Puede encontrarse aquí el debate entre Cornelius Castoriadis, Octavio Paz, Jorge Semprún y Carlos Barral sobre el sitio del escritor en una democracia. El debate lo introduce Castoriadis de este modo:
Con la escritura “operación silenciosa donde las haya” Octavio Paz quiere combatir el ruido de las disputas y batallas de nuestro siglo. Este ruido no es metafórico y no es simplemente ruido. Es el sufrimiento, la destrucción y la muerte, pero no exclusivamente, los diez millones de muertos de la Primera Guerra Mundial, y los setenta de la Segunda, los del Gulag y los de Auschwitz. El escritor se opone de manera aparentemente irrisoria con su arte a las masacres y la locura colectiva, al ruido que acompaña y ejecuta la muerte.Pero también hay que combatir este ruido, que cobra una forma extrema en la guerra o una forma trivial y aparentemente anodina ruido de las ciudades embotelladas y contaminadas, de los campos de fútbol, de la televisión, porque destruye lo esencial: «el diálogo con el mundo, con el lector y conmigo mismo». El poeta no es sólo el que habla, también el que escucha. Es cautivo de la exigencia de diálogo: diálogo con el lector, frecuentemente anónimo y colectivo, pero a veces, como estos días, lector en carne y hueso. Esta exigencia del diálogo, de hablar y de dejar hablar, de escuchar y de hacer escuchar, es también lo que define, a otro nivel, pero sin deslizamiento de sentido, el medio vital de la democracia.
Simon Schama conversa con el casi vegetariano Bill Clinton para el Financial Times. Para el expresidente, el problema central de la política norteamericana es la victoria de la "ideología" sobre la "filosofía." Está bien ser liberal o conservador. El problema es cuando crees que en tu doctrina están todas las respuestas. En ese momento la realidad se vuelve irrelevante. Sugiere la existencia de otro problema: mientras la economía reclama cooperación y decisión; los medios y la política se inclinan al espectáculo del radicalismo.
En 1798 (ocho años después de publicar el ensayo que comento en la nota anterior), Goethe escribió este poema para condensar metafóricamente las conclusiones de su estudio. Transcribo la traducción de Rafael Cansinos Asséns del primer tomo de las Obras completas publicadas por Aguilar.
La metamorfosis de las plantas
De asombro, amada, llénate esa múltiple mezcla
de abigarradas flores que este jardín adornan;
muchos nombres escuchas y siempre unos y otros,
con vibraciones bárbaras asedian tus oídos.
Semejantes las formas, no son jamás iguales,
y así denuncian toda alguna ley secreta,
algún sacro misterio. ¡Oh amada!, yo quisiera,
poderte descifrar al punto tal enigma.
Repara cuál las plantes, por trámites graduales,
la flor nos dan primero, y luego el fruto brindan.
De la simiente salen, no bien ufana echólas
a la vida la tierra que en su fecundo seno
abrígolas a un tiempo y de las tiernas hojas
la sutil estructura, encomendó el hechizo
de la luz, la luz sacra, eternamente activa.
Sencilla en la simiente la fuerza dormitaba,
un dechado incipiente allí latía, encerrado
en sí mismo, encogido y dentro de su envolutra,
hoja, raíz y germen, incoloros, informes;
tal seco de la vida consérvase el meollo
y germina, ganoso por subir a la suave
humedad de la tierra sus anhelos confía;
y al punto, de la sombra que le circunda, elévase.
Mas sencilla la forma mantiénese al principio,
que también en el reino vegetal niños hay;
solo que luego un nuevo impulso se revela
ascendente y botones sucesivos apila,
sin que empero la forma primordial se nos borre,
que la hojilla siguiente como verás, adopta,
múltiples variedades y ora se extiende, ora
aunque tampoco siempre la misma se conserva,
se encoge o se divide en puntas y porciones,
que en el órgano básico hasta allí descansaran.
