(Los leídos o releídos en 2013, no necesariamente los publicados en 2013.) La primera parte…
(Los leídos o releídos en 2013, no necesariamente los publicados en 2013.) La primera parte…
Jo Tuckman, Mexico: Democracy Interrupted, Yale University Press, 2012
La periodista Jo Tuckman llegó a México a principios del año 2000. Le entusiasmaba la perspectiva de atestiguar la reinvención de un país. Lo que antes era impensable empezaba a mostrarse como posible: el PRI podría perder la elección en el verano. La derrota sería una sacudida histórica extraordinaria. En mi ingenuidad, confiesa Tuckman, la imaginé como una mezcla entre la caída del Muro de Berlín y la transición democrática española. La desaparición súbita de un régimen opresivo y el florecimiento de una nueva política, una nueva cultura.
La emoción histórica de la competencia electoral, la exaltación colectiva por la derrota del partido invencible se diluyeron muy pronto. El Renacimiento mexicano se postergaba. La periodista independiente que enviaba crónicas a The Guardian se empezó a aburrir: el nuevo presidente no hacía gran cosa, el resto de los actores políticos tampoco. Sentía que en el país se acumulaban las presiones sociales pero no se inflaba ni un globo. En México, aparentemente, no pasaba nada. Mientras tanto, los colegas de Tuckman, corresponsales en otras partes del mundo, relataban acontecimientos históricos. La atención de la prensa internacional se concentraba en otras zonas del planeta y no en el país que volvió a ser predecible. Un periodista británico que vino a México seis años después de Tuckman a cubrir la toma de posesión de Felipe Calderón le dijo abiertamente: “No te envidio en lo más mínimo. Tienes uno de los presidentes más aburridos que jamás he visto.” Comparaba al seco político michoacano con los carismáticos y polémicos políticos que compartían la escena latinoamericana: Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Lula en Brasil.
El artículo sigue aquí…
Un partido mexicano quiere que el color de México en este mapa sea negro. (Revista Good, vía Andrew Sullivan)
No sé si Olivier Todd tenga razón al sostener que Camus, a diferencia de Orwell, fue mejor novelista que ensayista. Es cierto que se le conoce, sobre todo, por sus admirables relatos. Pero El hombre rebelde tiene que ser contado entre los máximos ensayos del siglo XX. Ahora que se recuerda el cincuenta aniversario de su muerte, vale la pena acercarse a ese monumento de la lucidez en el turbio siglo XX. El libro es una osada confesión que lo sitúa fuera de las capillas ideológicas y académicas. En algún momento, habló de esta tentativa filosófica como una autobiografía. Camus no se consideraba un filósofo. Lo admitía: “no soy un filósofo. No creo suficientemente en la razón para creer en un sistema. Lo que me interesa es saber cómo hay que comportarse cuando no se cree ni en Dios ni en la razón.” Al moralista que fue, no le seducían las esencias, lo mortificaba su presente: un tiempo que mata millones en nombre del amor. La “realidad del momento” apunta desde la primera página del libro, es el “crimen lógico.” La filosofía, convertida en coartada. A cualquier cosa puede servir la ideología, incluso a transformar a los asesinos en jueces.
Su argumento es conocido por el dardo inicial: el rebelde es el hombre que dice no. Pero lo relevante en su apuesta viene después. En el fondo, la negación del rebelde abraza: “yo me rebelo, luego somos.” El grito del esclavo traza una frontera, marca un hasta aquí, pero al hacerlo, afirma un valor. El impulso rebelde no encuentra sentido en la dinamita destructiva sino en la conciencia de sí mismo que es, necesariamente, conciencia de otros. Por eso afirma Camus que, la única ética que puede nacer de la rebeldía es la “filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo.” El rebelde reconoce humanidad en el vecino y aún en el opresor. Que la decapitación del Luis XVI, “un hombre débil y bueno”, sea considerada un momento estelar de la historia francesa, le parece un escándalo repugnante. El rebelde no es oráculo del futuro. Rechaza la servidumbre, pero sabe que detrás del amo hay un hombre. Rechaza el abuso del amo, no su derecho a existir. De ahí su embestida contra la cruel teología de la revolución y contra la fe del terrorista. Las convicciones transformadas en certificados de impunidad histórica. El revolucionario termina resolviendo sus aprietos como el verdugo que extermina todo lo que el veredicto ha condenado: costumbres, leyes, hombres. La guillotina se convierte así, en el mecanismo de una filantropía trascendente. El terrorista, por su parte, adquiere el compromiso de un monje despiadado que ama una abstracción para no tener que amar a nadie en particular.
