En lo que fue Alemania del Este, el banco Sparkasse Chemnitz pidió a sus clientes que votaran por la imagen que debía aparecer en sus tarjetas. El ganador absoluto, Karl Marx.
En lo que fue Alemania del Este, el banco Sparkasse Chemnitz pidió a sus clientes que votaran por la imagen que debía aparecer en sus tarjetas. El ganador absoluto, Karl Marx.
Acantilado publica En busca del significado perdido, la colección de ensayos de Adam Michnik sobre la nueva Europa del Este. Mercedes Monmany publica en el abc una buena reseña del libro. La editorial ofrece un extracto del libro y un video de su presentación en Madrid.
Aquí pueden encontrarse algunas entradas sobre Michnik en el blog.
Si Orwell no hubiera muerto…
¿De qué escribiría Orwell si no hubiera muerto a los hace 63 años? ¿Estaría rindiéndole homenaje a los manifestantes de Zuccotti Park, se habría ofrecido de voluntario para pelear por la liberación de Siria? ¿Se habría convertido en un neocon? ¿Estaría luchando por el socialismo democrático o por el imperialismo liberal?
el gran caricaturista Ralph Steadman, ilustrador de una edición de Animal Farm, se lo imagina escribiendo de comida. La dificultad de imaginar sus posturas hoy proviene de la facilidad con la que Orwell podía cambiar abruptamente de parecer, apunta Stuart Jeffries, en la nota del Guardian.
El New York Times publica un artículo de Robin Pogrebin sobre la relación entre la arquitectura y la tiranía. En alguna nota previa había comentado el libro de Deyan Sudjic sobre la fascinación de los autócratas con el arte de los planos y los volúmenes. Pogrebin analiza los dilemas éticos a los que se enfrentan los arquitectos: ¿debo diseñar una iglesia si no creo?, ¿es válido aceptar la comisión de un autócrata? El arquitecto Peter Eisenman resalta la libertad que paradójicamente le ofrece el tirano al diseñador: Mientras más centralizado sea el poder, el arquitecto está menos obligado a hacer concesiones.
Miquel Adriá escribe en Babelia sobre la prodigiosa regeneración de Medellín. El urbanismo ha recuperado para sus habitantes la ciudad que había sido secuestrada por los sicarios. "Arquitectura de autor y trabajo con las comunidades, que habitualmente corren por sendas distintas, han ido de la mano."
Y en una entrevista en Reforma, Enrique Norten no ve todo perdido para la Ciudad de México. El Distrito Federal puede regenerarse si crece hacia arriba y forma espacio público.
Después de su biografía de Barcelona, Robert Hughes ha publicado un libro sobre Roma. Al leer el vigor de su prosa, Simon Schama se percata uno de lo árida que se ha vuelto la escritura de la historia y, en particular, de la historia del arte. A pesar de que el libro sea un recorrido por la "ciudad eterna", esa urbe a la que Hughes llama la "Calcuta del Mediterráneo," se trata en realidad de un paseo por el maravilloso cerebro del crítico de arte. Si se busca una historia ponderada y juiciosa, búsquese otro libro, sugiere Schama. Ésta es, como advierte el subtítulo del libro, una historia personal de Roma. Hughes rechaza el nuevo dogma de que todo el arte es contexto para reivindicar el heroísmo de la creatividad.
Hay una escena hermosísima como tantas otras en The revenant, que de alguna manera captura el sentido de la película. No es la del oso, ni la del segundo parto. Tampoco la de la de los flechazos o alguna persecución trepidante. Hugh Glass, el sobreviviente, ha superado alguna prueba terrible y camina sobre un río congelado. La cámara sobrevuela al personaje y muestra la ondulación por debajo del hielo. Una alfombra de agua viva bajo un bloque de hielo transparente. Por momentos parece que el hombre camina sobre al agua. Sobre el líquido que fluye, una dura costra de hielo. La película es eso: un constante equilibrio de elementos, una rítmica sucesión de contrastes.
Un hombre carga su cadáver por el invierno más inclemente. Más que sobrevivir, renace. La película de Alejandro González Iñarritu podría ser una más de muchas películas olvidables. Es otra historia de entereza, una metáfora de la fundación de un país, épica de la venganza, una orgía de violencia, un himno al esplendor y la crueldad de la naturaleza, alegoría de una ruta espiritual, otro western de sangre y muerte, balas y flechas. Es todo eso pero lo es de forma extraordinaria. Lo es, seguramente, porque es el trabajo de un cineasta en pleno dominio de su lenguaje. En condiciones extraordinariamente adversas, el director ejerce el control absoluto de su mundo. No vemos actores actuando frente a una cortina verde. El director fue de un extremo a otro del planeta para cazar la luz del invierno. El bosque se rinde a su libreto o, quizá sea al revés. Una ambición desmedida y un talento que le alcanza el paso.
