Imagen de The Garden at Orgeval, de Paul Strand.
Se ha inaugurado hoy una exposición que muestra los documentos de la censura franquista al leer a Octavio Paz. Gracias a Fernando Fernández conozco el texto de Jesús Cañete Ochoa que la presenta. Ahí podrá encontrarse el veredicto de algún censor: “Versos oscuros y estúpidos con algunas expresiones equívocas. Creo, sin embargo, que puede autorizarse por el escaso número de lectores que leerán estos engendros”. A propósito de este trabajo crítico de la censura, vale leer este libro reciente de Robert Darnton que pronto será traducido por el Fondo de Cultura Económica: Censores trabajando. Cómo el Estado ha moldeado la literatura.
La ópera de John Adams recientemente representada en Londres. El libreto de Peter Sellars incorpora textos de Rosario Castellanos y de Hildegaard von Bingen, entre otras escritoras. Aquí habla Adams de su obra y aquí una conversación con Dudamel sobre el mismo proyecto.
En soundcloud se pueden escuchar fragmentos de la ópera:
A Jean Bodin se le recuerda por haber fijado para la posteridad la idea de la soberanía. Escribiendo en la segunda mitad del siglo XVI, defendió un poder sin restricciones que fundara la ley y se impusiera inequívocamente en el reino. Un poder absoluto y perpetuo, no sujeto a reglas. Pero este hombre al que asociamos con la institucionalización de la monarquía absoluta es también un teórico de la prudencia monetaria. El rey habría de concentrar todos los poderes en su trono: legislar, resolver conflictos, declarar la guerra. El poder incluso, sobre la vida y la muerte de sus súbditos estaría en sus manos. Pero justamente por el propósito de fortalecer al soberano, sugería que el rey no cayera nunca en la tentación de demeritar la moneda que acuñaba. La moneda no solamente era un instrumento de cambio: era el retrato del rey. Una hoja de metal con el perfil del monarca que pasaba de mano en mano. Si la moneda dejaba de valer, quien se devaluaba era el gobierno. El soberano estaba en su moneda económica y simbólicamente.
Algo dice una comunidad política que elige a un escritor para aparecer en su moneda. Tal vez sugiere que hay otra soberanía: No la de la fuerza, sino la de la palabra y la imaginación. Octavio Paz vuelve a ser la espalda del águila en las monedas de México. La ocasión es extraña. Se recuerda el aniversario del Premio Nobel, como si lo que fuera recordable del poeta fuera la decisión de un club de suecos más que la obra de toda una vida. Sea como sea, es curioso que Paz termine acuñado. Hay en su poesía y en su ensayo una constante repulsa al dinero, como el símbolo de una sociedad que abominaba. Que haya trabajado para la Comisión Nacional Bancaria contando billetes para quemarlos es un símbolo perfecto. Amontonar billetes muertos para convertirlos en ceniza.
La moneda aparece en un título de Octavio Paz como metáfora del azar o, quizá, del milagro. Águila o sol es una colección de poemas en prosa en donde aparece un primer texto con ese título. Un escritor que galopaba con imágenes se detiene de pronto. La señales se le borran. “Hoy lucho a solas con una palabra. La que me pertenece, a la que pertenezco: cara o cruz, águila o sol?”
Pero la metáfora más fuerte de la moneda en la poesía de Paz no es la del volado sino la de la de una rueda desalmada que devora al hombre. Entre la piedra y la flor es el poema en donde despunta la extraordinaria ambición del poeta. Era el poema de un muchacho que apenas salía de su casa por primera vez, que viajaba y encontraba la miseria en Yucatán. Hombres aplastados por una maquinaria que estrangula. El hombre que da vueltas y vueltas en los siglos, hablando un lenguaje que los burócratas y los comerciantes desconocen. El poema captura el repudio de Paz a la economía de mercado que habría de acompañarlo—con todos sus cambios—a lo largo de toda su vida. La moneda es retratada como el símbolo más perfecto de una comunidad alterada por el imperio de las mercancías.
El dinero y su rueda,
El dinero y sus números huecos,
El dinero y su rebaño de espectros.
La moneda no es la medalla de metal que perfora el bolsillo. Es, en realidad, un agujero por el que se despeña el hombre. Una boca que devora todo lo valioso y que hace cálculos con lo sagrado. La brujería del dinero evapora los sudores, las lágrimas, la idea. Sea cual sea su valor, la moneda es un engaño: es el Gran Cero, dice.
Sus jardines son asépticos
su primavera perpetua está congelada,
sus flores son piedras preciosas sin olor,
sus pájaros vuelan en ascensor
sus estaciones giran al compás del reloj.