Y así es cómo, al fin logra su perfecto remate,
que en castas numerosas de asombro tu alma llena.
Con mil picos y curvas, o explayado en ubérrimas
henchidas superficies, infinito el instinto
y realengo semeja. Pero al punto Natura
con su potente mano esos vuelos contiene
y hacia lo más perfecto blandamente desvía.
Con mesura la savia ministra, el vaso estrecha,
y al punto acción más suave acusa ya la forma.
Retrocede el impulso de los ansiosos bordes,
y los nervios del tallo se plasman por completo.
Aun sin hojas, aprisa se eleva el tierno cabo,
y su forma admirable los ojos nos cautiva.
En círculos después, contadas e incontables,
las hojitas dispónese buscando su pareja.
En torno al eje, el cáliz resuelto ya se eleva,
corona abigarrada ostenta cual remate.
Su engendro ya perfecto. Naturaleza exhibe
y en serie va apoyando unos en otros miembros.
Nueva causa de asombro, no obstante, nos depara
cuando la flor, al fin, sobre esbelto andamiaje
de hojas varias cambiantes sobre su tallo yérguese.
Mas todo ese esplendor nuncio es de creación nueva;
porque el cromado pétalo de Dios siente la mano
y rápido se encoge; y las formas más tiernas
en dos sentidos pugnan, destinados a unirse.
Luego, juntas, las bellas parejitas reposan,
congregadas en torno a ese sagrado altar.
Ronda en tanto Himeneo por allí; de potentes
aromas los raudales lo vivifican todo.
Gérmenes incontables, al punto aislados surgen,
y en el materno seno miles frutos palpitan.
De las eternas fuerzas, el círculo aquí cierra
Naturaleza; pero en seguida uno nuevo
únese al anterior, que a través de los siglos
preciso es que se alargue y estire la cadena,
e igual que el individuo, vida reciba el todo.
Vuelve, amada, tus ojos, al gayo baturrillo;
verás cómo tu mente ya en confusión no pone.
Cada planta ahora anuncia una ley sempiterna;
y cada flor conversa claramente contigo.
Pero si de la diosa escritura aquí aciertas
a descifrar, doquiera con leves variantes,
la encontrarás también siempre en el fondo igual.
Arrástrase la oruga, vuela la mariposa,
cambia el hombre, plasmado, la forma decretada.
¡Oh, repara tan solo cómo el germen vago
del encuentro primero, en nosotros surgiera
esta dulce costumbre; cómo con fuerte impulso
la amistad fue granando en nuestros sendos pechos,
y cómoAmor, al fin, flor y fruto engendrara!
Piensa qué variedad de aspectos y de formas
a nuestros sentimientos prestó Naturaleza.
¡Alégrate también en el presente día!
Porque el amor sagrado por alcanzar se afana
ese supremo fruto de la mental concordia,
en que las cosas muestran un idéntico aspecto,
a fin de que en armónica contemplación se unan
las amantes parejas y fundidas se eleven
de un mundo superior a las altas regiones.
Blanca Varela
Un poema
como una gran batalla
me arroja en esta arena
sin más enemigo que yo
yo
y el gran aire de las palabras
¿Cómo se mide un año? Recupero la pregunta que se cantaba en un musical de hace algún tiempo. ¿Cuántas tazas de café le caben a 526,600 minutos? ¿Cuántas carcajadas? ¿Cuántas quesadillas? ¿Cuántos estornudos, cuántas despedidas, cuántos bostezos, cuántos traspiés? Cada uno tendrá su contabilidad. Pero quizá, más importante que el agregado sea la aparición del descubrimiento único, eso que cuenta no por acumulación sino por intensidad.
