Proyecto de Macoto Murayama
Gracias al comentario de John Banville a las cartas de Isaiah Berlin, descubro su comentario sobre Benjamin Britten, al discutirse su nombramiento como director musical de Covent Garden.
La ópera es esencialmente un arte heterosexual y aquellos que no lo aceptan tienden a emplear voces endebles, productores afeminados, etc., lo cual explica en buena medida nuestras desgracias actuales. (…) Ahí está Britten, un compositor de inmenso talento–cuya música no disfruto mucho, aunque la admiro y estoy dispuesto a aceptar que es un compositor de auténtico genio–que ha creado en Aldeburgh un festivalito artesanal al que acuden todos los miembros de su «persuasión» y que tiene calidad sin duda pero sería odioso ver Convent Garden encaminarse en esa dirección–de hecho ya es así en buena medida. Espero no haber sonado como Maxwell Fyfe (un parlamentario conservador). Desde luego sería ofensivo oponerse a Britten, pero pienso que sería un verdadero desastre. (…) Estaríamos mejor sin un director musical que con el triunfo de esta facción; dixi salvavi etc. etc.
Nicholas Kristof publicó ayer un artículo en en New York Times en el que lamenta la reclusión de los profesores en el monasterio universitario. Los académicos, dice, escriben mal y sólo para ellos. Serán brillantes pero son irrelevantes. Distintas reacciones ha provocado su invectiva. Corey Robin cree que la queja es infundada, Eric Voeten coincide: seguramente no ha habido época en la historia en la que los académicos (particularmente los politólogos) hayan estado tan presentes en el debate público y sean tan relevantes como ahora. En Talking Points Memo Amy Fried y Luisa S. Deprez rechazan que los académicos sean monjes y hablan del Scholars Strategy Network, un sitio que precisamente conecta academia y política pública. Paul Krugman lo ve desde su disciplina. El lenguaje técnico es, en ocasiones, indispensable para la Economía, pero hay que aterrizar las ideas con palabras comprensibles no simplemente para influir o estar presente en la deliberación pública sino para conservar los pies en la tierra. El sentido común suele perderse cuando se habla en jerga.
Los ateos también tenemos preguntas teológicas. El problema es que no tenemos respuestas teológicas a esas interrogantes. Se puede no creer en Dios y, al mismo tiempo, extrañarlo. El crítico James Wood habla de esos temas al reseñar una colección de ensayos compilada por George Levine titulada El gozo del secularismo. Para Levine, abrazar el mundo desencantado es esencial para nuestro bienestar. El desencanto del que hablaba Weber es simplemente el fin de la magia, no el fin del sentido. Wood no queda muy convencido con el argumento que presentan los autores del libro. Por más que los autores insistan en el disfrute del secularismo, no despejan las angustias de la existencia. Recuerda un ensayo del filósofo Thomas Nagel titulado "El absurdo". Ahí, sugería que no nos preocupáramos por la desaparición del Creador. Si a los ojos de la eternidad, nada importa, "entonces eso tampoco importa, y podemos vivir nuestras vidas absurdas con ironía en lugar del heroísmo o la angustia." A Wood el argumento le parece lógico pero no le alcanza como consuelo.
Ronda la imagen de la música como un edificio líquido y la arquitectura como música congelada. Habitaciones de sonidos o ladrillos. El músico Brian Eno cree que las asociaciones no corresponden con su experiencia como compositor. Invitado por edge, esa extraña organización que se ha dedicado a plantar preguntas agudas en las mentes más brillantes del mundo, el músico y productor sugirió que la creación musical está más cerca del patio de un jardinero que del restirador de un arquitecto.