Para el romántico, el dinero no puede ser más que una infamia, una blasfemia: un talismán que desencanta al mundo y corrompe al hombre. Los pájaros volando en el elevador. Lo que importa no suma. Son las alegrías y penas personales, pero también la fantasía del mito: la pirámide, el ídolo y la virgen. El poderoso caballero nos posee. Buscamos la riqueza sin darnos cuenta que somos moscas y el dinero araña. El dinero nos vuelve ninguno. No importa si se tiene mucha o poca plata. Lo que importa es que la moneda nos convierte en número. No somos un quién: somos un cuánto.
El dinero seca la sangre del mundo
sorbe el seso del hombre.
Escalera de horas y meses y años:
allá arriba encontramos a nadie.
Saber contar, dice Octavio Paz, no es saber cantar.
Acostado es una caja, pero si se levanta parece una lápida. Así lo describe la propia creadora: una lápida. Nox, el cuaderno que Anne Carson hizo a la muerte de su hermano es un epitafio en forma de libro. Un abanico hecho de poemas, citas, fotografías, papeles manchados, timbres postales, garabatos, párrafos tijereteados. Este libro puede ser una de las mejores puertas de entrada al universo poético de Carson, quien hace unas semanas ganó el Premio Princesa de Asturias. El mundo de la poeta canadiense es una recámara de imágenes, voces antiguas, brillos y ecos. Papeles del día, recibos, fotos, flores que van secándose. Ensayos y divagaciones, exploraciones filológicas, lecturas. Una arqueología de lo más íntimo que se ilumina con destellos de poesía. Una vasija rota envuelta en hiedra. Nox es más que escritura: piezas que unaa doliente recaba para sujetar de algún modo lo que se ha ido.
Cuando Michael murió en Copenhagen, la noticia tardó semanas en llegar a su hermana. Su viuda no tenía su número telefónico. Hacía veinte años que los hermanos no se veían. Habrían hablado por teléfono, si acaso, unas seis veces en todo ese tiempo. Michael había huido de casa en 1978, al parecer, para evitar la cárcel. Su paradero era un misterio. Usaba pasaportes falsos, se inventaba nombres. Vivió en la calle. De repente llegaba a casa de la familia una postal sin dirección de remitente y con un sello de la India o de Francia. Y con separación de años, una llamada breve y absurda.
La primera inscripción del abanico es un poema de Cátulo a su hermano muerto. Vengo a “hablar inútilmente a tu muda ceniza.” El poema en latín mecanografiado por Carson aparece pegado a la hoja. Se perciben en el facsímil las arrugas de un papel delgado y un color amarillento que le viene de una noche sumergido en una taza de té. Las páginas que se despliegan a la izquierda componen un diccionario personal que recoge el vocabulario de la pérdida. Tocar la pérdida es dialogar con el poeta romano, reescribir sus letras. El libro-lápida es, en algún sentido, una versión, un diálogo, una ampliación de la elegía de Cátulo. Después de trabajar durante años en ese poema, dice ella, llegué a la idea de que la traducción es buscar el interruptor en un cuarto oscuro.
Hubiera querido llenar esta elegía con luces de todo tipo. Pero la muerte nos vuelve avaros. No perdamos más tiempo en ello, él está muerto. El amor nada puede cambiar. Las palabras nada pueden añadir.
La poesía de Carson recurre más la yuxtaposición que a la imagen. Costura de muchos paños: la tinta de la carta y la cátedra de la erudita; la voz de un subsuelo milenario y el sonsonete de las pantallas de esta mañana. La elegía a su hermano es la invocación de un desconocido. Doble irrealidad: el vacío de la muerte y la incógnita de la vida. Megan O’Rourke, en su reseña del Newyorker, dice bien que el acordeón de esta elegía explora el significado de no entender.
Anne Carson escribió también un poema al que tituló “Epitafio”. Esta es la versión de Jordi Doce:
Para obtener el sonido toma cuanto no sea el sonido déjalo caer
Por un pozo, escucha.
Luego deja caer el sonido. Escucha la diferencia
Estallar.
