y lo festeja con dos videos. El primero es dirigido por Errol Morris y lleva la música de Philip Glass. El segundo presenta la historia de la compañía a través de 100 nacimientos: 100 x 100,
y lo festeja con dos videos. El primero es dirigido por Errol Morris y lleva la música de Philip Glass. El segundo presenta la historia de la compañía a través de 100 nacimientos: 100 x 100,
Hace casi medio siglo Hannah Arendt presenció el juicio a Adolf Eichmann y escribió un reportaje sobre el proceso para el Newyorker. Poco tiempo después se publicó como Eichmann en Jerusalén. El texto se convirtió en uno de los ensayos filosóficos más perturbadores del siglo XX. Arendt se sorprendió al escuchar el testimonio de este hombre acusado de conducir al exterminio a cientos de judíos. No era el villano que esperaba sino un burócrata gris. De ahí que se refiriera a él como una rueda más de un engranaje administrativo, un hombre que representaba la "banalidad del mal." El podcast más reciente de "Grandes ideas" del Guardian se dedica precisamente a esa polémica noción de Hannah Arendt. El diario acompaña la emisión con un ensayo de Elisabeth Young-Bruehl, autora de un valioso trabajo sobre Arendt.
La filósofa Judith Butler escribe también sobre ese ensayo clásico. El argumento central de Arendt es que el nazismo logró someter el pensamiento. Lo que Hitler banalizó fue el fracaso del pensamiento. Para Arendt, dice Butler, no pensar puede ser genocida.
El periódico Reforma ha publicado hoy este comentario de Iván Martínez Bravo a mi artículo contra la felicidad. Aquí lo transcribo:
Contra el desconocimiento de la felicidad
Hay un desconocimiento grande sobre la importancia de medir el bienestar subjetivo (mejor conocido como felicidad) y su utilidad en el diseño de políticas públicas. Se argumenta con lugares comunes que a estas alturas resultan más bien ingenuos, pues pertenecen a debates rancios, ya superados dese hace tiempo. Aclaremos tres, presentados en este diario en la columna “Contra la Felicidad” del 28 de octubre.
Ahí se pone en duda el hecho de que la felicidad se puede medir. La felicidad sí se puede medir y también los factores que influyen en ella. Hay un cuerpo vastísimo de bibliografía y evidencia contundente al respecto.[1] La felicidad no es un concepto acientífico, ni absolutamente inasible, se puede medir -muy confiablemente- y ya se mide desde hace años.
Hoy, contraponer la felicidad y el ingreso resulta anacrónico. Con frecuencia, se ironiza con frases del estilo: “¿Qué importa nuestra miseria si somos tan felices?” Lo que esto indica, y que muchos expertos no alcanzan a ver, es que estamos desatendiendo muchos otros factores que explican la felicidad de una persona y nos estamos concentrando en -y sobrevalorando- uno solo: el ingreso. No está mal una persona que tenga pocos ingresos y aún así no se sienta infeliz, está mal el experto que no logra entender por qué esta persona puede sentirse feliz. El dinero es una variable importante, por supuesto, pero no es la única ni mucho menos la más importante.
Se asume, equivocadamente, que el estudioso del bienestar propone que es responsabilidad del Estado «brindar» felicidad al pueblo. Error: ningún científico social serio que estudie el bienestar subjetivo ha propuesto que esto sea responsabilidad del Estado. Eso no es posible: la felicidad es una experiencia personal. Una experiencia que involucra, sobre todo, factores cognitivos y factores emotivos, y que ocurre dentro de los distintos ámbitos que conforman la vida de una persona: el familiar, el laboral, el de la salud, etc.
La felicidad de la gran mayoría de las personas aumenta cuando su salud es buena, cuando cuentan con habilidades para enfrentar problemas y comprender el mundo, cuando disponen del tiempo necesario para convivir con sus seres queridos, cuando están satisfechas con su trabajo, y muchos etcéteras. La responsabilidad del Estado está en diseñar políticas públicas para que todo esto ocurra, generar las condiciones para que la experiencia de bienestar (ser feliz) tenga lugar, mas no “otorgar” felicidad al pueblo.
Sólo teniendo en cuenta que el bienestar de las personas se explica por muchas otras variables además del ingreso podremos diseñar políticas públicas que incidan verdaderamente en su felicidad.
Iván Martínez Bravo
Imagina México A.C.
[1] Una revisión clara de estos hallazgos se encuentra en el capítulo 3 de Rojas y Martínez (coord.), Medición, Investigación e Incorporación a la Política Pública del Bienestar Subjetivo: América Latina, México, Foro Consultivo Científico y Tecnológico A.C., 2012.
