Un documental de John Walker. Aquí la continuación 2, 3, 4, 5 y 6.
Robert Kaplan sale en defensa del dictador virtuoso. Kaplan, autor de un libro reciente sobre la geopolítica del Oceano Índico, pide que no se confunda a un genocida como Gadafi con un dictador ilustrado como el sultán de Omán. Un dictador virtuoso es un gobernante que, a pesar de no haber sido electo a través del voto ni estar sometido a los controles de un régimen constitucional, goza de legitimidad social, tiene una visión de Estado y es capaz de conducir el cambio a través de las instituciones. A pesar de que no esté de moda decirlo, hay dictadores benéficos, dice Kaplan.
John Cage cumple 100 años. Alex Ross lo recuerda en un artículo del New Yorker. Hizo que su música sonara como el mundo y por eso el mundo suena a Cage, dice.
Sí: tengo un problema con Natalie Portman. Cada vez que la veo en una película tengo que correr a ponerme un suéter. Por supuesto: reconozco que es preciosa, que es la elegancia, que tiene una piel esplendorosa. No puedo negar su precisión actoral, el esmero con el que representa a una reina, a una nudista, a la compañera de un matón. Pero nada me dice, muy poco me comunica. Me parece tan atractiva como una perfecta escultura de hielo.
Una pieza sin defecto. En Closer, esa potentísima película de Mike Nichols sobre los demonios de la intimidad, Natalie Portman sostiene, sin duda, la tensión de su personaje. Alice, la nudista atrapada en una red de emociones, es representada correctamente. El problema es que no alcanza a despojarse en ningún momento de su ángel y sumergirse en bestia como lo hace el resto de los personajes a golpe de traiciones y verdades. Cuando el desamor llega, no la opaca. El resentimiento sale de sus palabras pero no surge de su intestino. La actriz grita pero no ruge; golpea pero no araña, llora sin desmoronarse. Natalie Portman siempre flota, intocada por la tierra, las sábanas, los cuerpos. Un colibrí. En los personajes que ha representado, ha cambiado mil veces de peinado pero apenas ha transformado la naturaleza de su personaje único: una belleza adolescente, vulnerable y frágil. Calva en Vendetta, pelirroja o con peluca rosada en Closer o con el chongo de la princesa Amidala, es siempre hermosísima y siempre helada. Eras perfecta, le dice Dan (Jude Law) en una de las últimas escenas de Llevados por el deseo. Lo sigo siendo, le responde Alice. Y en efecto, sigue siendo perfecta: herméticamente impecable.
El Cisne Negro, la película que le dará todos los honores de la actuación, parece una película sobre ella: una cinta sobre la frustrante perfección. La perfección como conquista muda e inexpresiva, como una tortura que busca una recompensa imposible. Una bailarina adicta a la exactitud es acosada por alucinaciones, autoflagelación, acosos y delirios. Una historia de horror que se pasea por las fronteras de lo chusco: la madre es una bruja, la comida es veneno, el cuerpo es poseído por alguna maldición, la noche es una pesadilla. Este trabajo de Aronofsky parece una continuación de Réquiem por un sueño, pero ahora se muestra que la obsesión, mucho antes que la cocaína, es el peor de los narcóticos. Ninguna dependencia tan monstruosa como la propia ambición. Nada tan destructivo como nuestra intolerancia al error propio. Nadie discutirá los méritos de Natalie Portman, cuando en el ritual conocido, dé las gracias a la Academia por su Óscar como la mejor actriz del año. Modificó su cuerpo para darle vida a una bailarina, su rostro aparece en primer plano durante toda la película; ella se desdobla en personajes torturados y le da vida a una guapa que sufre mucho.
“Solamente quiero ser perfecta,” dice Nina, la bailarina de la cinta. En El cisne negro, Natalie Portman vuelve a ser perfecta: Yo sigo con mi problema: la perfección me da frío.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
Abundan las historias ilustradas. Nuestro recuerdo está tapizado con imágenes. Vemos en la mente lo que recordamos. Los libros de historia suelen acompañarse de retratos de los gobernantes, mapas de las batallas, cromos del arte del pasado. Del siglo XX recordamos la huella en la luna, el bigote de Hitler, el hongo de la bomba y los martillazos que tiraron el Muro de Berlín. Pero parecemos sordos ante las imágenes fijas o en movimiento que habitan la memoria. No tenemos la cinta sonora de esos años. Alex Ross, crítico del New Yorker, ha publicado recientemente un libro extraordinario que llena ese vacío. Hace un año apareció en inglés y ahora lo vierte al español la editorial Seix Barral. El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música es un trabajo monumental. Casi ochocientas páginas repletas de sonido y cargadas de historia. Un libro que restituye el oído al siglo XX.
