Para celebrar su décimo aniversario, Chronicle Review preguntó a un grupo de académicos qué puede cambiar en la próxima década. Camille Paglia
no anticipa el cambio que vendrá, pero describe el cambio que desea: menos libros y más cinceles. Más trabajo con las manos y menos rollo con las palabras. Necesitamos apreciar de nuevo los oficios. "La idea de que la universidad es un reino contemplativo de investigación humanística, distante de la vulgaridad de nuestras necesidades materiales es absurda. Las humanidades han sido tragadas durante cuatro décadas por la pretenciosa teoría posmoderna y la insular política de la identidad."
A Giambattista Soderini
¿Con qué rimas jamás o con qué versos
Cantaré yo el reino de Fortuna
y sus casos prósperos y adversos
y cómo, injuriosa e importuna
según por nosotros es aquí juzgada,
bajo su trono todo el mundo aúna?
Temer, Juan Bautista, tú no puedes
ni debes en modo alguno tener miedo
a otras heridas que a los golpes suyos,
porque esta voluble criatura
frecuentemente con más fuerza oponerse suele
allí donde ve que naturaleza más fuerza tiene.
Su potencia natural a todos toma,
su reino siempre es violento
si virtud superior no la doma.
Por eso te ruego que estés dispuesto
a considerar un poco estos míos versos
por si tienen algo digno de ti dentro.
Y ella, diosa cruel, vuelva entretanto
hacia mí sus ojos feroces y lea
lo que ahora de ella y de su reino canto.
Y aunque en lo alto a todos presida,
gobierne y reine impetuosamente,
a quien de su estado se atreve a cantar vea.
Ella por muchos es dicha omnipotente
porque todo el que a esta vida viene
tarde o temprano su fuerza siente.
Frecuentemente a los buenos bajo su pie tiene,
a los deshonestos ensalza y, si acaso te promete
cosa alguna, jamás te la mantiene.
En desbarajuste reinos y Estados mete,
según a ella parece, y a los justos priva
del bien que a los injustos pródiga cede.
Esta inconstante y móvil diosa
a los indignos frecuentemente sobre un trono pone
a donde quien digno es jamás asciende. (más…)
Es una tristeza entendible que el vocabulario de la urbe se empobrezca al perder contacto con el pasto. Tantos y tantos nombres del mundo silvestre que van perdiéndose. Tantas y tantas palabras olvidadas. Voces que, al nombrar la variedad natural, le rinden homenaje a cada hoja, a cada insecto, a cada pájaro. Nos hemos ido quedando mudos para hablar del universo vegetal. Cuando vamos a una florería usamos señas en lugar de palabras para pedir la flor que nos seduce. Recordando e inventando nombres de plantas, hierbas y pócimas se compone el fabuloso libro de los venenos de Antonio Gamoneda. El paladar disfruta el nombre de cada criatura y el abanico de sus poderes mágicos. “La cebolla albarrana es silvestre y purpúrea; amarga al gusto de manera hiviente; se da, con miel, a los hidrópícos; cale contra los sabañones y las verrugas; dicen que, colgada sobre sobre la puerta, preserva la casa de hechicerías contrarias. El serpol es yerba hortense y salvaje que serpea por tierra; con su olor ofende a la escolopendra; sirve a los letárgicos y frenéticos y, preparada con vino, deshace las durezas del bazo. La centinodio crece en los cementerios; es provechosa para los oídos que manan materia hedionda y en los vómitos coléricos. El arrayán, que también llaman mirto, es árbol de dos especies, blanca y negra, aunque Plinio llega a decir que delo arrayán hay once géneros; del negro se obtiene un vino sin virtud alcohólica; el blanco tiene flores con cinco pétalos y expande un olor muy suave; éste refresca el sudor y cura las hinchazones de las ingles; también elimina las viruelas y la alopecia; de su médula se hace un aceite lenitivo; de sus ramas floridas, coronas para los héroes que no han derramado sangre.”
