Visto en El país
Tardé mucho en ver las imágenes de las torres desplomándose. Había escuchado en el radio del taxi que los dos edificios habían colapsado pero no me lo creí. Me parecía imposible que eso hubiera sucedido. Pensé que en inglés la palabra significaría algo distinto: me imaginaba que las torres habían quedado inservibles, que tal vez el daño sería irreparable, pero no me imaginaba que habrían podido desplomarse. Todo el mundo lo había visto ya en la televisión, pero yo, a unos kilómetros de distancia, lo ignoraba. Supe del ataque muy temprano y relativamente cerca de los hechos. Estaba en el aeropuerto John F. Kennedy para regresar a México. Mi vuelo se canceló. Primero escuché a un policía decir que había habido un accidente en el World Trade Center. Unos minutos después, el accidente se transformó en ataque: había que evacuar inmediatamente el aeropuerto. Por primera vez en mi vida pensé que podría estar en el objetivo de un ataque. Me lo dijo otro policía: ya son dos los avionazos en el WTC y el aeropuerto puede ser el siguiente blanco. No fue fácil salir de ahí. La isla se aisló durante horas. Cuando el puente se abrió, caminé para contemplar el cuadro más horrible que he visto: la silueta de la ciudad y el humo saliendo de la base de los edificios ausentes. Era una imagen propia del cine, pero la veía yo sin el marco de una pantalla. Sentí una profunda tristeza de especie. Esto no era el azote de un huracán, la sorpresa de un terremoto. Esto era el trofeo de una helada ingeniería del odio. Transformar un avión en una bomba; llamar la atención con un golpe para escenificar la muerte masiva ante las cámaras. Cargaba mi maleta sobre el puente y veía la herida humeante. A la mañana siguiente olí la tragedia. Algo de la muerte, algo de los fierros quemados, algo de un avión habré respirado.
Recuerdo estas sensaciones porque creo que el 11 de septiembre fue una representación del apocalipsis y no hemos podido sacudirnos esa escena, esa impresión de la conciencia. En una declaración que indignó con razón a medio mundo, el compositor alemán Stockhausen consideró que los ataques habían sido la máxima obra de arte de todos los tiempos. Por supuesto: puede pensarse que es una aberración darle al crimen rango artístico pero a lo que alude el músico es a la insuperable intensidad emocional de ese momento, a esa comprimida comunicación sin palabras. Nada ha comunicado tanto, nada ha trasmitido tanto, nada ha penetrado tan hondo como esa escena. El ataque estaba cuajado de símbolos. La imaginación puede transformar cualquier cosa en arma; la capital económica del imperio atacada en sus emblemas más arrogantes; la televisión como trasmisora en vivo del terror; el suicidio como aviso de lo innegociable. Fueron dos torres las que se vinieron abajo pero con ellas se desplomaban muchas certezas y cualquier tranquilidad.
El 11 de septiembre fue una conmoción extraordinaria que terminó abruptamente una ebriedad de ilusiones. Era inevitable pensar que la historia quedaría imantada por la tragedia de esa mañana. El pánico que provocó el ataque sólo encontró consuelo en la determinación bélica. La guerra, después de todo, es la forma más nítida de ordenar políticamente el mundo. Ellos contra nosotros, dijo Bush II. No solamente los distraídos pensaron que el futuro sería un largo 12 de septiembre. Muchos creyeron que el terrorismo islámico sería el desafío central del nuevo siglo. Osama Bin Laden fue retratado como un Hitler, quizá más temible. El islamofascismo era el enemigo. La lucha contra el fundamentalismo islámico, las guerras de Afganistán y de Irak fueron pintadas como las nuevas batallas de la sociedad abierta.
