No entiendo que son, pero no me extraña que, como dicen, escondan secretos.
En el London Times de ayer se publica un artículo de Camille Paglia sobre Lady Gaga, como símbolo de la muerte de la revolución sexual. A pesar de su propensión a enseñar la carne (la propia y las de algunas vacas), no hay nada sexy en ella: es como una marioneta, un androide plastificado, dice la autora de Vamps & Tramps
. ¿Cómo es que una figura tan artificial, tan carente de erotismo auténtico se ha convertido en el ícono de su generación? ¿Será que representa el final exhausto de la revolución sexual?
En esta temporada de cine, me interesa detenerme en una película que no es de iguanas enamoradas, ni de bombardeos alemanes, ni de grandes estadistas, ni de la empeñosa búsqueda de un criminal. Me detengo en una película cuya escena más emocionante gira alrededor de la furia que le provoca a un hombre el mordisqueo de un pan. La sacrosanta ceremonia del desayuno violentada por el insolente ruido de un cuchillo untando mantequilla a la tostada. La rabia que apenas contiene el protagonista ante el insoportable crujido del pan entre los dientes. La trepidante escena es clave para comprender el sentido de la cinta. Los ritos diarios empiezan con el primer alimento: si el desayuno no es perfecto, es imposible recuperar el día, dice la mujer dedicada a preservar los rituales del creador.
El hilo fantasma, la nueva película de P. T. Anderson muestra la vida de un obsesivo diseñador inglés que suele coser mensajes invisibles en sus prendas. Palabras ocultas en el doblez de una blusa o en el encaje de un vestido. Letras cosidas para no ser leídas pero destinadas al encantamiento. Mensajes para que la tela no sea cubrimiento sino injerto. La casa que habita el maestro del hilo y la aguja también está encantada. Con frecuencia recibe la visita de un fantasma y puede sentirse ahí la sombra de la Rebeca de Hitchcock. “Hay un aire de muerte silenciosa en esta casa” dice el protagonista en algún momento.
La cámara apenas sale de las paredes de la mansión porque la atmósfera que captura es monástica. El templo es un refugio contra la vulgaridad que acecha. Un monasterio de sedas, agujas, listones, telas, tijeras, costureras y modelos. Uno de los pocos estallidos de emoción brota en el momento en que el diseñador escucha la palabra “chic.” ¿qué diablos quiere decir esa palabra de la falsedad y la pretensión?, grita furioso. Reynolds Woodcock, el protagonista de la cinta, es el oficiante de un rito que no admite ninguna relajación. La pantalla rinde homenaje al detalle, a la cadencia, a la imaginación del hombre creativo, a sus silencios y a sus pausas. Sin ostentación acaricia la telas, los trazos, las siluetas de sus creaciones. Daniel Day-Lewis da vida a un exquisito obsesionado con su arte y sus rutinas; un hombre distante, frío y, al mismo tiempo encantador: un artista honesto y frágil. La sutileza, el esmero, la profundidad que hay en la la actuación es una cátedra perfecta. ¿Será posible que ésta sea su última película? La mera posibilidad de que el actor se haya retirado por siempre agrega una capa de melancolía a su actuación en esta cinta.
La historia de los secretos y las manías cuenta también la más improbable historia de amor. Un amor que no sigue las reglas habituales de la atracción y del deseo. ¿Por qué no te has casado?, le preguntan a ese siervo del estilo. Hago vestidos, responde automáticamente. Casarse con una mujer sería, para él, más que una mentira, un acto de deslealtad. Y sin embargo, es amor lo que surge entre él y el maniquí que habla (y que hace ruido en el desayuno). No espere el espectador una caída en el lugar común. Esta es una película de P. T. Anderson. El amor que brota en la película es absurdo como todos, es único como el resto. Incomprensible, es también breve, trubulento y entrañable.
