"Nueve Polaroids de un espejo", de William Anastasi. Imagen de este portafolio de fotografías de fotografías.
"Nueve Polaroids de un espejo", de William Anastasi. Imagen de este portafolio de fotografías de fotografías.
Escribió Gabriel Zaid en su artículo de ayer en Reforma:
La repugnancia que hoy se tiene a la guerra debe extenderse a las guerras civiles. El 16 de septiembre de 1810 y el 20 de noviembre de 1910 no son fechas gloriosas. Interrumpieron, en vez de acelerar, la construcción del país. Destruyeron muchas cosas valiosas. Causaron muertes injustificables. Lo que los indios, mestizos y criollos habían venido construyendo después del desastre de la Conquista alcanzó un nivel sorprendente en el siglo XVIII, que se perdió con los desastres de la Independencia y la Revolución. Destronar unas cúpulas para que suban otras es inevitable, y puede ser deseable, pero no a costa de la sangre de los que no están en la cúpula, ni del caos de la vida cotidiana, ni de las destrucciones absurdas. Brasil se sacudió el dominio portugués sin una guerra de independencia. España se sacudió la dictadura franquista sin otra guerra civil.
México no empezó hace 200 años. Los verdaderos Padres de la Patria no son los asesinos que enaltece la historia oficial, sino la multitud de mexicanos valiosos que han ido construyendo el país en la vida cotidiana, laboriosa, constructiva y llena de pequeños triunfos creadores.
Joseph Ratzinger volverá a ser Joseph Ratzinger. Por unos
años perdió su nombre para utilizar el alias de Benedicto XVI. Dentro de unas
semanas cerrará el paréntesis y recuperará su nombre. El expapa podrá disfrutar
de nuevo de su piano para tocar la música que adora. El teólogo no solamente es
un intérprete talentoso; es también musicólogo, un teólogo de las melodías. La
importancia de la música en el ámbito de la religión bíblica, escribió hace
tiempo, se deduce directamente de un dato: la palabra cantar es una de las más
utilizadas en la Biblia. Para entrar en contacto con lo divino, dice, las
palabras son insuficientes y llaman a ese ámbito de la existencia que se
convierte espontáneamente en canto. La música es el lenguaje de la belleza, escribe
o, más que eso, un anhelo de infinito. No es entretenimiento, una simple distracción
sonora. En la música de Mozart, ese masón a quien tanto admira, ha visto
retratada toda la tragedia de la existencia humana. Al escuchar su Réquiem, Joseph Razinger esperará con
serenidad la muerte.
Regresará a su música y a su filosofía. El teólogo retomará
sus reflexiones. Leerá más, Escribirá. Podrá, por ejemplo, retomar su
meditación sobre el infierno, esa cavilación que no exige fe para ser
aquilatada. “El infierno son los otros,” dijo Jean Paul Sartre en una obra de
teatro. Nada de eso, respondió el teólogo a fines de los años sesenta: el
infierno es el abismo de la soledad. Estar solo es el infierno. El infierno es
“una soledad en la cual no puede penetrar la palabra del amor y que significa
la verdadera suspensión de la existencia. (…) Los poetas y los filósofos de
nuestro tiempo están convencidos de que todos los encuentros entre los hombres
permanecen, sustancialmente, en la superficie; nadie tendría acceso a la
verdadera profundidad del otro. Todo encuentro, aunque pueda parecer bello, a
fin de cuentas no haría otra cosa que narcotizar la incurable herida de la
soledad. En lo más íntimo y profundo de cada uno de nosotros habitaría el infierno,
la desesperación, la soledad, que es tan indefinible como terrible.” El infierno
es el desamparo, el desamor: la soledad absoluta, eterna.
La palabra democracia se sella en prensa todo el tiempo pero su sentido sigue durmiendo. Nadie ha despertado aún la palabra tendida en tantos papeles. Una gran palabra y sin historia. La vida de sus sílabas está todavía por delante. Walt Whitman escribía esto en 1871 en sus Perspectivas democráticas. El tono de este ensayo exuberante es ácido, pesimista. La democracia proclamada no ha alumbrado aún al demócrata. El progreso material que el poeta advertía en el paisaje norteamericano contrastaba con una sociedad desalmada y vulgar. Una sociedad artísticamente estéril, espiritualmente desolada.
