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El país publica hoy dos notas sobre Kapuscinski. En una entrevista con el autor de la biografía polémica del periodista, se cuenta que al polaco no le gustaba hacer entrevistas. No le encontraba sentido. Creador de su propio mito, pensaba que al periodismo le era permitido "intensificar la verdad." Ramón Lobo, en una nota adyacente, destaca a Kapuscinksi como uno de los grandes retratistas del poder de los últimos años.
En el Guardian, Neal Ascherson sale a la defensa del polaco. No fue un mentiroso, fue un narrador genial. Ascherson admite que Kapuscinski debió enfatizar que su trabajo era periodismo literario, advirtiendo a su lector que su narración no era simplemente testimonio sino observación personalísima.
La ciudad es el verdadero museo de la arquitectura. Es ahí donde se muestra a plenitud, donde luce como narración y como signo, como cuento y exclamación. ¿Qué se exhibe cuando se presenta una muestra de arquitectura hecha de planos, dibujos, maquetas? La idea, el juego, la búsqueda del volumen. El pensamiento en gestación de su forma.
El Museo de la Ciudad de México presenta en estos días una exposición de maquetas de Teodoro González de León que es una buena manera de acercarse a una de las grandes mentes de nuestra cultura. Un paseo por “Teodorópolis”, dice Miquel Adrià en un texto que acompaña la muestra. Chinampas que levitan en un patio. Cuadras flotantes que contienen las ideas que han poblado la Ciudad de México y otros espacios. Las islas invitan al recorrido. La escala, por supuesto, no permite que el espectador sea envuelto por la enormidad de los edificios ni que reciba el impacto de sus materiales pero convoca al movimiento, esa experiencia del tiempo que complementa las tres dimensiones quietas. El edificio –y su modelo– se despliegan. A crear “paseos arquitectónicos” invitaba Le Corbusier, su maestro. La magnífica ciudad de un arquitecto, el riquísimo trayecto de su creación intelectual y plástica, los íconos arquitectónicos de nuestro tiempo abiertos al paseo alrededor de un patio.
La muestra es apenas una pizca del prolífico trabajo de González de León. Se incluyen obras representativas de su trayecto creativo, es decir, de su búsqueda. Estaciones de un recorrido artístico: unas cincuenta maquetas que dan muestra de casi setenta años de incesante producción. No todas las esculturas que ahí flotan son, por cierto, edificaciones logradas. Un buen número de modelos representan edificios que, por un motivo u otro, no llegaron a la cimentación. Su inclusión queda justificada plenamente en este paisaje a escala porque ilustra (tanto como las realizaciones) la fascinante indagación de las formas y volúmenes.
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Tras recibir El arco y la lira, Julio Cortázar le escribió desde París una carta de bullente entusiasmo a Octavio Paz. No ha leído el libro: lo ha releído y lo ha archileído. Lo comparaba con Shelley, con Keats, con Mallarmé. Gaos celebraba igualmente el libro que acababa de publicar el Fondo de Cultura Económica. Más que un trabajo de poética, le parecía uno de los ensayos más hondos de la filosofía en lengua española. A Paz no le gustaba el epílogo. En cuanto hubo oportunidad de deshacerse de él, lo hizo. Entresacó algunas líneas y las fundió en un ensayo con vida propia: Los signos en rotación. Hace cincuenta y dos años se publicó en Sur y hace medio siglo se incorporó a El arco y la lira como epílogo definitivo.
Para celebrarlo, El Colegio Nacional ha publicado un libro extraordinario. Del diseño de Alejandro Cruz Atienza vale decir que presta buen cuerpo al libro: más que un objeto legible es símbolo de ese astro, traslúcido y ardiente, que es el pensamiento de Paz. Abre la edición una nota de Marie José Paz que evoca las espirales del proceso creativo del poeta. Además del ensayo central, se recupera en el volumen su precendente más antiguo, el ensayo que publicó a los 29 años de edad: Poesía de soledad y poesía de comunión. La historia del ensayo la cuenta puntualmente Malva Flores. Se incluyen ensayos de Adolfo Castañón, de Tomás Segovia, de Ramón Xirau, y un manojo de cartas.
Desde luego, esta nueva edición de Los signos no es un libro para la mesita. Releer su manifiesto hoy es percatarse de su dimensión clásica, de su fresca hondura, de su lucidez, de su filo crítico, de su pertinencia moral. Paz escribe sobre la poesía desde dentro, como advirtió Tomás Segovia. Pero al hablar de la poesía habla del mundo, habla del tiempo, de la vida, de ti y de mi. Habla de amor y de muerte, habla de la tribu y de las máquinas. Habla, ante todo, de la búsqueda de los significados, de la esperanza de la comunicación en la aridez de nuestros tiempos.
