Instrumentos de escritura; basureros y tijeras; fotografías y ventanas. The Guardian publica una carpeta de los cuartos de grandes escritores ingleses. Aquí el lugar donde George Bernard Shaw se escondía de la gente para poder fastidiarla.
Instrumentos de escritura; basureros y tijeras; fotografías y ventanas. The Guardian publica una carpeta de los cuartos de grandes escritores ingleses. Aquí el lugar donde George Bernard Shaw se escondía de la gente para poder fastidiarla.
Penúltimosdías publica una traducción al ensayo que registré ayer: "Adiós a la era de los periódicos (bienvenida una nueva era de corrupción)". La traducción es de Juan Carlos Castillón.
A José Emilio Pacheco, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El anuncio del merecidísimo premio me atrapa leyendo su traducción del Informe sobre la ciudad sitiada, de Zbigniew Herbert. Éstas son sus primeras líneas:
Demasiado viejo para empuñar las armas y pelear como otros
bondadosamente me dieron el grado inferior de cronista
registro no sé para quienes la historia del asediose supone que debo ser exacto pero ignoro cuándo empezó la invasión
hace doscientos años en septiembre o diciembre acaso ayer en el alba
tdos aquí perdieron el sentido del tiempocuanto nos queda es el lugar y el apego al lugar
aún gobernamos ruinas de templos espectros de jardines y casas
si perdemos las ruinas nada quedaráescribo como puedo al ritmo de interminables semanas
lunes: bodegas vacías, una rata se volvió la unidad monetaria
miércoles: negociaciones para un cese del fuego
el enemigo ha aprisionado a nuestros mensajeros
no sabemos en dónde los tienen es decir el sitio de tortura
jueves: tras una asamblea tormentosa por mayoría de votos fue rechazada
la moción de los mercaderes de especias en pro de la rendición incondicional
viernes: comienzo de la epidemia sábado: nuestro invencible defensor
NN se suicidó domingo: ya no hay agua rechazamos
un ataque en la puerta occidental llamada la puerta de la alianzatodo esto es monótono sé que no puedo conmover a nadie
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
En la nota que sirve de prólogo a una de sus antologías, Gonzalo Rojas describe un ataque de asfixia que lo atrapó por la madrugada empujándolo a la muerte. Él, que no había hecho otra cosa que adorar el aire desde que fue cortado de su madre, sentía que la vida se le escapaba, dejándolo seco, vacío, atrapado en sí mismo, en el no-aire. "Me moría, adiós vieja fragua: un minuto y soy piedra para siempre, oh voz, única voz. Hasta que vino alguien—tiene que haber sido alguna hermosa—y me dijo: después. Por ahora, mortal mío, respira, respira.” El aire como sinónimo de vida y de poesía. Para vivir, beber aire; para escribir, remar en él. Gonzalo Rojas le abre y le cierra las cortinas al cráneo, ventila el esqueleto, besa por dentro el hueso de la locura.
Un aire, un aire, un aire,
un aire,
un aire nuevo:
no para respirarlo
sino para vivirlo.
El aliento del aire es el ritmo del verso, del cuerpo, del mundo. Por eso hay que leer su poesía como él sugiere: respiradamente. Se recuerda su curiosa superstición o, tal vez, su rito. La ceremonia de su escritura le exigía una prueba a la suerte. Lanzaba un cuchillo a la mesa de madera. Sólo si se clavaba en la tabla, se sentaba a escribir. En el zumbido de ese cuchillo vibraban los espíritus de Ovidio y de Huidobro; de Celan y Safo; los sueños del surrealismo y la dicción del Siglo de Oro. Mil tradiciones fundidas en su desconcertante sintaxis. Más que la lealtad a los pasados, era la audacia lo que lo condujo a la apropiación de esas voces. Su pensamiento es soplo, descarga súbita, sorpresiva que penetra la verdad por aproximación. Escribir poesía es un pensar desrazonando. Rondar el mundo con "la certeza de no alcanzar a decir lo que quiero decir."
Y cuando escribas no mires lo que escribas, piensa en el sol
que arde y no ve y lame el Mundo con un agua
de zafiro para que el ser
sea y durmamos en el asombro
sin el cual no hay tabla donde fluir, no hay pensamiento
ni encantamiento de muchachas
frescas desde la antigüedad de las orquídeas de donde
vinieron las sílabas que saben más que la música, más, mucho más que el parto.