Las rejillas de la democracia institucional resultan ruindades para Whitman. Si recomienda la participación en la política pide al mismo tiempo distancia de los partidos. Serán útiles, quizá necesarios pero son brutales instrumentos del cinismo. Los traficantes de votos, esos salvajes partidos de lobos, lo escandalizaban. Los clubes políticos, crecientemente pendencieros e intolerantes, no obedecen otra ley que su interés. Pero ahí, en el mercado de los votos no estaba la democracia de Whitman. “¿Soponías, mi amigo, que la democracia era solamente para elecciones, para la política y para el nombre de un partido? La democracia tendría valor solamente en la medida en que pudiera ser escuela del genio. La tarea del gobierno no era legislar o castigar. El propósito del poder en “tierras civilizadas” era entrenar individuos para que pudieran gobernarse a sí mismos. Pero era mucho más que eso y no se limitaba en modo alguno a las funciones cívicas. La democracia para Whitman era el desenlace de una aventura cósmica: el largo trayecto de la humanidad hasta… Walt Whitman.
La emoción democrática de Whitman se encuentra por ello en su poema vital, antes que en su tentativa sociológica. En las palabras introductorias a Hojas de hierba ubica la majestad de Estados Unidos en el hombre común. Nuestra grandeza no está en los presidentes, las legislaturas ni en los embajadores, sino en el hombre sencillo de la calle o la granja. Ahí, en el hombre normal duerme el Gran Poeta. Por eso invoca a la democracia como cuna del verdadero genio. El poeta se vuelve de este modo, la llave del mundo. Sin su palabra, las cosas serían grotescas, ridículas, desquiciadas. Ese poeta del cuerpo y del alma es el gran árbitro, quien imprime proporción al mundo, quien pone las cosas en su sitio: un juez que no sentencia como un juez, sino como el sol cayendo sobre una piedra. El poeta norteamericano acoge continentes, alberga todas las razas, encarna la geografía, la vida natural, los ríos y los lagos. Sólo la camaradería de la sociedad democrática permite el alumbramiento del prodigio poético.
El régimen democrático, atmósfera más espiritual que política, no es para Whitman producto del ingenio sino conciliación con la naturaleza. El mundo natural despliega por todas partes lecciones de variedad y libertad que la política debe aprender. Sólo de la diversidad y de la autonomía puede brotar el artista. La democracia se vuelve una maceta para la irrupción mística del héroe: el creador que se contradice porque contiene multitudes. No es Walt Whitman, el redactor del Canto a mí mismo, sino su personaje, el hermano de Dios, quien culmina la aventura cósmica. Tras la era meteorológica, el tiempo vegetal y, luego, la era de las bestias. Finalmente, el tiempo del hombre y, en su cumbre espiritual, el hombre democrático. El universo recogerá al final de sus peripecias milenarias una recompensa definitiva: el poeta, su amante perfecto. Lo dice Whitman en el prefacio de Hojas de hierba:
Esto es lo que debes hacer: ama a la Tierra y al Sol y a los animales, desprecia las riquezas, da limosna a quién te la pida, defiende al tonto y al loco, dedica tu dinero y tu trabajo a los demás, odia a los tiranos, discute sin preocuparte de Dios, sé paciente y tolerante con la gente, no te quites el sombrero ante nada conocido o desconocido ni ante ningún hombre o grupo de hombres. (…) Cuestiona lo que te han dicho en la iglesia, en la escuela o cualquier libro, desecha lo que sea un insulto para tu alma y tu misma carne será un gran poema.