A diez años de los ataques, podemos decir que ya no es 12 de septiembre. Sí: ésa es la fecha que aparece arriba en el periódico de hoy. Pero ya no vivimos bajo la estela del terrorismo islámico. Ahí no está, como muchos han pensado en esta década, el eje de la historia contemporánea. Lo han dicho bien en estos días figuras tan distintas como Timothy Garton Ash y Francis Fukuyama. Desde luego, aquel día ha marcado la vida de millones, pero no puede decirse que el planeta viva la secuela de esa mañana triste. A pesar del extraordinario estremecimiento de hace diez años, la historia del planeta no sigue el dramático libreto de la confrontación de las civilizaciones. El apocalipsis se ha vuelto a aplazar.
Invito a la conversación que ha suscitado la entrada sobre Sokal y el deber de tomar las pruebas en serio. El intercambio entre Adrían Romero y Aurelio Asiain revive el debate sobre la legitimidad de la burla como instrumento crítico. Recupero un apunte de hace unos años:
Tengo frente a mi un ejemplar de la revista que inició la burla legendaria. La revista Social Text con una portada negra que anuncia una edición consagrada a las “guerras de la ciencia.” Esla edición de primavera – verano de 1996, una edición doble. El último artículo es firmado por un profesor de física de la Universidad de Nueva York y lleva por título “Transgrediento las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica.” El artículo de Sokal era una bomba envuelta como argumento. Más que una explosión, una trompetilla. Camuflado en un caballo académico, el científico se colaba al territorio de los estudios culturales para exhibir su charlatanería. Sokal arremedaba la palabrería, la jerga, el sonsonete de un discurso académico que no pasaba la más elemental prueba de la lógica. El procedimiento era un sencillo método de cuatro pasos: amontonar citas de personajes venerados, hilvanar frases largas, enredadas y confusas para, finalmente, adoptar conclusiones agradables. “En la gravedad cuántica, como veremos, la diversidad del tiempo y del espacio cesa de existir como una realidad física objetiva; la geometría se vuelve relacional y contextual; y las categorías conceptuales fundacionales de la ciencia tradicional—entre ellas, la existencia misma—devienen problemáticas y relativas. Esta revolución conceptual, como argumentaré, tiene implicaciones profundas para el contenido de una futura ciencia posmoderna y liberadora.” ¡Salud!
Unas semanas después que el caballo de troya había entrado a la ciudadela de la academia posmoderna, Sokal salió al aire. En un artículo publicado en otra revista gritó a los cuatro vientos: los he exhibido, son ustedes unos farsantes. Están dispuestos a dignificar como seria cualquier frase que rinda homenaje a sus cantaletas y respalde sus prejuicios. La broma, por supuesto, indignó a quienes recibieron el pastelazo y fue celebrada a carcajada abierta por muchos otros.
Para seguir la discusión, valdría leer el ensayo de Steven Weinberg que publicó Vuelta unos meses después.
Fareed Zakaria dedicó su programa más reciente a examinar el material que constituye el liderazgo. Zakaria examina la experiencia del liderazgo en el gobierno, la empresa, la universidad y ejército. Con breves entrevistas a Tony Blair, Lou Grestner, Christie Whitman, Rick Levin, Mike Mullen presenta un cuadro interesante:
Rogelio Cuéllar cuenta:
París, primavera de 1984. Telefoneo a E.M. Cioran a través de unos amigos. “Si él me ha leído, sabrá que no quiero que me fotografíen, pero quiero conocerlo”. Tres meses después regresé a la cita en su casa, frente al metro Rue Odéon.
—Quiero hacerle un retrato.
—Si usted me ha leído nunca me va a hacer un retrato.
El tiempo transcurría, la luz matutina se reflejaba hermosa en sus cabellos, e insisto:
—Señor Cioran, soy un fotógrafo.
—Lo sé.
Tomó mi portafolio y se detuvo en el retrato de Esther Seligson, su traductora, sorprendido por la luminosidad de ella. Admirando sus manos largas y su cabello de escuincle despeinado, volví a insistir…
—Monsieur Cuéllar, haga lo que tenga que hacer…
Zaid es un poeta escaso, sea porque escribe poco o porque se exige mucho. Cualquiera que sea la causa, esterilidad o rigor, su escasez es asimismo excelencia. Las primeras composiciones de Zaid son afortunadas y en ellas están ya casi todas las cualidades que después distinguirían a su poesía: la economía, la justeza del tono, la sencillez, la chispa repentina del humor y las revelaciones instantáneas del erotismo, el tiempo y el otro tiempo que está dentro del tiempo.