Pienso en esta devaluación de nuestro lenguaje imaginando que el olvido del vocabulario silvestres habría sido remplazado por otro igualmente rico que nombrara la riqueza de nuestro entorno asfáltico. Palabras que designaran la abundante fronda de la ciudad. Pero hemos olvidado el nombre de las hierbas y los árboles sin haber adquirido el lenguaje de la selva que habitamos: el lenguaje de la arquitectura. Fernanda Canales y Alejandro Hernández han publicado un libro extraordinario que despliega las joyas del vecindario y pone nombre a las construcciones que vemos diariamente, sin siquiera advertirlo. En una magnífica edición de Arquine, los dos arquitectos han ubicado a los cien creadores más importantes del siglo XX mexicano y sus obras más emblemáticas. El libro es un paseo por las muchas estaciones de la cultura mexicana desde el restirador del arquitecto, el urbanista y el diseñador: sus muchas búsquedas y sus grandes hallazgos. La exploración de la identidad y la ambición del monumento; la confianza en lo público y el refugio espiritual; el servicio público y la intimidación.
100 x 100 es un fichero de arquitectos, un álbum, una galería de maestros. Es también la obra negra de muchos libros por venir: una historia cultural de la arquitectura, una sociología de la profesión, una guía turística, un mapa de edificios canónicos. Me parece que es, sobre todo, una pista para reinsertarnos en el mundo que habitamos. Nuestras ciudades llevan la traza que algún día fue proyectada por algún lápiz. Las calles que recorremos están bordeadas por edificios que han dado cuerpo a una idea; nuestras viviendas expresan una idea del mundo, del hombre, de México. 100 x 100 es el gabinete arquitectónico que nos permite reconocer, en el vocabulario de la arquitectura, el lenguaje de la ciudad.
A la muerte Eric Hobsbawm, he vuelto a los
retratos que se hicieron, frente a frente, Tony Judt y el gran historiador marxista.
Retrato de un historiador por otro, elogio y crítica de un intelectual a otro,
esbozo moral de un habitante del siglo XX al otro. Podría verse en ellos a dos
gigantes que representan la rica y compleja tradición de la izquierda
británica: dos versiones del impulso justiciero que surge del marxismo para
apartarse de él o para ser siempre fiel a su fuente. Es Hobsbawm quien detecta
la fibra esencial que los une. “Ambos supimos que el siglo XX sólo puede ser
comprendido integralmente por aquellos que se hacen historiadores porque han
vivido a través de él; ambos compartimos una pasión básica: la política como
clave para nuestras verdades y para nuestros mitos.” La historia no fue para
ellos una disciplina, fue la pasión en la que se encontraron.
Hobsbawm escribe de Tony Judt al publicarse como
libro póstumo, la conversación con Timothy Snyder en la que repasa en
conversación el curso de su siglo xx. El libro fue uno de los testamentos que
pudo dejar mientras peleaba con una enfermedad brutal. Hobsbawm, desde luego no
trafica emocionalmente con su juicio sobre el colega. Es elogioso sin dejar de
ser severo. El libro póstum de Judt simplemente no es un gran libro. No podría
serlo por las condiciones en que fue compuesto. Pero es, de cualquier modo la
obra admirable de un historiador de fuste: un modelo para la razón civilizada
donde el pensador es capaz de examinar sus certezas y advertir la forma en que
su vida ha sido hecha y deshecha por su tiempo. A Hobsbawm no le atraen los
primeros trabajos académicos de Judt sobre el socialismo en la provincia
francesa. Dedicarse a la cartografía de la izquierda francesa le parece un
empeño universitario tal vez erudito pero a fin de cuentas trivial. El
comunista no sentirá un interés por Francia tras la Revolución. A ese país
crecientemente marginal se le negó un Lenin y lo desposeyeron del Napoleón que
tuvo. Francia, desde entonces, se alojó en el reino de Asterix.
