Francis Fukuyama aprovecha la aparición del nuevo libro de Philip Bobbit sobre Maquiavelo para hablar del florentino. En su reseña, Fukuyama critica el entusiasmo republicano que aparece en el retrato de Bobbit. Para el autor de El fin de la historia, la importancia de Maquiavelo radica en que, como Scmitt mucho tiempo después, le enseña al liberalismo sus límites. El orden político necesitará reglas pero necesita más que reglas: sin la virtud de los príncipes, sin su audacia y su prudencia, el Estado se vendría abajo.
Se publica un nuevo volumen de las obras de F. A. Hayek. Se trata de una compilación de textos del economista sobre John Stuart Mill y, en particular, sobre su relación con quien sería su esposa, Harriet Taylor. Cass R, Sunstein comenta la publicación que vincula dos personajes centrales de la tradición liberal que son, al mismo tiempo y por muchos motivos, temperamentos opuestos. Tiene razón Sunstein al advertir la incapacidad de ver en la relación amorosa un verdadero experimento de vida que se aleja de la dictadura del vecindario. Hayek cree que Taylor empuja a Mill a un peligroso racionalismo. En realidad lo aleja del tradicionalismo.
A veces me he sentido asombrado de que no existiera un «Tratado de la Mano», un estudio profundizado de las innumerables virtualidades de esta máquina prodijosa que junta la sensibilidad más matizada a la fuerza más libre. Pero sería un estudio sin límites. La mano une a nuestros instintos, proporciona a nuestras necesidades, ofrece a nuestras ideas, un conjunto de instrumentos y medios incontables. ¿Cómo encontrar una fórmula para este aparato que sucesivamente golpea y bendice, recibe y da, alimenta, presta juramento, marca el ritmo, lee para el ciego, habla para el mudo, se tiende hacia el amigo, se levanta contra el adversario, y que se hace martillo, tenaza, alfabeto?…¿qué sé yo? Este desorden casi lírico basta. Sucesivamente simbólica, orante, calculadora, –agente universal, ¿no se la podría calificar de órgano de lo posible, —como por otra parte ya es el órgano de la certidumbre positiva?
Paul Valéry, Discurso a los cirujanos.
Slavoy Zizek escribe una nota para la revista Poetry sobre el vínculo entre la poesía y las políticas de exterminio. La «limpieza étnica» de la ex-Yugoslavia fue preparada poéticamente, dice. El nacionalismo agresivo fue sembrado en la poesía. A través de la poesía, el nacionalismo fue comunicando una permisión sin límites. Inflamada por la poesía, la pasión identitaria lo permite todo. Tal vez Platón tenía razón al sugerir la expulsión de los poetas de la ciudad.
Elfriede Jelinek lo dijo con extraordinaria claridad. «El lenguaje debe ser torturado para que diga la verdad.» Debe ser torcido, desnaturalizado, extendido, condensado, cortado y reunificado, hacer que trabaje contra sí mismo. El lenguaje como el «Gran Otro» no es un agente de sabiduría con cuyo mensaje debemos sintonizar, sino un lugar de cruel indiferencia y estupidez. La forma más elemental de torturar nuestro lenguaje se llama poesía.
Incluso la vida más pobre y sórdida es un drama de Esquilo si pensamos en la tragedia de las funciones, en los susurros de las secreciones, en los silencios de los órganos, en los esfuerzos de la memoria, en los tanteos de la voz, la sangre que circula, los miasmas mortales, las peleas entre microorganismos, las guerras espermáticas, las erupciones celulares, las calamidades de los nervios, las predestinaciones bioquímicas, el sino que poco a poco se introduce en el morbo final, las plagas, los granos reventados, las serpientes de la locura, y las furiosas perras del Hambre.
Guido Ceronetti, El silencio del cuerpo, Acantilado, 2006.
En “El jardín”, un poema que podría ser sobre la primera pareja, Louise Glück mira a un hombre y a una mujer plantando chícharos como nadie lo había hecho antes. Después de soltar las semillas, ella lo acaricia en la hierba delgada con los dedos humedecidos por la lluvia. Y en ese instante, el anticipo:
incluso aquí, incluso al principio del amor
la mano de ella, al abandonar su cara
traza una imagen de despedida
y ambos se sienten
libres de ignorar
esa tristeza.
