Existe un solo ejemplar de Ensayos de la memoria, el libro de Jordi Boldó, pero puede leerse, íntegramente, en este blog.
Existe un solo ejemplar de Ensayos de la memoria, el libro de Jordi Boldó, pero puede leerse, íntegramente, en este blog.
Un escritor jamás debe escribir para ganar dinero, dijo en algún momento Marx. Tiempo después de escribir esto se vio obligado a escribir para el dinero que le pagaba el New York Daily Tribune. Se agita hoy una controversia por los derechos de su obra ahora que el Archivo Internacional Marxista ha subido textos de cuya traducción al inglés tiene derechos exclusivos la editorial inglesa Lawrence & Wishart. Los editores han exigido el retiro de los textos. Con socialistas como estos, ¿quién necesita capitalistas? Le han respondido.
No sé si Olivier Todd tenga razón al sostener que Camus, a diferencia de Orwell, fue mejor novelista que ensayista. Es cierto que se le conoce, sobre todo, por sus admirables relatos. Pero El hombre rebelde tiene que ser contado entre los máximos ensayos del siglo XX. Ahora que se recuerda el cincuenta aniversario de su muerte, vale la pena acercarse a ese monumento de la lucidez en el turbio siglo XX. El libro es una osada confesión que lo sitúa fuera de las capillas ideológicas y académicas. En algún momento, habló de esta tentativa filosófica como una autobiografía. Camus no se consideraba un filósofo. Lo admitía: “no soy un filósofo. No creo suficientemente en la razón para creer en un sistema. Lo que me interesa es saber cómo hay que comportarse cuando no se cree ni en Dios ni en la razón.” Al moralista que fue, no le seducían las esencias, lo mortificaba su presente: un tiempo que mata millones en nombre del amor. La “realidad del momento” apunta desde la primera página del libro, es el “crimen lógico.” La filosofía, convertida en coartada. A cualquier cosa puede servir la ideología, incluso a transformar a los asesinos en jueces.
Su argumento es conocido por el dardo inicial: el rebelde es el hombre que dice no. Pero lo relevante en su apuesta viene después. En el fondo, la negación del rebelde abraza: “yo me rebelo, luego somos.” El grito del esclavo traza una frontera, marca un hasta aquí, pero al hacerlo, afirma un valor. El impulso rebelde no encuentra sentido en la dinamita destructiva sino en la conciencia de sí mismo que es, necesariamente, conciencia de otros. Por eso afirma Camus que, la única ética que puede nacer de la rebeldía es la “filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo.” El rebelde reconoce humanidad en el vecino y aún en el opresor. Que la decapitación del Luis XVI, “un hombre débil y bueno”, sea considerada un momento estelar de la historia francesa, le parece un escándalo repugnante. El rebelde no es oráculo del futuro. Rechaza la servidumbre, pero sabe que detrás del amo hay un hombre. Rechaza el abuso del amo, no su derecho a existir. De ahí su embestida contra la cruel teología de la revolución y contra la fe del terrorista. Las convicciones transformadas en certificados de impunidad histórica. El revolucionario termina resolviendo sus aprietos como el verdugo que extermina todo lo que el veredicto ha condenado: costumbres, leyes, hombres. La guillotina se convierte así, en el mecanismo de una filantropía trascendente. El terrorista, por su parte, adquiere el compromiso de un monje despiadado que ama una abstracción para no tener que amar a nadie en particular.
El lirismo de los radicales le resulta indigerible y, en el fondo, criminal. La seducción del absoluto mata al rebelde y lo convierte en gendarme, en burócrata, en comisario. Por eso el pensamiento de mediodía camusiano concluye en una apuesta por la humildad. Seguramente hay una semilla religiosa en esa moderación. Mauriac encontró en el espíritu de Camus precisamente un anima naturaliter religiosa. Si lo dijo para descalificarlo es irrelevante. Lo cierto es que en su defensa de la mesura, se bordan los límites de lo humano y se afirma la vida del otro como territorio infranqueable, sagrado, si se quiere. “Para ser hombre hay que negarse a ser dios.” El hombre en el mundo no puede ser servidor de la muerte. Si el rebelde ejerce su libertad, no la lleva hasta su extremo voraz. El rebelde no humilla a nadie: “reclama para todos la libertad que reivindica para sí mismo, y prohíbe a todos la que él rechaza.” A pesar de su mítica rivalidad (pelearse es otra manera de vivir juntos) Sartre acertó al ubicar a Camus como “el heredero de esa larga estirpe de moralistas cuyas obras tal vez constituyan lo más original de las letras francesas.”