Ross escucha el siglo. Su libro no se encierra en partituras, grabaciones y estrenos. Escucha la música sin desconocer la atmósfera de la que surge; las gratificaciones y amenazas que la rodean; el caldo de ideas que la incitan. La música se comunica con el poder y con la filosofía, con la industria y con las causas políticas. El ruido eterno para oreja a todos esos ecos. En sus páginas desfilan los grandes creadores del siglo XX pero también sus mecenas y censores; el público y los críticos. Vale la precisión: el libro de Alex Ross no es una historia de la música del siglo xx que quede confinada en su arte, sino una historia del siglo xx a través de la creación musical. La música, en efecto, le cantó al siglo, lo celebró y también lo maldijo. Sus esperanzas y sus horrores se expresaron musicalmente. En el más político de los siglos, la música se sometió servilmente al poder, pero también se burló de él; se volvió mercancía y resurgió como ceremonia; alabó dictadores y rindió homenaje al hombre de la calle; reivindicó como arte al ruido y también al silencio.
Las sinfonías de Shostakovich, las óperas de John Adams, los cuartetos de Bela Bártok, el jazz de Duke Ellington, los oratorios de Arvo Pärt retratan el siglo XX. Puede entenderse mejor el totalitarismo soviético cuando se examina el enigma que hay detrás de las creaciones de Shostakovich. Las lealtades de Bártok ilustran la hondura de la raíz nacional. El vocabulario de la música trasciende la música. No integra, por supuesto, un lenguaje unívoco. Hay de desconfiar siempre de quien presume certidumbre sobre lo que la música dice. Toda pieza musical compleja tiene capas de sentido que sólo se revelan ante el oído atento y bien formado. Alex Ross ofrece claves para escuchar el siglo y entender los argumentos de la música, sus intuiciones y sus testimonios. La recuperación de las identidades, la alegoría moral; el anhelo de quietud y el apetito épico; la ruptura y las nostalgias. Colgados como aretes de la oreja de Alex Ross podemos apreciar, incluso, la ironía musical: subterfugio de la creatividad frente a la censura que dice lo contrario de lo que parece decir.
El crítico se concentra en eso que, con mucha imprecisión, llamamos “música clásica” pero no deja de asomarse a géneros vecinos: el jazz, el rock, la música electrónica. El libro invita literalmente a escuchar el siglo a través de una estupenda página de internet que sirve de compañía indispensable al texto. En therestisnoise.com/audio, pueden escucharse fragmentos de las piezas de las que se habla en el libro. Ahí puede encontrarse la mejor banda sonora del siglo XX.
El acontecimiento editorial del año fue el rescate de los inventarios de José Emilio Pacheco. Las legendarias columnas de Proceso firmadas por jep, finalmente reunidas. Tres volúmenes publicados por Era en donde puede recordarse uno de los genios del poeta: hacer la crónica del presente a partir de lo remoto, entender los hechos con los instrumentos de la imaginación, comprender la circunstancia escapando de ella. En la estupenda selección de Héctor Manjarrez, Eduardo Antonio Parra, José Ramón Ruisánchez y Paloma Villegas podrá encontrar el lector de hoy la mejor vacuna a esa cárcel de inmediatez que nos oprime. No hay pasado ajeno. Tampoco extranjería. Todos los tiempos, en este instante y en cada ser humano la circunferencia completa de las emociones.
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Dunkerque, la extraordinaria película de Christopher Nolan, retrata un inusual evento histórico: “una derrota militar con final feliz”. Así describe el historiador Michael Korda la huida del ejército británico de las costas francesas. La intensidad de la película no puede separarse del tiempo que corre. A la luz de Brexit, Dunkerque es una cinta que hace la épica de una nación que huye de Europa. Si algo destaca en la cinta es la ausencia del otro. Los alemanes acechan desde el primer instante pero no se ven. Se escuchan sus bombarderos pero no sus voces; se ven sus torpedos y aviones pero nunca sus rostros. Tampoco aparecen indios, que contribuyeron singificativamente al rescate. Max Hasting, al ver la cinta describió la actualidad política de la película: Dunkerque glorifica la soledad de la nación.
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De Poesía reunida de Ida Vitale que Tusquets publicó estre año:
Celebrar este árbol,
avizorar el hueco
que va a suplirlo pronto.
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No es infrecuente que las revistas tengan épocas, que vivan relevos, que cambien de piel. Lo raro es que renazcan. Eso puede decirse de la Revista de la Universidad de México. Bajo la conducción de Guadalupe Nettel, la revista es otra y vuelve a ser lo mejor que ha sido. A distinguirse de quienes no ven a su alrededor o de quienes lo hacen con indiferencia, convocaba la editora en la presentación del nuevo ciclo. Cada número propone un asunto para la conversación y lo aborda desde todas las disciplinas. El arte, la ciencia, la literatura explorando la identidades, la sobrevivencia, las rupturas y las pertenencias. En su nueva época, la RUM rescata voces que nos siguen hablando y ofrece un rico diálogo de percepciones. Lo mejor es que ha logrado desentonar con el coro de nuestra endogamia.
