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Simon Schama aborda el «problema» de la novela histórica, en su colaboración reciente en el Financial Times.
La invención puede poner en riesgo la autoridad pero, a fin de cuentas, no nos acercamos a la gran ficción histórica o al cine para encontrar esa dura verdad que se asienta en documentos. Lo que nos entregan es una impresión imaginativa. Cuando esa impresión surge de una rica investigación puede ofrecernos un sentido mucho más vivo del pasado de lo que puede hacer el arreglo de datos incontrovertibles. Ninguna historia militar de las batallas de Austerlitz o Borodino logrará transportar al lector a la realidad feroz y caótica vivida por oficiales y soldados que muestra La guerra y la paz.
En uno de sus apuntes de cocina, Alfonso Reyes vinculaba el arte mexicano de cocinar con nuestro lenguaje: cocinar es columpiarse entre diminutivos y aumentativos. Picar almendras o triturar elotes es semejante a la costumbre tan nuestra de miniaturizar las palabras: la salsita, la sopita, la carnita. También es lo contrario: ensanchar sabores como si fueran globos. Ese platillo de “audacia ciclópea” que es el mole de guajolote tiene abultado hasta el nombre, decía Reyes. En la cocina se aprende el sentido de las proporciones. Pero tanto como la suficiencia de los ingredientes, la cocina exige tiempo, reposo, paciencia.
La prisa es la peor enemiga del cocinero. Pero no solamente del cocinero sino de sus convidados. Si la prisa del horno del microondas amenaza la cocina, nos ataca a todos. El hombre es un animal que come pan, dicen que dijo Hesiodo. No se forma plenamente hasta que transforma lo que pesca, lo que caza o lo que le arrebata al árbol en platillo. El hombre no se nace trabajando sino cocinando. El primate que se alimenta sólo de lo que encuentra no es plenamente humano. Por ello Faustino Cordón, un biólogo español, dijo con exactitud que la cocina hizo al hombre. Igualmente puede decirse que en la cocina se hornean también las culturas. Octavio Paz lo vio con gran claridad al describir los ritos gastronómicos de los indios y los mexicanos. La excursión de Anthony Bourdain por los continentes es la más rica antropología planetaria que conozco. El chef neoyorquino brincó por el mundo durante tres años. No buscaba museos ni plazas. No coleccionaba souvenirs ni le era fiel a ninguna guía de viajero. Tampoco pretendía fotografíar y redimir salvajes. Su aventura se concentraba en el paladar, aunque la precedían la vista, el olfato, la conversación y los afectos. Para una cadena de televisión viajó por Shangai, París, Hong Kong, Osaka, Kuala Lumpur, Beirut, Lima, Nueva York, Hanoi y Tijuana y registró sus peripecias. Su interés no era comer en los lugares más afamados, sino conocer los sitios más emblemáticos, disfrutar los caldos más extraños y arriesgarse con los ingredientes más sospechosos. El fascinante viaje de Bourdain—que puede seguirse en dvd y en libro
—registra sabores y ritos que no han sido estampados por el embalaje de la mundialización, conformando un suculento retrato de la condición humana.
La mundialización pone kiwis en los supermercados mexicanos y nos permite comer salmón barato pero también está transformando lo que queremos comer, lo que comemos y la forma en que lo comemos. En Roma se reúnen ahora los gobernantes del mundo y las cabezas de los organismos internacionales para hablar de comida. Todos coinciden en la gravedad de la crisis de alimentos en el mundo. Han ubicado bien las causas del problema: los que antes no comían, ahora comen; el clima ha perjudicado a los productores; la gente como más y peor. Pero más allá de los factores climáticos, demográficos y económicos, hay otro elemento que merecería ser considerado: se ha transformado la forma en que comemos. Hace unas semanas el New Yorker publicaba un buen artículo de Bee Wilson sobre la crisis alimentaria. Recordaba los anticipos catastróficos de Malthus y lo corregía en un punto: las barrigas humanas son mucho más elásticas de lo que podría pensar el economista inglés. En el 2006 había ochocientos millones de personas en el planeta que vivían con hambre; pero había mil millones de personas que vivían con sobrepeso.