Al pensar en los rumbos de la poesía moderna Paz vuelve al encierro de la soledad: el presente conspira contra el encuentro. La incomunicación de nuestra era surge de la repetición. Monótono combate de ciegos: “pululación de lo idéntico.” No hablamos con otros porque no podemos hablar con nosotros mismos. “Pero la multiplicación cancerosa del yo no es el origen, sino el resultado de la pérdida de la imagen del mundo.” Los monumentos de la técnica, las fábricas, los aeropuertos, las plantas de energía no son presencias, dice Paz, no capturan una imagen del mundo, no dialogan con él. La modernidad se niega a representar el tiempo, la naturaleza, la vida. Nos sepulta con vehículos de la acción, con instrumentos y un millón de artefactos deschables. La imaginación poética va al descubrimiento del mundo para abandonar la idolatría de la posesión para apartarse de la dictadura del ruido. Salir de la cárcel del yo. “Ser uno mismo es condenarse a la mutilación, pues el hombre es apetito perpetuo de ser otro. La idolatría del yo conduce a la idolatría de la propiedad; el verdadero Dios de la sociedad cristiana occidental se llama dominación sobre los otros. Concibe al mundo y los hombres como mis propiedades, mis cosas.”
Todos somos, de una manera u otra y muchas veces sin saberlo, marxistas, dice Octavio Paz en las primeras páginas de su ensayo. En la fibra radical, en la denuncia de las servidumbres encubiertas, en las alusiones a esa utopía que borrará la distinción entre trabajo y arte, el ensayo que Paz escribió en India en 1965 respira todavía aires marxistas. Sospecho que no le habría disgustado a Carlos Marx esta línea del poeta mexicano: “El árido mundo actual, el infierno circular es el espejo del hombre cercenado de su facultad poetizante.”
Salvador Pániker no logró ver su último diario publicado. Había escogido la fotografía que llevaría la portada: un atardecer en el Ampurdán: un ciprés solitario, una parvada y un camino de tierra. Murió un par de días después de que los ejemplares salían de la imprenta. Adiós a casi todo (Random House, 2018) es el quinto dietario del pensador hindocatalán. Nació en 1927 y se dedicó durante toda su vida a reconciliar civilizaciones y sensibilidades. Buscó darle sentido a un misticismo ateo, una perspectiva de vida abierta a la razón y al misterio. Fue un elocuente defensor de la muerte elegida. La última libertad, la que desdramatiza la muerte
En sus dietarios debe estar lo mejor de su obra. Más que en sus ensayos filosóficos, el registro cotidiano de sus días contiene su sabiduría. La serie está formada por el Cuaderno amarillo, Variaciones 95, Diario de otoño y Diario del anciano averiado. Cada uno es el capítulo admirable de una vida. Un registro del arte de vivir y, en las últimas entregas, del arte de ir muriendo. La escritura se entrevera con la vida, el pensamiento se inserta en la experiencia, las lecturas se enroscan con las vivencias. Escribir es como respirar, dice Pániker. ¿Escribir para respirar? Si no escribo, insiste, se resiente mi metabolismo. Si no verbalizo mis achaques resultan más siniestros. “La escritura le da ventilación a la jaula de mi vivir disminuido.”
Acercándose a los noventa años, intuía que ese diario podía ser el último. En una nota preliminar advierte a sus lectores: “Ignoro si éste va a ser el último diario que publico. En el momento de entregar estas líneas a la imprenta mi edad es muy avanzada. Así que ya veremos. O no veremos.” Adiós es eso: una despedida. Un desprendimiento de placeres, de vigores, de afectos. Murió de repente. Murió en su casa. Murió sin sufrir. Murió dando un grito terrible. Murió sin miedo. Murió tras el ataque. Dejó de respirar. Murió mi amigo. El registro de los días como un largo y doloroso obituario. Compañeros, parientes, amigos, amantes, colegas que van desapareciendo. Entre flemas, catarros, insomnios y convalecencias, la muerte del entorno como anticipo de la muerte propia.