Para Louise Glück, la poeta norteamericana que ha recibido el nuevo Nobel de literatura, escribir es buscarle sentido al dolor, una manera de darle forma a la devastación.
“¿Por qué amar lo que has de perder?”, pregunta en un poema extenso. “Porque no hay nada más que amar,” responde directamente. Ninguna experiencia debe malgastarse. Algo debe salir de ella. Por eso ha dicho que es una venganza contra las circunstancias. Venganza contra el dolor, la pérdida, el infortunio. Si le encuentras sentido al dolor, te habrás impuesto un poco a él. Vivimos una cultura que se debate entre el culto fascista al optimismo y la pornografía del sufrimiento. Su poesía rechaza esas dos fugas: la pérdida se rinde ante el arte. El poema nos rescata de una oscuridad sin forma: una puerta, detrás del sufrimiento.
No conoció a su hermana. Nació después de su muerte, pero su ausencia la marcó desde el primer día. Sufrió lo que ella misma ha descrito como la “tragedia de la anorexia”. Se ofreció al hambre para quitarse a su madre de encima y convertirse en un alma pura. Empeñada en deshacerse de la carne, estuvo al borde de la muerte. Lo describe en “Dedicación al hambre”, un poema lacerante. En el sacrificio de la estorbosa carne se busca la misma pureza a la que aspira quien acomoda palabras entendiendo que la muerte es, estrictamente, la secuela.
El psicoanálisis, ha contado, le enseñó a pensar, a ejercitar la duda, a examinar el reflejo de sus palabras, sus evasiones. Ese fue su verdadero taller literario. Esos años de inmersión, le permitieron “transformar la parálisis, esa forma extrema de duda, en visión.” En su poema más reciente, “Noche virtuosa, noche fiel,” que ha traducido admirablemente Pura López Colomé, describe esa luz entre la niebla:
Memorias sueltas
partes de una memoria más amplia.
Puntos de claridad entre la bruma,
intermitentes,
como un faro cuya única tarea
fuera emitir una señal.
Pero en realidad, ¿qué sentido tiene un faro?
Éste es el norte, dice.
No: soy tu puerto de abrigo.
La antigüedad inventó el Photoshop. Retratando atletas y hermosas, celebrando la juventud y la simetría, eliminó todo defecto del retrato, negó las pecas, borró la papada, maldijo los efectos del gravedad. Nos legó así un catálogo de cuerpos perfectos, criaturas intemporales, hielos simétricos exhibidos en un refrigerador eterno. Si el hombre era la medida de todas las cosas, el arte habría de ofrecernos ese patrón sublimado por la belleza. ¿Qué es círculo si no una línea que enlaza la perfecta proporción de nuestra anatomía? El número pi se insinúa entre las yemas de nuestros dedos y la punta del pie. Nuestro ombligo es el centro exacto de un disco precioso.
Lucian Freud no retrató el cuerpo del hombre con un compás. No trataba de desentrañar una geometría secreta. “Soy un biólogo”, llegó a decir. La descripción que él mismo hace de su oficio es perfecta: un estudioso de la vida, un observador atentísimo de nuestro organismo. Nada me interesa tanto como la gente pero, en realidad, continuaba, “me interesan como animales.” Nadie ha registrado tan descarnadamente la individualidad de nuestra carne, como él. Sin sentimentalismo alguno pintó nuestro peso, le dio color a nuestros bultos y a nuestra grasa. El biólogo observó como pocos y registró como nadie nuestra orografía y nuestra vegetación. Huesos, tetas, músculos, pelos, venas, arrugas, ojeras, lonjas. El cuerpo no es la piel que envuelve al alma: el cuerpo es carne y es tiempo. El cuerpo no es silueta, es volumen.
