Número, de Marion Bataille:
¿Hay razones para censurar la burla de lo que otros consideran sagrado? Andrew F. March lo examina en el blog de filosofía del New York Times. March, autor de un libro sobre el islam y la ciudadanía liberal y de un trabajo sobre la
libertad de expresión y lo sagrado, argumenta que, más allá del principio de la libertad y de la sensibilidad, debemos atender los conflictos que puede generar ese discurso y el deber de cuidar ciertas relaciones sociales y políticas.
En el blog filosófico del New York Times se publica una entrada sobre el amor y la muerte en la que Todd May reflexiona a partir de la película Groundhog day. La intensidad que asociamos al amor romántico exige futuro. Esa intensidad es, por supuesto, intensidad en el presente, pero también apunta a un destino. Si estuvieramos atrapados en el mismo día (como en la cinta) su pasión se diluiría. Por eso el amor romántico necesita a la muerte.
Por segundo año consecutivo, Freedom House define a México como un país sin prensa libre. Durante varios años, la organización había registrado una mejora sistemática en el clima del debate, la crítica y el periodismo en México. Todos somos testigos de una paulatina apertura en la prensa nacional, de la desaparición de los viejos tabúes, del crecimiento de medios independientes. Pero ese progreso se detuvo en el 2010. A partir de entonces, las condiciones para ejercer el periodismo han empeorado gravemente. El crimen intimida y las instituciones que deben proteger no lo hacen. Así lo muestra el estudio de Freedom House que nos coloca en compañía de Venezuela y Cuba en materia de libertad de prensa. Ser periodista en muchas partes de México es una profesión de altísimo riesgo. Estos últimos días hemos visto agresiones mortales a periodistas que no podrían ser ignoradas. De acuerdo a Reporteros sin Fronteras, no hay país en el continente más peligroso que el nuestro para dedicarse a las tareas de la libreta, la cámara y la grabadora. El panorama es trágico: México es uno de los cinco países más hostiles al periodismo en todo el mundo.
“Silencio forzado,” un revelador informe de la organización Artículo 19, describe con detalle las agresiones que los periodistas mexicanos han sufrido en los últimos meses. Artículo 19 coincide en describir un fenómeno alarmante: la violencia contra los periodistas ha aumentado escandalosamente ante la mirada inepta o cómplice del poder público. La violencia criminal ha silenciado a la prensa pero también la ha ocupado. La seguridad de los periodistas está en riesgo pero también la integridad de las redacciones donde se libra un combate por los mensajes que los criminales quieren enviar al gobierno, a sus enemigos, a la sociedad. La respuesta de las instituciones públicas ha sido declarativa y burocrática: solidarizarse verbalmente con las víctimas de las agresiones y crear oficinas.
Que el periodismo se haya convertido en una actividad de alto riesgo es una de las pruebas del grave retroceso político de México. Nuestro empeño por regresar a la barbarie se retrata en las estampas de la muerte que cotidianamente la prensa despliega de manera grotesca pero se refleja, principalmente, en todo aquello que no conocemos, todo aquello que logra ocultarse, todo aquello que ha sido efectivamente silenciado. Si hay territorios que el crimen organizado ha hecho suyos es porque ha logrado imponer su imperio sobre el Estado y porque ha conseguido esconderse a la prensa. El Estado mexicano falla al no castigar pero también al no proteger. Es claro que muchos periódicos locales han decidido no informar sobre la violencia de su entorno. Ante las amenazas, ante la intimidación, han decidido callar. Se entiende: nadie les pide que hagan de su vida una ofrenda. En el desamparo, la autocensura es una medida de sobrevivencia. Ninguna sociedad puede pedir heroísmo a sus miembros.
Lo visible, lo que discutimos abiertamente, lo que celebramos o nos indigna todos los días se acompaña de una sombra extensa e imprecisa. Es la mancha de lo oculto. Todos los crímenes que permanecen escondidos porque los periodistas no se atreverían a tomar nota de ellos; todos los delitos que la prensa no podría relatar; todos los atracos inmencionables. A la primera impunidad, la que todos conocemos, le sigue una segunda que la refuerza. Falta el castigo pero también falta el relato. Falta ley y perdemos pistas de la verdad. Que el crimen le haya declarado la guerra a la prensa es una de las ramificaciones más siniestras de estos años. No lo digo porque crea en víctimas privilegiadas: lo digo por la función pública del periodismo, por su importancia en tiempos de miedo y confusión. Una sociedad sin prensa libre (de la censura política, de la intimidación criminal o de los intereses comerciales) es una sociedad ciega y sorda.
El crimen impone su violencia, corrompe y somete a las fuerzas de seguridad, intimida negocios, extorsiona familias. Y encima de ello impone silencio a la prensa. El círculo del crimen parece perfecto: un Estado incapaz de aplicar la ley, una sociedad amedrentada y una prensa desamparada. No hay mayor victoria del crimen que la oscuridad que ha ganado a punta de amenazas, ataques y muerte.
Sartre, Glucksmann, Aron
André Glucksmann murió el lunes previo a los ataques parisinos. Dedicó buena parte de su vida a luchar contra esas abominaciones. No dudó en definir la cuestión de nuestro tiempo como la guerra entre la civilización y el nihilismo. Leerlo tras la matanza reciente adquiere otro sentido. En Occidente contra occidente (Taurus, 2004) describió al enemigo como un adversario disperso y amorfo pero no menos terrible que las peores tiranías del siglo XX. “Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores.”