Cuando empezó a componer, Brian Eno tenía en mente aquella imagen arquitectónica: un diseño que se plasma en un dibujo detallado. Para hacer música habría que imaginar la melodía, disponer la orquestación y conducir la voz de los instrumentos. Pronto entró en contacto con experimentos como los de John Cage o Steve Reich que rompían definitivamente con la imagen del arquitecto de partituras. Ni Cage ni Reich partían de una imagen completa de la pieza en la mente. Por el contrario, tenían en la mano unas cuantas ideas y se abrían a la intervención de la sorpresa. Recogían sonidos, aceptaban el silencio, le daban la bienvenida al caos. El paradigma musical cambió: el compositor dejaba de ser el personaje que dicta sonidos desde la cumbre de la inspiración; era, por el contrario, un creador equipado con unas cuantas intuiciones, un receptor de réplicas. Más que como arquitecto, el compositor trabaja como jardinero, dice el músico de los aeropuertos. Trae en la mano unas semillas, las echa a la tierra, las riega y espera para ver cómo crecen.
El arquitecto, dice Eno, es un obsesivo del control: quiere sujetar su criatura hasta el último detalle. No le basta el muro y la ventana, quiere diseñar el florero y la vajilla. Así no trabaja un jardinero—a menos de que haya sido el infame diseñador de ese espanto que es Versalles. Un jardinero busca sus semillas, las cuida, las planta y les ayuda a transformarse en otra cosa pero nunca imagina que podrá dominar el crecimiento de sus ramas, imponerle simetría a las hojas, dictar coloratura a las flores. La Ilustración impuso un ideal de poder que trasciende la política: nos definió como animales que se apoderan del mundo a través de la razón. Inteligencias dominantes. Bajo esta expectativa, renunciamos a un don crucial, dice Eno: el don de abandonarnos, el don de dejarnos ir, el don de aceptar la sorpresa, la gracia de aceptar la colaboración de lo inhumano.
La música, como la religión, como el arte, como el sexo sería abdicación de esa voluntad de poder. Elevación de quien se deja llevar. La composición de la que habla Eno supone una conciencia de todo aquello que no debe ser controlado, la disposición de soltar y recibir la colaboración del azar. La jardinería musical sería por ello un sabio recordatorio de que nuestra gracia no es solamente la capacidad de cerrar el puño para sujetar troncos convertidos en armas sino también nuestra habilidad para abrir la mano y soltar.
En 1951, las autoridades de las Naciones Unidas propusieron a Isamu Noguchi el diseño de un parque para la ONU. Burócratas de la ciudad boicotearon con éxito este proyecto que puede explorarse acá y aquí puede verse un parque de Noguchi que sí se construyó.
Brian Eno ha publicado recientemente Música visual, un libro que recoge sus exploraciones artisticas. Su música, naturalmente, pero también sus instalaciones, sus videos, sus muchos experimentos. El New York Times lo entrevista. En efecto, su relación con la música es visual. Escuchar sonidos es percibir colores. Cuando oye algo, dice de pronto: a esto le hace falta un poco más de amarillo.
“Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena,” dijo Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos. Otra forma de decir lo mismo sería: si algo necesita explicación no tiene chiste. Esa es la naturaleza del aforismo: síntesis perfecta del ingenio. El aforismo se desprende, en la expresión, del razonamiento. No es que sea ocurrencia, por supuesto. El aforista esconde el razonamiento pero no prescinde de él. Ha meditado largamente en un asunto para llegar finalmente a una línea. Borra todo el trayecto de su pensamiento para quedarse solamente con lo indispensable. El aforismo es la razón pulida, la inteligencia cristalizada en miniatura. Lo mismo podría decirse de cierta tradición gráfica. Con notable economía de trazos, el dibujante puede revelarnos una cara profunda de nuestra naturaleza. Bajo la sonrisa que provoca, se asoma la comprensión de lo que somos. Lo pienso al disfrutar Cual para tal, el nuevo libro de Ros que ha publicado Almadía recientemente en una edición impecable.
Desde hace algún tiempo podemos ver los cartones de Ros en las página del diario El país. Su vecino, El Roto, es otro dibujante extraordinario. No podría haber, sin embargo, trazos y ánimos más distintos. Mientras las líneas de El Roto son gruesas y bruscas, las siluetas de Ros son limpias, elegantes. Mientras El Roto denuncia con un discurso intensamente político la perversidad de los poderosos, Ros escapa de la guerra para mostrar no al bueno frente al malo sino al hombre frente a sí mismo. Sus escenas son metáforas de lo cotidiano: el confinamiento de la isla desierta, la conversación de la pareja, el diván del psicoanálisis, el escritorio del jefe, las nubes del cielo, la cueva de los cavernícolas.
