reescribiría los libros de Economía.
Convocado por Prospect, el filósofo de Harvard insiste en contraponer el argumento del mercado contra el argumento moral. La Economía tiende a presentarse como una disciplina neutral y cada vez más mordemos su anzuelo. Por eso el autor de Justicia, reescribiría los manuales de economía para reconectarlos con la tradición moral de la que surgieron autores como Smith, Mill o Marx. El primer decreto de Sandel como soberano del mundo sería prohibir el uso de la palabra «incentivar.
Relacionado:
Josep Ramoneda publica hoy un artículo en El país recuperando las ideas de Claude Lefort. El voto se ha extendido en el mundo pero no ha cultivado la democracia: un régimen de incertidumbre en igualdad. Concluye Ramoneda:
Poco antes de morir, Claude Lefort decía: "Se puede temer un poder que adormece a la sociedad, un poder que no consulta y que reforma sin que haya movilización de los interesados. Se puede temer una sociedad que se deja modelar por una autoridad, lo que antes era impensable". Ya estamos en lo que Lefort temía, es el camino hacia el totalitarismo de la indiferencia.
Otras notas sobre Lefort en el blog…
Herman Melville
No es magnitud, no es majestad:
es forma–el Sitio.
No es anhelo de creación:
reverencia al Arquetipo.
(Pescado acá)
La ceremonia del Premio Cervantes de este año se canceló por la razón que todos padecemos. El poeta catalán Joan Margarit debía recogerlo en la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 23 de abril. No hay fecha aún para la ceremonia. No tenemos que esperar a la fiesta para hablar de él y su escritura. El año pasado, al recibir el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana dijo algo que parece pensado para esta hora: “La poesía y la música son quizá las principales herramientas de consuelo de las que el ser humano dispone en su soledad.” Y enseguida, hermanaba sus dos oficios, arquitectura y poesía, como espacios de socorro: “La seguridad de la casa no está tan lejos de la seguridad del alma.”
El estructurista compara la exactitud de esas labores de lo esencial. Al edificio no puede faltarle un solo ladrillo, una viga. Si la quitáramos, se vendría abajo. Lo mismo puede decirse del poema: si se elimina una sola palabra y no pasa nada, es que no era un poema. El poema existe cuando resulta imposible arrancarle una sola de sus piezas. Pero no es solo la exactitud lo que acerca al poeta con el arquitecto. Es el levantar o nombrar nuestra residencia. Eso resulta su poesía: el espacio que nos guarece o, más bien, que nos consuela.
En su elegía para el arquitecto Roderch de Sentmenat registraba los deberes de la arquitectura: placentera al huésped de paso, nunca estorbosa. “La casa debe ser virtuosa y humilde. Ni independiente ni vana. Ni original ni suntuosa.” Un juego de humildad y osadía. Osadía al escribir, humildad antes y después de hacerlo. Dos artes que han de cuidarse de los antifaces de la belleza. En su poema a Venecia nos previene:
¿Sientes cómo anida, detrás de las fachadas
de los palacios, la vulgaridad?
No seamos, amor, supervivientes.
Que no nos duerma el sueño de los mármoles
y los ladrillos rosa que aparecen
bajo lienzos de estuco desplomado.
Que no vuelva a engañarnos la belleza:
esa raya de moho parece haber salido
del pincel de Bellini al perfilar,
con densos verde oliva, canales estancados
como si fuesen venas de un dios muerto.
Los palacios son máscaras que dicen:
¿Qué son, sin los desastres, la vida y los poemas?
En uno de los terribles retratos de su padre, recuerda que le repetía con desprecio que los poemas no sirven para nada, que sólo el dinero protege del frío de la edad,
Pero en cambio ignoraba
que lo que nos protege es el poema,
que se debe buscar la poesía
por hospitales y juzgados.
Que más tarde
ya acabará también por hablar de la amada.