En noviembre de 39, Albert Camus escribió un artículo para publicarse en Le Soir républicaine que nunca llegó a ver la luz (como se dice). “Es difícil evocar hoy la libertad de prensa sin ser tachado de extravagancia, acusado de ser Mata-Hari o siendo convencido de que eres sobrino de Stalin”, dice en las primeras líneas. En el texto propone cuatro medios para conservar la libertad del periodista: lucidez, rechazo, ironía y obstinación. Lucidez para resistir a los resortes del odio y el culto a la fatalidad. Desobediencia para oponerse a la marea de estupidez. La ironía porque es la mejor arma contra los demasiado poderosos. Y obstinación para superar el desánimo que provocan la tontería, la abulia organizada, la estupidez agresiva.
La artista italiana Anna Utopia Giordano ha transformado con Photoshop algunos de los desnudos más famosos en la historia del arte. ¿Qué sucedería si pasamos las obras clásicas por el filtro de los publicistas contemporáneos? Aquí por ejemplo, una nueva espalda para la Venus de Velázquez:
En Flavorwire se pueden ver otras intervenciones pero, extrañamente, ningún remozamiento a Rubens.
Europa es un lugar donde hay cafés, dijo George Steiner. Su idea de Europa, su idea de la cultura europea se resumía en ese lugar “para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el chisme, para el flaneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.” Un lugar que se abría a todo mundo pero que también, de cierta manera, alentaba la formación de clubes, peñas, tertulias. En el otro continente, en América, el café sigue siendo un negocio extraño, una importación que conserva sello italiano. El sitio mítico que en Europa ocupa el café, en Estados Unidos lo encarna el bar. Heredero de los pubs ingleses, el bar tiene, naturalmente, otra luz, otra atmósfera. “El bar americano, dice nuevamente Steiner, es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad.” Café y bar: dos nociones ideales de convivencia, de cultura, de libertad.
Guillermo Osorno ha escrito un libro valiosísimo sobre un bar legendario en la mitad de la Zona Rosa de la Ciudad de México. Editor ejemplar, Osorno encontró en el Nueve el personaje de un reportaje magistral. En la biografía del bar gay que marcó la vida de la ciudad en sus quince años de vida se asoman otras historias tan importantes como la de ese centro de cultura alternativa. En primer lugar, la que se cuenta en primera persona del singular. Un joven, después de descubrir su identidad en Los Ángeles, se busca en una ciudad árida e inhóspita; inmensa y pueblerina. La ciudad de México, atrapada aún por la moralina machista y el autoritarismo del PRI abre un pequeño paréntesis de libertad para la comunidad homosexual. El sitio de la fiesta ofrece permiso para la autenticidad. Quien había carecido de claves para entenderse, de pronto se reconoce entre otros. El Nueve formó comunidad y regaló espejo.
El bar no fue solo un bar. Un espacio de menos de 60 metros cuadrados en una ciudad monstruosa se convirtió en espacio subversivo de cultura. Además de lugar de encuentro, de diversión, de ligue sirvió de escena para expresiones que no recibían becas del Estado ni aparecían en el programa dominical de Televisa. Por ahí tocaron por primera vez grupos que después serían famosos. Café Tacuba, Caifanes, Maldita vecindad encontraron público ahí, en ese bar que no fue nunca de gueto, sino lo contrario: la germinación, para la ciudad, de una cultura más abierta, más franca y más viva. En el bar, también teatro, instalaciones, pintura fugaz. Henri Donnadieu, el fundador del Nueve, un aventurero misterioso no aparece aquí solamente como un empresario de la vida nocturna sino como un hombre que abrió la cultura mexicana a la noche, que la sintonizó con los tiempos del mundo.