Hobsbawm admiró la ambición monumental de Posguerra, el inmenso libro de Judt. Se trataba de una obra de plenitud
intelectual que finalmente lo situaba como un historiador reconocido. Pero
Judt, más que encontrar el equilibrio del historiador ponderado, buscaba a toda
costa ganar el argumento. El polemista de talento y mecha corta fue alejándose de
la academia para encontrar emoción en el debate público. Ahí fue donde Hobsbawm
lo vio intoxicarse con las toxinas liberales de Furet o Aron. Su vida pública,
concluye Hobsbawm terminó adormilado con los cuentos de hadas de una revolución
de terciopelo que fue, más bien, una revolución entre comillas.
Judt había escrito un ensayo extenso sobre
Hobsbawm cuando éste publicó sus memorias. La fascinación que Judt sintió por el explorador de las
tradiciones inventadas fue inmensa. No solamente lo supo todo, sino que lo
sabía decir bien. Hobsbawm fue un maestro de la prosa inglesa. Y sin embargo, una verdad elemental y
profundísima se le resistió: la aberración del comunismo. El personaje seduce a
Judt por ser el lado opuesto de los personajes a quienes tanto admiró: aquellos
desencantados que reconocieron que su dios había fallado y decidieron remar
contra sí mismos.
El Hobsbawm que Judt logra retratar es un
enamorado del orden y de la jerarquía. Un mandarín inseguro que no se atrevió a
confrontarse. ¿Cómo es que esta inteligencia excepcional no abandonó el barco
ante la evidencia del monstruo en el que se convirtió su 1917? El temor a
encontrarse en mala compañía no es signo de pureza política, escribió Koestler.
Es, más bien, falta de confianza en uno mismo. Ese temor a quedar cerca de los
excomunistas a los que aborreció hasta el último de sus días, lo llevó a
aferrarse a lo indefendible, dice Judt.
El terco mandarín y el boxeador encandilado.
Fernando Pessoa fue un nómada de sí mismo. Miró con ojos ajenos, sintió con piel extraña, caminó con otros músculos, los de sus heterónimos. En su autobiografía sin hechos apuntó memorablemente que vivir era ser otro. Para existir había que deshacerse diariamente del muerto que arrastramos de la jornada previa. “Sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir—es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.” Despertar para borrar el día precedente y sentir la emoción fresca de la primera madrugada. Sediento de vivir completo, Pessoa se zambulló en sus ecos y en sus abismos para escapar de su perímetro.
Pessoa rompe el encierro del yo en sus heterónimos: Álvaro de Campos el ingeniero moderno y desencantado, Ricardo Reis el latinista conservador y monárquico, Alberto Caeiro, el poeta filósofo. El poeta se desdobla, se multiplica. Afirma y niega, divaga y preconiza. Si dios no tiene unidad, ¿por qué la tendría yo?, pregunta. Acatar el cerco de la epidermis es sucumbir. Ni atarse ni pertenecer: “Credo, ideal, mujer o profesión—todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.” Libre de los otros, pero sobre todo, libre de sí. Libre de recuerdos, de prejuicios, de opiniones. Quien tiene opiniones se ha vendido. Pero no es sólo la envoltura de su yo la que lo oprime y la que pretende disolver. Lo ofenden el símbolo, el juicio, la definición: todas las cercas de cosas o almas. La verdad es para él sensación sin conceptos. Las ideas traicionan siempre la naturaleza:
No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo ideas.
Las cosas no significan: existen. Tratar de imponerles sentido es dejar de olerlas, tocarlas. Si el espejo no miente es porque no teoriza, ve y punto. Su exactitud es la precisión del analfabeta; la justicia del ojo mudo. Lo dice su maestro Caeiro: quien piensa está enfermo de los ojos. Mira con doctos tapaojos. Deserta así a un mundo que no está hecho para ser pensado sino para ser visto. Por eso sabe que la realidad no se palpa con las manos, no se descubre con neuronas y nunca se pesca con teorías. Para sentir hay que estar distraído, olvidarse de todos y dejarse cazar por la sensación. No es el cerebro confinado en el cráneo sino la espalda abierta y desnuda la que encuentra la verdad del mundo. Tenderse en la hierba, cerrar los ojos y sentir la realidad. El pensamiento será una traición de la mirada, una deserción del sueño.