Salvador Pániker no logró ver su último diario publicado. Había escogido la fotografía que llevaría la portada: un atardecer en el Ampurdán: un ciprés solitario, una parvada y un camino de tierra. Murió un par de días después de que los ejemplares salían de la imprenta. Adiós a casi todo (Random House, 2018) es el quinto dietario del pensador hindocatalán. Nació en 1927 y se dedicó durante toda su vida a reconciliar civilizaciones y sensibilidades. Buscó darle sentido a un misticismo ateo, una perspectiva de vida abierta a la razón y al misterio. Fue un elocuente defensor de la muerte elegida. La última libertad, la que desdramatiza la muerte
En sus dietarios debe estar lo mejor de su obra. Más que en sus ensayos filosóficos, el registro cotidiano de sus días contiene su sabiduría. La serie está formada por el Cuaderno amarillo, Variaciones 95, Diario de otoño y Diario del anciano averiado. Cada uno es el capítulo admirable de una vida. Un registro del arte de vivir y, en las últimas entregas, del arte de ir muriendo. La escritura se entrevera con la vida, el pensamiento se inserta en la experiencia, las lecturas se enroscan con las vivencias. Escribir es como respirar, dice Pániker. ¿Escribir para respirar? Si no escribo, insiste, se resiente mi metabolismo. Si no verbalizo mis achaques resultan más siniestros. “La escritura le da ventilación a la jaula de mi vivir disminuido.”
Acercándose a los noventa años, intuía que ese diario podía ser el último. En una nota preliminar advierte a sus lectores: “Ignoro si éste va a ser el último diario que publico. En el momento de entregar estas líneas a la imprenta mi edad es muy avanzada. Así que ya veremos. O no veremos.” Adiós es eso: una despedida. Un desprendimiento de placeres, de vigores, de afectos. Murió de repente. Murió en su casa. Murió sin sufrir. Murió dando un grito terrible. Murió sin miedo. Murió tras el ataque. Dejó de respirar. Murió mi amigo. El registro de los días como un largo y doloroso obituario. Compañeros, parientes, amigos, amantes, colegas que van desapareciendo. Entre flemas, catarros, insomnios y convalecencias, la muerte del entorno como anticipo de la muerte propia.
En esta libreta se consigna la muerte de su hermano Raimon, sacerdote católico que también buscó (aunque por caminos muy distintos) el encuentro de tradiciones religiosas, pero con quien tuvo una relación difícil, en muchos momentos tirante. Discreparon hasta en el modo de escribir su apellido. Salvador Pániker, Raimon Panikkar. En todas sus libretas Salvador se muestra atento a lo que escribe su hermano, a lo que responde en entrevistas, a lo que dicen de él. Una observación me parece especialmente lúcida. Advierte en su hermano el pecado del intelectual: identificarse con sus ideas. Creer que en lo pensado está su propia identidad. Por eso, dice en la libreta previa, mi hermano no dialoga: polemiza. Esa es una de las enseñanzas de sus diarios. Es necesario reventar el hermetismo de las certezas para aventurarse al diálogo. Tomarse menos en serio lo que se piensa. ¨
Mary Beard ve una fotografía de Rihanna en instagram. Es una imagen de la cantante en un cuarto de planchado. Lleva lentes oscuros y la pierna descubierta. La estampa con millones de likes lleva de inmediato a Beard a pensar … en Livia Drusilla, esposa del emperador Augusto, sobrina de Julio César tejiendo en la sala de su casa. Imposible para ella ver sin recordar los siglos, sin repasar instintivamente piezas de mil archivos, pasajes de historia y literatura. Ambas imágenes, dice, producen el mismo desconcierto. Dos mujeres poderosas simulando intervenciones ordinarias. Ni Rihanna plancha su ropa ni Livia teje la suya. ¿Se acercan a nosotros con esas poses o se ríen a costa nuestra? ¿Cómo vemos estas imágenes? ¿Qué nos provocan? ¿En qué las traducimos? ¿Cómo nos transforman?
Al ver instagram o la cerámica de la Grecia Antigua, la clasicista no se detiene en examinar las intenciones del creador. Le intriga la forma en que, a lo largo del tiempo, nos hemos acercado al arte. ¿Que han significado las representaciones de la humanidad y lo divino para las sociedades que han convivido con ellas? ¿Qué significan para quienes las han convertido en utensilio o en objeto de devoción? Su punto de partida es la idea de que la historia del arte es la historia de la mirada. Su libro más reciente aborda el asunto. Cómo miramos. El cuerpo, lo divino y la cuestión de la civilización, es el título del libro publicado este año por Norton. Se trata de las notas de su participación en la serie televisiva Civilizaciones que, junto con Simon Schama y David Olusoga, condujo para la BBC. La serie, que enfatiza explícitamente el plural en el título y el plural en los conductores, es una propuesta de repensar lo que se difundía en aquella serie de fines de los setenta conducida por Kenneth Clark y que asumía, sin asomo de duda, la superioridad espiritual de Occidente.