Con la desmesura del entusiasmo, Harold Bloom describió a William Shakespeare como el inventor de lo humano. Nada menos. Antes de Shakespeare había primates que eran idénticos a nosotros. La misma caja del cráneo, tantos dedos como los nuestros, los cromosomas de nuestra especie. Pero no eran en verdad hombres porque les faltaba el espejo de un genio. Solo los dramas y las comedias de Shakespeare le permitieron al hombre adentrarse en los laberintos de su personalidad. Hamlet, un hombre nacido de la imaginación, es nuestro padre. El verdadero Adán. Algo semejante ha hecho Andrea Wulf con Alexander Von Humboldt. La naturaleza es hoy lo que es para nosotros gracias al legendario viajero prusiano. Desde luego, no creó volcanes ni puso en movimiento los oceanos; no alumbró insectos ni reptiles. Pero lo que vieron sus ojos, esos órganos que Emerson describió como “microspopios y telescopios naturales”, define lo que entendemos hoy por naturaleza. Sin Humboldt veríamos otros bosques. De ahí viene el título de su libro más reciente: La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, (Taurus, 2016). Gracias a Humboldt, la naturaleza aparece ante nosotros como una infinita red de conexiones que no está puesta a nuestro servicio. Sin apelar a un creador que le imprimiera sentido y dirección al mundo, la naturaleza era una delicada tela de relaciones. El hombre no es el rey de la creación; por el contrario, es un peligro para el delicado equilibrio de la vida.
La biógrafa sucumbe ante al atractivo del personaje. Su enamoramiento es francamente contagioso. El Humboldt que se va esculpiendo en las páginas del libro es, en verdad, un gigante. Un aventurero que quiso conocer y entender todo; un amigo de Jefferson y de Bolívar; una inspiración para biólogos y poetas; un observador apasionado, un auténtico embajador de cada pueblo que conoció; un sabio que convocaba multitudes. Con su nombre se han bautizado plantas, piedras, volcanes y montañas. Se le llegó a llamar “el Napoleón de las ciencias” pero el corso no lo quería. Humboldt estaba convencido de que lo odiaba. Seguramente era envidia. Napoleón, un hombre de auténtica curiosidad científica, llevaba cientos de expertos en sus expediciones militares. El trabajo de todos ellos concluyó en Descripción de Egipto, un libro de veintitantos volúmenes del que se sentía muy orgulloso. Y sin embargo, sabía bien que los libros de Humboldt, enciclopedias escritas a una mano, eran mejores que aquella empresa imperial. Antes de la batalla de Waterloo, Napoleón leyó las descripciones de su viaje al nuevo continente.
La estampa humboldtiana de la naturaleza es tan poética como científica. No había por qué imaginar un pleito de miradas. Contemplar las plantas con amor, describirlas con imaginación y elocuencia era parte del mismo empeño por apreciar los entresijos de su fisiología. Uno de los capítulos más interesantes del libro de Wulf describe la relación de Humboldt con Goethe. Compartían una pasión por la ciencia y, en particular, por la botánica. Humboldt le inyectaba energía a Goethe. Cuando Humboldt lo visitaba podía anotar cosas como estas en su diario: “Por la mañana corregí un poema, luego anatomía de las ranas.” Esa fue la gran lección con la que Goethe agradeció la ráfaga de sus descubrimientos: arte y ciencia son hermanas. La naturaleza, le llegó a escribir el viajero “debe experimentarse a través del sentimiento.” Goethe le había dado nuevos órganos al científico. Con ellos pudo conciliar la medición y la fantasía; el lirismo y la biología.
El arquitecto renacentista Leon Battista Alberti vio la ciudad como una casa y a la casa como una ciudad. La única diferencia entre ellas era la escala: la ciudad era una casa enorme, la casa, una ciudad pequeñita. La ciudad y la casa, cada una con su espacio para lo público y lo íntimo, para el alimento y la distracción, para la fiesta y el silencio. Parques y jardines, restoranes y comedores, bodegas y cajones, calles y pasillos. Nuestro vocabulario apenas distingue los ámbitos. Pero la correspondencia entre estos aposentos va más allá de las medidas. No hay casa que no esculpa, de algún modo, la ciudad. No hay ciudad que no perfore, por algún hueco, la casa. Por eso la arquitectura, siendo resguardo de intimidad, es, de las artes, la más pública. Nadie lo entendió mejor entre nosotros, que Teodoro González de León.