El lirismo de los radicales le resulta indigerible y, en el fondo, criminal. La seducción del absoluto mata al rebelde y lo convierte en gendarme, en burócrata, en comisario. Por eso el pensamiento de mediodía camusiano concluye en una apuesta por la humildad. Seguramente hay una semilla religiosa en esa moderación. Mauriac encontró en el espíritu de Camus precisamente un anima naturaliter religiosa. Si lo dijo para descalificarlo es irrelevante. Lo cierto es que en su defensa de la mesura, se bordan los límites de lo humano y se afirma la vida del otro como territorio infranqueable, sagrado, si se quiere. “Para ser hombre hay que negarse a ser dios.” El hombre en el mundo no puede ser servidor de la muerte. Si el rebelde ejerce su libertad, no la lleva hasta su extremo voraz. El rebelde no humilla a nadie: “reclama para todos la libertad que reivindica para sí mismo, y prohíbe a todos la que él rechaza.” A pesar de su mítica rivalidad (pelearse es otra manera de vivir juntos) Sartre acertó al ubicar a Camus como “el heredero de esa larga estirpe de moralistas cuyas obras tal vez constituyan lo más original de las letras francesas.”
En 1961 Grocho Marx abrió su buzón y se encontró una carta pidiéndole una fotografía autografiada. La firmaba T S Eliot. El comediante le mandó una foto de estudio con su firma. El poeta le insistió en pedirle una fotografía en personaje, con bigote y puro. Al recibirla, Eliot le agradeció avisándole que estaría enmarcada, al lado de Valery y Yeats. En moreintelligentlife.com se comenta la curiosa correpondencia entre el poeta antisemita y el cómico judío.
Buscando por los rinconenes preadánicos del planeta, Sebastiao Salgado ha ido a Alaska. El lugar resultó un paraíso con una luz maravillosa. El New York Times ha publicado una muestra de esa exploración. Aquí una entrevista.
El gran poeta leonés Antonio Gamoneda ya tiene título para su nueva colección de poemas: Canción errónea. En un artículo de El país se entrecomilla esta pista: "La vida es un error lleno de cosas maravillosas -la amistad, el amor-, pero un error. Ir de la inexistencia a la inexistencia es un asunto raro, ¿no?" Pronto aparecerán también sus memorias de infancia. Por lo pronto, el diario anticipa un poema:
Amé. Es incomprensible como el temor de los árboles.
Ahora estoy extraviado en la luz pero yo sé que amé.
Yo vivía en un ser y su sangre se deslizaba por mis venas y
la música me envolvía y yo mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?
Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían dulcemente. ¿Qué
fue existir entre cuerdas y olvidos?
¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio corazón?
Es extraño: solamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es extraño:
Todavía el amor
habita en el olvido.
Hace un poco más de diez años, John Gray, un filósofo político que daba clases en la London School of Economics, decidió retirarse de la docencia y dedicarse a una escritura más libre. Gray, un liberal que ha cuestionado el liberalismo hecho dogma, rema desde hace tiempo contra los grandes consensos. El iconoclasta se ha lanzado contra los dioses del progreso, la modernidad, la globalización. El humanismo, inclusive. El humanismo es la arrogancia de nuestra especie. Es la convicción de que los seres humanos ocupamos un sitio único en el universo, que somos los favoritos de Dios o la culminación de la naturaleza. Un desplante que nos hace imaginar el planeta como un material a nuestro servicio.
Liberado del compromiso de leer las conferencias de sus colegas y de calificar los trabajos de sus alumnos, Gray se ha puesto a pensar en lo que nos enseñan los gatos. A dos hermanas burmesas, Sophie y Sarah, y a dos birmanos muy longevos, Jamie y Julian, les debe la reflexión que alimenta su libro más reciente: Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida. Gray observa a sus gatos y se dispone a entender sus lecciones. Gray pone a prueba las nociones de los grandes pensadores en los maullidos de sus gatos porque ve en la condición felina al otro más extremo y, al mismo tiempo, más íntimo. Por fortuna, dice, el gato no se ha “humanizado.” El misterio de su ronroneo es el cuestionamiento más profundo porque, a pesar de vivir con nosotros, no tiene la menor intención de obedecernos o de imitarnos.