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En aquel artículo escribí:
Hay algo muy contemporáneo en el risible viceministerio (el de la felicidad instaurado por el gobierno venezolano) porque desde hace un tiempo la felicidad se ha convertido en una industria académica y en alimento cotidiano del discurso público. Hay instituciones empeñadas en medir la felicidad, como si ésta fuera mensurable. Hoy amanecí 28% más feliz que ayer pero 14% menos feliz que mi vecino. El barrio está detenido desde hace dos meses en su Índice de Felicidad Integral. Parecerá broma pero hay economistas que se empeñan en la contabilidad. Alguno seguramente se ofenderá al enterarse de que esa necedad aritmética se pone en entredicho. Hay muchos papers que documentan nuestra metodología, responderán…
Iván Martínez Bravo responde que la ingeniería de la felicidad es seria… porque hay un «cuerpo vastísimo de bibliografía» sobre el tema. Entiendo que existen indicadores del bienestar pero insisto en que la felicidad es inconmensurable y que no depende de la satisfacción de un listado de condiciones objetivas. Una persona puede ser saludable, gozar de tiempo libre para convivir con la gente a la que quiere, dedicarse a un trabajo estimulante y ser, al mismo tiempo, profundamente infeliz. Que la política pública busque promover el bienestar es sensato. Que se crea con capacidad de cultivar felicidad es un despropósito. Sigo creyendo que sólo el individuo–y en el terreno más recóndito de su conciencia–puede ser juez de su felicidad.
Aquí puede accederse a la página de Imagina México AC.
El episodio de la portada es una cápsula de los embates contemporáneos al humor. Si la modernidad era una apuesta de la razón, lo que quiere sustituirla es una apuesta de la sensibilidad. Postergar el juicio y adelantar el sollozo. Sustituir la reflexión por la indignación. Se nos invita entonces a sacrificar una forma de inteligencia ácida que no puede dejar de ser combustible. No es casualidad que los malhumorados sean frecuentemente tontos. Son incapaces de percibir el doblez del humor, las sutilezas que se esconden detrás de lo notorio, el pellizco que se disimula en el cojín. Por ello la tontería de lo correcto nos convoca a una solemnidad permanente: esto no es chistoso nos dicen muy señudos. Todo lo que pensamos, todo lo que decimos, todo lo que escribimos, todo lo que dibujamos debe pasar la prueba de la ofensa. ¿Hay alguien en el mundo que pueda sentirse ofendido? Si alguien levanta la mano y dice: esto me lastima, esto me desacredita, esto me hiere, debemos callar.
Es preocupante que seamos cada vez más incapaces de entender el mecanismo de la sátira. Gary Kamiya apuntaba que lo que revela la irritación generada por la caricatura es la muerte del sentido del humor de los liberales norteamericanos. El asunto rebasa, por supuesto, las fronteras de los Estados Unidos. Nos amenaza un imperio de literalidad que pone en peligro la ironía. Nos amenaza también un imperio de sensibilidad que pone en peligro el sentido común.
A los doctores de mi padre, con gratitud
En 1931, Alfonso Reyes escribió un mensaje a su médico ideal. Era un informe de los tropiezos de su salud y, al mismo tiempo, una descripción de ese doctor ideal. No le pedía infalibilidad, lo que buscaba en su médico era sabiduría y diálogo. El doctor en el que podría confiar era el estudioso que estaba al tanto de las novedades la ciencia, y que pudiera gozar la alegría de nombrar con precisión un síntoma. Habría de ser, también, un profesional dispuesto a colaborar con el enfermo. Mi médico, decía Reyes, ha de resignarse a “trabajar conmigo, a explicarme lo que se propone hacer conmigo y lo que piensa de mí, a asociarme a su investigación.” No aceptaba ser tratado como depósito de órganos dolientes. “El médico que no cuente con mi inteligencia está vencido de antemano: el que quiera curarme sin contar con mi comprensión que renuncie. Lo que no acepte mi mente, difícilmente entrará en mi biología.”
Reyes se consideraba un “buen enfermo,” un enfermo “de tinta débil.” Atento a los mensajes de cada órgano, buen ayudante de los médicos, disciplinado para el trago de las pociones, y, sobre todo, con poco ánimo para la queja. Un paciente paciente. Creía que, cuando el mal llegaba a su cuerpo, atenuaba sus agravios habituales. Estudiando el efecto que en él tenía la enfermedad, proponía a los estudiantes de medicina una clasificación de temperamentos. Por una parte, existían temperamentos espesos donde la enfermedad echa raíces y es frondosa, imponiendo el dolor en todos los tejidos del cuerpo. Por la otra, temperamentos delgados que reciben la enfermedad apenas como un parásito leve que flota sobre el cuerpo. Si mis enfermedades no han sido todas benignas, han sido, por lo menos, bien educadas, decía. La cortesía de Reyes se imponía hasta en sus dolencias.
Algunos escuchaban sus detallados relatos de enfermedad como si fueran regodeos en el dolor. No era miedo ni sufrimiento lo que expresaba: era la necesidad de registrar todo el arco de su experiencia con palabras, era el afán por nombrar la secuela de los virus, el banquete de las bacterias. Era también una forma de registrar el impuesto del tiempo sobre la vida. Reyes percibía la “lenta, insensible corrosión que cada segundo operaba en el ser.” Lo que hoy es una capa de polvo en las venas, mañana será un barniz, y al fin, el tapón de la asfixia. El primer dato que debía registrar su historia clínica era su peculiar metabolismo literario. Ignacio Chávez, habría que advertirlo, veía menos colaboración en el paciente parlanchín. Nunca sé cómo se siente porque, cuando le pregunto, me responde con pasajes de Góngora.