La casa se abre a la ciudad en su arquitectura. Lo privado se oxigena de lo público. No hay forma de pensar o de hacer arquitectura que no sea pensar y hacer ciudad. Hasta la habitación para el más solitario residente, traza en su fachada los contornos del pueblo. Nuestra ciudad tendrá la puntuación de González de León hasta el fin de sus tiempos. Sus casas, sus torres, sus museos, sus teatros son brújula y remanso. Un paréntesis de orden en el caos.
Teodoro González de León no dejó de experimentar jamás. Sus pesados volúmenes hieráticos se izaron para adquirir transparencia. Su línea conoció la curva. Lo que nunca dejó de incorporar a sus proyectos fue el vacío. Como el músico trabaja con silencios, el arquitecto exalta el vacío. En el vacío de sus patios está contenido su genio. Ahí se expresa, en primer lugar, la vitalidad de una tradición. La incorporación creativa de las más antiguas referencias. No es retórica, es su lenguaje. Imposible dejar de reconocer en sus composiciones esa huella del pasado colonial o prehispánico. Imposible desconocer el atrevimiento de sus reinvenciones. Él, desde luego, habría rechazado este carácter evocativo. No buscaba celebrar la tradición, vivía en él, como vivía la tradición en los colores de Tamayo. En esas plazas está también su apuesta de sentido: el patio reina. Ahí está la hospitalidad que integra, comunica, ventila, armoniza. En el patio puede reconocerse también su apuesta cívica. El patio es la horizontalidad que permite el encuentro y rompe jerarquías. Son la plaza y el patio los espacios que ofrecen en lo público y en lo privado, sitio para el encuentro. Afirmar estos espacios de encuentro en tiempos de codicia inmobiliaria, defender la alegoría en la guerra de los voraces es una de las más elocuentes apuestas de convivencia que se han plantado en el país.
Pensar en sus edificios más emblemáticos nos conduce directamente a la contemplación de lo no edificado. En sus patios se expresa su esperanza de que la arquitectura se impregne de azar y facilite las hermandades: comunicación entre personas y encuentro con el arte. Si algo le entusiasmaba de proyecto del Manacar que dejó inconcluso era que el mural de Carlos Mérida que se había rescatado, se vería desde la calle. La recuperación del Auditorio Nacional da la bienvenida a la ciudad. El teatro se baña en las aguas de su avenida más hermosa. La piedra da la bienvenida a la intemperie. La arquitectura pensada como la bahía de la ciudad. Con el binomio de la plaza exterior y el patio interior juega en muchos proyectos. Está los trazos generosos de sus mejores trabajos: en el Infonavit y en El Colegio de México, en el Museo Tamayo y en el MUAC. Hacia fuera, los brazos extendidos, hacia dentro, la mano abierta.
Ha aparecido una nueva edición de La tierra baldía, de TS Eliot. No es una nueva traducción, no es una versión anotada, no es un libro de lujo y bonita tipografía, no es un facsímil. Es una aplicación para el Ipad que hace unos pocos días se hizo pública. La app envuelve el poema con una serie de materiales que lo iluminan. Hay un video en el que Fiona Shaw lo lee en una casona de Dublín. La sobria dramatización subraya los diálogos que hay esta cumbre de la literatura del siglo XX, los muchos acentos que contiene. La tierra baldía es un poema cargado de voces, un compendio de sonidos, idiomas, canciones. Esta versión electrónica vivifica todos estos registros. Se puede escuchar, desde luego, con la voz de Eliot o, más bien, con dos voces de Eliot. La primera viene de la garganta de un hombre de 45 años, la otra se oye con el acento de un hombre a punto de cumplir 60. Otros también prestan voz para recorrer sus líneas: Alec Guiness, Ted Hughes, Viggo Mortensen. Con facilidad se puede cambiar de lector: una línea leída por el autor y la siguiente por Hughes. Puede verse el manuscrito original con las correcciones de mano de Eliot. Pueden leerse las notas del autor y del editor explicando el denso mundo de evocaciones que contiene. El gran poeta Seamus Heaney habla también de su encuentro con la poesía de Eliot y lee fragmentos del poema. Especialistas y poetas comparten las razones de su admiración.
