Fotografía de Wynn Bullock, vista aquí.
Robert Hughes, el gran crítico de arte, murió el lunes pasado. El New York Times resalta su elocuencia polémica. Jonathan Jones lo llama el mayor crítico de arte de nuestro tiempo. Adam Gopnik recuerda al escritor, al crítico que merece ser leído solamente por su estilo. Por su prosa musculosa, Blake Gopnik lo llama el Arnold Schwarzenegger de la crítica de arte. Peter Carey lo llama el Dante de Australia: nos enseñó quiénes somos, de qué oscuridades venimos, lo que debemos confrontar si queremos ser adultos. Para Richard Lacayo, Hughes fue insuperable al describir la gran paradoja del arte: una pieza muda que le habla al mundo. De su prosa, Lacayo dice: tan rica como la de Shakespeare, tan despiadada como la de Swift. Desagradable, equivocado, incomparable. Así lo califica Mark Hudson.
Time ofrece ligas a todos los artículos que publicó para el semanario. El New York Times muestra al escritor citable.
Elizabeth Bishop
El arte de perder se domina fácilmente;
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que su pérdida no es ningún desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
El arte de perder se domina fácilmente.
Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:
lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar.
Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre.
Perdí el reloj de mi madre. Y mira, se me fue
la última o la penúltima de mis tres casas amadas.
El arte de perder se domina fácilmente.
Perdí dos ciudades, dos hermosas ciudades. Y aun más:
algunos reinos que tenía, dos ríos, un continente.
Los extraño, pero no fue un desastre.
Incluso al perderte (la voz bromista, el gesto
que amo) no habré mentido. Es indudable
que el arte de perder se domina fácilmente,
así parezca (¡escríbelo!) un desastre.
Traducción de Andrea Garces, publicado en El malpensante.
Cuenta Gonzalo Celorio:
En el año de 1955 Carlos Fuentes solía asistir a una tertulia que se celebraba domingo a domingo en casa de María Luisa Elío y Jomi García Ascot, republicanos españoles exiliados en México, a quienes 12 años después Gabriel García Márquez dedicaría Cien años de soledad. Entre los tertulianos figuraban Jorge Portilla, Ramón Xirau y el escritor y diplomático panameño Roque Javier Laurenza. Para celebrar el cumpleaños 66 de Alfonso Reyes, en cuyas rodillas Carlos se sentó de niño, seguramente sin imaginar entonces la tutela que el maestro ejercería en su formación y en su disciplina a lo largo de toda su vida, Laurenza y Fuentes se dedicaron a escribir, en el estilo de poetas de varias épocas y de distintas lenguas —Chaucer, Villon, Camoes, Góngora, Lord Byron, Mallarmé— poemas de homenaje al ilustre escritor regiomontano. El resultado fue un pequeño libro de 16 páginas y tantos ejemplares como letras tiene el nombre de Alfonso Reyes, que publicó Juan José Arreola con el título, también paródico, de Nueva junta de sombras, en tributación al libro de Reyes que bajo ese nombre reúne varios de sus estudios helénicos.
Este es el poema que escribió Fuentes al estilo de Paz, en homenaje a Reyes:
Palabra que sí
Las sombras de la junta se hacen resplandecientes
En los ancorajes los peces se vuelven rojos
Las vísperas de España son vísperas de sangre
¿Clamará Otra Voz sus ecos de rumores?
Calendarios que son días que son lunas que son llanto
Un tren de ondas vaga sobre el rocío
La navaja del día recorta el plano oblicuo
Saben las yerbas del Tarahumara a soles calcinados
La asamblea de animales reza un padrenuestro
En el golfo de México dos gaviotas se incendian
«Octavio Paz»
Fotografía de Lola Álvarez Bravo
Dos personajes insustituibles desaparecen con José Emilio Pacheco. El primero es el creador, el poeta del deterioro, el hombre que cantó a las piedras y a los insectos. El narrador de prosa destilada que capturó como nadie las heridas del tiempo. Creador también, el crítico meticuloso y el traductor impecable. Pero hay otro hombre de cultura que desaparece con Pacheco: el discretísimo artista de la conversación. Tan importante como sus libros de poesía, tan valioso como sus novelas entrañables, es su trabajo periodístico. En sus Inventarios no hay solamente una enciclopedia viva de la literatura, sino una lección de sus virtudes. La estancia de un lector de libros y de hechos. Su biblioteca, esa que vemos tan felizmente desordenada en las fotografías, no fue muro sino ventana: el cristal que le permitía descifrar el mundo. Dos personajes: José Emilio Pacheco y JEP.