El testimonio de Guillermo Osorno es también otra forma de contar el cambio mexicano de los últimas décadas. Se trata, como bien lo leyó Carlos Bravo, de una crónica de la transición democrática de México. El protagonista de este relato no es el Congreso ni los partidos; su símbolo no es la alternancia pero describe el mismo fenómeno y, tal vez, expresa de mejor manera su verdadero valor. Las batallas de un bar, las conquistas de la comunidad homosexual son parte ya de la cultura mexicana o, por lo menos, parte de la vida cotidiana de la Ciudad de México. Si en algo México ha mejorado de veras es en haberse vuelto un poquito más hospitalaria a la diversidad. Lo resume perfecta, íntimamente Guillermo Osorno al final de su relato: “El joven atribulado del principio de este libro ya es un hombre maduro y ha encontrado un lugar en su ciudad.”
Tal vez Elias Canetti escribió solamente un libro. Lo empastó en varios volúmenes y le dio muchas formas: ensayo, autobiografía, novela, miles de anotaciones dispersas. En todos estos registros, se desarrolla un compacto odio a la muerte. En esa embestida se encuentra el dilatado libro de Canetti. El escritor nunca quiso hacer las paces con la muerte. A los siete años murió su padre. Un golpe inexplicable y brutal le arrancó la vida a los 30 años. Canetti lo recuerda en el primer tomo de sus memorias. En un segundo jugaba por la mañana con su padre. Un segundo después lo escuchaba bajar tranquilamente las escaleras para desayunar. Al tercer parpadeo, oyó un alarido espantoso. El niño abrió una puerta y vio a su padre muerto, tendido en el piso. Desde ese momento, cuenta Canetti, la muerte fue el núcleo de todos los mundos que habitó.
Se publican ahora las notas que durante más de cuarenta años Canetti redactó sobre la muerte. Con la edición de El libro de los muertos, Galaxia Gutenberg se adelanta a los editores alemanes que esperan la incorporación de nuevos materiales para publicar los apuntes. La editorial española ha recogido las notas sobre la muerte que aparecen en La provincia del hombre y en otros papeles de su legado. Aforismos, anotaciones, líneas sueltas, comillas y transcripciones. También cuentos brevísimos como el de aquel hombre que le suplicó una prórroga a Dios y éste, benévolo, le concedió una hora. Duras y cortas tabletas contra la muerte, como los epitafios que pretende exorcizar: “Las frases muy breves son las mejores cuando se trata de la muerte.” Con cierto patetismo, Canetti suspira por alguna eternidad; la suya o la de cualquiera: “El derecho de hacer que regrese un muerto, uno solo”. La famosa idea de Keynes le parece abominable. Sí, es posible que en el largo plazo, todos estaremos muertos pero, ¿qué necesidad tiene de recordárnoslo? La advertencia del economista es, en realidad, una abdicación inaceptable: renunciar a la esperanza. La muerte será siempre una alevosía: el vecino, la naturaleza o los pulmones que nos traicionan.
La muerte no tiene tiempo. “La más monstruosa de todas las frases: que alguien ha muerto ‘a tiempo’.” No hay muerte oportuna, ni muerte feliz. No hay que hacerle espacio. No hay que inventarle ritos, ni convertirla en fórmula de mejora curricular. Lo único que la muerte merece es la proscripción. Pero tal parece que la modernidad se empeña en abrirle la puerta al monstruo, adoptarlo como parte de la familia y darle siempre la bienvenida de la resignación. Mientras los hombres primitivos pensaban que cada deceso implicaba una terrible perturbación del orden, una perversa intervención de la magia, las religiones y las ciencias nos invitan a verla como algo natural y contable. Canetti rechaza la domesticación sanitaria de la muerte y su bárbara contabilidad. Las muertes no pueden apilarse como bultos. “Se empieza contando a los muertos. Cada uno debería, por el hecho de haber muerto, ser único como Dios. Un muerto y uno más no son dos muertos. Antes se debería contar a los vivos, ¡y qué perniciosas son ya estas sumas!” Cada muerte es única, sagrada. Imagina Canetti para ello una nueva palabra para muerte. Una palabra fresca, no gastada con la ilusión de que su sonido sea mejor arma contra de ella.
Escribió Canetti: "el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres". Murió el 14 de agosto de 1994.