La ambición del artista radica también en la confianza para reinventarse. Hay, por supuesto, perceptibles líneas de continuidad en la filmografía de González Iñárritu pero difícilmente podría encontrarse mayor contraste que el que existe entre sus últimas dos cintas. Birdman es una ratonera en los sótanos de la urbe, el laberinto de la vanidad. The Revenant es la inmensidad de la naturaleza, el desamparo. Una se regodea en su retórica, la otra es elocuente en la mudez. Un suicida y un sobreviviente. Como en todas las escenas de su cine: extremos vitales.
The Revenant es una película sobre el drama de respirar: “mientras puedas jalar aire, pelea,” le dice el protagonista a su hijo. “Respira… sigue respirando.” La película misma es aire que entra y sale de la nariz. Se escucha desde la primera escena ese ahínco respiratorio. El espectador se instala dentro de los pulmones de los personajes. Con el ir y venir del aire se escribe la puntuación de la película. El mundo brutal de los hombres encuentra respiro en la impasible serenidad, la aterradora indiferencia de la naturaleza. La pantalla se llena de amenazas para descargarse después en escenas de quietud. El genio de Lubezki da vida a esta cinematografía respiratoria. Después de perder el aliento al sentir en carne propia el caos del acoso y la muerte que acecha, el remanso de la naturaleza. Los hombres huyen y se cazan: los árboles se columpian. Los hombres se traicionan, la nieve cae. Los hombres odian, las piedras, los ríos, los animales se prestan de cuna.
“Ningún escritor sensato cree en las entrevistas,” escribió Enrique Vila-Matas, en un artículo sobre el género que publicó hace casi diez años en El país. Como las preguntas que hacen los periodistas son casi siempre las mismas, la única manera que tiene el escritor para no morir de aburrición en los interrogatorios es inventar siempre una respuesta distinta a la misma pregunta. Por eso pedía que no se tomara muy en serio el género. Citaba a John Updike quien advertía ahí un fraude inevitable: en una entrevista uno dice algo de más o algo de menos a lo que quiere decir. Sugería algo más: el escritor que se deja entrevistar traiciona su propio oficio. Deja su terreno, que es el de la escritura, y se convierte en un charlatán cualquiera. Lo que el escritor dice está en sus novelas, en sus relatos, en sus poemas. De esa desconfianza viene aquella admirable carta-poema de José Emilio Pacheco a George B. Moore para negarle una entrevista: “importa el texto y no el autor del texto”, le dice. Nada tengo que agregar a lo que escribo:
Si le gustaron mis versos
¿qué más da que sean míos / de otros / de nadie?
En realidad los poemas que leyó son de usted:
Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
Y sin embargo, la entrevista, cuando escapa de la trivialidad periodística, es un admirable género literario. La obra de Borges, por ejemplo, no está completa sin esos diálogos que capturan la chispa de sus reflejos, su humor, su erudición perfectamente metabolizada. Como bien dice Alejandro García Abreu, para ser literatura, la entrevista debe encontrar “un equilibrio de perspicacia e imaginación entre las partes, un gesto de complicidad, a la vez que deviene en un reto. Cuando el entrevistador sobrepasa los estándares del mero periodismo logra que el entrevistado ensaye oralmente, que elabore un texto inmediato.” Esa literatura que ha ido cultivando García Abreu durante años es recogida en su libro más reciente: El origen eléctrico de todas las lluvias. El libro publicado por Taurus salió de la imprenta en los días más severos del encierro. Quizá por ello no tuvo la recepción que merecía en las librerías ni en la crítica. Se trata de una colección de entrevistas que el crítico ha hecho durante una década con escritores, pensadores y artistas como Roberto Calasso, Jorge Edwards, Emmanuel Carrére, Claudio Magris, Norman Manea, Charles Simic o Monika Zgustova.
Salvador Pániker, el brillante dietarista catalán que publicó un par de libros de conversaciones, formuló una tesis que se conoce como el “teorema de Pániker”: “Todo entrevistado acaba reducido a los límites mentales del entrevistador”. Algo así dice Claudio Magris en el prólogo de la compilación: quien cuenta en la entrevista es el que plantea las preguntas. Frente a una pregunta insignificante, no hay quien pueda dar respuesta con sentido.