Este año me atrapó la sencillez profunda de la música de Valentin Silvestrov
. ECM ha publicado un buen número de grabaciones suyas. Después de oír el primer disco que compré en Gandhi no he parado de buscar todo lo que ha compuesto. Al escucharlo, se entiende por qué Arvo Pärt lo admira como el mayor compositor vivo. El músico ucraniano dice que su música no es música nueva, que no agrega nada a los sonidos del mundo; que es apenas el eco de la naturaleza. Tiene razón: ya ha oído su música quien lo escucha por primera vez. La música, dice él, es “el mundo cantándose.” No es filosofía; es el testimonio sonoro de la vida. Sus bellísimas canciones silenciosas fueron un apartamiento del público frente a la amenaza de la represión soviética. Estuvo dispuesto a cambiar las salas de concierto para defender el sonido íntimo del piano y la voz que de ahí surge. Así se escuchan en las “Canciones Silenciosas
” los versos de los grandes poetas rusos en voz de barítono y piano. La voz se desviste de las imposturas para cantar con la sencillez más pura. No hay ahí afectación operística, sino frescura íntima, profundidad ancestral. No sé cuántas veces habré escuchado “Despedida,” el poema de Taras Shevchenko al que puso música Silvestrov. No se necesita entender ruso para sentir el lamento helado del poema, el adiós a la vida y a la patria a la que se deja viuda. Su “Réquiem for Larissa
”, compuesto en recuerdo de su mujer es una pieza tormentosa y, al mismo tiempo, dulce. Destellos entre la oscuridad más tenebrosa. Fantasmas de Mozart se aparecen mientras las líneas de la voz se interrumpen subrayando la ausencia irreparable. El réquiem de Silvestrov se basa en la tradicional misa de muertos pero cada línea en latín queda incompleta. La frase se interrumpe sin llegar a su final subrayando el vacío. La música se disuelve en viento.
No fue para mí un buen año de cine. La película de Facebook que tantos elogios ha recibido me pareció una cinta sobreescrita sobre personajes que me resultan absolutamente indiferentes. La idea de Inception (sueños en el sueño; vigilia que invade el sueño; sueños que determinan la vida) es fascinante, pero su realización decepciona. Las alucinaciones de la película no alcanzan en ningún momento a ser oníricas. Las ciudades se doblan y se deshacen pero su secuencia sigue siendo la trillada persecución policiaca. No entra el espectador al otro universo del sueño. Me entretuvo el documental de Bansky pero sobre todo, me ayudó a ver la ciudad de otra manera. Del resto de películas que vi, apenas me acuerdo. Sólo resaltaría y con mucho entusiasmo una película que me acompañará por mucho tiempo. La vi gracias a una recomendación de Ernesto Diezmartínez. Es el retrato autobiográfico de la cineasta belga Agnès Varda. Las playas de Agnes es un coqueteo de espejos, de recuerdos, evocaciones lleno de poesía y gracia. La directora octogenaria regresa a la casa de su infancia, se descalza en la arena, registra las arrugas de sus manos, llora ausencias, recuerda amigos. La directora que perteneció a la época de oro del cine francés celebra su vida pero no se celebra a sí misma. Las boberías cuentan en su vida tanto como la Obra. La coleccionista de imágenes camina hacia atrás para festejar su tiempo sin esculpirse en monumento. ¡Cuánta vitalidad en estas imágenes! La escritora, directora y protagonista de la cinta dice en un momento: “Estoy viva. Y recuerdo.”
Como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras, el libro parece un invento insuperable. Lo dijo Umberto Eco y lo suscribe Irene Vallejo en su maravilloso libro sobre la invención de los libros en el mundo antiguo. El libro no se necesita enchufar, no se le acaba la pila, lo podemos llevar con nosotros, no se borra, no nos pide actualizaciones para poderlo leer. Pero el libro no es solamente un admirable dispositivo tecnológico, es también un objeto del deseo.
