Captada al vuelo por John Baldessari. Vista acá.
En la entrada más reciente de su cuaderno público, Charles Simic escribe sobre la tenacidad del impulso poético. ¿Sigues escribiendo poesía? le preguntaba su madre ya vieja, esperando que su hijo le diera muestras de que había abandonado esa tontería. Algunos creen que es absurdo escribir poesía a los setenta. Como salir con una quinceañera a patinar por la noche. Simic encuentra una razón para la perseverancia: su pasión por el ajedrez. Escribir un poema es como jugar una partida contra una inteligencia superior, donde cada movimiento tiene un significado inmenso.
El éxito (de mis poemas) depende del orden correcto de la palabra y de la imagen, de un final que encuentre la inevitabilidad y la sorpresa de un jaquemate elegantemente ejecutado.
Reclamaba Fernando Savater a sus musas el no haberle concedido el don aforístico. Disfrutaba enormemente de las breverías pero reconocía su torpeza en el manejo de esos dardos. Para escribir aforismos, decía, hace falta fervor por la concisión, un “saber empaquetar con elegancia la lucidez”. Pero era necesario algo más: el poder contentarse con una sola perspectiva. Ahí es donde naufragaba el afán aforístico de Savater: el filósofo podría abreviar pero no sabría cómo sacrificar el argumento; el profesor lograba la miniatura pero no la simplificación que oculta el ángulo opuesto. En la captura de la esencia, no en la brevedad, está la esencia del aforismo.
El aforismo no es un simple logro de la síntesis. Es una decantación de esencias. Bien decía Nicolás Gómez Dávila que hay dos maneras de escribir. Una es pausada y meticulosa, otra breve y elíptica. El sabio colombiano sabía de lo que hablaba. Sus Escolios son seguramente la mejor muestra de la inteligencia aforística en nuestro idioma. “Escribir de la primera manera es hundirse con delicia en el tema, penetrar en él deliberadamente, abandonarse sin resistencia a sus meandros y renunciar a adueñarse para que el tema bien nos posea. Aquí convienen la lentitud y la calma; aquí conviene morar en cada idea, durar en la contemplación de cada principio, instalarse perezosamente en cada consecuencia. Las transiciones son, aquí, de una soberana importancia, pues es este ante todo un arte del contexto de la idea, de sus orígenes, sus penumbras, sus nexos y sus silenciosos remansos. Así escriben Peguy o Proust, así sería posible una gran meditación metafísica.
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El artículo completo puede leerse en nexos de agosto.
Javier Cercas escribe un artículo en Babelia sobre la verdad de la novela. Reflexiona sobre el sitio de Anatomía de un instante, un libro raro que fagocita muchos géneros. Cercas sugiere que hay ciertas preguntas–preguntas morales–que sólo pueden ser respondidas novelíticamente. Ayudaría ser un buen cronista, un buen biógrafo, un buen psicólogo, pero para adentrarse en los dilemas más profundos, es necesario hacerse de los instrumentos del novelista. Escribe:
si es posible definir la novela como un género que persigue proteger las preguntas de las respuestas, esto es, como un género que rehúye las respuestas claras y unívocas y que sólo admite formularse preguntas que no pueden ser contestadas o preguntas que exigen respuestas ambiguas, complejas, plurales y en todo caso esencialmente irónicas, entonces, si es posible definir así la novela, no hay duda de que Anatomía es una novela.