En las entrevistas de García Abreu se trazan líneas de una crítica instantánea y una autobiografía intelectual. La compenetración del crítico con la obra del interlocutor le permite adentrarse a la médula, estimulando en el creador una reflexión fresca y muchas veces aguda, sobre el brote de la intuición creativa, las diálogos ocultos, el vínculo íntimo entre una obra y la siguiente. La admiración del crítico le permite detectar la pasión esencial del creador. No encontraremos aquí una charla informal, espontánea, azarosa sino el despliegue de una estrategia sesudamente preparada por el cazador. El libro celebra la fricción de las inteligencias en la conversación. De ahí el título que proviene de una línea de Vila-Matas en Marienbad eléctrico: conjugar la serenidad y rayo repentino: viajar “al origen eléctrico de todas las lluvias.”
En su “Oda a Salvador Dalí”, Federico García Lorca dice del pintor de voz aceitunada:
Amas una materia definida y exacta
donde el hongo no pueda poner su campamento.
Un párrafo que no alcanzó la versión que se publicaría por primera vez en Revista de Occidente decía:
Te dan miedo las flores y el agua de los ríos
porque son fugtitivos y pasan como el aire.
Amas una materia definida y exacta
Imposible al misterio y mortal al gusano.
El cuerpo de Dalí, campamento de hongos y de gusanos desde hace casi treinta años, ha vuelto a tener contacto con el aire. Como se sabe, una orden judicial mandó la extracción de muestras genéticas. Una vidente se dice su hija y convenció a un juez de que era necesaria la exhumación. La exhumación se mantuvo lejos de lo mirones y los fotógrafos, pero se ha sabido que la momia mantenía intacto el bigote. El rescate de su ADN nos llama a recordar que una de sus fijaciones era precisamente el ADN. En la alucinante entrevista que le hizo Jacobo Zabludovsky habla insistentemente de la molécula como el mecanismo de la inmortalidad, como el hilo monárquico de la creación. “Nada hay más monárquico que una molécula de ADN,” decía.
Un libro en homenaje al científico asturiano Severo Ochoa tiene, en la portada, un grabado de Salvador Dalí. La dibujó ex profeso para el químico español que en 1959 había recibido el Nobel de Medicina precisamente por sus estudios de la síntesis biológica del ARN y del ADN. Ochoa y Dalí habían sido amigos desde los tiempos en que ambos coincidieron en la Residencia de Estudiantes en Madrid. Pero no era solo el afecto lo que llevaba al surrealista a ilustrar la portada de Reflexiones de bioquímica. Desde joven sintió una gran atracción por la ciencia. En sus fotografías más antiguas puede vérsele sosteniendo un ejemplar de alguna revista científica. Al escuchar a Einstein disertar sobre la relatividad, sus relojes empezaron a derretirse. Ya mayor, cuando se acercó a la física cuántica dijo que, más que los sueños, le importaba ahora el mundo exterior. Mi padre durante mi vida surrealista fue Freud: con él quise crear la iconografía interior. Hoy, me interesa más la física que la psicología. Mi nuevo padre es el Doctor Heisenberg.
El código genético le fascinó a Dalí desde que leyó en un ejemplar de Nature, el histórico artículo de Watson y Crick. El acido desoxirribonucleico le parecía la demostración irrefutable de la existencia de Dios. Paladeaba las sílabas de esa palabra que nombraba un diminuto archivo de mandatos existenciales. Aquella revista de abril del 53 incluía una gráfica de la doble hélice: la “Mona Lisa de la ciencia moderna.” Cuatro años después de la publicación, el rizo apareció en un cuadro de Dalí y no dejaría, desde entonces, de estar presente en su pintura y en sus espectáculos. El mandamiento de Dios, la inmortalidad estaban en esas hélices. En “La escalera de Jacob”, los ángeles ascienden al cielo en peldaños desoxiribonucléicos. La biología molecular es, para Dalí, historia bíbilica.
Cuando muera no moriré del todo, dijo Dalí. Los científicos que rascan sus huesos en busca de su ADN reconocerán que su mensaje persiste.