El infinito en un junco, es la novela de los guardianes. Una narración extraordinaria que relata la hazaña de la preservación de la cultura. Con erudición amistosa, con ritmo y gracia, Vallejo cuenta una de las grandes aventuras de la humanidad. El ensayo ha merecido todos los premios posibles, ha sido un sorprendente éxito de ventas y ha recibido los elogios más entusiastas. Vargas Llosa lo llama, ni más ni menos, una “obra maestra.” Alberto Manguel celebra este conmovedor homenaje al libro que está escrito como una fábula. No hay exageración. El cuento de Vallejo merece toda la aclamación que ha recibido. Es libro admirable por su erudición y su soltura, por la naturalidad y el amor con los que se desplaza por el mundo clásico para conectar con el presente. Son admirables la investigación que hay detrás del libro y la frescura con la que se reconstruye la biografía de un invento.
Más que la historia de la creación literaria, El infinito es la historia de su transmisión y cuidado. Si la especie no se inventa cada día es porque nos cobija la memoria y la imaginación de los siglos; porque ha habido estadistas y piratas, monjas y traductores, artesanos, técnicos y empresarios que han preservado esos artefactos que preservan la llama de la palabra. La invención de los libros, dice la filóloga, “ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder.” Gracias a ellos respira la especie humana. Por ellos se preservan las maravillas de su genio y también los horrores de su delirio.
Todo habrá empezado en algún río de Egipto, hace unos cinco mil años. “El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática.” Retener ese soplo había sido una ambición de siglos. Detener la evaporación de las palabras y los números para dejarlas fijas, para heredarlas. Se experimentó la escritura en el lodo, en el metal, en la piedra. El gran salto fue el hallazgo de un paño blando. Una tela flexible y viva que podía eternizar los dibujos de la tinta. Frente a sus pesados antecedentes, rígidos e inertes, el rollo de papiro era ligero y flexible: un invento hecho para el viaje y la aventura.
Leemos las inscripciones en la fibra de las plantas o en el cuero de los animales. Escribir sobre nuestra piel. El cuerpo es una hoja en blanco que recibe la marca del tiempo. Las arrugas que cosechamos con los años son la escritura de nuestra vida. Irene Vallejo no registra solamente la épica del libro, ese cuento milenario de ambiciones y conquistas, de incendios, robos y escondites. También identifica la vida de los libros como joyas de intimidad. Hedonismo en estado puro: rozar, oler, acariciar un libro. Deleitarse con el goce sensual de un arte palpable. Erótica de la transmisión.
Extraña costumbre la de los poetas que toman notas de todo. En tiempos del Ipad siguen buscando cuadernos de buen papel, sacándole punta al lápiz o entintando su pluma. El fetichismo del cuaderno. Su hábito es compulsivo, como morderse las uñas. ¿Por qué escribir en una libreta lo que surca su cabeza? Porque no se puede confiar en la memoria, dice el poeta Charles Simic. La idea más profunda de cada poema, agrega, es que menos es más. Por eso los poetas son los anotadores ideales. Leyendo a los poetas me convenzo de que la mayoría de los ensayos, los cuentos o las novelas mejorarían si se redujeran a un manojo de oraciones. En la libreta que tituló El monstruo ama a su laberinto, (Ausable Press, 2008) anota cosas como éstas:
“He dedicado mi vida a hacer una pequeña verdad hecha de una infinidad de errores.”
"El poeta ve lo que el filósofo piensa."
“La estupidez es el condimento secreto que los historiadores tienen problemas para identificar en esta sopa que seguimos sorbiendo.”
“Soy miembro de esa minoría que se rehúsa a ser parte de una minoría oficialmente reconocida.”
“Religión: transformar el misterio del Ser en una figura que nos recuerda a nuestro abuelo sentado en la bacinica.”
"Poema corto: sé breve y dinos todo."
"Finalmente una guerra justa. Todos los muertos inocentes deben considerarse suertudos."
"La Gestapo y la KGB también creían que lo personal era político. La virtud por decreto era su otra creencia."
"La eternidad es el insomnio del Tiempo. ¿Alguien dijo eso o es una idea mía?"