Los escenarios y los personajes nos tocan porque somos cada uno de ellos: somos el náufrago y la mascota, somos el mesero y el burócrata. En cada estampa registramos el absurdo que somos. Si estuviéramos en una isla desierta también perderíamos los lentes. Al mamut también lo regañaría el hombre de las cavernas, por pulgoso. Los cartones de Ros nos dibujan sonrisa. Lo hacen porque nos pintan generosamente en toda nuestra ridiculez. El seductor y el monarca, el ricachón, el caníbal y el turista son siempre tipos fachosos.
La caricatura puede ser un instrumento de crueldad. Encontrar en otro el defecto más llamativo y explotarlo al máximo. Un caricaturista puede destrozar al famoso, puede humillarlo con un par de trazos. La caricatura llega a ser una condena inapelable: ¿cómo responderle al monigote que tiene mi copete o mi nariz o mi calva? No extraña, pues que los fundamentalistas, aquellos que tienen prohibida la risa, hayan querido la muerte de los burlones. Los cartones de Ros pertenecen a otro universo. Son burlas sin asomo de crueldad porque su lápiz no señala al otro. Nos ofrece un espejo. No importa si somos habitantes de la selva o de la ciudad, si somos bufones o gerentes acaudalados. No importa si estamos vivos o flotamos en las nubes. Somos bichos ridículos. Ros nos invita a abrazar con ternura nuestro absurdo.
En su nueva colección Opúsculos, El Colegio Nacional ha rescatado un viejo discurso de Ignacio Chávez ante el Congreso Mundial de Cardiología. Hace casi sesenta años, el médico reflexionaba sobre las promesas y los peligros de la especialización médica. Su mensaje es uno de los mejores argumentos por la conciliación de las culturas. El educador buscaba el acercamiento de esos dominios que nuestro tiempo se ha empeñado en enemistar: la ciencia y la filosofía, la técnica y la poesía, la medicina y las humanidades.
Chávez, por supuesto, reconocía los beneficios de la especialización. Sabía que adentrarse en los vericuetos de un órgano aceleraba la ciencia y daba más herramientas para la atención del enfermo. También advertía los costos. Hay en la especialización una “enorme fuerza expansiva de progreso”. Gracias a ella contemplamos el avance espectacular de nuestra disciplina. Al mismo tiempo la especialización era “fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana en hondura se pierde en extensión. Para dominar un campo del conocimiento, se tiene que abandonar el resto; el hombre se confina así en un punto y sacrifica la visión integral de su ciencia y la visión universal de su mundo. Sufre con ello su cultura general, que se ve obligado a soltar, como se suelta un lastre; sufre después su formación científica, porque deja de mirar la ciencia como un todo, para quedarse con una pobre pequeña rama entre las manos; sufre, por último, su mundo moral, porque el sacrificio de la cultura constituye un sacrificio de los valores que debieran fijar las normas de su vida. Y en este drama del hombre de ciencia se perfila un riesgo inminente: la deshumanización de la medicina y la deshumanización del médico.”
Como Alfonso Reyes, pedía el latín para las izquierdas, toda la literatura del mundo para México, su cardiólogo invitaba a sus colegas pasear por los jardines atenienses. El argumento de Reyes era que esa cultura no nos era ajena, que no podríamos pensar que sólo lo endógeno nos era propio. Nuestro es todo el caudal de la cultura de Occidente. En ese mismo sentido, sugería Chávez que no había mayor mutilación parea el médico que la amputación de la cultura humanística. Lo decía porque sabía bien que el humanismo no era un lujo: “Humanismo quiere decir cultura, comprensión del hombre en sus aspiraciones y miserias; valoración de lo que es bueno, lo que es bello y lo que es justo en la vida; fijación de las normas que rigen nuestro mundo interior; afán de superación que nos lleva, como en la frase del filósofo, a ‘igualar con la vida el pensamiento’. Ésa es la acción del humanismo, al hacernos cultos. La ciencia es otra cosa, nos hace fuertes, pero no mejores. Por eso el médico, mientras más sabio debe ser más culto.”