La reflexión sobre el cuerpo está en el origen del ensayo. Montaigne habla de los placeres que le regala el paladar, las manías de los dedos. Habla del dolor que le causaron las piedras en los riñones, de sus tropiezos en el caballo y también de su pene, de dimensiones, al parecer, más bien, modestas. Montaigne se presenta como un discípulo de su propio cuerpo. “Prefiero ser un experto en mí mismo que en Cicerón.” Sé lo que me gusta y lo que me sienta bien. Reconozco cuando me excedo en alcoholes o en embutidos. Sabía que por algo no le caían bien las ensaladas y que debía rehuir todas las frutas, menos el melón. Ese hombre que había hecho proyecto del autoconocimiento despreciaba por eso mismo a los doctores. ¿Qué derecho tiene un médico a decirme a mí lo que es sano? En los doctores veía otra encarnación de los dogmáticos a los que aborrecía. Intuía tal vez, el despotismo sanitario que, con bata blanca, pretende regir nuestra alimentación, ordenar nuestras rutinas, prohibir nuestros placeres y ponernos en absurdo movimiento. Mi antipatía por los doctores, advertía Montaigne, es hereditaria.
En la medicina de su tiempo, Montaigne temía el fin de la sensibilidad humanista. En el teatro de cadáveres que se usaba para el aprendizaje de los matasanos percibía un afán de generalización científica que arrebataba al habitante de un cuerpo la elección de sus experiencias y que, con fanatismo por la longevidad, negaba la lección elemental de la filosofía: hemos de prepararnos para la muerte, no atarnos absurdamente a la respiración. Encuentro en la obra de Francisco González Crussí, sin duda uno de nuestros más grandes ensayistas, la más elocuente réplica a esta antipatía del señor de la montaña. En sus ensayos podemos encontrar una defensa del humanismo médico, de esa sensibilidad artística de quien usa la ciencia, pero no se subordina a ella, de quien interviene en los cuerpos, sin reducirlos a entidad meramente material. Como la filosofía para Montaigne, la medicina para González Crussí ha de ser confrontación con nuestra transitoriedad. Un reconocimiento de que la complejidad de nuestra anatomía no es un engranaje de máquinas grandes y diminutas, un enfrentamiento a veces imperceptible y a veces pestilente de sustancias químicas, sino un objeto cargado de significado simbólico.
Esta semana se ha celebrado la trayectoria literaria de este patólogo extraordinario que ha escrito sobre los enemas y los embalsamamientos; sobre el ojo médico y la obsesión erótica. En los meses recientes han aparecido, uno tras otro, tres libros que son una combinación admirable de erudición, buena pluma, gracia y, sobre todo, sabiduría. Editorial Debate publicó Las folías del sexo. Grano de sal sacó a la luz Más allá del cuerpo y la Academia Mexicana de la Lengua, tras concederle el Premio Pedro Henríquez Ureña, publicó Del cuerpo imponderable.
Cierta inclinación estética lo condujo a patología. Al joven estudiante le parecía que las preparaciones bajo el microscopio eran tan misteriosas y seductoras como el arte abstracto. Su especialidad lo llevó de esa manera al entrenamiento de la vista. A ese adiestramiento de la mirada ha dedicado muchos ensayos y un libro fascinante: Ver. Sobre las cosas vistas, no vistas y mal vistas. (En inglés el título funciona mejor: On seeing. Things Seen, Unseen and Obscene.) El ojo del patólogo descubre que en los órganos hay algo más que tejidos. El cuerpo humano no está retratado completamente en los libros de anatomía. No puede reducirse a esas láminas de venas, huesos y músculos. Al abrir los ojos y ver un cuerpo, vemos más que un compuesto orgánico. “Cada uno de nosotros está como sumergido en una atmósfera etérea de historias, de símbolos, de mitos, de representaciones imaginarias, y también de los sueños, los deseos, los temores y las esperanzas propios de cada persona.”
El patólogo sabe que nuestro cuerpo no es entidad exclusivamente biológica, que entre los órganos se enredan los símbolos, que nuestros relieves y concavidades están envueltos de leyenda y mito, que la historia y la fe han quedado entretejidas con nuestras vísceras.
Adicto al café fuerte, aficionado al box, irritable e impetuoso, William Hazlitt fue un buen odiador, para seguir su propia fórmula. “Buen odiador.” La expresión aparece en varios ensayos
suyos. La usa para describir algún personaje de Shakespeare o para nombrar las limitaciones de un político. Refiriéndose a un parlamentario, decía que le faltaba calor, esa vehemencia sagrada que es indispensable para conquistar la tribuna. No tiene el nervio, no tiene el ímpetu. “No odia bien,” dice. El buen odiador no era para él solamente el que era bueno para odiar, sino quien odiaba para bien. Un auténtico patriota, agregaba en otra parte, debía ser un buen odiador. El admirador de la Revolución Francesa tenía un buen catálogo de tirrias: la injusticia, el prejuicio, servidumbre, el fanatismo, la pedantería, la superstición.