A José Emilio Pacheco, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El anuncio del merecidísimo premio me atrapa leyendo su traducción del Informe sobre la ciudad sitiada, de Zbigniew Herbert. Éstas son sus primeras líneas:
Demasiado viejo para empuñar las armas y pelear como otros
bondadosamente me dieron el grado inferior de cronista
registro no sé para quienes la historia del asediose supone que debo ser exacto pero ignoro cuándo empezó la invasión
hace doscientos años en septiembre o diciembre acaso ayer en el alba
tdos aquí perdieron el sentido del tiempocuanto nos queda es el lugar y el apego al lugar
aún gobernamos ruinas de templos espectros de jardines y casas
si perdemos las ruinas nada quedaráescribo como puedo al ritmo de interminables semanas
lunes: bodegas vacías, una rata se volvió la unidad monetaria
miércoles: negociaciones para un cese del fuego
el enemigo ha aprisionado a nuestros mensajeros
no sabemos en dónde los tienen es decir el sitio de tortura
jueves: tras una asamblea tormentosa por mayoría de votos fue rechazada
la moción de los mercaderes de especias en pro de la rendición incondicional
viernes: comienzo de la epidemia sábado: nuestro invencible defensor
NN se suicidó domingo: ya no hay agua rechazamos
un ataque en la puerta occidental llamada la puerta de la alianzatodo esto es monótono sé que no puedo conmover a nadie
Wislawa Szymborska mira un escarabajo muerto. Lo mira a lo lejos, desde las alturas, como si volara en un avión. La imagen no le espanta. Si hay duelo en el deceso, es imperceptible a la mirada humana. Nadie desvía su camino. Nadie cancela sus citas. Es que los animales no fallecen, solamente mueren, escribe en un poema. Los animales muertos ni siquiera tienen el poder de asustarnos, como fantasmas, por la noche. Pero la poeta se detiene y observa la manera en que han quedado dobladas las patas del escarabajo, sobre su vientre. No sabe nada del bicho, pero redacta su epitafio:
Y aquí está sobre el sendero el escarabajo muerto,
sin que nadie lo llore, brillando bajo el sol.
Un vistazo es suficiente:
no parece que le haya sucedido nada.
Lo importante está reservado a nosotros.
Sólo a nuestra vida, sólo a nuestra muerte,
una muerte que exige primacía.
El poema toca, en la agonía del escarabajo, la muerte que nos hermana. El misterio que reside en la vida de los otros, sean cucarachas, pulpos, terroristas o poetas. El poema de Szymborska podría ayudar a entender las dos claves de la preciosa animalia que Isabel Zapata acaba de publicar bajo el sello de Almadía. Acercarse a la otra percepción y acariciar lo que se ha ido. El asombro y la nostalgia.
En Alberca vacía, el libro de ensayos que apareció casi al mismo tiempo, Zapata recuerda la pregunta del filósofo Thomas Nagel: ¿qué se siente ser murciélago? Esa pregunta sin respuesta se extiende a todo aquello que está fuera de nuestra envoltura: ¿qué se siente ser bebé? ¿cómo se siente la muerte? ¿Qué escuchan los peces?, ¿qué colores advierten los insectos? Por más que lo intentemos, no podremos insertarnos bajo escamas o caparazones. No podremos pensar desde el tentáculo, ni oler con el pistilo. Es la imaginación del ensayo y de la poesía la que nos permite jugar a la conjetura. Sabiamente desconfiada de quienes proveen respuestas, Isabel Zapata absorbe crónicas, reportes científicos, leyendas, reportajes y novelas para bordar la imposibilidad de comprender qué es lo que nos hace humanos. El instrumento más pulido en su compendio de vidas es la observación meticulosa y afectiva. Un ver sintiendo. La devoción, aprendemos de una línea de Mary Oliver que aparece como epígrafe de uno de sus poemas, nace de una mirada atenta.
“El poema no es un artefacto, es un espacio al que se entra,” En la casa de este poemario conviven microbios y rinocerontes imaginarios; Laika, la perra cosmonauta, y el último tigre de Tasmania; tiburones, gelatinas fosforescentes, Koko, el gorila con sentido del humor, una perra muy querida que sale como mancha en las fotos. Y las ballenas que flotan a la mitad del océano como islas de piedra. Fueron animales de tierra, pero algo escucharon en el fondo del mar que los sedujo. Regresaron al agua y ahí cantan. Su inmensidad no anula su delicadeza.
Las ballenas se parecen a nosotros.
Lloran cuando secuestran a sus hijos,
son 97% agua,
cada familia habla su propio lenguaje,
tienen caries, son polígamas,
permanecen horas suspendidas en diagonal,
acurrucadas unas sobre otras.
Cuando sueñan las ballenas
son delicadas flores de pétalos de carne.
…
Las ballenas no se parecen a nosotros.
Cada familia habla su propio lenguaje,
pero no cantan para lastimar.
Son polígamas, pero no saben mentir.
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.
En el número más reciente de Vanity Fair, Christopher Hitchens escribe sobre el cáncer que padece. Hitchens habla de la negación y la rabia al conocer la noticia, de los proyectos cancelados, del pelo que se le cae, y el veneno que le inyectan. "A la boba pregunta de ¿por qué yo? el cosmos apenas se molesta en contestarle: ¿y por qué no?" La quimioterapia no solamente lo adelgaza, lo desnaturaliza: Si Penélope Cruz fuera mi enfermera, no me daría cuenta. "En la guerra contra Tánatos, si es que la podemos llamar guerra, la pérdida inmediata de Eros, es el inmenso sacrificio inicial." En su escritura, por lo pronto, no se percibe esa desnaturalización.