Acostumbraba Rojas a hablar con su cuerpo. Los poetas son raros como los grandes amantes, decía. No bastan los sueños: "hay que tener también testículos duros." La clave de su sistema poético, dijo Enrique Lihn es el cruce de lo animal y lo sagrado. El placer y Dios; el paraíso y los muslos; lo lascivo y lo venerable. Al final, todo existe "para que el hombre vuelva a su morada."
Dame otra vez tu cuerpo, sus racimos oscuros para que de ellos mane
la luz, deja que muerda tus estrellas, tus nubes olorosas,
único cielo que conozco, permíteme
recorrerte y tocarte como un nuevo David todas las cuerdas,
para que el mismo Dios vaya con mi semilla
como un latido múltiple por tus venas preciosas
y te estalle en los pechos de mármol y destruya
tu armónica cintura, mi cítara, y te baje a la belleza
de la vida mortal.
Místico turbulento. Con esa fórmula se definió él mismo.
Goethe aspiró a la integración de la sensibilidad poética y científica. Vivir los símbolos del mundo y entender sus mecanismos. Editorial Siruela publicó hace algunos años un libro sobre Goethe y la ciencia que mostraba al escritor como un atento observador de la naturaleza. Una inteligencia respetuosa del experimento sin cerrarse al guiño de la revelación. La ciencia para Goethe, escribe Jeremy Naydler en la introducción a ese volumen, era una ensanchamiento de la conciencia. La ruta contraria al encogimiento de la especialización: enlazar todas las facultades humanas para “infundir vitalidad al acto de percepción”. Sintió un enorme orgullo por su teoría del color, estudió las piedras y las plantas; descubrió un hueso oculto en la mandíbula humana, fundó el campo de la morfología como la ciencia de las formas vivas. Su mayor contribución al campo de la ciencia, sigue Naydler, fue precisamente vitalizar nuestro vínculo con el mundo: percibir el planeta como nuestra casa. La astronomía, por eso, no le interesó nunca. Para observar la orbitación de los planetas era necesario auxiliarse de instrumentos, sujetarse a intermediarios. La ciencia que interesó a Goethe fue siempre la ciencia de lo sensible: oir, tocar, ver para comprender lo que nos circunda.
Al final de su vida, Goethe llegó a decir que los momentos más felices de su vida habían sido los que había entregado al estudio de las plantas. En Italia descubrió las delicias de la observación y del cultivo. Ahí se convenció de que había una unidad elemental que presidía la inmensa variedad vegetal. Ahí también ideó la existencia de una planta arquetípica: la Urpflanze. En efecto, la ciencia en Goethe no es incompatible con la imaginación sino, muy por el contrario, complementario a la inspiración poética. “Ciencia y poesía pueden unirse. La gente olvida que la ciencia se ha desarrollado de la poesía y no es capaz de advertir que un movimiento del péndulo puede benéficamente reunirlos de nuevo, para beneficio mutuo.”
De aquellas horas dichosas entregadas a la observación de hojas, flores, tallos y pistilos, de la paciencia con la que fue advirtiendo extensiones, ensanchamientos y brotes surgió su Metamorfosis de las plantas, un librito de 123 párrafos que, a juicio del historiador Robert J. Richards, sembró una revolución que transformaría la biología en el siglo XIX. El libro acaba de reaparecer en una preciosa edición del MIT, bajo el cuidado de Gordon L. Miller, quien también ha fotografiado las plantas de las que habla Goethe en su monografía.
La vida de las plantas puede aprenderse aquí es una incesante peripecia de complejidad: la contracción y expansión de un arquetipo. Botánica trascendental, biología idealista quizá. No sé hasta qué punto pueda realmente hablarse del autor del Fausto como un científico. Lo que queda de sus observaciones son, tal vez, frases memorables antes que teorías que han servido como plataforma de conocimiento. “Todo es hoja,” anotó en alguna página de su diario. Botánica trascendental, biología idealista, quizá. Pero no deja de ser un ojo fascinante, una lectura seductora de la naturaleza, una noción vivificante del conocimiento. Queda, desde luego, la invitación a pensar en una ciencia que se examina a sí misma. “Al observar es mejor ser plenamente conscientes de los objetos, y al pensar ser plenamente conscientes de nosotros mismos.” Se trata de una ciencia que nos invita a apreciar la belleza, que nos compromete con la naturaleza y la acción.