La aplicación muestra el rumbo de las futuras publicaciones electrónicas. Conozco las ventajas de los libros electrónicos, pero me siguen pareciendo frías versiones del papel con tinta. Por eso el kindle, tan bien pensado para contener letras y frases sin lastimar la vista, es sólo eso: un depósito de texto. El Ipad despliega párrafos pero abre muchas otras ventanas. El escrito es sólo uno de sus huéspedes. También se alojan ahí imágenes fijas o en movimiento y sonidos que pueden responder a las peticiones del dedo. El libro electrónico no será simplemente un nuevo envase para el contenido de antes: será un nuevo medio para una nueva forma de expresión. Una integración de letras, imágenes y sonidos que seguramente se parecerá más a un videojuego que al pergamino empastado. No desplazará al libro de siempre: a ese libro con peso y olor que atesoramos. Convivirá con él distinguiéndose con claridad de su ancestro. El libro del futuro encontrará su cuerpo.
Asomarse a la extraordinaria edición que Faber & Faber junto con el desarrollador de tecnología Touch Press han hecho de La tierra baldía, es advertir una inmensa potencia comunicativa del instrumento. Reeditar a nuestros clásicos con estos medios, por ejemplo, sería una forma de reanimarlos, de invitarlos de nuevo a la conversación. Pensemos, por ejemplo en esa civilización que fue la escritura de Octavio Paz: sus riquísimos diálogos con las artes plásticas, sus encuentros con todas las literaturas, su contacto con el pasado, sus diálogos con los grandes creadores de su tiempo. Pensemos en presencia en la poesía, en la pintura, en la arquitectura. Si es necesaria una nueva edición de Los privilegios de la vista, debe ser como versión electrónica que incluya el texto, y una amplia galería de imágenes y videos que ilustren cada observación. Si se quiere difundir Piedra de sol, debería seguirse el ejemplo reciente: texto y lecturas, comentarios, imágenes, ecos en la música y en las artes plásticas. El libro electrónico—o como se llegue a llamar—por supuesto, no solamente modificará el trabajo del editor. Se escribirá distinto.
En lo que se considera la experiencia Psicodélica son lo que forma todo, o al menos eso aseguran las alucinaciones inducidas de un sin número de culturas que reflejan en su arte y hasta en su arquitectura como la Indu, Asiáticas o la misma Azteca.
Por cierto Albert Hofmann murió ayer 🙁
Alguna vez vi que los fractales es de lo que está hecho la textura de la realidad, Algo así como las paredes y objetos de un videojuego, que se repiten para completar la visión, salvo en un estado de conciencia regular no alcanzas a ver cómo es que estos se construyen.
Goolgear: ABC de la Experiencia Psicodélica
Los fractales son figuras autocontenidas, es decir, te puedes imaginar un triangulo, y adentro de ese triangulo hay m’as, y cada vez que haces un «zoom» encuentras la misma figura o patron. Lo interesante es que existen en la naturaleza, se pueden encontrar al graficar una expresi’on matem’atica y tienen propiedades muy curiosas.
Los fractales se crean al colorear con distintos coleres –en una escala– la «velocidad de escape» de los números complejos cuando iteramos una función matemática compleja –en el sentido de los números complejos– sobre un número en particular. De esta forma, el color negro son regiones de números que no escapan sino que, al iterar la función, se mantienen dentro de la misma o convergen al cero. Increiblemente –para el sentido común–, tienen aplicaciones infinitas como los fractales mismos.
La verdad es que para mi los fractals son demasiado impresionantes tanto asi que me gustan mucho verlos cada vez que pueda