que imperan el lucro, la farsa y el fanatismo.
El centro del ensayo es Mann, su convicción de que sólo la razón y la tolerancia pueden proteger al hombre de la barbarie acechante. La política no puede salvarnos. Dejada a su suerte, terminaría aniquilándonos. La democracia bárbara ahogaría el discernimiento, desdeñaría la dignidad humana, olvidaría la virtud y la responsabilidad. Sólo la cultura, el arte, la religión puede cuidarnos de las idolatrías. También invita Riemen a ser cuidadosos con las ilusiones: “El arte, la belleza y los relatos sólo contribuyen a liberar al alma humana de la angustia y el odio, acompañando al hombre en su trayectoria vital. El arte no es poder, sino consuelo; no es que nos haga creer que la vida es buena, lo cual sería una mentira, sino que comparte nuestras dudas y nuestros sentimientos.”
El ensayo de Riemen sorprende por su teatralidad. Un notable talento narrativo permite al autor viajar por siglos y ciudades para hilvanar, más que argumentos, conversaciones. Diálogos personales y universales; documentados e imaginarios que ilustran intemporales dilemas filosóficos. No hay mejor manera de defender la civilización que el rescate de los hombres que piensan, de las circunstancias que constriñen, de los valores que se contraponen en un momento específico. El punto de partida del libro, adecuadamente llamado “Preludio,” es un recuerdo personal que tiene la fuerza de una alegoría. Los personajes son, además del propio Riemen, Elisabeth Mann Borgese, hija de Thomas Mann y Joseph Goodman, un pianista solitario, brillante y difuso. Apenas un par de encuentros que revelan la profundidad de una relación entre Mann y Goodman. Décadas de intensa y honda afinidad. La cena en el River Café de Manhattan no puede escapar el humo de las torres derribadas que todavía se siente sobre la ciudad. Ante el fanatismo de los suicidas, despunta una controversia sobre el mal. Los tres conversadores coinciden en un punto: el mal existe. ¿Qué hacer? El viejo y frágil pianista ofrece una solución. “Tengo la respuesta,” dice enfático. Al pronunciar estas palabras, despejó la mesa, sacó una carpeta y mostró una partitura. Era una cantata sinfónica para solo, coro y orquesta. Se titulaba justamente “Nobleza de espíritu” y ponía música a palabras de Walt Whitman. Para el desconocido compositor, las hojas de hierba eran la realización de la libertad: la vida es lo que el poema anuncia: búsqueda de verdad, amor, belleza, bondad y libertad. Esa es la nobleza del espíritu. Lo único que puede salvarnos de la barbarie.
Dos meses después de la cena, Joseph Goodman murió. Poco antes de sufrir un infarto cerebral destruyó los borradores de la cantata.
En una carta a su esposo en mayo de 1952, Hannah Arendt escribió: Camus “es el mejor hombre ahora en Francia. Le saca una cabeza al resto de los intelectuales.” El primero de los intelectuales. Arendt no celebraba al filósofo, sino al hombre que piensa responsablemente en público; admiraba al escritor lúcido y elocuente; al moralista que sabe confrontar al auditorio, al hombre de ideas que no se fuga del mundo.
“Para ser hombre hay que negarse a ser Dios”, escribió en su ensayo capital. Él se niega a ser un dios desde su escritura, hecha de asombro, desconcierto e inconformismo: expuesta perplejidad. En su prosa no se advierte el anhelo de convertir al lector a su credo. No pontifica ni regaña: piensa, disiente, explora. Su prosa, como su filosofía, toca sus límites, reconoce su ignorancia, asume el riesgo. Camus no intenta suplantar el absurdo de la vida con la razón inclemente. Esa es su rebelión. Si es cierto que invita a pensar en Sísifo feliz, su búsqueda es otra. Más que la felicidad, lo suyo es búsqueda de dignidad. En el abrazo del sinsentido hay una esperanza: ser hombres … y serlo con otros. Ya pocos dirán que El hombre rebelde es el libro desordenado de un filósofo mediocre, como dijeron sus primeros críticos. Es, sin duda, uno de los picos de la reflexión política del siglo XX, uno de los ensayos más brillantes de la inteligencia moral de—sí, todavía—nuestro tiempo.
Se ha hablado en estos días del filósofo, del dramaturgo, del ensayista. Debería hablarse también del articulista, del pensador que se expresa en los diarios, reaccionando a los eventos del día. “Hay que encontrar cierto tono” escribe en un artículo publicado en Combat, de septiembre de 1944. Si el articulista no encuentra ese tono, su observación se desmorona. El hombre que denunció los crímenes de razón sabía mejor que nadie que las ideas pueden convertirse en puños: eso son las convicciones. Razón sellada, martillo de palabras satisfechas. La convicción política es tan hermética, tan peligrosa como cualquier otra fe. Camus no padeció convicciones. A Francis Ponge, hombre de certeza marxista, le dijo “Yo me encuentro a medio camino, menos feliz que todos ustedes, armado sólo con mi buena voluntad y un gran deseo de no hacer trampa.” Qué bien puesto: deseo de no hacer trampa.