Poesía solitaria, poesía de pérdidas. El amor que retrata es aquel que ha perdido el mañana. Soy un caracol en concha extraña, dice en algún lugar. La coraza que le resulta ajena es, quizá, el presente. Joan Margarit es por eso un poeta de lo irrecuperable. En su dolorosísimo poemario a la muerte de su hija Joana escribe que lo más parecido a una certeza es que no volverá a verla. “El abismo que nos separa es el abismo del nunca más.” El esfuerzo de la poesía, sostiene en el epílogo de Cálculo de estructuras, es poder vivir con la máxima verdad que podemos soportar: “una línea defensiva contra el terror del mundo.” Es la piel del agua y el rugido de la bestia.
El poeta venezolano Eugenio Montejo escribió un poema recogido en su Fábula del escriba (Pretextos, 2006) donde lamentaba la vida de los pájaros en la ciudad. Pobres aves: asfalto, vidrio, cables alteraban su paisaje natural. Julio Trujillo escribió una réplica. Mutan los pájaros en las ciudades y se adaptan prodigiosamente. Esas palomas cuyo color ya no podemos identificar, son ratas aladas que se alimentan de las ruinas que producimos, tercamente.
Se adapta bien el pájaro y es cínico:
¿no te das cuenta que tu mano cursi,
de la que come sin rubor,
fue adiestrada por él discretamente?
Toda metrópoli, además, se desmorona:
es un festín de migas.
Un pájaro es un bicho,
todos somos,
tenemos lo que hay
–y seguimos volando.
En esas líneas puede encontrarse la clave de las crónicas que Julio Trujillo escribió semanalmente en el diario La razón paseando la ciudad de México. Somos, como esos pájaros, mutantes alimentados de las migajas que produce la aglomeración. El título del libro, Atajos y rodeos (Cal y Arena, 2015), viene de un poema que Bernardo de Balbuena le escribió, desde muy lejos, a la ciudad. El atajo de uno es el rodeo de otro, dice Julio Trujillo adivinando en el viejo poema el atasco de nuestras calles. Lo leo distinto. El atajo es el camino del que lleva prisa, el rodeo es el camino de quien no quiere arribar. Tomamos el atajo más feos o el más peligroso para llegar lo antes posible. Damos rodeos porque disfrutamos perdernos, porque el camino a veces es preferible a la reunión. La ruta y el paseo. Las dos aventuras están en estas crónicas pero prevalece, por supuesto, el gozo del paseante.
El recorrido de estas notas empieza con una pista cualquiera. Puede ser la pregrinación a una cantina o la búsqueda de una mojarra para la tarea de Santiago; puede ser la conversación del taxi, una nota en el diario de la mañana o la tala de un árbol. El cronista observa, escucha, indaga, medita. ¿Qué es un tope? “El punto cero de la civilización. Son embriones de muros, y nada hay más indignante que esos límites concretos levantados ante el fracaso de la política, es decir, de la conversación.”
No le han faltado cronistas a la ciudad de México. Dialogando con una tradición venerable, el cuaderno tiene una frescura peculiar. Es el asombro del poeta lo que distingue este libro de sus muchos predecesores. Lejos de la sociología urbana, el cazador de instantáneas sabe que la ciudad encarna en una torta, en un árbol masacrado, en las guerras del claxon. Estas notas, llenas de información, inteligencia y buen humor, son una celebración creíble de la ciudad. Escritura siempre gozosa. Alfonso Reyes terminó tosiendo con el polvo de aquella ciudad transparente. ¿qué le hicieron a mi alto valle metafísico?, preguntó en su palinodia. Eduardo Lizalde replicó al homenaje de Balbuena con un lamento:
Vengamos mal y tarde,
tenochcas
la afrenta de nuestros destructores.
Julio Trujillo no suelta ahí la pluma para documentar, como tantos otros, nuestra irremediable catástrofe. Es posible que la ciudad merezca todos los insultos y sin embargo, acá andamos: “aquí seguimos nosotros, pájaros de la urbe, volando bajo pero descubriendo rincones respirables, verdes que no han muerto, árboles que no han desaparecido.”