…
Cuando la poesía alcanza cierto grado de intensidad y diafanidad, alcanza también una suerte de realidad deliciosa y aterradora: las palabras dejan de significar y tienden a ser las cosas mismas que nombran.
En Letras libres de enero.
El escultor inglés Anish Kapoor, autor del famoso frijol espejo de Chicago, ha instalado una enorme escultura en el Grand Palais de París, dedicándoselo al artista chino Ai Weiwei. Cuatro globos inmensos, una catedral de varias naves, una ballena ominosa. La escultura, apropíadamente llamada Leviatán, se traga al diminuto visitante.
Aquí puede verse la página del artista.
Todo se desmorona, el centro no puede sostenerse
La bruta anarquía se ha desatado sobre el mundo
suelta está la marea de la sangre, y por doquier
se asfixia el ritual de la inocencia;
los mejores carecen de convicción y los peores
están inflados de apasionada intensidad.
Hace casi cien años William Butler Yeats escribió ese poema. De pronto apareció por todos lados como una especie de profecía de nuestros tiempos. Una descripción de la irracionalidad adueñándose de la historia. Otra lectura parece darle a la primera línea el documental que se titula precisamente “El centro no puede sostenerse.” No es la razón, sino la vida misma la que se desmigaja en este retrato de la escritora Joan Didion, que dentro de unas semanas cumplirá 83 años.
Netflix trasmite este documental dirigido cariñosamente por su sobrino, Griffin Dunne. Al evocar la primera línea del poema de Yeats hace un guiño a Didion quien había tomado la última frase del mismo poema para el título de uno de sus libros de ensayo. Más que una biografía, el documental nos ofrece estampas de una personalidad de acero y de hilo. Frágil y fuertísima. El relato de la cinta no es particularmente claro. La narración es fragmentaria, a veces críptica. Los conocedores de su obra sienten cierta frustración con el documental porque no captura su genio literario. Quien, como yo, no esté familiarizado con sus trabajos, recibirá una irresitible invitación a sus textos. Pero el retrato no cuenta la sociología del reportaje, no el registro del periodismo que toma el pulso a una era. Lo que importa es el retrato del duelo. El modo en que la escritura se convierte en salvavidas. “Nos contamos historias para vivir.” Nos las contamos para sobrevivir. Lo puso con estas palabras en El año del pensamiento mágico:
“He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo.”
En unos meses, Joan Didion perdió a su marido y a su hija. El centro de la cinta son esas pérdidas. No lo que se conquista en la vida sino lo que la vida arrebata. Ser habitado por la ausencia. Los cientos de reportajes que publicó Didion, sus novelas, sus crónicas más polémicas parecen ser el preparativo para el dolor más hondo. Escribir para tocar la desolación y para escapar de ella. Filtrar el duelo con un paño de palabras. Didion escribió de su pérdida con la atención y la distancia de un reportero de guerra. Los ojos cubiertos frecuentemente por lentes negros, el foco de la cinta son las manos de la escritora. Con el esqueto ya visible esculpe las palabras antes de pronunciarlas.
Al final de la cinta, puede observarse la ceremonia en la que el Presidente Obama le entrega la medalla de las artes. Un segundo después la vemos de espaldas en su departamento, leyendo de su cuaderno de notas: ve lo suficiente y escríbelo, se dice. Y una instrucción: “Recuerda lo que significa ser yo. De eso se trata siempre.”