Cuidaba Chávez, ni más ni menos, que la autoridad de su disciplina. Cuidaba el ascendiente del médico que no es simple superioridad de información técnica. En cada diagnóstico hay algo más que comprensión: simpatía. “El médico no es un mecánico que deba arreglar un organismo enfermo como se arregla una máquina descompuesta. Es un hombre que se asoma sobre otro hombre, en un afán de ayuda, ofreciendo lo que tiene, un poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía. ¿Por qué hemos de dejar perder ese aspecto fundamental, humano, que no viene de nuestra ciencia sino de raíces más hondas, de nuestra cultura que nos fija un deber y de nuestra sensibilidad que traduce, parafraseando a Peguy, un impulso del alma hacia el bien.” Al decir esto, al pasearse por los jardines de la Academia, Chávez imaginaba la sonrisa escéptica de sus colegas: ¿para qué me sirven esas cosas, si con mi técnica y mi ciencia, con mis herramientas y mis pócimas puedo dominar la ciencia de la cardiología.
Hacía entonces otro intento por persuadir a los miembros de la Sociedad Internacional de Cardiólogos: ciencia y cultura son hermanas. No pelean: se complementan armoniosamente. En la filosofía y en la literatura, en la historia y en la poesía habría de alimentarse la humildad. No cabe la medicina entera en el matraz de la ciencia. Imposible de medir el sufrimiento irrepetible, el reflejo ante el dolor, la angustia. El humanismo, dice Chávez, le permitirá al médico “inclinarse con humildad ante la inmensidad de lo que ignora.”
Sí: tengo un problema con Natalie Portman. Cada vez que la veo en una película tengo que correr a ponerme un suéter. Por supuesto: reconozco que es preciosa, que es la elegancia, que tiene una piel esplendorosa. No puedo negar su precisión actoral, el esmero con el que representa a una reina, a una nudista, a la compañera de un matón. Pero nada me dice, muy poco me comunica. Me parece tan atractiva como una perfecta escultura de hielo.
Una pieza sin defecto. En Closer, esa potentísima película de Mike Nichols sobre los demonios de la intimidad, Natalie Portman sostiene, sin duda, la tensión de su personaje. Alice, la nudista atrapada en una red de emociones, es representada correctamente. El problema es que no alcanza a despojarse en ningún momento de su ángel y sumergirse en bestia como lo hace el resto de los personajes a golpe de traiciones y verdades. Cuando el desamor llega, no la opaca. El resentimiento sale de sus palabras pero no surge de su intestino. La actriz grita pero no ruge; golpea pero no araña, llora sin desmoronarse. Natalie Portman siempre flota, intocada por la tierra, las sábanas, los cuerpos. Un colibrí. En los personajes que ha representado, ha cambiado mil veces de peinado pero apenas ha transformado la naturaleza de su personaje único: una belleza adolescente, vulnerable y frágil. Calva en Vendetta, pelirroja o con peluca rosada en Closer o con el chongo de la princesa Amidala, es siempre hermosísima y siempre helada. Eras perfecta, le dice Dan (Jude Law) en una de las últimas escenas de Llevados por el deseo. Lo sigo siendo, le responde Alice. Y en efecto, sigue siendo perfecta: herméticamente impecable.
El Cisne Negro, la película que le dará todos los honores de la actuación, parece una película sobre ella: una cinta sobre la frustrante perfección. La perfección como conquista muda e inexpresiva, como una tortura que busca una recompensa imposible. Una bailarina adicta a la exactitud es acosada por alucinaciones, autoflagelación, acosos y delirios. Una historia de horror que se pasea por las fronteras de lo chusco: la madre es una bruja, la comida es veneno, el cuerpo es poseído por alguna maldición, la noche es una pesadilla. Este trabajo de Aronofsky parece una continuación de Réquiem por un sueño, pero ahora se muestra que la obsesión, mucho antes que la cocaína, es el peor de los narcóticos. Ninguna dependencia tan monstruosa como la propia ambición. Nada tan destructivo como nuestra intolerancia al error propio. Nadie discutirá los méritos de Natalie Portman, cuando en el ritual conocido, dé las gracias a la Academia por su Óscar como la mejor actriz del año. Modificó su cuerpo para darle vida a una bailarina, su rostro aparece en primer plano durante toda la película; ella se desdobla en personajes torturados y le da vida a una guapa que sufre mucho.