¡Pasa, ave, pasa y enséñame a pasar!
Manuel Felguérez estuvo enamorado de la inteligencia de los círculos y los triángulos; de la belleza de los desechos, de la imaginación de las máquinas. Porque sabía que el arte muere cuando el artista se repite, buscó siempre. Se mantuvo en guardia para seguir creando y no convertirse en “artesano de sí mismo.” Pero en esa búsqueda se desplazó siempre en el vasto territorio de la abstracción. Desde que su escultura se liberó de las alusiones al cuerpo humano, siguió experimentando en el arte que cierra los ojos para mirar las formas sin modelo. Huyendo de la retórica nacionalista, encontró refugio en la abstracción. Una de sus últimas obras públicas, el enorme mural que México regaló a Naciones Unidas, resume tal vez su filosofía de la abstracción. El inmenso lienzo es el remate del pasillo de las banderas que conduce al salón plenario de la Asamblea General. Su título es una fecha: 2030. Se trata de una arena de oros, salpicaduras negras y atisbos de blanco. Frente al nacionalismo que apela a las parcialidades enemigas, frente al tatuaje de los agravios ancestrales, el mensaje de un arte sin fábulas. La superación de las identidades. El color y la forma, la densidad y la ligereza; la hondura y la levedad. El cálculo de la razón y la libertad de lo azaroso. Ahí se encuentra el mensaje sin palabras. Al no decir nada concreto, decía Juan García Ponce, la abstracción de Felguérez habla un lenguaje comprensible para cualquiera. No alimenta nuestro prejuicio, lo disuelve. Por eso, a través de sus tintas, formas y texturas, invita al silencio.
Fue un estudioso de escarabajos, de esqueletos y de caracoles. Un admirador, pues, del equilibrio. Esa es, tal vez, la batalla de toda su obra: la conquista del equilibrio. Digo batalla porque en esos términos describió su pasión creativa. El lienzo, la pieza escultórica, el mural son, de algún modo, campos de una batalla íntima que se resuelve en trazos, transparencias, goteos. Será eso lo que les otorga de inmediato la espesura del tiempo. Rastros de una obsesiva refutación. Corregir mil veces el tono, aligerar la oquedad con algún rizo, sujetar con hilos lo que se dispara al aire. En la abstracción de Felguérez hay poco gesto y mucho cálculo: la fricción del hallazgo y del remiendo.
La obra de Felguérez se mueve entre el envase y el desbordamiento. Colores encapsulados y formas escurridizas. La contención y el chapoteo. Apenas en diciembre pasado, para celebrar sus noventa años, el MUAC inauguró su exposición “Trayectorias.” Se muestran ahí tres exploraciones. La primera es industrial, la segunda geométrica y la tercera, orgánica. Estos fueron sus tres dominios. En el primer tiempo el artista auscultó el poder estético de lo mecánico. Los motores de las fábricas, las piezas de los coches, la pedacería de la industria encuentra en sus murales otro sentido: un arte de la máquina. El segundo tiempo es un examen del espacio. El pintor escucha la música de los números, la armonía de los cuerpos esenciales, el diálogo de los colores. Triángulos, círculos rectángulos suspendidos en el tiempo: el arte de la exactitud. El tercer momento de Felguérez es el hallazgo de la vida. Entre el caos de las hendiduras y discontinuidades, aparece una prodigalidad celular. Las frialdades cerebrales de las tuercas y el cuadrado perfecto, son ahora partes de un caos vivo, en sorprendente equilibrio. La máquina, el número y la vida.
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