José de la Colina cuenta una anécdota maravillosa de Leonora Carrington. Un día recibe una visita en su casa. Quien llega es un crítico de arte, un defensor del realismo socialista. Imaginándola aleccionable, le habla del compromiso social del arte, de la deuda que el creador ha de pagar al pueblo. La invita entonces a dejar las tonterías del surrealismo para entregarse a la causa socialista. La pintora no le responde pero, acariciando la mano de visitante, le pregunta si ha cenado. Al saber que no, le ofrece un “sandwich carringtoniano”. El crítico acepta de inmediato, curioso por la delicia gastronómica que descubrirá muy pronto. Leonora va a la cocina. Luego va al cuarto de su hijo pequeño. Vuelve a la cocina y entrega después el sandwich al grandilocuente promotor del arte comprometido. El sandwich carringtoniano era un sandwich de jamón con caca de bebé en lugar de mostaza. El crítico saborea el plato y hace algún comentario sobre el toque exótico de sus sabores. Un sabor intenso… pero exquisito, le dice agradecido.
Ahí está, en una cápsula, la idea que Leonora Carrington tenía del arte político. ¿Usted me pide arte comprometido? Yo le preparo un sandwichito. La rebeldía de su imaginación no tocaba las coordenadas de la ideología. Quien contemplaba las maravillas de los astros y las moléculas, quien injertaba plantas en los venados, quien rompía la tiranía de la gravitación, la cuidadora e inventora de mitos habitaba otra historia. La política no tenía sitio en sus lienzos. Su rebeldía, esa marca de todas sus artes, se expresaba de otro modo.
La admirable muestra que el Museo de Arte Moderno ha organizado para celebrar sus 101 años es el mejor registro de su creatividad inabarcable. La curaduría de Tere Arcq y Stefan van Raay logra capturar ese infinito que fue su imaginación. La exposición “Cuentos mágicos” tiene el gran acierto de rescatar no solamente la obra plástica, sino también su incursión en el teatro y el cine, sus maravillosas cartas, esas admirables piezas literarias que son sus cuentos y sus memorias. Su arte, escribió Carlos Fuentes, “es una batalla alegre, diabólica y persistente, contra la ortodoxia.” Subversión de cuerpos y de reinos; revuelta contra la razón y la fe. Apuesta por la magia, lealtad al mito. Una burla y también una denuncia. Esto último adopta, excepcionalmente, forma francamente política. En la muestra que todavía puede visitarse se asoma un cuadro que llama la atención de inmediato. No solamente resalta por abordar políticamente la coyuntura sino porque parece realizado en un arranque, de prisa, bajo el influjo de otros demonios. No se encuentra ahí la sutileza sobre la tela. Es un cuadro con trazos toscos sobre un comprimido de madera. La firma resalta la fecha: 13 de agosto de 1968. Es la contribución artística de Carrington al movimiento estudiantil. Con dos hijos universitarios involucrados en la protesta, Leonora no podía permanecer indiferente. La represión se dejaba sentir. La hechicera sentía el deber de apoyar al movimiento y donaba un cuadro a los jóvenes para que lo subastaran y obtuvieron dinero para comprar mantas, comida, papel. El cuadro que regaló muestra a un tigre con cabeza de ave y jirafa que sostiene figuras adorando a una mariposa y a una espora gigante. En ambos lados, textos manuscritos. El cuadro pinta, en realidad, lo que no es. En una columna a la izquierda, puede leerse: “No es el retrato de un político, no tampoco de un granadero, no está en el ejército. No maltrata ni asesina a nadie. Es un dibujo libre, quiero guardar mi libertad.” Y a la derecha, un poema de John Donne.
A decir verdad, no puede ser apolítico el arte de esta “feminista natural”, como la llama Tere Arcq. Nunca dejó de pintar libertad. Nunca dejó de picar nuestra imaginación. Se rompe por doquier el catálogo de las especies. Humanos y animales se fecundan y mestizan. El universo, una fraternidad en el misterio. ¨
En su discurso al recibir el Princesa de Asturias hace unos años el poeta polaco Adam Zagajewski hablaba de las novelas policiacas que están de moda, las biografías de tiranos que están de moda, las series británicas que están de moda; las bicicletas, las patinetas y los maratones que están de moda. Lo que no está de moda es detenerse por unos minutos. No hacer ejercicio, no tener prisa. Nos dicen que la falta de movimiento es mala para la salud. Que tomarse un momentito para la reflexión puede enfermarnos. Esa es la instrucción de nuestro tiempo: hay que correr, escapar de uno mismo.