"Nueva York es un sitio demasiado complicado para un solo dios y un solo diablo."
"La ambición de la teoría literaria de hoy parece ser encontrar el modo de leer literatura sin imaginación."
“Para los amantes, hasta el nombre de pila es poesía.”
"Una teoría del universo: el Todo es mudo, las partes gritan de dolor o a carcajadas."
"Adoro el dicho de Mina Loy: ningún hombre con una vida sexual satisfactoria se convirtió en censor moral."
"El nacionalismo es el amor al olor de nuestra mierda común."
"Una película de horror para vegetarianos: Salchichas grasientas cayendo del cielo a su sopita de verduras."
"Deidades momentáneas, así es como los griegos–creo–concebían a las palabras."
"La poesía y la filosofía producen lectores lentos y solitarios."
"Mi queja del surrealismo: adora la imaginación por vía intelectual."
"Enterrador: la verdad es oscura bajo tus uñas."
"La belleza de un momento fugaz es eterna."
“Quisiera mostrarle a los lectores que las cosas más familiares que los rodean son ininteligibles.”
“Entre la verdad de lo que se oye y la verdad de lo que se ve, prefiero la silenciosa verdad de lo visto.”
“Crear algo que no existe pero que, tras haber sido creado, parezca como si hubiera existido siempre.”
“Nota a los historiadores del futuro. No lean el New York Times. Lean a los poetas.”
Nikolaus Harnoncourt, el extraordinario director que ha muerto recientemente, estuvo muy lejos de aquella tradición del conductor autocrático que tiraniza a su orquesta. Colega de sus músicos, buscó junto a ellos las claves de la música antigua y la reciente. El único maestro que reconozco, dijo alguna vez, es mi peluquero. Fue, por supuesto, un gran maestro. Y lo fue en dos sentidos. Un director excepcional y un académico riguroso que nos enseñó a interpretar y a escuchar la música. Su huella está en el recuerdo de sus conciertos, en sus medio millar de grabaciones. Está también en su pedagogía, en su pensamiento, en su crítica al modo de acercarse a una partitura.
A mediados del siglo fundó Concentus Musicus, un grupo que cambiaría por siempre la manera de aproximarse a la música medieval y renacentista. El ensamble al que dio vida era más que un grupo de virtuosos. Era, en algún sentido, un colegio dedicado a rescatar música olvidada y a restaurar el brillo de una música adulterada por la ignorancia y los prejuicios del presente. Mucho le debemos en la recuperación de esos instrumentos que fueron siendo arriconados en los museos. Gracias a su exploracíón, revivieron las cuerdas y los alientos que tenían en mente Mozart y Haydn al componer Más importante que esa reincorporación de los instrumentos de época fue quizá su propuesta para tocarlos.
La intepretación de la música antigua llamaba al estudio de una cultura, a la comprensión de un lenguaje distinto al nuestro. Harnoncourt propuso un regreso al origen: no traer la obra al presente sino desplazarse a su cuna. Interpretar con fidelidad la obra era la mejor manera de imprimirle fuerza, dignidad, vida. Su ambición era acercarse, en la medida en que eso fuera posible, a la intención del compositor. Pero no era un siervo del pentagrama. Para descifrar los propósitos de las cantatas de Bach no era suficiente leer la partitura. Era necesario estudiar su vocabulario y las convenciones que gobernaban su escritura. El director no era un anticuario que creyera en la posibilidad de una fidelidad absoluta. Podría haber ejecuciones históricamente impecables y musicalmente muertas. Si hubiera que elegir, Harnoncourt no tenía duda: antes la vida de la música que la sorda lealtad a las notas. El erudito lo escribió así en La música como discurso sonoro, editado por Acantilado: “los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidac con una profunda sensibilidad musical.”