"El monstruo quiere destruirme pero yo lo mataré." La frase la pronunció Andrew Jackson. Se refería al banco central de los Estados Unidos al que, en efecto, logró aniquilar. Curioso homenaje al asesino de su primera vida que la Reserva Federal coloque su efigie en el billete de veinte dólares. Simon Schama habla de compleja relación entre el gobierno y los banqueros a través de la fascinante figura de Jackson en este artículo del Financial Times. En el banco único de emisión el séptimo presidente de los Estados Unidos veía una institución antiamericana encargada de difundir el fraude. En su último discurso a la nación Jackson habló del sistema de papel moneda como una máquina que erosionaba las instituciones democráticas. "Quienes quieren gobernar por la corrupción conocen su poder y están dispuestos a usarlo." El papel alentaba la especulación y la especulación terminaba esclavizando a los ciudadanos.
La dama dorada, el cuadro más famoso de Gustav Klimt encierra una historia extraordinaria o más bien, varias historias extraordinarias. Los misterios de la relación entre modelo y pintor, la exploracíón artística que conduce a la invención de una nueva femenidad, el despojo del arte que acompaña al holocausto y la hazaña de su recuperación. La cinta que dirigió Simon Curtis con las actuaciones de Helen Mirren y Ryan Reynolds se concentra en el cuento menos interesante y lo envuelve con los lugares comunes del cine de abogados. La trivialización de una historia maravillosa.
La cinta cuenta una historia que hemos visto mil veces en mil programas de televisión: un pobre abogado enfrenta y derrota a los poderes a base de tesón y astucia. Arriesga todo, familia, trabajo, comodidad económica por defender sus convicciones…y finalmente triunfa. Nadie daba un quinto por él y al final de la película logra su cometido. Un lugar común encima de otro. Ni la actuación señorial pero mecánica de Helen Mirren logra salvar una película empedrada con un penoso libreto.
La cinta, sin embargo, es una invitación a contemplar de nuevo ese retrato genial que algunos han llamado la Mona Lisa austriaca. La película de Curtis se basa en el estudio de Anne-Marie O’Connor que cuenta la historia del retrato de Adele Bloch-Bauer y que recientemente ha publicado Vaso Roto. El trabajo de O’Connor, reportera del Los Angeles Times y del Washington Post, captura la trascendencia de ese lienzo dorado. Si, como la obra de Leonardo, el retrato de Adele es representación de lo femenino, se trata de la representación de una femenidad deseante. El deseo, pensaba Klimt era la chispa que movía al universo. Esa es la energía que trasmite esa mujer que flota sobre hojas y ojos de oro: el brote del arte, el brote del amor. El crítico Metzger vio en ese cuadro el retrato de una nueva mujer vienesa: “deliciosamente disoluta, atrayentemente pecaminosa, exquisitamente perversa.” La sensualidad bruñida con el oro del arte religioso.
Enorme riesgo corría una mujer de sociedad al entrar a los dominios de ese artista maldito. El pintor que sería descrito como degenerado retrataba a una mujer que también rompía con la hipocresía de la época. Independiente, socialmente comprometida, era vista también como sospechosa. Pero el cuadro no solamente encierra los misterios de la seducción, los complejos vínculos entre la musa y el artista, también contiene en cápsula las controversias estéticas, las tensiones raciales, las amenazas políticas de la Viena de principios de siglo. El libro de Anne-Marie O’Connor logra captar esta atmósfera de experimentos y amenazas, de liberaciones y rencores que se inflaman.
Frente a esa historia, los millones que puede costar el cuadro en una subasta o los laberintos burocráticos de su recuperación resultan francamente intrascendentes. La dama dorada captura la fugaz aparición del deseo entre las celdas de la castidad y el fanatismo. Una obra espléndida, tan insoportable para la burguesía vienesa como lo fue para la dictadura fascista. “La verdad, dijo Klimt, es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder.” La dama de oro, la dama ardiente.