Tal vez Elias Canetti escribió solamente un libro. Lo empastó en varios volúmenes y le dio muchas formas: ensayo, autobiografía, novela, miles de anotaciones dispersas. En todos estos registros, se desarrolla un compacto odio a la muerte. En esa embestida se encuentra el dilatado libro de Canetti. El escritor nunca quiso hacer las paces con la muerte. A los siete años murió su padre. Un golpe inexplicable y brutal le arrancó la vida a los 30 años. Canetti lo recuerda en el primer tomo de sus memorias. En un segundo jugaba por la mañana con su padre. Un segundo después lo escuchaba bajar tranquilamente las escaleras para desayunar. Al tercer parpadeo, oyó un alarido espantoso. El niño abrió una puerta y vio a su padre muerto, tendido en el piso. Desde ese momento, cuenta Canetti, la muerte fue el núcleo de todos los mundos que habitó.
Se publican ahora las notas que durante más de cuarenta años Canetti redactó sobre la muerte. Con la edición de El libro de los muertos, Galaxia Gutenberg se adelanta a los editores alemanes que esperan la incorporación de nuevos materiales para publicar los apuntes. La editorial española ha recogido las notas sobre la muerte que aparecen en La provincia del hombre y en otros papeles de su legado. Aforismos, anotaciones, líneas sueltas, comillas y transcripciones. También cuentos brevísimos como el de aquel hombre que le suplicó una prórroga a Dios y éste, benévolo, le concedió una hora. Duras y cortas tabletas contra la muerte, como los epitafios que pretende exorcizar: “Las frases muy breves son las mejores cuando se trata de la muerte.” Con cierto patetismo, Canetti suspira por alguna eternidad; la suya o la de cualquiera: “El derecho de hacer que regrese un muerto, uno solo”. La famosa idea de Keynes le parece abominable. Sí, es posible que en el largo plazo, todos estaremos muertos pero, ¿qué necesidad tiene de recordárnoslo? La advertencia del economista es, en realidad, una abdicación inaceptable: renunciar a la esperanza. La muerte será siempre una alevosía: el vecino, la naturaleza o los pulmones que nos traicionan.
La muerte no tiene tiempo. “La más monstruosa de todas las frases: que alguien ha muerto ‘a tiempo’.” No hay muerte oportuna, ni muerte feliz. No hay que hacerle espacio. No hay que inventarle ritos, ni convertirla en fórmula de mejora curricular. Lo único que la muerte merece es la proscripción. Pero tal parece que la modernidad se empeña en abrirle la puerta al monstruo, adoptarlo como parte de la familia y darle siempre la bienvenida de la resignación. Mientras los hombres primitivos pensaban que cada deceso implicaba una terrible perturbación del orden, una perversa intervención de la magia, las religiones y las ciencias nos invitan a verla como algo natural y contable. Canetti rechaza la domesticación sanitaria de la muerte y su bárbara contabilidad. Las muertes no pueden apilarse como bultos. “Se empieza contando a los muertos. Cada uno debería, por el hecho de haber muerto, ser único como Dios. Un muerto y uno más no son dos muertos. Antes se debería contar a los vivos, ¡y qué perniciosas son ya estas sumas!” Cada muerte es única, sagrada. Imagina Canetti para ello una nueva palabra para muerte. Una palabra fresca, no gastada con la ilusión de que su sonido sea mejor arma contra de ella.
Escribió Canetti: "el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres". Murió el 14 de agosto de 1994.
U na avalancha de papel nos amenaza. La conmemoración de los redondos cumpleaños de la independencia y la revolución amenazan con sepultarnos en un alud de libros de todo tipo: doctos seminarios empastados; pesadas ediciones de lujo sobre los próceres; facsímiles y reediciones, diccionarios, almanaques, atlas. Papel sobre papel. El centenario festejó a Porfirio Díaz como el fundador de la república, inauguró una universidad, organizó fiestas, levantó monumentos y hasta construyó un manicomio. A dos años de conmemorar cien años más de vida independiente, los ladrillos escasearán y proliferarán las tiradas. Una aventura editorial sobresaldrá de las muchas que conoceremos en los próximos años: 2010. Memoria de las revoluciones en México. No es fácil saber de qué se trata. Una edición exquisita que se anuncia periódica, con textos sustanciosos y largos. En el título evoca las fiestas del (bi)centenario pero es algo más, una seductora invitación a la memoria mexicana. Desde la portada se evoca la efeméride, la fecha del cumpleaños y una referencia a nuestras rupturas. No creo, sin embargo, que la publicación esté atrapada por el aniversario, ni que esté detenida en las sacudidas traumáticas de nuestra historia. El primer número de la revista anuncia el esfuerzo por encontrarnos, de modo sutil, con el recuerdo. No es la invitación a una fiesta; no es una alabanza de los héroes; tampoco es boletín de un club, ni el pretencioso obsequio para los clientes de una empresa. Agrego que no es tampoco una declaratoria de nuestra decadencia inevitable. Es una invitación a la memoria.