Freud destrozó las etiquetas de la pintura. Le fascinaban las carnes que se desparraman del cuerpo. Una espalda podía ser para él todo un paisaje. Le atraía la vida del cuerpo, no su estampa. Pintó a la gente que tenía cerca: familia, amigos, vecinos. Llegó a pintar un retratito de la reina (vestida y con corona) pero aceptó muy pocos encargos. Recorrer su obra es una experiencia intensa y también perturbadora. Ni siquiera su retrato de Kate Moss es inocentemente bello. Freud nos invita a ver los cuerpos que han sido expulsados del paraíso de la publicidad. Arrebata nuestra mirada y la dirige a las piernas abiertas de un hombre o a una panza formidable. Algunos creen que sus retratos son despiadados o, peor aún, crueles. Pienso en lo contrario: amor infinito por la humanidad que hay en nuestro volumen, fascinación por el tiempo vivido en nuestras glándulas. Sue Tilley, la voluminosa mujer que sirvió de modelo en varios cuadros suyos, decía que pintaba con amor: ese amor que encuentra un prodigio en cada detalle del cuerpo.
Los retratos de Freud no son trofeos del clic. No son el pestañeo de una cámara, un instante detenido que permanece en el lienzo. Son perceptibles en sus telas las muchas horas de observación, de reflexión que hay detrás de cada retrato. Hay un cuadro que me intriga particularmente. Se titula “Dos irlandeses en W11” Lo pintó Freud entre 1984 y 1985. Se trata de un cuadro inusual porque escapa de la caja que normalmente aloja a sus modelos quienes, además, están vestidos de traje y corbata. Dos figuras y, al fondo, una ventana que muestra la ciudad. Lo que quiero notar es el contraste entre los rostros y las fachadas que se ven a lo lejos. Mientras la ciudad parece una pintura hiperrealista, los hombres han sido pintados con un pincel más grueso. La fidelidad fotográfica de techos y antenas contrasta con cierta imprecisión en las mejillas y los labios. Será que el retrato no es arte de definición. La minuciosa imprecisión en los retratos de Freud subraya el misterio.
No todo en la pintura de Freud fue carne. Me atrevo a decir que, ante todo, Lucian Freud fue un pintor de la mirada. ¿A dónde ven sus modelos? Parecería que todos pierden la mirada en el suelo o en la pared. A veces duermen pero suelen tener los párpados abiertos y los ojos extraviados. Si el cuerpo es pesadez, la mirada es extravío. Aunque la pierna de un hombre roce a su amante, sus miradas no se encuentran. Lucian Freud fue el biólogo de nuestra soledad.
Tarantino numera sus películas como si fueran sinfonías. Ahora proyecta su Novena. La penúltima, según ha anunciado. Érase una vez en Hollywood es, sin duda, su película más personal, la más íntima. El director la ha descrito como su Roma. Una cinta que, como la de Cuarón, recrea los objetos, los rincones y los sonidos más entrañables de su infancia. Una canción melancólica que queda detenida en la fecha que marcó su niñez. El título es homenaje a Erase una vez en el Oeste, la famosa película de Sergio Leone, clásico del Spaguetti Western. Pero es también un aviso de que la película es, en realidad un cuento de hadas. La derrota del monstruo y la resurrección de la inocencia. Un cuento de hadas, en el que el final feliz—libre de sujeciones a la historia—está, por supuesto, envuelto en sangre gritos y llamas.
Tres actuaciones extraordinarias sostienen una historia atiborrada de tarantinismos. Leonardo DiCaprio encarna la ansiedad de quien siente que la vida empieza a mirarle la espalda. Rick Dalton, el personaje de un actor decadente, le exige a DiCaprio representar la máxima torpeza y la genialidad. En ambos extremos, el actor que da vida al actor cumple admirablemente. Cliff Booth es el maniquí que salta a escena en los momentos de peligro, pero es también el camarada, la piedra de serenidad y de lealtad. La tercera actuación ha sido injustamente menospreciada. Sharon Tate, la actriz a la que conocemos por el marido famoso y, sobre todo, por su horrorosa muerte, es un personaje crucial de la película. Hay quien ha criticado el retrato de Tarantino en su primera película que hace sin Harvey Weinstein por tener pocas líneas en el guión. Señal inequívoca de misoginia, dicen. No lo veo así. Las presencia de Margot Robbie es crucial porque eleva la cinta. Etérea, alegre, hermosísima, la Shaton Tate de Tarantino es aire en una cinta hecha de polvo falso.