En esta libreta se consigna la muerte de su hermano Raimon, sacerdote católico que también buscó (aunque por caminos muy distintos) el encuentro de tradiciones religiosas, pero con quien tuvo una relación difícil, en muchos momentos tirante. Discreparon hasta en el modo de escribir su apellido. Salvador Pániker, Raimon Panikkar. En todas sus libretas Salvador se muestra atento a lo que escribe su hermano, a lo que responde en entrevistas, a lo que dicen de él. Una observación me parece especialmente lúcida. Advierte en su hermano el pecado del intelectual: identificarse con sus ideas. Creer que en lo pensado está su propia identidad. Por eso, dice en la libreta previa, mi hermano no dialoga: polemiza. Esa es una de las enseñanzas de sus diarios. Es necesario reventar el hermetismo de las certezas para aventurarse al diálogo. Tomarse menos en serio lo que se piensa. ¨
Es muy poco razonable pensar que el ser humano es un animal razonable, escribió Edgar Morin. Homo es también demens: una criatura que muestra una afectividad extrema, convulsiva, un ser apasionado y colérico. Un animal que grita y que cambia de humor de un instante al otro. El hombre, dice Morin, “lleva en sí mismo una fuente permanente de delirio; cree en la bondad de los sacrificios sangrientos; confiere cuerpo, existencia, poder a mitos y dioses de su imaginación. Hay en el ser humano un foco permanente deubris, el exceso de los griegos.” De nuestra locura, dice el sabio francés, provienen la crueldad y la barbarie pero de ahí también la creación, el invento, el amor y la poesía.
Nadie ha logrado entre nosotros retratar los extremos de esa demencia dulce y horrorosa como Alberto Ruy Sánchez. Lo hemos leído, sobre todo, como un prosista del deseo. Un novelista que erotiza el universo a través de lo que él mismo llama prosa de intensidades. Sus novelas son una composición musical que encuentra ritmo, respiración y textura en una sucesión de imágenes implacables. Novelas que podrían ser poemas extensos si sirviera para algo la manía clasificatoria. En Los nombres del aire que Alfaguara ha publicado recientemente dentro del Quinteto de Mogador pueden leerse líneas como ésta: “Sus dedos suben y bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiendo a cada momento con los otros dedos que la recorren por dentro. Ambos se reconocen a través de la piel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren la superificie de una tela y donde se encuentran queman.” Son esos dedos del aire que producen el otro clima de los días, escribe Ruy Sánchez.
Pero en la obra del exquisito editor puede encontrarse también una exploración de la otra demencia. No el desvarío del amor sino ese impulso del poder que pretende someterlo todo. Decía Octavio Paz que el erotismo era el deseo transfigurado por la imaginación. Era un anhelo convertido en ceremonia. Bien podría decirse que la ideología es, igualmente, transformación imaginativa del ímpetu de mando (o de servidumbre). Ideas que se ofrecen para una ceremonia de comunión a través del fuego; doctrinas que prometen la redención comunitaria a través del sacrificio y la carnicería. A fines de 1991 Alberto Ruy Sánchez publicó un ensayo extraordinario sobre el viaje de André Gide a Rusia. El intelectual que había llegado a la Unión Soviética convencido de que ahí nacía la sociedad fraterna, regresaba desencantado ante el espectáculo de la tiranía. Gide tuvo el valor de abrir los ojos. Al hacerlo descubría la “tristeza de la verdad”, esa que aparece cuando tus amigos de siempre deciden lincharte antes que permitir “que tus dudas dialoguen con sus certezas.”
“Yo escribo la noche”, escribió Alejandra Pizarnik en un poema. “Los ausentes soplan / y la noche es densa.” La novela más reciente de Ruy Sanchez regresa a la noche del siglo XX, esa noche regida por la ilusión política. El novelista teje historias o, más bien, imágenes. No va al punto. Captura escenas, retrata personajes, borda ideas, se sumerge en cuadros, explora arquitecturas, descifra jeroglíficos. Los sueños de la serpiente es una brillante defensa de la digresión: mucho aprendemos en las distracciones del viaje. Esta novela sobre el mal se acerca y se aleja de su meta, se dispersa y, al perderse, encuentra sentido.