Es conocida aquella divagación de Montaigne sobre su gato. Cuando juego con él, se preguntaba, ¿seré yo su juguete? A diferencia del perro que terminó siendo casi un reflejo del amo, el gato permanece como un salvaje en nuestra recámara. No vemos en sus saltos y en sus ronquidos el valor, la ternura, la fidelidad que tanto apreciamos en los perros sino otra cosa: elegancia, agilidad, autonomía, pereza, sensualidad. En su deambular por la casa, en su vagabundeo por la calle se esconde una idea de la felicidad, de la ética, del amor y del tiempo. Otro sentido de la vida.
Cuando Gray le contó a un filósofo que estaba trabajando en un ensayo sobre la filosofía gatuna, el colega respingó de inmediato, ¿cómo pretendes hacer algo así? ¡Los gatos no tienen historia! Gray contestó con otra pregunta, ¿Será que eso es una desventaja? No tendrán historia los gatos, tal vez porque no les hace falta, porque no quieren salir de un atraso para proyectarse hacia ningún lado. No necesitan inventarse un cuento, no dependen de un mito que le imprima significado a su existencia. Pasear, acurrucarse, dormir, jugar un poco, acariciarse, volver a dormir les es suficiente.
En un cuento, José Emilio Pacheco veía al gato meditando todo el día en el absurdo y la vacuidad del universo. Porque sabe eso ocupa a plenitud el instante en que vive. Un gato vería los empeños humanos por construir un relato que trace el sentido de su existencia como un absurdo, una contraproducente manera de lidiar con la ansiedad. El gato no nos hace su dios porque no necesita ilusiones. Si está a salvo y tiene comida, no necesita de nada ni de nadie. Si encuentra cariño, lo disfruta sin exigir nada. Los gatos, dice Gray, pueden ser nuestros maestros porque no echan de menos la vida que no tienen, porque no creen que la felicidad sea un proyecto, porque no viven de recuerdos, porque no se aferran al dolor, porque se liberan con facilidad de la desgracia, porque no conocen los celos, porque quieren sin dependencia, porque no temen la oscuridad. Porque se entregan envidiablemente al placer.
Trabajando todavía en la edición de Revolutionary Road (traducida acá como “Sólo un sueño”) Sam Mendes empezó el rodaje de Away We Go (“El mejor lugar del mundo”, según las carteleras mexicanas). No puedo pensar en películas tan opuestas viniendo del mismo director. No imagino a David Lynch apartándose de la edición de Blue Velvet para dirigir Notting Hill. Si el tono de las películas contrasta es porque la segunda fue para el director una especie de antídoto, una cuerda de salvación. Revolutionary Road, basada en la novela de Richard Yates, es una película oscura y devastadora: la autopsia de un matrimonio. Las grandes ilusiones de un tiempo son aplastadas por rutinas desalmadas, por miedos y traiciones. El empeño por escapar la banalidad queda triturado en la vida del suburbio. La intensidad del sueño no hace más que anticipar la tragedia. La nomenclatura revolucionaria de la calle donde vive la pareja y que da título a la película es obviamente un guiño: para el pesimista, la fe resulta preludio de catástrofe. Away We Go es todo lo contrario: una comedia suave, ligera y optimista. Desaparecen aquí los encierros asfixiantes que marcan todo el cine de Mendes. La película tiene aire y luz de viaje. Los protagonistas apenas tienen ambición pero se tienen a sí mismos. No buscan regalarle su genio al mundo, ni separarse de la trivialidad del vecindario. Buscan un lugar para criar a su hijo. Nada menos.