Hace algunos años Andrew Sullivan calificó a Montaigne como el bloguero por excelencia: un escéptico que registraba sus vacilaciones, un comentador de enlaces externos, un escritor suelto carente de itinerario. En su inventario de esta semana en Proceso, JEP escribe sobre el Correo Literario que Alfonso Reyes publicó entre 1930 y 1937 bajo el título de Monterrey, un antecedente del blog "en tanto espacio a la vez público y privado." Escribe JEP:
"En una alianza inestable e inestable, el blog reconcilia a Gutenberg con Bill Gates. Une también el block, el cuaderno de aputnes y notas sueltas, con el log, la bitácora de viaje por el mar siempre desconocido, promisorio y amenazante que ayer era el océano y ahora es la internet."
Stefan Zweig preparó todos los detalles de su muerte. El veneno, las despedidas, el destino de su cuerpo. En una de sus cartas finales escribió: “El mundo de mi lengua madre ha desaparecido y Europa, mi lugar espiritual, se destruye a sí misma. Mis fuerzas están agotadas por largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a tiempo. Saludo a mis amigos. Ojalá ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Su adiós no fue esa alicaída nota, ni la sobredosis de Varonal que tomó junto con su esposa, ni las instrucciones para su propio entierro. Su despedida fue el más dulce de sus escritos: un retrato de Montaigne, quien había elogiado la belleza de la muerte voluntaria. “La vida depende de la voluntad de los otros; la muerte de la nuestra”.
En los últimos meses de su vida, convencido de que el nazismo conquistaría el mundo, Stefan Zweig se entregó a la lectura de Montaigne y a la composición de un retrato del padre del ensayo. El impaciente dejó inconcluso el perfil y nunca llegó a verlo enmarcado por la imprenta. El ojo atento percibe el carácter truncado del cuadro. Al lienzo le falta el toque final. Algún botón no está coloreado, la oreja es borrosa. Pero el cuadro tiene la pincelada del retrato profundo, ese que capta en unos cuantos trazos el pulso único del pintor y la mirada del modelo. El inacabado ensayo de Zweig tendrá un par de párrafos incompletos y algunas citas imprecisas pero captura, vivo, el líquido medular de Montaigne y el anhelo más profundo de Zweig.
Montaigne les exige vida a sus lectores. Quien no haya vivido la desilusión, el engaño, las tentaciones del poder será incapaz de apreciar el valor de Montaigne. Zweig mismo llegó demasiado pronto a sus ensayos. Al leerlo a los veinte años, reconocía al gran escritor, al personaje interesante, al observador perspicaz, pero no encontraba en él algo que lo entusiasmara. Sus temas le parecían arcaicos, su estilo flojo, su francés avejentado. Nada que prendiera el fervor de un joven al amanecer del siglo XX. Pero las amarguras que traería ese siglo, darían nuevo sentido a las palabras de Montaigne en la piel del novelista. Los horrores hermanan. Todas las víctimas de la atrocidad son contemporáneas: la misma invasión del odio; las mismas invitaciones a la indignidad, idénticas cruzadas de intolerancia, el mismo fanatismo que asesina con alarde. Es ahí donde la vida de Montaigne enciende el cuerpo de Zweig. Sí: la vida y no sólo la escritura. La escritura es apenas una muestra de su admirable empeño por vivir. No soy escritor de libros, decía Montaigne: “mi tarea consiste en dar forma a mi vida. Es mi único oficio, mi única vocación.”
Ese esculpir la vida propia es el destello al que Zweig se aferra en sus últimos días. Una vida libre de vanidades y convicciones, libre de miedos y también de ilusiones; libre de fanatismos, estereotipos y absolutos. Rechazando el “coro vocinglero de los posesos y los asesinos” crea, entre su torre y su caballo, una patria. Sabe que no puede haber seguridad en la política, ni en la ciencia, ni en la iglesia. Pero se tiene a sí mismo. Por eso se empeña en mantenerse libre, en preservar la razón, en cuidar su humanidad frente al embate de las bestias. Y así se observa, se examina, se critica, se interroga. Su torre es islote en un mar demencial. Sus preguntas, sus caminatas, sus divagaciones, sus espejos, las vigas de su biblioteca, el tesoro de sus libros, son la entrega a su gran obra: seguir siendo él mismo. Ya lo decía en su ensayo sobre la soledad: “La cosa más importante del mundo es saber ser dueño de uno mismo.”
La vida puede ser la terquedad de las células o el caprichoso vagabundeo de un artista. Vivir depende de la voluntad de otros, vivirse de la propia.
jajajajaja el mundo seria mejor si cada habitante tubiese una habitacion asi
Jesús,
Me encantó husmear en los estudios de los escritores ingleses. Un placer. Hay un libro muy interesante Writer´s in residence de los espacios de escritores norteamericanos.
saludos
Mónica