El poeta que acaba de morir en Cracovia se detenía a recibir los regalos de la musa de la lentitud. Advertía también la dualidad del mundo que se columpia entre la realidad y la imaginación. Durante un tiempo, le contaba a los asistentes de la ceremonia en Oviedo, no sabía si era más importante la realidad de los árboles y el ruido de las calles o el misterio de las cosas escondidas: la pintura de los grandes artistas, la música, las ciudades que han desaparecido. Y necesité muchos años para darme cuenta que hay que considerar ambas caras. “No podemos olvidarnos del mal, de la injusticia, pero tampoco de la felicidad, de las experiencias extáticas que los gruesos manuales de teoría política o de sociología no han llegado a prever.” Dualidad: tal vez Heráclito y Parménides tienen razón, escribe en un poema: lado al lado existen los dos mundos: uno plácido, otro frenético. Una ola que se mueve y se detiene.
En un poema que se publicó en el New Yorker la semana posterior al ataque a las torres gemelas, se advierte precisamente ese contraste que aparece con tanta frecuencia en la poesía de Zagajewski.
Viste a los refugiados con rumbo a ninguna parte,
oíste a verdugos que cantaban con gozo.
…
Celebra el mundo mutilado,
y la pluma gris que un tordo ha perdido,
y la luz delicada que yerra y desaparece
y regresa.
La poesía de Zagajewski es epifánica, como ha dicho su traductor Xavier Farré. Una ”mística para principiantes”, el polo opuesto a los sermones y a la ideología. Iluminaciones entre el polvo. Pensaba que la imaginación debía luchar contra el dragón del tiempo. Registrar el paso leve de lo extraordinario, la brevedad de lo único. En su poesía, en sus diarios, en sus brillantes ensayos se registra la intimidad que traban lo poético y lo trivial. Lo escribe en un poema admirable. En un museo italiano los guardias piden insistentemente: “¡las fotos sin flash!” pero sucederá, tal vez, que ante un cuadro de Piero della Francesca, se agite el corazón, se haga el silencio y aparezca el chispazo. Siguiendo la pista de ese galería, se miró como un turista distraído que ama la luz. La poesía es “búsqueda de resplandor” en la hora gris, en el camión al lado del viejo cura que dormita. A Czeslaw Milosz le escribió un poema que puede leerse como otro de sus autorretrato:
A veces habla usted con tal tono
que, de verdad, el lector cree
por un instante
que cada día es sagrado.
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
PROFESSOR:
Uno de mis cuadros favoritos de los
que cuelgan en museos españoles.
Hace unos meses, cuando trajiste a Argullol al blog, yo comenté la conveniencia de usar este cuadro para explicar la situación de España y vecinos. El argumentaba sobre un cuadro post-apocaliptico de Max Ernst.
Sigo viendo en ellos decadencia, más que apocalipsis.
Aquella vez:
No es necesario tomar la nueva cerveza local, Heineken, para volverse un holandés antiguo y ver la decadencia actual del Club Med y Portugal, y en especial del segundo Filipinismo Español (y la tercera es la vencida), en el cuadro de El Museo de El Prado de Hieronymus Bosch (El Bosco) “El jardín de las delicias”.
Algo real le vio Felipe II el expoliador quiebra-estados cuando lo compró. El Bosco nos muestra el realismo de la orgía de la jauja y el realismo surrealista del infierno tras de ella. Lo que nos lleva a la tragicomedia europea actual llamada “El que la hace (y sus descendientes) la debe pagar”.
Dy Flog yn dda iawn, yr wyf yn ei hoffi! Diolch i chi rannu! Eich blog yn wirioneddol yn helpu i fy chwilio a fi ‘n sylweddol cara stop cant yn unig it.I darllen hwn. Hi mor oer, mor llawn o wybodaeth yr wyf nid dim ond ddim yn gwybod..
Simple though very important thing to consider is that the
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