Resulta difícil llamarla revista, pero lo es. No es un objeto portátil que podamos maltratar sin culpa. No es la revista que podemos apachurrar con el resto del mandado, la revista que se pierde en la basura, junto con el periódico del día anterior. 2010 está destinada a convertirse en una colección permanente, una referencia constante de nuestras historias. La dignidad de la edición la convierte en una pieza para acariciar y para ostentar. Su lectura pide algo que las revistas apenas buscan: una ceremonia de lectura. Una discreta reverencia al pasar las páginas, atención cuidadosa al contemplar las imágenes—que no son meras ilustraciones, sino documentos valiosos en sí mismos—concentración al leer los textos, las reseñas, las estampas.
La revista en ese sentido invita una multiplicidad de lecturas y una variedad de lectores: desde el académico que encontrará un aporte fundado en una investigación sólida hasta quien se deleita en la lectura visual. El diseño no distrae a ninguno de esos lectores. La sobriedad clásica de las páginas—texto negro sobre página blanca; texto blanco sobre página negra; tipografía legible, profusión de imágenes a pleno color—premia cada encuentro. Resumo las virtudes de la publicación en dos palabras: seriedad y elegancia. Una revista seria, escrita por profesionales de la historia, realizada por virtuosos de la edición. También una revista elegante que recuerda las ediciones de Franco Maria Ricci. Buena manera de emplazar al recuerdo.
Robert Hughes ya había visto a la muerte. La vio sentada frente a un escritorio, como si fuera un banquero. Ningún gesto. Sólo la boca abierta, un túnel negro como el que pintaron los antiguos cristianos. El banquero esperaba que me dejara ir, que entrara a su garganta oscura, recuerda en sus memorias. La invitación me pareció abominable, me llenó de odio al no ser. No era miedo. Era, más bien una apasionada repulsión por la nada en que se convertiría. En ese momento me di cuenta de que no hay nada después de la vida: el único sentido de la vida es la vida afirmándose tercamente contra el vacío y la trivialidad. Esta vez el banquero no lo soltó. Robert Hughes es nada.
Fue porque fue crítico. Así lo dijo en el título shakespeareano de uno de sus libros. No pidas halagos, le dice Yago a Desdemona. Que nada soy si no soy crítico. La crítica no fue un oficio, una ocupación, una fuente de ingresos: fue la condición de su existencia, esa que con pasión resiste la nada y su vecino: lo trivial. “Adoro el espectáculo de la habilidad”, decía. Su vida fue el homenaje a la expresión artística y la ruda impugnación de los farsantes. Era, con orgullo, un elitista cultural. La desigualdad en las artes no hace daño a nadie. La democracia no tiene nada que hacer en esos dominios donde debe preferirse lo bueno a lo malo, la elocuencia al cuchicheo, la plenitud de la conciencia a la conciencia adormecida. La torpeza estética era para él una forma de tiranía manufacturada. El siglo XX dio pocos enemigos de ese despotismo tan briosos y elocuentes como Robert Hughes.