Tal vez Elias Canetti escribió solamente un libro. Lo empastó en varios volúmenes y le dio muchas formas: ensayo, autobiografía, novela, miles de anotaciones dispersas. En todos estos registros, se desarrolla un compacto odio a la muerte. En esa embestida se encuentra el dilatado libro de Canetti. El escritor nunca quiso hacer las paces con la muerte. A los siete años murió su padre. Un golpe inexplicable y brutal le arrancó la vida a los 30 años. Canetti lo recuerda en el primer tomo de sus memorias. En un segundo jugaba por la mañana con su padre. Un segundo después lo escuchaba bajar tranquilamente las escaleras para desayunar. Al tercer parpadeo, oyó un alarido espantoso. El niño abrió una puerta y vio a su padre muerto, tendido en el piso. Desde ese momento, cuenta Canetti, la muerte fue el núcleo de todos los mundos que habitó.
Se publican ahora las notas que durante más de cuarenta años Canetti redactó sobre la muerte. Con la edición de El libro de los muertos, Galaxia Gutenberg se adelanta a los editores alemanes que esperan la incorporación de nuevos materiales para publicar los apuntes. La editorial española ha recogido las notas sobre la muerte que aparecen en La provincia del hombre y en otros papeles de su legado. Aforismos, anotaciones, líneas sueltas, comillas y transcripciones. También cuentos brevísimos como el de aquel hombre que le suplicó una prórroga a Dios y éste, benévolo, le concedió una hora. Duras y cortas tabletas contra la muerte, como los epitafios que pretende exorcizar: “Las frases muy breves son las mejores cuando se trata de la muerte.” Con cierto patetismo, Canetti suspira por alguna eternidad; la suya o la de cualquiera: “El derecho de hacer que regrese un muerto, uno solo”. La famosa idea de Keynes le parece abominable. Sí, es posible que en el largo plazo, todos estaremos muertos pero, ¿qué necesidad tiene de recordárnoslo? La advertencia del economista es, en realidad, una abdicación inaceptable: renunciar a la esperanza. La muerte será siempre una alevosía: el vecino, la naturaleza o los pulmones que nos traicionan.
La muerte no tiene tiempo. “La más monstruosa de todas las frases: que alguien ha muerto ‘a tiempo’.” No hay muerte oportuna, ni muerte feliz. No hay que hacerle espacio. No hay que inventarle ritos, ni convertirla en fórmula de mejora curricular. Lo único que la muerte merece es la proscripción. Pero tal parece que la modernidad se empeña en abrirle la puerta al monstruo, adoptarlo como parte de la familia y darle siempre la bienvenida de la resignación. Mientras los hombres primitivos pensaban que cada deceso implicaba una terrible perturbación del orden, una perversa intervención de la magia, las religiones y las ciencias nos invitan a verla como algo natural y contable. Canetti rechaza la domesticación sanitaria de la muerte y su bárbara contabilidad. Las muertes no pueden apilarse como bultos. “Se empieza contando a los muertos. Cada uno debería, por el hecho de haber muerto, ser único como Dios. Un muerto y uno más no son dos muertos. Antes se debería contar a los vivos, ¡y qué perniciosas son ya estas sumas!” Cada muerte es única, sagrada. Imagina Canetti para ello una nueva palabra para muerte. Una palabra fresca, no gastada con la ilusión de que su sonido sea mejor arma contra de ella.
Escribió Canetti: "el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres". Murió el 14 de agosto de 1994.
Muy sugestiva la frase «El crédito es el opio de las masas». Los bancos mexicanos cobran tasas de interés muy por encima de las que manejan bancos comerciales en países que son socios comerciales de México.
¿Qué tan responsables son los dueños de los bancos mexicanos de que el ciudadano común ya no sepa lo que significa ahorrar, incluso tener un cochinito de barro?
¿Cómo aprendimos a gastar el dinero que aún no tenemos? ¿Por qué se castiga en México al pequeño ahorrador?
Me gustó tu blog. Es fácil de leer, el contenido es bueno, y usted es un autor de culto a diferencia de la mayoría de los blogs que estoy en la búsqueda de este tema. Voy a comprobar de nuevo y ver en el futuro si usted tiene varios elementos. Gracias por publicar esto, le agradezco la información y el esfuerzo que puso en el sitio.
Me pregunto que imagen seria elegida por nuestra gente de realizarce una votacion por una imagen para ls tarjetas. Desde mi punto de ver yo creo que la gente votaria por un benito juarez o un miguel hidalgo. Pero me parece buena la iniciativa de este banco aleman
recordar que en la época en la que se dijo el la religión es el opio de las masas no era mal visto su consumo. en México deberíamos poner algún político famoso para ser mas precavidos con nuestras finanzas.