Fotografía de Chad Muthard.
El periódico Reforma ha publicado hoy este comentario de Iván Martínez Bravo a mi artículo contra la felicidad. Aquí lo transcribo:
Contra el desconocimiento de la felicidad
Hay un desconocimiento grande sobre la importancia de medir el bienestar subjetivo (mejor conocido como felicidad) y su utilidad en el diseño de políticas públicas. Se argumenta con lugares comunes que a estas alturas resultan más bien ingenuos, pues pertenecen a debates rancios, ya superados dese hace tiempo. Aclaremos tres, presentados en este diario en la columna “Contra la Felicidad” del 28 de octubre.
Ahí se pone en duda el hecho de que la felicidad se puede medir. La felicidad sí se puede medir y también los factores que influyen en ella. Hay un cuerpo vastísimo de bibliografía y evidencia contundente al respecto.[1] La felicidad no es un concepto acientífico, ni absolutamente inasible, se puede medir -muy confiablemente- y ya se mide desde hace años.
Hoy, contraponer la felicidad y el ingreso resulta anacrónico. Con frecuencia, se ironiza con frases del estilo: “¿Qué importa nuestra miseria si somos tan felices?” Lo que esto indica, y que muchos expertos no alcanzan a ver, es que estamos desatendiendo muchos otros factores que explican la felicidad de una persona y nos estamos concentrando en -y sobrevalorando- uno solo: el ingreso. No está mal una persona que tenga pocos ingresos y aún así no se sienta infeliz, está mal el experto que no logra entender por qué esta persona puede sentirse feliz. El dinero es una variable importante, por supuesto, pero no es la única ni mucho menos la más importante.
Se asume, equivocadamente, que el estudioso del bienestar propone que es responsabilidad del Estado «brindar» felicidad al pueblo. Error: ningún científico social serio que estudie el bienestar subjetivo ha propuesto que esto sea responsabilidad del Estado. Eso no es posible: la felicidad es una experiencia personal. Una experiencia que involucra, sobre todo, factores cognitivos y factores emotivos, y que ocurre dentro de los distintos ámbitos que conforman la vida de una persona: el familiar, el laboral, el de la salud, etc.
La felicidad de la gran mayoría de las personas aumenta cuando su salud es buena, cuando cuentan con habilidades para enfrentar problemas y comprender el mundo, cuando disponen del tiempo necesario para convivir con sus seres queridos, cuando están satisfechas con su trabajo, y muchos etcéteras. La responsabilidad del Estado está en diseñar políticas públicas para que todo esto ocurra, generar las condiciones para que la experiencia de bienestar (ser feliz) tenga lugar, mas no “otorgar” felicidad al pueblo.
Sólo teniendo en cuenta que el bienestar de las personas se explica por muchas otras variables además del ingreso podremos diseñar políticas públicas que incidan verdaderamente en su felicidad.
Iván Martínez Bravo
Imagina México A.C.
[1] Una revisión clara de estos hallazgos se encuentra en el capítulo 3 de Rojas y Martínez (coord.), Medición, Investigación e Incorporación a la Política Pública del Bienestar Subjetivo: América Latina, México, Foro Consultivo Científico y Tecnológico A.C., 2012.
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En aquel artículo escribí:
Hay algo muy contemporáneo en el risible viceministerio (el de la felicidad instaurado por el gobierno venezolano) porque desde hace un tiempo la felicidad se ha convertido en una industria académica y en alimento cotidiano del discurso público. Hay instituciones empeñadas en medir la felicidad, como si ésta fuera mensurable. Hoy amanecí 28% más feliz que ayer pero 14% menos feliz que mi vecino. El barrio está detenido desde hace dos meses en su Índice de Felicidad Integral. Parecerá broma pero hay economistas que se empeñan en la contabilidad. Alguno seguramente se ofenderá al enterarse de que esa necedad aritmética se pone en entredicho. Hay muchos papers que documentan nuestra metodología, responderán…
Iván Martínez Bravo responde que la ingeniería de la felicidad es seria… porque hay un «cuerpo vastísimo de bibliografía» sobre el tema. Entiendo que existen indicadores del bienestar pero insisto en que la felicidad es inconmensurable y que no depende de la satisfacción de un listado de condiciones objetivas. Una persona puede ser saludable, gozar de tiempo libre para convivir con la gente a la que quiere, dedicarse a un trabajo estimulante y ser, al mismo tiempo, profundamente infeliz. Que la política pública busque promover el bienestar es sensato. Que se crea con capacidad de cultivar felicidad es un despropósito. Sigo creyendo que sólo el individuo–y en el terreno más recóndito de su conciencia–puede ser juez de su felicidad.
Aquí puede accederse a la página de Imagina México AC.