Mientras unos no tienen qué comer, otros olvidan cómo se come. Si en la cocina se guisa lo humano, la desaparición de su sabiduría es una de las peores amenazas que enfrentamos.
Alan Wolfe publicó hace un par de años un libro interesante sobre el futuro del liberalismo se acerca a la obra de Maquiavelo a partir de una nueva biografía del florentino escrita por Miles J. Unger. Para Unger, "Maquiavelo fue el menos maquiavélico de los hombres." No era un hombre de dobleces. Un auténtico maquiavélico nunca habría puesto por escrito lo que Maquiavelo firmó. La incomodidad que nos provoca El príncipe, dice Wolfe no es Maquiavelo sino la naturaleza humana.
Wolfe cree que Maquiavelo estaba perdidamente enamorado del poder y que ésa es su lección envenenada. Discrepo de su lectura: el realismo de Maquiavelo es, en el fondo, modesto. Maquiavelo nunca creyó que el poderoso sería capaz de manejar el volante de la historia. El sitio de la fortuna en su universo es esencialmente antitotalitario: el economista de la violencia fue también un escéptico.
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
Ha dicho Lezsek Kolakowski que un filósofo que no se ha sentido, por lo menos alguna vez en su vida, un charlatán, no merece ser leído. Una mente tan estrecha, incapaz de tomar distancia de sí misma, no puede ser tomada en serio. Para pensar hondo hay que reírse a boca abierta—y empezzar en la cita con el espejo. Sólo el humor nos salva del malhumorado y sentencioso dogmatismo.
El filósofo polaco ha publicado recientemente una amorosa introducción a la filosofía, en donde se percibe esta inteligencia alerta e irónica. Más que recuento o celebración de teorías, se trata de una gozosa apreciación del ánimo que la alienta. No es, por ello, una cronología de descubrimientos, sino un collar de interrogantes. El libro, que aún no aparece en español, lleva título leibnitziano: ¿Por qué existe algo, en lugar de nada? 23 preguntas de grandes filósofos (Basic Books, 2007). Como sugiere el nombre, este librito de 223 páginas no quiere ser un manual condensado de la disciplina, sino un acercamiento a sus preguntas esenciales y al esfuerzo por responderlas. Los 23 ensayos breves son 23 anillos: preguntas que desembocan en preguntas. Enigmas del mundo, del conocimiento, del bien, de la fe, del poder o del deseo que sugieren más misterios.
Si bien puede advertirse en el sabio polaco una dulce sensibilidad religiosa, ésta no lo conduce a la ruta devocional. No cree, como Leo Strauss por ejemplo, que cualquier expositor de los clásicos es un torpe aprendiz que apenas roza la infinita sabiduría que se oculta entre los jeroglíficos de su escritura. Para el devoto, exponer las ideas de un genio es practicar una ceremonia de revelación. En Kolakowski, por el contrario, la admiración no está peleada con el tuteo y la consecuente réplica. El gran estudioso de Marx y Pascal no se queda con la palabra en la boca. En este recorrido invita a sus clásicos a conversar con él, alrededor de un vaso de vodka. Lejos de ser un simple expositor de ideas ajenas, es un conversador que descifra e inquiere. En este libro recupera así las preguntas centrales de Platón y Descartes; de Kant y Schopenhauer con extraordinaria gracia y delicadeza. La sencillez del recuento preserva la fineza de la percepción y el juicio, sin dejar de anotar las insuficiencias o los agujeros de su visión. Cada concepto es pulido para mostrarlo como joya de la inteligencia. Pero Kolakowski mantiene en todo momento distancia de aquella tentación reverencial. No pinta logros sino retos. Será que las cúspides del pensamiento filosófico no son de mármol, sino arenosas.