No soy admirador de Tarantino. Soy un devoto de tres películas suyas. True Romance (dirigida por Tony Scott), Reservoir Dogs y Pulp Fiction son para mí tres joyas insuperables. Sus parlamentos, sus personajes, sus escenas me visitan constantemente porque me acompañan siempre. Seguramente no soy, por eso, buen espectador de lo que ha hecho Tarantino a partir de Jackie Brown. Erase una vez en Hollywood, a pesar de la cátedra de sus actores no atina a crear personajes a la altura de los que pueblan el universo de sus cintas clásicas. No aparecen tampoco los vertiginosos duelos de palabras, ni los virajes dramáticos que desconciertan por la comicidad de su horror. Me temo que el genio se vació en esas tres películas perfectas y lo que queda desde entonces es el talento de quien conoce perfectamente su oficio y confía demasiado en sus propias fórmulas.
“El destino de los mexicanos es ser monumento público, momia o cascajo desparramado.” La frase aparece en una carta de Octavio Paz escrita en Nueva Delhi y fechada en mayo de 1967. Aparece tras la lectura de una carta de Tomás Segovia, apesadumbrado por la asfixiante tolvanera mexicana. Estamos condenados al polvo o al monolito; el desmoronamiento o la efigie. La correspondencia de Paz refleja el empeño de escapar de esa fatalidad. En el flujo epistolar resalta una efusión de inteligencia que no puede ser embalsamada. Vitalidad que resiste el yeso y derrota a la migaja. La publicación es, además, oportuna. No le sientan bien a Paz, ni a ningún escritor, los homenajes de Estado. La celebración, como el aleteo de las parvadas o el murmullo de los aplausos, procura concordancias y confirmaciones. Las solemnidades ahuyentan el afán crítico. Por eso, al recordar la primera década sin Paz, la publicación de estas cartas es el navajazo de quien resiste la momificación.
El Paz que persigue a Segovia desde Nueva Delhi, Ithaca o Boston es un escritor que escribe a veces con prisa, a veces con mala letra o de mal humor. En ocasiones es un redactor de telegramas, un editor severísimo o un ensayista que esboza ensayos. De pronto se muestra feliz, de pronto acatarrado y en ocasiones, agrio. Oficia de lector, de crítico, de gestor, de amigo. Del pelo al pie, un hombre que escribe. Un escritor que respira con pluma en mano. No dudo que en la lista del mercado habría expuesto su oficio. Hay que escribir, dice Paz. Escribir, escribir. Hay que hacerlo, “mientras los presidentes, los ejecutivos, los banqueros, los dogmáticos y los cerdos, echados sobre inmensos montones de basura tricolor o solamente roja, hablan, se oyen, comen, digieren, defecan y vuelven a hablar”. Lo único que nos queda es dejar testimonio del “mundo infame y mezquino” que vivimos.
La primera carta que Paz le envía a Segovia está fechada el 1º de marzo del 57. Le agradece el comentario de El arco y la lira que publicó en la Revista mexicana de literatura. En aquel texto, Segovia examinaba las ideas estéticas y literarias del poeta mexicano, pero enfatizaba la fibra de su escritura y se hermanaba a su fervor. En Paz veía una vehemencia que nos despierta. Pasión crítica que encuentra destellos extraordinarios en estas cartas. Inmersiones en la orfandad que mucho revelan de la personalidad de Paz. ¿Será que todos somos huérfanos? “Yo lo sé, lo sé desde hace mucho, que un día sin que ella o yo nos diéramos cuenta, me convertí en el padre de mi madre. ¡Qué absurdo lo de Edipo! Luché contra mi padre pero no por mi madre sino porque, por razones largas de contar, mi padre advirtió oscuramente que yo me convertía poco a poco en su padre—y él se rebeló como se había rebelado antes contra su padre, contra mi abuelo. Desde antes de que muriese mi padre—y murió cuando yo tenía 21 años—supe que yo tenía que asumir el ser el padre de mis padres. Creo que esto me distingue de la mayoría de mis amigos. Ellos se rebelaron contra sus familias; yo no tenía contra quién rebelarme. Todo lo que me ha pasado después parte de esta situación original.”