Aquí puede verse su entrevista con Anderson Cooper.
Manuel Felguérez estuvo enamorado de la inteligencia de los círculos y los triángulos; de la belleza de los desechos, de la imaginación de las máquinas. Porque sabía que el arte muere cuando el artista se repite, buscó siempre. Se mantuvo en guardia para seguir creando y no convertirse en “artesano de sí mismo.” Pero en esa búsqueda se desplazó siempre en el vasto territorio de la abstracción. Desde que su escultura se liberó de las alusiones al cuerpo humano, siguió experimentando en el arte que cierra los ojos para mirar las formas sin modelo. Huyendo de la retórica nacionalista, encontró refugio en la abstracción. Una de sus últimas obras públicas, el enorme mural que México regaló a Naciones Unidas, resume tal vez su filosofía de la abstracción. El inmenso lienzo es el remate del pasillo de las banderas que conduce al salón plenario de la Asamblea General. Su título es una fecha: 2030. Se trata de una arena de oros, salpicaduras negras y atisbos de blanco. Frente al nacionalismo que apela a las parcialidades enemigas, frente al tatuaje de los agravios ancestrales, el mensaje de un arte sin fábulas. La superación de las identidades. El color y la forma, la densidad y la ligereza; la hondura y la levedad. El cálculo de la razón y la libertad de lo azaroso. Ahí se encuentra el mensaje sin palabras. Al no decir nada concreto, decía Juan García Ponce, la abstracción de Felguérez habla un lenguaje comprensible para cualquiera. No alimenta nuestro prejuicio, lo disuelve. Por eso, a través de sus tintas, formas y texturas, invita al silencio.
Fue un estudioso de escarabajos, de esqueletos y de caracoles. Un admirador, pues, del equilibrio. Esa es, tal vez, la batalla de toda su obra: la conquista del equilibrio. Digo batalla porque en esos términos describió su pasión creativa. El lienzo, la pieza escultórica, el mural son, de algún modo, campos de una batalla íntima que se resuelve en trazos, transparencias, goteos. Será eso lo que les otorga de inmediato la espesura del tiempo. Rastros de una obsesiva refutación. Corregir mil veces el tono, aligerar la oquedad con algún rizo, sujetar con hilos lo que se dispara al aire. En la abstracción de Felguérez hay poco gesto y mucho cálculo: la fricción del hallazgo y del remiendo.
La obra de Felguérez se mueve entre el envase y el desbordamiento. Colores encapsulados y formas escurridizas. La contención y el chapoteo. Apenas en diciembre pasado, para celebrar sus noventa años, el MUAC inauguró su exposición “Trayectorias.” Se muestran ahí tres exploraciones. La primera es industrial, la segunda geométrica y la tercera, orgánica. Estos fueron sus tres dominios. En el primer tiempo el artista auscultó el poder estético de lo mecánico. Los motores de las fábricas, las piezas de los coches, la pedacería de la industria encuentra en sus murales otro sentido: un arte de la máquina. El segundo tiempo es un examen del espacio. El pintor escucha la música de los números, la armonía de los cuerpos esenciales, el diálogo de los colores. Triángulos, círculos rectángulos suspendidos en el tiempo: el arte de la exactitud. El tercer momento de Felguérez es el hallazgo de la vida. Entre el caos de las hendiduras y discontinuidades, aparece una prodigalidad celular. Las frialdades cerebrales de las tuercas y el cuadrado perfecto, son ahora partes de un caos vivo, en sorprendente equilibrio. La máquina, el número y la vida.
tenia que ser un ateo que pusiera esto o no hersog marquez?
Solo por compartir.. Qué opinas de este asunto de once varas? http://sincronia0conciencia.wordpress.com/2010/12/24/camisa-de-once-varas/
Yo creo que si lo hizo un ateo fué por inspiración divina. Un dios sin sentido del humor sería aún más insoportable de lo que ya es como un caballero que ocasiona todas las cosas del mundo y anexas.
http://www.cat-boots.org/
jajajajaja la nariz de Dios, que clase de nombre es este para una pintura, bueno digo hay nombres de nombres pero este si que gana por mucho, bueno es cosa del autor como quiera llamar a su trabajo.