Al odio dedicó Hazlitt su ensayo más conocido: El placer de odiar. La naturaleza no era para él una sinfonía dulce y armónica, era el martilleo de las enemistades. La columna de la vida se sostenía en sus oposiciones: sin el viento contrario, el esqueleto del hombre se volvería flácido, sin consistencia: una rama tendida al piso. La aversión apasionada, la descarga de los contrastes despabilaba al bulto que podemos ser. El puro placer pronto se vuelve insípido y anhela variedad. El dolor, por el contrario, siendo agridulce nunca empalaga. De ahí su invitación a la polémica: cuando algo deja de ser controvertido, deja de ser interesante. Cuando alguien deja de discutir, se deja morir. Una extraña fraternidad en la discordia se asoma en sus ensayos. El verdadero combatiente es quien mejor conoce a su adversario. No habrá mejor retratista del enemigo que el boxeador que examina a su rival desde la esquina contraria. Los puñetazos, si son certeros, son pinceladas de un retrato justo.
“Lector: ¿has visto una pelea? Si no lo has hecho, hay un placer que te espera.” La prosa del narrador describe la emoción del espectador ante este brutal rito de golpes. El jacobino no rehuía el conflicto. A contracorriente enseñaba él mismo los nudillos de su inteligencia crítica, mientras sus contemporáneos levantaban el meñique al tomar la taza del té. No pretendía en ningún momento contemporizar con la política del día. Peleaba sin ignorar que la hormona del odio era tóxica. El odio se cuela a la fe para atizar el fanatismo y la persecución; transforma el patriotismo en ánimo de exterminio y hace de la virtud sermoneo inquisitorial. De ahí el calificativo que aplica al odiador. Si no hay más remedio que odiar lo abominable, hay que odiar bien.
Hazlitt estaba lejos de ser un misántropo. Disparaba veneno pero no se alimentaba de él. Puede encontrarse, en su malevolencia, una vitalidad contagiosa, una energía que por alguna razón conforta. Tiraba dardos a sus enemigos, mientras aconsejaba a su hijo aprender latín, francés y a bailar. Sobre todo, aprender a bailar. Destrozaba reputaciones sin perder el tiempo cuidando la suya. Un radical condenado por las hipocresías de su tiempo que se atrevía a cantar al amor ilícito. Hazlitt se resistió a admitir que la sabiduría política equivale a la complacencia. Lo notable en esta pasión beligerante es su grandeza. Hazlitt fue un admirador de sus adversarios. Sintió devoción por un hombre que representaba todo lo que políticamente aborrecía. Edmund Burke, el gran crítico del radicalismo revolucionario, defendía, en efecto, la moral de la tradición, la inteligencia del prejuicio, la nobleza de la jerarquía. Hazlitt, convencido de las bondades de la promesa revolucionaria, no dejó nunca de leer y discutir con el conservador. Escribía en su ensayo sobre los libros viejos, que era raro entender a un adversario, pero era más infrecuente admirarlo. El conoció y admiró a Burke, su contrincante intelectual. El autor lo deslumbró pero sus ideas nunca lo “contagiaron.” El buen odiador rebate el argumento principal de Burke sin desconocer que el camino hacia la conclusión está sembrado de cien verdades parciales y que el estilo, la fuerza, la inteligencia de su adversario llevan el sello del genio. Hazlitt sabía que polemizar era, en realidad, una manera de convivir.
Hey que padre! Tiene un ligero aire al cuaderno de mi Hijo Juan Pablo… En sus 7 cumplidos le abrimos un blog: http://www.artenfant.blogspot.com
HOla Mi admirado Sr. Jesus Silva… he seguido desde hace un rato su participacion en el programa de television de TvAzteca, Entre Tres, por lo que estoy realizando una investigacion para mi tesis sobre este programa, pero me piden datos sobre el lanzamiento del programa, y si usted siempre a participado en este.Ojala pueda tomarse 5 min para contestarme. Me es muy importante.
Le dejo mi correo: kitzirouz@gmail.com
Se lo agradeceria de todo corazón y profesionalmente.
Gracias. Saludos