Los crímenes de nuestro siglo han adquirido coartada filosófica, decía Camus. Aparece aquí la muerte de quienes obstaculizan la Historia, asesinatos trenzados por el deseo y la ilusión. Criminales poseídos por las dos utopías. De eso y de Oliver Sacks y las piritas; de Sylvia Ageloff y el cráneo abierto Trotsky; de Coyoacán y unas fascinantes hormigas apestosas; del arte verdadero que aparece en los lugares más insospechados; de la secreta hermandad de Henry Ford y Lenin; de los collages de la prisión de Santa Martha y de los crímenes de guerra en Bosnia trata el libro de Ruy Sánchez. Y de aquel juez que escapaba de las atrocidades que examinaba en su tribunal acudiendo a la pintura de Vermeer. “Mis ámbitos, dijo al recibir el Premio Nacional de Artes y Literatura, son o quisieran ser, en la noche de los tiempos, entre las páginas del inevitable memorial de los agravios, islas de luz. (…) Ámbitos de luz compartible, contagiosa, lúcida si se quiere y, si se puede, ámbitos del deseo.”
Para que una mujer entre a un museo es necesario que se desnude y que un hombre la pinte. Lo denunciaba hace años el grupo de activistas Guerrilla Girls, con una intensa campaña de carteles en estaciones de metro, autobuses y paredes de Nueva York que denunciaban la misoginia del aparato cultural. El 3% de los artistas del Museo Metropolitano son mujeres, mientras el 83% de los desnudos son femeninos, se podía leer en las pancartas en las que se asomaba un gorila. Las cosas empiezan a cambiar. El Instituto de Arte de Chicago, que, en las últimas tres décadas apenas había organizado la exposición individual de una sola artista, está viviendo “un momento feminista.” Así lo advierte el Chicago Tribune al recorrer las galerías de su ala moderna. En cada uno de los espacios, una artista: fotografías de Sara Daraedt, una instalación de Diana Thater, una serie de autorretratos de Eleanor Antin.
La exposición que, sin lugar a dudas, destaca en este abanico es la de seis diseñadoras en el México del medio siglo: Clara Porset, Lola Álvarez Bravo, Anni Albers, Ruth Asawa, Cynthia Sargent y Sheila Hicks. Mesas, cestos, collages, telas que dialogan con una tradición y la proyectan.
“En una nube, en un muro, en una silla” el título de la exposición que se presenta hasta enero del 2020 en Chicago, proviene de una de las páginas del catálogo de una muestra insólita en la ciudad de México hace más de setenta años. En aquella exposición se aludía a la presencia del diseño en todo lo que existe. Todas las formas, sean olas u ollas incorporan ideas y afinidades para el deleite de los dioses o las personas. La muestra en el Instituto de Artes revive aquella muestra organizada por la artista cubana Clara Porset a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en el Palacio de Bellas Artes. “El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México” era el título de esta exposición que contenía toda una filosofía del diseño. Aprendiendo de la alfarería y la cestería tradicional, de los colores, las técnicas y las formas originales, las creaciones de estas artistas adquirían una dimensión contemporánea. En el máximo recinto de la cultura mexicana se mostraban canastos, jarrones, tortilleros tostadores, sillas y petates. Se pretendía formar un gusto y una exigencia por las cosas que nos cobijan y nos sostienen, por los objetos con que cocinamos, los cacharros que usamos para mil cosas. Era un diseño, al mismo tiempo doméstico y público; era familiar, pero estaba cargada de hondas implicaciones políticas.
Aquella muestra, dice la curadora Zoë Ryan, no solamente fue la primera en su tipo en México, sino que seguramente habrá sido la primera en el mundo por su perspectiva panorámica y por su filosofía. Se conciliaban en esos salones todas las artes del diseño. Lo industrial empalmaba con lo artesanal. No había jerarquías: el jarrón de barro se exhibía frente al refrigerador. Al asociarse orgánicamente lo ancestral con lo moderno, lo propio y lo universal se vislumbraba otro lenguaje estético.
En este nacionalismo moderno y creativo, en este rescate de lo propio se deja sentir el poderoso imán cultural que fue México en aquel tiempo. De todos rincones llegaban pintores, escritores, diseñadores para ser testigos y quizá partícipes de lo que Anita Brenner llamó el “Renacimiento mexicano.” Los muralistas seguían a la mitad del siglo con enorme presencia pública, Barragán estaba en la plenitud de su creatividad, la arqueología mexicana hacía descubrimientos extraordinarios, se trazaban grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos. México, un territorio de creatividad efervescente seducía a los grandes artistas. En esta muestra puede verse su impacto en la obra de las seis creadoras. Collages, vasijas de hilo, esculturas de alambre, modernísimas sillas prehispánicas, arte textil. La fotógrafa, las diseñadoras de muebles, de telas, de alambres descubren en las grecas y en las plantas mexicanas, en la cerámica y en los telares de estas tierras los mejores estímulos para el hacer flotar nubes, para colorear los muros, para reinventar las sillas.