Una pregunta crucial no se responde nunca. Vive porque fecunda otras preguntas. La vitalidad de la filosofía radica entonces en su carácter irremediablemente inconcluso. Si tiene sentido leer y releer a San Agustín no es por el hecho de que resuelva nuestros problemas sino porque los nombra. Por el territorio de la filosofía no desfilan autoridades, esas fuentes de convicción que se colocan por encima del examen, sino curiosos. El polaco sabe bien que la reverencia de los académicos no está desligada del dogmatismo. Ese es quizá, el gran mensaje de Kolakowski en éste y otros libros. El amor a la verdad es incompatible con cualquier cartucho de certezas. Si la filosofía ambiciona autoridad, se derrota. Tiene razón: ¿sólo a preguntar nos enseña la filosofía?
Entre los libros que se acomodan en las estanterías de novedades, se levanta una estela imponente: el nuevo libro de Enrique Florescano. La obra se publica en una edición magnífica que apenas deja cargarse. Por ambición, más que por volumen, es una obra descomunal, una investigación que corre en sentido contrario a las menudencias de la historia académica y la banalidad de cierta historia de divulgación. Un trabajo propio de varias instituciones, emprendido durante años por un solo hombre. No es que se trate de la obra de un genio solitario, sino la extraordinaria integración de saberes que ha logrado un atentísimo historiador a través del tiempo.
“De tarde en tarde, en lo infinito del tiempo y en medio de la enorme indiferencia del mundo, algunos hombres reunidos en sociedad dan origen a algo que los sobrepasa: a una civilización. Son los creadores de culturas. Y los indios de Anáhuac, al pie de sus volcanes, a orillas de sus lagunas, pueden ser contados entre esos hombres.” Estas líneas de Jacques Soustelle cierran el voluminoso trabajo de Enrique Florescano. De alguna manera, marcan el tono de la obra: Mesoamérica, más allá de su evidente diversidad, aparece como una unidad cultural. Los orígenes del poder en Mesoamérica, es una historia del arte político mesoamericano. Un arte que por supuesto, desborda lo que entendemos por arte y una política que trasciende igualmente los linderos modernos de lo político.
Esta exploración del arte político en Mesoamérica coloca la idea del poder en el centro. Está en el núcleo del título y en la médula de cada párrafo. Pero, ¿de qué poder habla el historiador? No se trata, por supuesto, del poder hecho tecnología en la modernidad occidental. Se trata del poder profundo, el poder que inyecta sentido al mundo; el poder que genera, para los hombres, cosmos. Las transformaciones históricas que con tanto cuidado examina Florescano en su trabajo no pertenecen a ese reino autónomo de lo gubernativo que en Occidente despunta en el Renacimiento. No acentúan en exclusiva la jerarquía imperativa del Estado y de su cabeza, el príncipe. Lo político es retratado en este extenso mural como un misterioso y complejo sentido de orden que va mucho más allá del decreto y la ley. Implica fuerza, violencia y sometimiento. Pero no sólo eso. Sea porque en algún tiempo encarnó en la noción de virtud cívica o principesca; sea porque fue procesada después como fuerza mecánica, la política ha quedado reducida al imperio de unos sobre otros. El relato de Florescano tiene el enorme valor de recordarnos el tamaño de esa estrechez moderna: el poder no es solamente sumisión: es, antes que eso, el sitio de la coexistencia.
El viaje que Florescano hace por los siglos anteriores a la llegada de los españoles, representa, ante todo, el esfuerzo por descifrar el contenido simbólico de la política. En la estructura urbana de las ciudades mesoamericanas, en sus estelas y murales, en figuras y tumbas abundan narraciones, alegorías, recuerdos, leyendas y metáforas que interpretan el mundo y que, sobre todo, los vuelven un compuesto coherente, integrado, armónico. Plantas y planetas; volcanes y guerras; gobiernos, hombres y bestias hilados en el mito. La actividad simbólica, ha dicho Michael Walzer, le permite a la política lograr su objetivo central: unificar; hacer, de lo diverso, uno. Los símbolos del poder en Mesoamérica, no son decorado de los palacios: son marcos del pensar y, por ello, contornos de la acción colectiva. Los símbolos rodean las ideas y definen lo inconcebible. Así, el Estado mesoamericano, una hazaña de la centralización, la potencia fiscal, la organización económica, la demarcación territorial, la organicidad demográfica es también una joya de la arquitectura simbólica.