Su pasión no podía ser transigente. En sus crónicas publicadas en Time y en muchas otras revistas hay una deliciosa rudeza. Su reseña a las memorias de Julian Schnabel pertenece a las antología universal del veneno. “La vida no examinada, dijo Sócrates, no merece ser vivida. Las memorias de Julian Schnabel, tal y como son, nos recuerdan que lo opuesto también es cierto. Una vida no vivida no merece ser examinada.” Cuando preparó el documental sobre el arte del siglo XX para la BBC, celebraba un genio que se agotaba a golpe de subastas. En los últimos episodios de El impacto de lo nuevo se advierte su pesimismo sobre el futuro del arte y el efecto devastador del dinero. Poco de lo nuevo le interesó. A pesar de estar convencido de que en el arte no hay progreso, describió la decadencia. Al visitar al coleccionista Alberto Mugrabi y contemplar una escultura de Damien Hirst se preguntó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte—no todo, gracias a Dios, pero mucho—se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes.” Pero su admiración era también prodigiosa. Supo comunicar el embeleso estético, las capas de sentido que contiene una obra maestra, los desafíos que nos lanza el artista, las maravillas de la ciudad, el significado que el arte nunca impone pero que siempre insinúa.
Lo dice con espléndida elocuencia en El impacto de lo nuevo: el arte, el verdadero, busca siempre iluminar la totalidad de la experiencia humana, hacerla comprensible. Comunicarnos la gloria y la miseria de la vida sin acudir al argumento. Romper la brecha entre tú y todo lo que no eres tú. El camino del sentimiento al sentido. El arte de la crítica pertenece al mismo dominio. Como custodio de una ambición humana, su prosa aspiró a esa comunicación.
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué? Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía ‘Te quiero’ Pero aún no sabía cuánto lo quería. Ni me lo imaginaba.
Esa es la voz que introduce el libro de Svetlana Alexiévich sobre la tragedia de Chernóbil. Es una de las historias más desgarradoras que he leído. Eso: la trenza del amor y la muerte. El descubrimiento de la vida más amada mientras se disuelve en la muerte. El desesperado intento de sujetar un cuerpo que descompone y se deshace. Esa es la historia de Liudmila Ignatenko, viuda de un bombero que acudió a la planta del reactor nuclear minutos después de que estallara.
Alexiévich, como el bombero destruido por la radiación, acudió muy pronto al llamado de la tragedia. Coincidió con cientos de reporteros que, con urgencia, enviaban reportajes a sus periódicos y su televisoras. Trasmitían datos y declaraciones. Poco a poco, los periodistas fueron regresando a sus ciudades. Ella permaneció ahí. Durante diez años escuchó a los sobrevivientes para escribir una sobrecogedora historia de la catástrofe. Chernoóil es una terrible metáfora de nuestro tiempo como era del miedo. Una cruel venganza de la naturaleza que logra esconderse para matar a la criatura soberbia que somos. Atroz enemigo que se oculta. La radiación no se ve, no hace ruido, no huele. Ninguno de nuestros sentidos ayuda para cumplir el deber de la sobrevivencia. La corrupción, la arrogancia, el despotismo de un régimen que también se desmorona conspiran para arrasar la vida, para aniquilarla desde dentro.
Se celebra el Nobel a la periodista bielorrusa pero vale advertir que en su trabajo no está la marca de la prisa sino la de la paciencia. El lenguaje, ha dicho, es incapaz de nombrar al vuelo lo que está pasando. El oído requiere tiempo para comprender el enjambre de las conversaciones simultáneas. Comprender es escuchar. Callar. Abrirse a la palabra de los otros. La escritora bielorrusa ha descrito el género de su literatura como “novela de voces.” Retrato de las emociones del presente. Ningún escritor podría hospedar el mundo si no lo recibe en las alcobas de su oído: lo que se escucha en las conversaciones de la calle y el mercado dice más del presente que todos párragos de los periódicos y todas las páginas de los libros.
En una conferencia sobre la literatura y la catástrofe, Alexiévich recordaba que en los días posteriores a la explosión, las abejas desaparecieron de Chernóbil. Huyeron. Las lombrices se sumergieron a las profundidades de la tierra. Las criaturas más sencillas entendían que algo estaba muy mal. Los humanos siguieron con su vida, como si nada. Nosotros continuamos con nuestros hábitos: veíamos la television, escuchábamos a Gorbachov, veíamos el partido de futbol. Quienes trabajábamos en el mundo de la cultura tampoco sabíamos cómo decirle a la gente lo que estaba pasando. No teníamos palabras para la tragedia. Sus libros recuerdan que la tragedia no se nombra, se escucha.