En el discurso que pronunció al recibir en 1980 el Premio Erasmo defendió el valor de la música en nuestra vida. No creía en el arte como decorado de la vida sino como el lenguaje que la interrogaba hasta su raíz. Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa, dice, la música era un pilar de la cultura. Hoy se ha convertido en entretenimiento, ornato. Nunca habíamos tenido tanta música a nuestro alcance, nunca había ocupado un lugar tan irrelevante: un pequeño y breve adorno en nuestra vida. Rechazaba el retorno a la música antigua como un simple anhelo de belleza. Entendía que la belleza era sólo una de las dimensiones culturales de la música. La música cautiva, inquieta, conmueve. No es accesorio sino fundamento de la vida: “Todos necesitamos la música, concluía aquel discurso, sin ella no podemos vivir.”
Tony Judt murió con la tristeza de saber que logramos el propósito en el que nos empeñamos tercamente: desentendernos el pasado reciente. Nos decidimos olvidar las lecciones del siglo XX. Así empezamos el XXI, como si la historia reciente fuera un estorbo. Una de sus últimas empresas intelectuales fue conversar con su colega Timothy Snyder y repasar justamente esa centuria. Judt, quien ya no podía escribir por la parálisis que lo inmobilizaba progresivamente, podía todavía comunicarse con su joven colega y hablar de las guerras y las persecuciones, las disputas intelectuales, las desgarraduras, las grandes alianzas, las conquistas de la convivencia. Desde esa conversación he visto a Snyder como el continuador de la obra de Judt. Su panfleto antitrumpiano es precisamente un rescate de las lecciones de ese siglo olvidado. Para enfrentar a los fascistas había que cuidar las reglas, defender la verdad, involucrarse en política, cuidar la palabra. En aquel librito de Snyder no solamente se escuchaba a Judt sino también el eco de sus influencias más profundas: Arendt, Orwell, Camus, Kolakowski.
Snyder ha publicado en estos días un libro tan breve y tan potente como el anterior. No es solamente un manifiesto, sino también un diario personal, la crónica personalísima de un hombre que se acerca a la muerte. A finales del año, mientras daba alguna conferencia sobre la acechanza de los tiranos en el mundo, cayó enfermo. Durante semanas fue de una ambulancia a otra, de la sala de emergencias a terapia intensiva, del coma a la convalecencia. Pudo haber muerto y de esa experiencia ha escrito un libro valiosísimo sobre la tragedia sanitaria de nuestra era. Nuestra enfermedad: lecciones sobre la libertad desde un diario de hospital, sería la traducción del libro que acaba de publicar.
Si su panfleto contra la tiranía abordaba las amenazas políticas a la libertad: la corrupción de las instituciones, la perversión del debate público, la muerte de la verdad, en este texto aborda las amenazas sanitarias a la democracia: la desigualdad en el acceso y en el trato, la mercantilización de los tratamientos, los engaños. La enfermedad nos resta libertad; la falta de libertad nos enferma. La inmersión en los hospitales, dice Snyder, me ha permitido pensar de manera más profunda sobre los desafíos de la libertad en nuestro tiempo.
Aunque enfatiza que su manifiesto es una denuncia dirigida al desastre sanitario de los Estados Unidos, no podemos dejar de sentirnos identificados con lo que describe. Siguiendo la pista de Judt sobre la gran hazaña de bienestar que emergió de la posguerra, el historiador de Yale advierte, contra el dogmatismo libertario, que “los derechos individuales requieren un esfuerzo colectivo.” El historiador de las peores atrocidades del siglo, el hombre que ha recabado miles de testimonios del holocausto y ha documentado los horrores del gulag, no dejaba de ver sombras de esa inhumanidad en el mercado de la salud. Si no hay un proyecto de exterminio, hay una losa de indiferencia que nos exhibe moralmente enfermos y que, al tiempo que salva a unos, condena a la muerte a muchos otros.
Si la libertad es individualidad, necesita solidaridad. “Ninguno de nosotros es libre sin ayuda.”
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