En el relato de sus infartos, Alfonso Reyes sigue la lección de Montaigne: el sabio sabe extraer las lecciones de la mortalidad. Solo la sombra de la muerte abre la puerta de lo crucial. La amenaza despeja nuestra visión del mundo, dice: las cosas encuentran una nitidez que los vapores de la salud empañan. Ante el peligro del fin, el ojo se limpia y puede ver lo que permanecía oculto. Y así observa quienes han sido los guardianes de su vida: el cinismo y el estoicismo; “pero sin olvidar la cortesía como brújula de andar entre hombres.” La enfermedad pulió los imanes morales de su vida: verdad y dignidad. “Un mínimo de verdad: cinismo; un máximo de decencia: estoicismo. Con eso basta.” Una lección adicional sacaba Reyes al saber que vivía con el corazón como un jarrito rajado. No se le ofrecía la filosofía helénica sino una visión: mientras convalecía soñó que llegaba al cielo y veía a San Pedro abriendo el libro de registros. En el momento, un ángel le dijo: este pobre hombre tiene una obra a medio escribir. Apenado con la suerte del escritor, el viejo se dispuso a prorrogar el permiso de turismo en la tierra. Por eso, decía Reyes, no termino un libro sin comenzar el siguiente.
El hombre ha dedicado su inteligencia a dos propósitos, decía Bertrand Russell en un ensayo famoso. Por una parte, ha tratado de exprimr el mundo para su ventaja. Para ello ha inventado herramientas, ha diseñado estrategias para la conquista de otros y técnicas para el dominio de la naturaleza. Pero no es ese el único propósito de la razón. El hombre también la ha empleado para cuestionar esos deseos. Más allá de la utilidad, buscar sentido. La filosofía aparece así como una piedra en el zapato de la ambición. Es una pausa para dudar de las ilusiones compartidas. En su ensayo sobre la importancia de las humanidades, el intelectual italiano Nuccio Ordine evoca un pasaje de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Recuerda el diálogo que sostiene Marco Polo con Kublai Kan, en el que el explorador expone una idea de la salvación. “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos juntos Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.”
Esa es la tarea de la educación humanística: reconocer lo que escapa del infierno. Esa es la misión del profesor: más que trasmitir conocimiento, compartir el valor del conocimiento, de la duda y del diálogo. Esa ha sido la labor de Rodolfo Vázquez, el gran patrono de la filosofía del derecho en México y a quien el ITAM acaba de reconocer como Profesor Emérito. Autor de una obra extensa y rigurosa, Rodolfo Vázquez ha sido también un generoso editor y un incansable animador intelectual. Ha puesto en contacto a la academia mexicana con los grandes maestros de la disciplina, ha llevado a la imprenta obras clásicas y contemporáneas y ha animado incontables conversaciones y debates sobre los asuntos más quemantes de nuestro tiempo. Fundó Isonomía, una revista extraordinaria que sigue entregando puntualmente lo mejor de la producción académica en filosofía del derecho que se publica en nuestro idioma.
En el discurso que pronunció al recibir el emeritazgo, Rodolfo Vázquez subrayó tres hilos que han orientado su idea docente: la razón, la memoria y la indignación. Vale la pena detenerse en ellas. Por una parte, llama a defender una perspectiva laica. En un mundo que se entrega a los dogmatismos, sean estos políticos, religiosos o económicos, la universidad debe someter toda idea a prueba. El filósofo del derecho llama a no someterse jamás a las invocaciones de autoridad, las imposiciones de lo sagrado, o las comodidades de lo popular. Toda idea merece examen.
Una universidad no puede producir expertos desconectados de su tiempo. El rigor del razonamiento debe acompañarse de cierta humildad: reconocimieno de que la ciencia, por más perfecta que la imaginemos, nunca basta. Por ello Rodolfo Vázquez invoca los deberes de la memoria. Rastrear los caminos recorridos para saber de dónde venimos y cuál es el sitio que ocupamos. El diálogo del saber debe comenzar como una conversación con las circunstancias. Quien quiera transformar la realidad debe estar dispuesto a aprender de la realidad antes de atreverse a prescribirle recetas.
Disciplina intelectual y atención al entorno, también indignación, una forma de plantarse frente a lo inaceptable. Ningún universitario puede permanecer impávido frente a la perversión de nuestra vida pública, no puede ser indiferente frente a la desigualdad y la corrupción. Toda empresa educativa es, al final del día, aprendizaje de ciudadanía: la tarea de pensar, de pertenecer y de actuar.
En el número más reciente de Letraslibres, esta nota sobre Ayaan Hirsi Ali.