Mary Beard contempla mármoles romanos, tumbas egipcias, vasijas griegas, estatuas chinas, templos en Camboya. Pasea por Sevilla en Semana Santa, entra en mezquitas en Estambul, acaricia relieves. Su recorrido inicia en Tabasco, frente a las cabezas olmecas. Le intriga el tamaño, el peso, la expresión de esos rostros imponentes. Los olmecas, advierte, nos dieron pocas claves para descifrar a quién pertenece el rostro, qué hace ahí, qué significaba para quienes lo encontraban día a día en su recorrido habitual. A decir verdad, la pregunta no puede tener respuesta. Es imposible ver como otros vieron. Imposible insertarse los ojos de otras culturas, de otras civilizaciones. Si la historiadora no puede desentenderse de su erudición, nadie puede desprenderse de la membrana cultural y política que constriñe nuestra observación.
No hay mirada inocente. El ojo acata un código. A descifrar ese estatuto estético y, sobre todo, político, se dedica Beard en este ensayo que aborda el sitio del cuerpo y de la fe en las representaciones artísticas. Se trata una biografía parcial y emocionada del deseo, de la virtud y de la devoción. También de la opresión, el abuso, el desprecio. La barbarie, nos dice Mary Beard no está afuera de la civilización. Suele estar tan adentro, que ni siquiera se percibe. Si en su ensayo previo nos invitó a oír la voz de la mujer, ahora nos convoca a pensar en la mirada femenina.
En el festival de cine de Morelia pude ver una magnífica película rumana en la que tristemente podemos vernos. Bacalaureat es una película del director Cristian Mungiu que se traducirá por seguramente como La graduación. Es una cinta compleja que retrata la devastación moral de la corrupción. Un hombre que quiere lo mejor para su hija parece no tener más alternativa que emplear sus relaciones para ayudarla a escapar de la postración. El trasfondo de la historia es la decepción liberal. Una pareja de rumanos había regresado a su país con la ilusión de que las cosas cambiarán tras la ejecución del tirano. Sueñan con un país abierto y justo. Un país al que puedan ayudar, un país que pueda recompensar su esfuerzo. Un cuarto de siglo después, la pareja sobrevive entre la infidelidad y la depresión. El país no se transformó como ellos soñaban. Sigue siendo un país oscuro, asfixiante. Tras la cruel tiranía totalitaria, el imperio viscoso de la corrupción. Solo brilla en ellos una esperanza: la posibilidad de que la hija escape para estudiar en el extranjero. La desgracia es que la puerta de salida depende de otros.
Los personajes de la cinta están atrapados en el enjambre de los favores y las intimidaciones. Nada sigue el curso de las reglas porque siempre hay un atajo que alguien puede abrir, secretamente. Nadie ocupa un sitio confiable porque en cualquier momento alguien puede arrebatárselo. Nadie puede confiar en su propio esfuerzo porque éste terminará, tarde o temprano, en alguna subasta.
Todas las transacciones, desde las más triviales hasta las trascendentes son producto del favor y de la relaciones personales. Todo está a la venta. Todo, desde una beca hasta una investigación policia, desde un transplante de corazón hasta la cárcel, dependen de un conocido que puede arreglar los problemas o multiplicarlos. Una sociedad de estafadores es un sociedad dedicada al ocultamiento cotidiano, a la simulación. Una sociedad de lo perpetuamente inconfesable. La corrupción no es solo la trampa que otorga ventajas indebidas, es también la excusa que justifica los fracasos. Es, sobre todo, una red que lo envuelve todo y lo envenena todo. Si la corrupción es, en lo más elemental, pudrimiento, es un gusano que carcome no solo lo público sino también lo íntimo. Cuando la trampa se convierte en hábito y regla, no hay espacio para la confianza. La confianza en el otro, hay que decir, pero también la confianza en uno mismo. El sentido del mérito y del esfuerzo se envilecen. La corrupción pudre el valor del mundo. Al tráfico de los favores se subordinan los bosques, la seguridad de los niños, la vida de los viejos, la belleza de las ciudades.
La vida de los otros, la extraordinaria película alemana sobre el espionaje de la Stasi, corría en paralelo en mi cabeza al ver la cinta rumana. Ambas muestran brillantemente los efectos de las perversiones políticas en la vida cotidiana. La confianza, el talento, la creatividad, el amor triturados por las obsesiones y los vicios de la política. Sin embargo, la cinta rumana no tropieza con el optimismo ni la moraleja. La cinta que le mereció a Mungiu el premio de mejor director en Cannes, sugiere que la corrupción tiene una dimensión trágica: es una lucha sin victoria posible. Para escapar de la corrupción hay que volverse su cómplice. No hay salida, parece ser la lección final. Aún quienes buscan una alternativa a su degradación se ven forzados a rendirle tributo.
Bacalaureat o La graduación es una película necesaria en México. Ojalá salga del circuito de los festivales y se muestre en nuestras salas comerciales. No es que ofrezca soluciones a nuestra peste. Es que nos retrata en el distante espejo rumano.