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Después de su poderosísima cinta, Fuerza Mayor, el sueco Ruben Östlund dirigió The Square. Un extraordinario talento tiene el director para provocar la incomodidad de su auditorio. Su cine coloca al espectador bajo la pinza de un experimento. Östlund nos llama a identificarnos con lo vergonzoso. The Square ganó este año la Palma de Oro de Cannes. Teniendo como escenario el arte contemporáneo, es mucho más que eso: una exploración de la insensibilidad de nuestro tiempo. El arte secuestrado por la retórica es buena metáfora de la hipocresía que marca nuestra era. Egos inflados con palabrería, vanidades de nobles intenciones, sumisiones de manada disfrazadas de genialidad artística.
Roberto Breña ha enviado una carta a Reforma para cuestionar los argumentos de mi artículo de ayer. Aquí está su texto y, abajo, mi respuesta:
El lunes 23 de marzo, Jesús Silva-Herzog Márquez (JSHM en lo que sigue) abre su editorial “El condimento del insulto” con una afirmación en apariencia contundente: “Una de las razones de nuestra incapacidad para la democracia es nuestra correlativa incapacidad para el insulto.” Como ciudadano, me preocupa que un editorialista tan perspicaz como JSHM escriba lo que intenta ser una apología del insulto. Conviene empezar por la definición del verbo insultar según el DRAE: “Ofender a uno provocándolo e irritándolo con palabras o acciones.” La democracia vive, es cierto, del debate de los asuntos públicos. Sin embargo, JSHM, piensa que corremos el riesgo de intelectualizarla “si creemos que ese debate…es una ponderación de ideas”. Que en nuestro ya de por sí débil (en términos argumentativos) debate democrático se defienda y se fomente el ofender a los interlocutores me parece un acto de irreflexión. Ponderar ideas no significa intelectualizar, significa sopesar argumentos. El propio JSHM escribe que existen “pocas labores más exigentes con la inteligencia que el disparo de un dardo certero a la tontería…”.
Difiero con JSHM en cuanto a su escala para medir la inteligencia; los buenos argumentos (resultado más de la reflexión que de cualquier tipo de disparo) son suficientes para poner al descubierto la tontería (y muchas otras cosas). Me parece muy bien que Gladstone, Disraeli y Churchill hayan sido un dechado de ingenio, elegancia e irreverencia, como lo sugiere JSHM, pero quizás no es irrelevante el hecho de que la vida política de estos tres hombres haya tenido como escenario la democracia más longeva del planeta. En todo caso, no veo en qué sentido el insulto es la “salsa indispensable” del debate político o por qué debamos lamentarnos por la pobreza de “nuestra cultura de insultos”. Al contrario, creo que el insulto empobrece dicho debate. Esto me coloca en ese grupo de personas que, según JSHM, se siguen aferrando a “la pudorosa ceremonia de la deliberación racional” y cuyos potenciales reparos rebate por adelantado, considerándolos “pestañeos de la decencia”. El pudor y la decencia no tienen nada que hacer aquí. El “problema” está en otra parte: con base en una idolatría del ingenio (simplista como lo es toda idolatría y detrás de la cual se esconde, aquí sí, un cierto “intelectualismo”), JSHM plantea que la pobreza de la vida democrática mexicana reside en buena medida en la ausencia de esa “saña” y esa “gracia” que caracterizaría a los grandes políticos. La “falta de grandeza” (la expresión es mía) de los políticos mexicanos tiene muy poco que ver con su incapacidad para ser ingeniosos.
Concluyo: la ausencia de insultos está muy lejos de hacer del debate político nacional el “intercambio de lugares comunes, obviedades y expresiones de buena voluntad” que preocupa a JSHM en su editorial. Contra este tipo de intercambio, los buenos argumentos bastan y, agrego, deben seguir bastando; sobre todo en el ámbito de la vida pública.
Roberto Breña se escandaliza por la irreflexión que supone mi apología del insulto. Tras mi diatriba, parece decir, se anhela un torneo de escupitajos. Nada más absurdo. Nada más distante de lo que digo. El (buen) insulto merece defensa como condimento del debate. Así lo sugiero desde el título. Quien coma algo más que verduritas de hospital sabrá que el condimento es un añadido que sirve para agregar sabor al platillo, no para suplirlo. En ningún caso la pimienta sustituye el pollo. No sugiero tirar el argumento a la basura y bañarnos en ajo. Digo que, además del nutrimento, nos vendría bien algo de acidez. ¿Hay idolatría en esa petición?
Es evidente que el debate público tiene sus reglas. También hay pautas para usar el clavo o el jengibre. Si vale reivindicar el valor de ciertos insultos es porque pueden llegar a ser filosos y penetrantes, pertinentes y justificables. También pueden ser tontos, chatos, absurdos, triviales. En todo caso, valdría reconocer que la polémica no se cocina al vapor como quisiera nuestro nutriólogo. Una pizca de sal no ha matado a nadie.