“Solamente quiero ser perfecta,” dice Nina, la bailarina de la cinta. En El cisne negro, Natalie Portman vuelve a ser perfecta: Yo sigo con mi problema: la perfección me da frío.
Mañana se celebra el cumpleaños 300 de Jean Jacques Rousseau, más que un filósofo y un autor, un temperamento, un tono. No descubrió nada pero lo inflamó todo, dijo de él Madame de Staël. En sus festejos se recordará al demócrata y al enemigo de la modernidad, al romántico antiliberal, al revolucionario, al escritor confesional, al crítico de la música, al misántropo que componía himnos a la naturaleza y a la humanidad. Valdría hoy, a unos días de las elecciones, rescatar al vehemente crítico del teatro, porque en su denuncia se encerraba su repudio al voto.
En marzo de 1758, Rousseau le escribió una carta pública a D’Alambert. Respondía a su texto sobre “Ginebra” publicado en la Enciclopedia donde proponía el establecimiento de un teatro en la ciudad. La propuesta le pareció una aberración al moralista. Asumiendo el papel de defensor de la patria reaccionó con un texto donde muestra la perdición que se asoma en el espectáculo dramático. El teatro parecerá un entretenimiento inocente pero implica una degradación inaceptable de las costumbres. Ninguna ciudad que aspire a la virtud consentiría esa diversión inmoral. El teatro convierte la mentira en prestigiosa, el engaño en trivialidad, la falsedad en pasatiempo. El teatro convierte la mentira en actividad profesional. La virtud no puede transigir: exige trasparencia absoluta. Los dobleces del teatro le resultan repulsivo, inaceptables. ¿Cuál es el talento de un actor?, pregunta Rousseau: el talento de aparentar, la capacidad para fingir: “apasionarse a sangre fía, decir otra cosa de lo que se piensa tan naturalmente como si se pensase realmente, olvidar el lugar propio a fuerza de ocupar el lugar de otro? En la actuación hay una prostitución que no puede resultarnos indiferente: el actor pone en venta su persona, se entrega en representación por dinero. Pocos oficios tan indignos, remata Rousseau, como el de simular la vida de otro, fingir las emociones de otro, decir palabras en las que uno no cree.
Si Ginebra ha de ser una ciudad para la virtud debe prohibir esas zonas rojas a las que asistimos con benevolencia, como si fueran pasatiempos moralmente intrascendentes. Debería levantar foros para el debate público, espacios a los que los ciudadanos acudieran para decir su voz, para compartir sus ideas, para defender sus convicciones. Contra el teatro, el republicano pedía proscenio para la oratoria cívica.
La aversión que Rousseau sentía por los actores era sólo comparable con la que sentía por los diputados y era, p, para él expresión de la misma lacra: las farsas de la modernidad. El diputado es, como el actor, un fingidor profesional. Se dedica a representar un papel, a encarnar falsamente lo que no es. Un diputado se dice representante de un distrito, de un estado, de un pueblo pero no lo es, no lo puede ser. Cuando habla, nos dice que expresa la voz de otros, la voz de su comunidad. Nos dice que lleva a la política la voluntad del pueblo. Se pretende un simple trasmisor de las instrucciones de sus electores cuando en realidad defiende sus propios intereses. No es casualidad que el teatro y el parlamento sean espacios de la representación: se trata de hacer presente lo que en realidad no existe. Zonas de tolerancia para la mentira. El actor no es Hamlet, el diputado no es el pueblo. Por eso, de la misma manera que rechazaba el teatro como un espectáculo moralmente degradante, rechazaba el voto que instauraba la mentira colosal de la representación.
Una buena manera de recordar a Rousseau sería ir al teatro y a votar.