Brincando del teatro al cine, Sam Mendes ha retratado la claustrofobia de lo doméstico, el veneno de lo social. En American Beauty, una cinta narrada desde la muerte, pinta la desolación del suburbio sin dejar de registrar la intensidad vital de algunos personajes y la aparición fugaz de la belleza. Road to Perdition es una película de gángsters que explora el vínculo de un hijo con su padre en un mundo inundado de sangre. Todas sus películas aprietan el pescuezo el espectador que sale del cine en busca de aire. Asfixiantes cárceles de conformismo, violencia, odio, puerilidad. Un cine también de escapes siempre frustrados. Away We Go no es la película de una fuga sino de una búsqueda. Una road movie modesta y bien hecha. Quizá es una película menor. No tiene el gran libreto de sus trabajos previos ni las portentosas actuaciones de otras producciones. Podrá ser un divertimento en el trabajo de Sam Mendes, pero es una de sus cintas más entrañables. Es, dice él mismo, la película que mejor lo retrata. ¿Por qué termino haciendo películas tan oscuras si veo los colores del mundo?
Away We Go se basa en el guión de Dave Eggers y Vendela Vida y cuenta la búsqueda de un nido. En la primera escena de la película, un extraordinario retrato de intimidad, los protagonistas descubren que serán padres. No lo han buscado pero tampoco rechazan la idea. Los hechos le suceden a esta pareja. Sin raíces donde viven, sin trabajo estable, emprenden la carretera para decidir dónde habrán de criarlo. El peregrinar los pone en contacto con parientes y amigos que representan distintos modelos de paternidad: de los desvaríos alcohólicos a los absurdos del new age. Las viñetas son evidentemente caricaturas, sketches: las opciones no sirven más que para ratificar que el único anclaje de la pareja es ella misma y que su desabrigo es mucho más cálido que el brasero de cualquiera. Una imagen de la película se planta frente al romanticismo trillado: el amor no es el delirio sino una dulce sensatez.
Para celebrar los primeros quince años de la Cátedra Alfonso Reyes se ha publicado un librito encantador que cae como vela al pastel del cumpleaños. Es una investigación meticulosa que es, a la vez, un relato fresco del complejo vínculo entre Reyes y Carlos Fuentes, promotor de la Cátedra que aloja el Tecnológico de Monterrey. Javier Graciadiego hila la historia de esta “amistad literaria” que fue de la tutoría a la polémica y del desinterés al homenaje.
Recibí mi primera lección de literatura sentado en las piernas de don Alfonso, dijo varias veces Carlos Fuentes. El libro de Garciadiego abre con la estampa que imprime verosimilitud a la leyenda. Un niño vestido de pantalón corto retratatado con sus padres y el matrimonio Reyes en Río de Janeiro. El diplomático Rafael Fuentes trabajaba en la Embajada de México en Brasil. Su jefe: Alfonso Reyes. Por eso en los diarios del regiomontano Fuentes aparece, hasta muy tarde como “Carlitos», el hijo de Rafael. La lección literaria de Reyes no fue estilística. Fue iniciación en un oficio bendito. Reyes le habrá comunicado a Fuentes esa lealtad a la literatura como amor, empeño y disciplina. Le habrá dado también armas para defender su apertura al mundo—apertura que no es olvido de lo inmediato sino servicio auténtico a lo nuestro. Le habrá trasmitido también, como sugiere Garciadiego, que en la literatura puede encontrarse consuelo ante los dolores más profundos.
La publicación de La región mas transparente en 1958 habría de distanciarlos. En su Diario, Reyes dejó constancia de haber recibido el libro. Nada más. El 29 de marzo de ese año anotó: “Carlitos Fuentes me trae su libro La región más transparente.” Ni siquiera un comentario sobre la portada o la dedicatoria. Fue en una carta al autor donde Reyes expresó su opinión sobre la novela. No fue buena. Según reveló el propio Fuentes, la carta sostenía que La región era una “porquería” espantosamente vulgar. Ni más ni menos que un “insulto a la literatura.” Se enfrentaban en esa desavenencia dos tonos literarios y, quizás, dos tiempos. El tono desafiante del novelista era también anzuelo para pescar el repudio de los tradicionalistas. El experimento de palabras para describir el caos de la ciudad de México encontraba curiososamente recompensa en el reparo conservador de su maestro.
La diferencia no impediría el reencuentro. Al publicar Las buenas conciencias, Fuentes reincidió en el envío. A vuelta de correo llegó el elogio de su admirado crítico: has encontrado el camino para escribir novelas, le dijo.