En su columna prodigiosa se encuentra, con la tenacidad y la modestia de lo cotidiano, la prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato era iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Las lecturas de Pacheco nos acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia. Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Lucrecio puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente su carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
“Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.”
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de su oficio literario? Anhelo de perfección, fe en la palabra: la esperanza de un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
El oficio del escritor se reflejaba en el esmero de la página, en el cuidado del párrafo, en el celo de la línea, no en el afán de una Obra. El peor destino de un poeta, escribió alguna vez, era volverse poblador de un sarcófago llamado Obras completas. Por eso se resistió a coser sus Inventarios y publicarlos en un tabique. Sus libros, todos sus libros tienen algo en común: su ligereza. Ligeros no por superficiales, evidentemente, sino por su delgadez, su amabilidad con el brazo. La generosidad del escritor empezó ahí, en la liviandad de sus libros. Si es necesaria la divulgación de esa maravillosa hazaña de cultura que fue su periodismo, hay que imaginarla con la complexión de sus hermanas. Una serie de compilaciones ligeras y frescas que reinserten, con la generosidad de JEP, la vida de un gran lector en la conversación de México.
La esperanza de México volcada en la huida y el arraigo de los cariños. Buscar futuro y abrazar recuerdos. Esa es la doble pista de Los que se quedan, la película de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman. Esta no es otra película de migrantes, es el retrato de lo que no registra la prensa ni la estadística: la cuarteadora de las familias, el dolor de las separaciones, el peso de la distancia, la ilusión del reencuentro. La migración será un fenómeno económico, social, demográfico, político. Es, antes que otra cosa, el desgajamiento de un núcleo de querencias. Esa es la exploración de la cinta. Los cuidadores de las etiquetas la catalogarán como documental porque no tiene actores ni hay ficción. Pero no se trata de un alegato filmado, una tesis con cuadros puestos al servicio de una idea. Los que se quedan no forma parte de esa industria. Su traza no teoriza ni pontifica. Sobre todo, no manipula. No sale en busca de ratificaciones que ilustren una convicción.
Resultado de largas conversaciones, es fruto del oído y la empatía. Horas, días de convivencia para encontrar las palabras de la vida y escapar las mil púas del lugar común. El libreto de Los que se quedan se escribió escuchando. No proviene de la imaginación de un guionista, sino de una percepción sensible, atenta. Precisa, fuerte y delicada escritura del oído que fue redactándose a lo largo de horas y horas de filmación. Diálogos que recorren todo el arco de la experiencia: recuerdos y esperanzas; nostalgia y dolor; gravedad y ligereza.
Como en otras cintas de Juan Carlos Rulfo, la plomada de la vida diaria asienta la narrativa. Es la llamada telefónica que marca la semana, la carta que se envía, la comida preparada con recuerdos, la fiesta cargada de anhelos. Los personajes adquieren el color de sus palabras, el ritmo de sus frases, el vestuario de sus silencios. Lo saben los novelistas: nada tan difícil como esculpir un personaje. Ahí está seguramente la grandeza de esta película: un lienzo de personajes entrañables. Quédense los archivistas con su marbete del "documental": Los que se quedan es cine del grande.
La cinta parpadea historias. Viejos que esperan el retorno de los hijos; parejas que preparan la despedida; familias que sueñan con el reencuentro; vidas que se apartan, lazos que no se rompen. Hay otro protagonista de la cinta: la tierra. Las cámaras de Rulfo y Hagerman alternan personas y cosas. Vidas y piedras. Los personajes de esta película no son solamente los hombres y mujeres, los niños y viejos que permanecen mientras otros emprenden la aventura del norte. Los otros personajes de la cinta son las formas circundantes: la atmósfera. Calles despobladas, tiendas con cortinas tapadas, cerros que cercan las casas, viento.
El efecto de la cinta, hay que decirlo, no es uniforme. Las emociones que espabila son complejas y profundas. A algunos resulta una cinta esperanzadora: testimonios de la entereza y el apego. A otros parecerá, por el contrario, desoladora: el retrato de un país que se desmigaja en su incapacidad de ofrecer esperanza. En todo caso, este manojo de separaciones retrata a México. Una patria crecientemente inhóspita donde se refugia la aspereza pero donde brota también la dulzura. Un país detenido, que no ofrece trabajo, educación o calma. Un país, al mismo tiempo, vivo que encara el infortunio con dignidad. La película no pronuncia un discurso sobre la tragedia nacional, ni levanta monumento. Retrata nuestra penuria y nuestro sin embargo.