La artista italiana Anna Utopia Giordano ha transformado con Photoshop algunos de los desnudos más famosos en la historia del arte. ¿Qué sucedería si pasamos las obras clásicas por el filtro de los publicistas contemporáneos? Aquí por ejemplo, una nueva espalda para la Venus de Velázquez:
En Flavorwire se pueden ver otras intervenciones pero, extrañamente, ningún remozamiento a Rubens.
Nada me resulta tan frustrante, tan humillante como mi incapacidad para comprender el reino luminoso de la «belleza-verdad.,» escribía George Steiner en su Gramáticas de la creación. Se refería a una ceguera que le impedía advertir la elegancia de las fórmulas, el ritmo de las deducciones matemáticas, la cualidad estética de los teoremas. ¿Qué habrá querido decir Leibniz cuando dijo que, cuando Dios se cantaba a sí mismo, cantaba álgebra? Cantar álgebra. La idea es preciosa pero… ¿qué puede significar para quien es incapaz de escuchar esa melodía?
Los sordos a esas músicas nunca podremos hacer justicia al genio matemático. Apenas deleitarnos, quizá, con sus metáforas y con la traducción novelesca de sus ecuaciones. Stephen Hawking no fue solamente un científico extraordinario. Fue también un narrador notable. Su cosmología se sustentaba, por supuesto, en complejísimas operaciones matemáticas que solo un puñado de especialistas es capaz de recorrer. Pero entendía la función pública de la ciencia, la necesidad de comunicar los descubrimiento, de contagiar la curiosidad científica, de defender la ética del razonamiento riguroso. No puedo imaginar ambición científica más alta: comprender integralmente el universo. ¿Qué es? ¿De dónde surgió? ¿Qué reglas lo gobiernan? Su Breve historia del tiempo no es menos que un Libro del Génesis. Y en el principio, fue una singularidad. Entonces, comenzó el tiempo.
Hace años leí su Génesis, como tantísimos otros: pasando páginas, esforzándome por comprender, captando dos o tres imágenes, dándome cuenta que casi todo, que lo verdaderamente importante se resbalaba de mi cabeza. Lo que permanecía era la maravilla de lo inabarcable y la potencia de la razón. En las páginas de Hawking, el universo podía ser descomunal pero, al mismo tiempo parecía comprensible. Las trenzas del tiempo y el espacio eran ininteligibles para mí pero había una inteligencia dedicada a desentrañar sus misterios. Como ha dicho recientemente Brian Cox, un físico al que creo entender un poco mejor, la empresa intelectual de Hawking es una mezcla de asombro y posibilidad. Una vía para admirar el mundo y descifrarlo.
De Hawking, el explorador de inobservables maravillas, conmueve también su historia personal. Un hombre llamado a una muerte temprana que sobrevive medio siglo a su condena. Un científico atado a una silla de ruedas que tiene que comunicarse con pestañeos. Es ese personaje, seguramente, el que brincó los muros de la academia para convertirse en ídolo de la cultura popular. Visitante frecuente de los Simpsons y otros programas de comedia; intelectual que participó en un múltipes debates públicos, presencia frecuente en el cine y la televisión. En algún programa se le pintó como una mente suspendida en un frasco. Un humano comprimido en sus neuronas. Ese es el símbolo que encarnó: una inteligencia paradójicamente liberada de las cargas musculares, un cerebro recluido en sus cálculos, una razón sin carne.
En la estampa popular se pinta el heroísmo del científico. Pero tal vez, la voz robótica con la que lo conocimos sea lo contrario de esa genialidad en el vacío. La antropóloga Hélène Mialet vio en Hawking a un ser humano que habita en varios cuerpos y en muchas máquinas. Si a alguien le estaba prohibida la soledad era a él. La suya fue una razón incorporada en aparatos y asistentes, una inteligencia nutrida por instrumentos y ayudantes. Para entender su proceso intelectual era indispensable verlo, no como un individuo, sino como una red que desbordaba los linderos de su cuerpo. Hawking era, en realidad, una tribu, dice Mailet. Un cerebro en un frasco que vive y que piensa gracias a una compleja red humana y tecnológica. La discapacidad del científico simplemente subraya la condición de nuestro tiempo: ¿seremos ya seres incapaces de pensar sin artefactos? ¿se habrán convertido los juguetes a los que entregamos nuestro tiempo en órganos no celulares de nuestra vida?