No es fácil ubicar personalidades literarias tan opuestas en nuestra tradición y, al mismo tiempo, empeños tan afines. A Reyes y a Fuentes no sólo los separa el género natural de su expresión. Exploradores ambos, Reyes fue, ante todo, un ensayista de prosa amable; Fuentes, un narrador tempestuoso. Uno siempre diplomático y dubitativo; el otro beligerante y expansivo. El conversador y el combatiente; el tímido y el intrépido. Documentar los vaivenes de esta amistad es explorar dos posibilidades de la tinta: la lluvia y la tormenta.
Nadie como Tony Soprano. Ningún personaje del cine ha encontrado la profundidad, la complejidad, la intensidad del mafioso de New Jersey. ¿Qué personaje puede comparársele en el pico de sus furias, en el foso de sus angustias? ¿A cuál podríamos decir que lo conocemos como lo conocimos a él: en bata recogiendo el periódico, visitando todos los días el refrigerador, rompiendo un teléfono en un ataque de rabia, asaltado recurrentemente por la ansiedad, lidiando con las peores traiciones, volando entre sueños y pesadillas, enamorado y furioso. A Tony Soprano lo conocimos como el mafioso protector y despiadado, como el déspota sin frenos, el hombre irritable que rompía a golpes e insultos. Pero lo pudimos conocer también como un hombre perseguido por fantasmas, inseguro y frágil. Algunos han dicho que James Gandolfini no era particularmente versátil como actor. Se olvidan del arco de las emociones que extrajo de un solo personaje. Con Tony Soprano, el actor lo recorrió todo.
Los Sopranos habrá inaugurado una era de la televisión. Tal vez con ella se inicia el desplazamiento del mejor cine a la pantalla de la casa. Pero no es solamente la extraordinaria producción, la dirección impecable, el ritmo siempre intenso y al mismo tiempo respirable de sus escenas, esas actuaciones consumadas que hacen persona a cada personaje. En Los Sopranos se encuentra ese genio compartido (profesionalismo le llaman algunos) que produce los milagros de la cinematografía. Pero hay algo más, algo que no conseguiría el mejor de los largometrajes. La legendaria serie de HBO le abrió un nuevo lienzo al cine. No le faltaba épica al cine; le faltaba el día a día que hace humana la aventura. Nunca como ahora puede percibirse el contrapunto de la batalla espeluznante o grandiosa y la pesadumbre del despertar; los arrebatos públicos y visibles que sostienen el dominio y las las acometidas de la angustia inconfesable. Los sopranos no tenía que sujetarse al aguante de quien se sienta en una butaca del cine. Un par de horas, tal vez un poco más, desde la primera escena hasta la secuencia de los créditos.
Los Sopranos estrenaron tela. La trama de la narración parece liberarse así de las evocaciones, de las metáforas, de las alusiones que insertan el gajo del cuento en su contexto. Nada de esas “conversaciones rituales” de las que hablaba Ibargüengoitia que sirven para explicar en tres minutos la desgracia de la familia en una inverosímil conversación de café. Si no es necesario el flashback es porque retenemos en la memoria la historia de cada uno de los personajes, el flujo de acercamientos y distancia, si hemos palpado la tensión de la lealtad a lo largo del tiempo, la lenta transformación de los vínculos humanos. Ocho años de drama en ocho años de cine. El crecimiento, la maduración, el envejecimiento de los personajes no es truco del maquillaje, es obra del tiempo. El poder de este cine radica, tal vez, en el hecho de que su tiempo es idéntico al nuestro: no es el tiempo comprimido que condensa décadas en un par de horas sino el reloj que compartimos con los personajes.
Nadie como Tony Soprano ha mostrado que la violencia es un alivio del miedo. El temido mafioso podrá imponer su voluntad a grito y puño pero vive siempre en el precipicio. Su casa, su matrimonio, su familia, su imperio están siempre al borde del abismo. Sus ojos lo decían todo: estallaban en cólera pero también se derretían, no en dulzura, sino en el más profundo desasosiego. Si ha desaparecido James Galdolfini, Tony Soprano pestañea en el misterio, mientras suena “Don’t Stop Believing”.
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