El articulista conocía los peligros del oficio. La crítica puede adoptar de pronto los modos del juez, del maestro de escuela o del profesor de moral. “De este oficio, a la jactancia o a la tontería no hay más que un paso.” Sí: el articulista camina entre la pedantería y la estupidez. ¿Cómo escapar de ese peligro? Por la ironía, responde de inmediato. La única salvación es preservar el sentido de lo relativo. El escritor no siempre tiene respuestas. A veces sólo puede aportar silencio. “Cuando la palabra puede conducir a la eliminación despiadada de la vida de otras personas, el silencio no es una actitud negativa”
Adam Gopnik ha identificado la clave del periodismo de Camus: Los editorialistas pueden parecer los más insípidos integrantes de la clase escribidora. Dedicados a compactar los lugares comunes de su tiempo trabajan con lo inmediato para denunciar sin pizca de imaginación. “La buena escritura editorial—dice Gopnik—tiene menos que ver con ganar una discusión y más con decirle a los tuyos cómo se deben escuchar cuando estén discutiendo. En verdad, es una especie de dirección musical: el escritor trata de marcar el compás, encontrar el tono de la nota. No es “di esto”, es “suena así” lo que enseñan los grandes editorialistas.”
Es una tristeza entendible que el vocabulario de la urbe se empobrezca al perder contacto con el pasto. Tantos y tantos nombres del mundo silvestre que van perdiéndose. Tantas y tantas palabras olvidadas. Voces que, al nombrar la variedad natural, le rinden homenaje a cada hoja, a cada insecto, a cada pájaro. Nos hemos ido quedando mudos para hablar del universo vegetal. Cuando vamos a una florería usamos señas en lugar de palabras para pedir la flor que nos seduce. Recordando e inventando nombres de plantas, hierbas y pócimas se compone el fabuloso libro de los venenos de Antonio Gamoneda. El paladar disfruta el nombre de cada criatura y el abanico de sus poderes mágicos. “La cebolla albarrana es silvestre y purpúrea; amarga al gusto de manera hiviente; se da, con miel, a los hidrópícos; cale contra los sabañones y las verrugas; dicen que, colgada sobre sobre la puerta, preserva la casa de hechicerías contrarias. El serpol es yerba hortense y salvaje que serpea por tierra; con su olor ofende a la escolopendra; sirve a los letárgicos y frenéticos y, preparada con vino, deshace las durezas del bazo. La centinodio crece en los cementerios; es provechosa para los oídos que manan materia hedionda y en los vómitos coléricos. El arrayán, que también llaman mirto, es árbol de dos especies, blanca y negra, aunque Plinio llega a decir que delo arrayán hay once géneros; del negro se obtiene un vino sin virtud alcohólica; el blanco tiene flores con cinco pétalos y expande un olor muy suave; éste refresca el sudor y cura las hinchazones de las ingles; también elimina las viruelas y la alopecia; de su médula se hace un aceite lenitivo; de sus ramas floridas, coronas para los héroes que no han derramado sangre.”
Pienso en esta devaluación de nuestro lenguaje imaginando que el olvido del vocabulario silvestres habría sido remplazado por otro igualmente rico que nombrara la riqueza de nuestro entorno asfáltico. Palabras que designaran la abundante fronda de la ciudad. Pero hemos olvidado el nombre de las hierbas y los árboles sin haber adquirido el lenguaje de la selva que habitamos: el lenguaje de la arquitectura. Fernanda Canales y Alejandro Hernández han publicado un libro extraordinario que despliega las joyas del vecindario y pone nombre a las construcciones que vemos diariamente, sin siquiera advertirlo. En una magnífica edición de Arquine, los dos arquitectos han ubicado a los cien creadores más importantes del siglo XX mexicano y sus obras más emblemáticas. El libro es un paseo por las muchas estaciones de la cultura mexicana desde el restirador del arquitecto, el urbanista y el diseñador: sus muchas búsquedas y sus grandes hallazgos. La exploración de la identidad y la ambición del monumento; la confianza en lo público y el refugio espiritual; el servicio público y la intimidación.
100 x 100 es un fichero de arquitectos, un álbum, una galería de maestros. Es también la obra negra de muchos libros por venir: una historia cultural de la arquitectura, una sociología de la profesión, una guía turística, un mapa de edificios canónicos. Me parece que es, sobre todo, una pista para reinsertarnos en el mundo que habitamos. Nuestras ciudades llevan la traza que algún día fue proyectada por algún lápiz. Las calles que recorremos están bordeadas por edificios que han dado cuerpo a una idea; nuestras viviendas expresan una idea del mundo, del hombre, de México. 100 x 100 es el gabinete arquitectónico que nos permite reconocer, en el vocabulario de la arquitectura, el lenguaje de la ciudad.
Receta verdadera para ganar las proximas elecciones en México.
Preguntarse: Que partido político, propondra bajar el sueldo a senadores, diputados y demas congresistas a la mitad de la percepcion actual. Eliminar los bonos y no volverse a pagar jamas «el mes 13» (El año tiene solo 12 meses, ladrones patrios), asi como eliminar las pensiones vitalicias a los presidentes (asesinos o no, ahi estan pagados por lo hecho o desecho). Si algun partido tiene esa encomienda el pueblo sabra que realmente hacen politica por beneficio de la patria y claro… millones de votos garantizados.
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