Ayaan Hirsi Ali ha escrito un nuevo libro: Nomad: From Islam to America: A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, ensayos autobiográficos y alegatos liberales. El New York Times publica hoy una entrevista con ella.
La antigüedad inventó el Photoshop. Retratando atletas y hermosas, celebrando la juventud y la simetría, eliminó todo defecto del retrato, negó las pecas, borró la papada, maldijo los efectos del gravedad. Nos legó así un catálogo de cuerpos perfectos, criaturas intemporales, hielos simétricos exhibidos en un refrigerador eterno. Si el hombre era la medida de todas las cosas, el arte habría de ofrecernos ese patrón sublimado por la belleza. ¿Qué es círculo si no una línea que enlaza la perfecta proporción de nuestra anatomía? El número pi se insinúa entre las yemas de nuestros dedos y la punta del pie. Nuestro ombligo es el centro exacto de un disco precioso.
Lucian Freud no retrató el cuerpo del hombre con un compás. No trataba de desentrañar una geometría secreta. “Soy un biólogo”, llegó a decir. La descripción que él mismo hace de su oficio es perfecta: un estudioso de la vida, un observador atentísimo de nuestro organismo. Nada me interesa tanto como la gente pero, en realidad, continuaba, “me interesan como animales.” Nadie ha registrado tan descarnadamente la individualidad de nuestra carne, como él. Sin sentimentalismo alguno pintó nuestro peso, le dio color a nuestros bultos y a nuestra grasa. El biólogo observó como pocos y registró como nadie nuestra orografía y nuestra vegetación. Huesos, tetas, músculos, pelos, venas, arrugas, ojeras, lonjas. El cuerpo no es la piel que envuelve al alma: el cuerpo es carne y es tiempo. El cuerpo no es silueta, es volumen.
Freud destrozó las etiquetas de la pintura. Le fascinaban las carnes que se desparraman del cuerpo. Una espalda podía ser para él todo un paisaje. Le atraía la vida del cuerpo, no su estampa. Pintó a la gente que tenía cerca: familia, amigos, vecinos. Llegó a pintar un retratito de la reina (vestida y con corona) pero aceptó muy pocos encargos. Recorrer su obra es una experiencia intensa y también perturbadora. Ni siquiera su retrato de Kate Moss es inocentemente bello. Freud nos invita a ver los cuerpos que han sido expulsados del paraíso de la publicidad. Arrebata nuestra mirada y la dirige a las piernas abiertas de un hombre o a una panza formidable. Algunos creen que sus retratos son despiadados o, peor aún, crueles. Pienso en lo contrario: amor infinito por la humanidad que hay en nuestro volumen, fascinación por el tiempo vivido en nuestras glándulas. Sue Tilley, la voluminosa mujer que sirvió de modelo en varios cuadros suyos, decía que pintaba con amor: ese amor que encuentra un prodigio en cada detalle del cuerpo.
Los retratos de Freud no son trofeos del clic. No son el pestañeo de una cámara, un instante detenido que permanece en el lienzo. Son perceptibles en sus telas las muchas horas de observación, de reflexión que hay detrás de cada retrato. Hay un cuadro que me intriga particularmente. Se titula “Dos irlandeses en W11” Lo pintó Freud entre 1984 y 1985. Se trata de un cuadro inusual porque escapa de la caja que normalmente aloja a sus modelos quienes, además, están vestidos de traje y corbata. Dos figuras y, al fondo, una ventana que muestra la ciudad. Lo que quiero notar es el contraste entre los rostros y las fachadas que se ven a lo lejos. Mientras la ciudad parece una pintura hiperrealista, los hombres han sido pintados con un pincel más grueso. La fidelidad fotográfica de techos y antenas contrasta con cierta imprecisión en las mejillas y los labios. Será que el retrato no es arte de definición. La minuciosa imprecisión en los retratos de Freud subraya el misterio.
No todo en la pintura de Freud fue carne. Me atrevo a decir que, ante todo, Lucian Freud fue un pintor de la mirada. ¿A dónde ven sus modelos? Parecería que todos pierden la mirada en el suelo o en la pared. A veces duermen pero suelen tener los párpados abiertos y los ojos extraviados. Si el cuerpo es pesadez, la mirada es extravío. Aunque la pierna de un hombre roce a su amante, sus miradas no se encuentran. Lucian Freud fue el biólogo de nuestra soledad.