Las cartas a Segovia son asomos a la intimidad del poeta, demostración de sus múltiples esmeros intelectuales, atisbo de sus pleitos. El primero, el más in tenso, el más profundo, el más constante es, desde luego, su amorosa pugna con México. La carta del 10 de enero de 1975, escrita desde Boston sintetiza su enojo con el país asfixiante. “Hasta en España—con todo y Franco, los curas y la Guardia Civil—la vida es más respirable que en México. En España padecen una dictadura, pero nosotros nos padecemos a nosotros.” Al finalizar el gobierno de Echeverría el poeta no encontraba colgadero para el optimismo. “Temo que México sea un país condenado.” Lo único que quedaba era escribir. Su desaliento era profundo pero no terminante. Poco tiempo después comenzaba a escribir la biografía de una monja del siglo XVII.
La música fue lo primero de lo que fui consciente, escribió John Tavener. No recuerdo un solo momento en mi vida en el que no haya habido música. La primera influencia musical la recibí de los elementos: yo imitaba el sonido de la lluvia, del viento, de los truenos en el piano de la casa y mi abuelo me escuchaba. Tavener nació en enero de 1944, varios siglos después de su tiempo. Murió en noviembre pasado. No pertenezco a esta Era, dijo en varias ocasiones. Habría preferido vivir en Bizancio, en la antigua Grecia, en la Edad Media, en algún tiempo, o en algún lugar donde el arte es vehículo, no negocio.
“Mucha de la música moderna, dijo, se empeña en la construcción de rompecabezas. No pido, desde luego, que los compositores modernos no piensen en nada más que en música. Pero desde mi perspectiva, su música es una idolatría de los sistemas, los procedimientos y las notas. Si la verdad interior no es revelada en nuestra música, es falsa. Una cosa es seguir una inclinación espiritual y otra suponer que la idolatría del ‘arte’ es algún tipo de realización espiritual.” Creía que su música, más que composición, era transcripción de un dictado. Si Dios es el creador de todo, ha compuesto también mi música. Una búsqueda de esa música que existe en el cosmos, esa música a la que el hombre se ha vuelto sordo. El pecado de la música moderna fue olvidar la pureza del rezo para abrazar el sentimiento personal. La Novena sinfonía de Beethoven, por ejemplo, era para él la glorificación del ego humano. Humanismo hermético, es decir, soberbio: una pieza clausurada a lo sagrado. “Odio el progreso, odio el desarrollo, odio en todo la evolución pero, sobre todo, en la música.” Su propósito era remar contra esa arrogancia moderna. Reinstalar la devoción en el arte. El único propósito de la música es glorificar a Dios. Al final de sus días, Tavener cambió de opinión. Descubrió al Beethoven tardío: el de los últimos cuartetos. Los cuartetos nacen de la trascendencia del sufrimiento, dijo. El dolor produjo en Beethoven una música extática, reverente.
Su única ambición fue capturar la voz de Dios. Si tanta música en nuestro tiempo nos dirige al infierno, ¿por qué no intentar que nos conduzca al paraíso? Toda su vida fue una búsqueda religiosa, musical. No dejó de buscar. Nació en el presbiterianismo, lo atrajo la poesía y la teología católica, descubrió después los ritos y los sonidos de la iglesia ortodoxa griega, se maravilló con los nombres del Corán, se acercó al chamanismo y al hinduismo. En sus partituras se fue abriendo el espacio para el corno tibetano y el harmonio hindú.
No le faltaron críticos: lo llamaron populista, elemental. Llegaron a rebajarlo como compositor new age. Tuvo la desgracia, en efecto, de ser enormemente popular. Fue admirado por los Beatles y el príncipe inglés. Musicalizó el funeral de Diana y ha sido escuchado en muchas películas. “El velo protector,” recogiendo textos de muchas tradiciones religiosas, es uno de los discos clásicos mejor vendidos de todos los tiempos. Han dicho que su música es música simple para gente simple. Tavener no recibe el comentario como insulto. Adoro la sencillez, respondió. La voz que quiere capturar es, en realidad, la voz de la inocencia. Es una voz cristalina, contemplativa y femenina.