Radical en el 68, brevemente maoista, se convirtió pronto a la causa antitotalitaria. No dudó en renegar de sus convicciones previas y aliarse a los monstruos de su juventud. Votó por Sarkozy, apoyó la invasión de Irak. Si fue un traidor lo fue con orgullo. Es cierto: no dudó en romper sus apegos para defender a los balseros de Vientam, a los chechenos, a los gitanos, a los musulmanes que son las primeras víctimas del fanatismo. Traidor porque nunca aceptó el compromiso con la idea previa como excusa para ignorar la realidad. Intelectual es quien acepta la soberanía de la reflexión sobre los chantajes de la lealtad. Oficio de soledad. Desde 1975 había roto con el marxismo con un ensayo al que tituló La cocinera y el devorador de hombres. Cualquiera (hasta una cocinera) gobernaría bien si siguiera los principios del comunimo, llegó a decir Lenin—sin mucha aprecio por los cocineros. Los platillos que salen de esa estufa, respondería Gluckmann, son intragables. Fiel a su recetario, el chef prepara trocitos de carne humana.
¿Cómo debe traducirse a Sófocles cuando lamenta la condición humana? “¡Cuántos espantos! ¡Nada es más terrorífico que el hombre!” Mientras Lacan cambia “terrorífico” por “formidable,” Hölderlin elige “monstruoso.” Glucksmann quizá diría “estúpido.” Nada tan estúpido como el hombre. A la estupidez dedicó un ensayo donde afirma que el hombre es el único animal capaz de convertirse en imbécil. Vio en la estupidez el principio creativo de la nueva política. No era una simple ausencia de juicio, sino una ausencia decidida, orgullosa, conquistadora. Una estupidez arrogante. Gracias a ella, nuestra cultura se empeña en cegarse. Cerrar los ojos voluntariamente, desear el olvido, negar lo evidente. En Jacques Maritain encontró la palabra pertinente: excogitar. Se refería al anhelo disciplinado y tenaz de arrancarnos los ojos. Decidir no pensar, no ver. Apostar por la ignorancia. Todos somos más o menos miopes, pero hace falta esfuerzo y tribu para cancelar el deber de confrontar lo evidente. A eso invitaba Glucksmann, el pesimista.
No fue un pacifista. “Quien se niega a emprender una guerra que no puede evitar, la pierde.” Había que encarar el conflicto y reconocer el peligro. El crimen en Alemania fue ser judío. El crimen hoy es estar vivo. Los fanáticos creen que todo les está permitido y deciden permitírselo: volar un rascacielos, explotar un avión, destruir cuidades milenarias, masacrar a quien sea. Los nihilistas encuentran sentido solamente en la destrucción, en la muerte, en el exterminio. Citaba una terrible línea de Nietzsche: “Mejor querer la nada que no querer nada.”
Glucksmann vio su vida como la prolongación de un berrinche infantil. Al finalizar la guerra, el niño judío se resistió, gritos y pataletas, a unirse al festejo. Sabía desde entonces que el baile proponía el olvido. A no olvidar, a temer, a hacer frente, se dedicó desde esa rabieta.
John Gray lee el nuevo libro de Eric Hobsbawm sobre Marx y sus ideas. Gray discrepa del marxista: nunca habían sido más marginales las ideas políticas de Marx. Para Gray, el historiador riguroso y profundo que es Hobsbawm dice muy poco sobre la historia del comunismo en el "corto" siglo XX. Mientras Hobsbawm sigue reivindicando los poderes proféticos de Marx, Gray duda de ellos. El autor de El capital nunca imaginó la resistencia del nacionalismo ni el resurgimiento de la política religiosa. Lo que sí vio Marx, dice Gray, es el carácter revolucionario del capitalismo: una fuerza transformadora que terminaría por consumir a la civilización burguesa.
El New Statesman también publica una entrevista con Hobsbawm.
El episodio de la portada es una cápsula de los embates contemporáneos al humor. Si la modernidad era una apuesta de la razón, lo que quiere sustituirla es una apuesta de la sensibilidad. Postergar el juicio y adelantar el sollozo. Sustituir la reflexión por la indignación. Se nos invita entonces a sacrificar una forma de inteligencia ácida que no puede dejar de ser combustible. No es casualidad que los malhumorados sean frecuentemente tontos. Son incapaces de percibir el doblez del humor, las sutilezas que se esconden detrás de lo notorio, el pellizco que se disimula en el cojín. Por ello la tontería de lo correcto nos convoca a una solemnidad permanente: esto no es chistoso nos dicen muy señudos. Todo lo que pensamos, todo lo que decimos, todo lo que escribimos, todo lo que dibujamos debe pasar la prueba de la ofensa. ¿Hay alguien en el mundo que pueda sentirse ofendido? Si alguien levanta la mano y dice: esto me lastima, esto me desacredita, esto me hiere, debemos callar.
Es preocupante que seamos cada vez más incapaces de entender el mecanismo de la sátira. Gary Kamiya apuntaba que lo que revela la irritación generada por la caricatura es la muerte del sentido del humor de los liberales norteamericanos. El asunto rebasa, por supuesto, las fronteras de los Estados Unidos. Nos amenaza un imperio de literalidad que pone en peligro la ironía. Nos amenaza también un imperio de sensibilidad que pone en peligro el sentido común.
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.