El episodio de la portada es una cápsula de los embates contemporáneos al humor. Si la modernidad era una apuesta de la razón, lo que quiere sustituirla es una apuesta de la sensibilidad. Postergar el juicio y adelantar el sollozo. Sustituir la reflexión por la indignación. Se nos invita entonces a sacrificar una forma de inteligencia ácida que no puede dejar de ser combustible. No es casualidad que los malhumorados sean frecuentemente tontos. Son incapaces de percibir el doblez del humor, las sutilezas que se esconden detrás de lo notorio, el pellizco que se disimula en el cojín. Por ello la tontería de lo correcto nos convoca a una solemnidad permanente: esto no es chistoso nos dicen muy señudos. Todo lo que pensamos, todo lo que decimos, todo lo que escribimos, todo lo que dibujamos debe pasar la prueba de la ofensa. ¿Hay alguien en el mundo que pueda sentirse ofendido? Si alguien levanta la mano y dice: esto me lastima, esto me desacredita, esto me hiere, debemos callar.
Es preocupante que seamos cada vez más incapaces de entender el mecanismo de la sátira. Gary Kamiya apuntaba que lo que revela la irritación generada por la caricatura es la muerte del sentido del humor de los liberales norteamericanos. El asunto rebasa, por supuesto, las fronteras de los Estados Unidos. Nos amenaza un imperio de literalidad que pone en peligro la ironía. Nos amenaza también un imperio de sensibilidad que pone en peligro el sentido común.
Fernando Savater, aficionado a las breverías y a las microcosas, resalta ejercicios recientes de la gimnasia aforística.
¿Lo mejor del aforismo? Que a diferencia de la novela, el ensayo, el drama en tres actos y hasta la poesía, no admite ni la dilación ni el relleno, las dos trabajosas muletas del oficio literario.
Me he topado con un artículo en el Atlantic sobre los complejos significados de la sonrisa. Lo sabemos bien: las culturas asignan distintinto significado a los movimientos del cuerpo. Un meneo de la cabeza es sí en ciertos países, en otros no. Ver al otro a los ojos puede ser señal de cercanía e interés o una falta de respeto. Mover los brazos puede ser signo de libertad o de insolencia. El cuerpo también se aferra a su diccionario. Lo mismo aplica para esa expresión que podríamos considerar la primera forma del contacto afectivo: la sonrisa.
El artículo que firma la periodista Olga Khazan, recuerda a sus padres rusos cuando posaban para el clic de una fotografía. Mientras ella y sus amigos norteamericanos sonreían para el retrato, sus padres se ponían serios como un ladrillo. Esa es la constante en las fotografías de viajes, de bodas, de graduación de sus parientes rusos: siempre adustos, serios, duros. No es, por supuesto, que estuvieran tristes en el viaje familiar o fueran infelices en el bautizo del niño. Es que la risa está asociada en su memoria a la superficialidad, a la tontería.” Un proverbio ruso lo resume así: “reír sin razón es signo de estupidez.” Hay culturas que ven en el sonriente, más que a un tonto, a un tramposo. Ni franqueza, ni soltura, ni inteligencia: estafa. Khazan refiere a un estudio académico árido y pesado que no vale mencionar aquí. Mejor aprovechar la sugerencia para recordar una nota preciosa de Alfonso Reyes sobre la sonrisa, que puede leerse en el tercer tomo de sus Obras completas.
Reyes contrasta el reir y el sonreir. Mientras la risa es un acto social, la sonrisa es solitaria. “La risa acusa su pretexto o motivo externo, como señalándolo con el dedo. La sonrisa es más interior; tiene más espontaneidad que la risa; es menos solicitada desde fuera.” La fuente de la sonrisa es espiritual. Por eso es “filosóficamente, más permanente que la risa.” Viene de más hondo. De ahí que discrepe de Rabelais: lo propio del hombre no es la risa sino la sonrisa. ¿No hay changos que se carcajean? “La sonrisa es, en todo caso, el signo de la inteligencia que se libra de los inferiores estímulos; el hombre burdo ríe sobre todo; el hombre cultivado sonríe.”
Pero, ¿por qué sonríe? Porque entiende las insinuaciones del mundo… y las adora. Porque se percata de vivir en un planeta que no es simple agregado de rocas, plantas y animales, sino un espacio donde la imaginación imprime el verdadero sentido a las cosas. Esa papilla no es alimento: es placer. Esa caricia no es roce, es amor. En esos colores que se mueven está la belleza. “La sonrisa es la pimera opinión del espíritu sobre la materia.” agrega el ensayista. “Cuando el niño comienza a despertar del sueño de su animalidad, sorda y laboriosa, sonríe: es porque le ha nacido el dios.” Aún sin palabras encuentra que hay otro mundo tras el mundo, que la realidad que observa, que escucha y que toca no es encierro de materialidad, sino un jardín de afectos y gozos. La sonrisa es el primer gesto del idealista. La vida no es la seriedad del universo físico, es más bien, un juguete: “la Gran Sonaja”. Ese niño que responde con un sonrisa al gesto de su madre, ha aprendido ya la lección primordial: hay que vivir en la ironía.