En el blog de filosofía del New York Times se publica una reflexión de Ernie Lepore y Matthew Stone sobre el lenguaje poético y la meditación filosófica. El lenguaje tiene un pie en la ciencia y otro en el arte: informa pero también expresa una visión única del mundo. Lo que le imprime arte a la expresión es el llamado a una lectura más activa, una invitación para penetrar la superficie de las palabras y descifrar el sentido profundo de las imágenes. Un acercamiento prosaico al lenguaje dirige nuestra atención a las convenciones que rigen el uso de las palabras y explorar lo que es verdadero. Pero la poesía existe porque estamos también interesados en descubrirnos. La poesía implica una peculiar manera de pensar: una forma de explorar las posibilidades de la experiencia.
Nadie nos dice cómo
voltear la cara contra la pared
y
morirnos sencillamente
así como lo hicieron el gato
o el perro de la casa
o el elefante
que caminó en pos de su agonía
como quien va
a una impostergable ceremonia
batiendo orejas
al compás
del cadencioso resuello
de su trompa
sólo en el reino animal
hay ejemplares de tal
comportamiento
cambiar el paso
acercarse
y oler lo ya vivido
y dar la vuelta
sencillamente
dar la vuelta
Tras recibir El arco y la lira, Julio Cortázar le escribió desde París una carta de bullente entusiasmo a Octavio Paz. No ha leído el libro: lo ha releído y lo ha archileído. Lo comparaba con Shelley, con Keats, con Mallarmé. Gaos celebraba igualmente el libro que acababa de publicar el Fondo de Cultura Económica. Más que un trabajo de poética, le parecía uno de los ensayos más hondos de la filosofía en lengua española. A Paz no le gustaba el epílogo. En cuanto hubo oportunidad de deshacerse de él, lo hizo. Entresacó algunas líneas y las fundió en un ensayo con vida propia: Los signos en rotación. Hace cincuenta y dos años se publicó en Sur y hace medio siglo se incorporó a El arco y la lira como epílogo definitivo.
Para celebrarlo, El Colegio Nacional ha publicado un libro extraordinario. Del diseño de Alejandro Cruz Atienza vale decir que presta buen cuerpo al libro: más que un objeto legible es símbolo de ese astro, traslúcido y ardiente, que es el pensamiento de Paz. Abre la edición una nota de Marie José Paz que evoca las espirales del proceso creativo del poeta. Además del ensayo central, se recupera en el volumen su precendente más antiguo, el ensayo que publicó a los 29 años de edad: Poesía de soledad y poesía de comunión. La historia del ensayo la cuenta puntualmente Malva Flores. Se incluyen ensayos de Adolfo Castañón, de Tomás Segovia, de Ramón Xirau, y un manojo de cartas.
Desde luego, esta nueva edición de Los signos no es un libro para la mesita. Releer su manifiesto hoy es percatarse de su dimensión clásica, de su fresca hondura, de su lucidez, de su filo crítico, de su pertinencia moral. Paz escribe sobre la poesía desde dentro, como advirtió Tomás Segovia. Pero al hablar de la poesía habla del mundo, habla del tiempo, de la vida, de ti y de mi. Habla de amor y de muerte, habla de la tribu y de las máquinas. Habla, ante todo, de la búsqueda de los significados, de la esperanza de la comunicación en la aridez de nuestros tiempos.
Al pensar en los rumbos de la poesía moderna Paz vuelve al encierro de la soledad: el presente conspira contra el encuentro. La incomunicación de nuestra era surge de la repetición. Monótono combate de ciegos: “pululación de lo idéntico.” No hablamos con otros porque no podemos hablar con nosotros mismos. “Pero la multiplicación cancerosa del yo no es el origen, sino el resultado de la pérdida de la imagen del mundo.” Los monumentos de la técnica, las fábricas, los aeropuertos, las plantas de energía no son presencias, dice Paz, no capturan una imagen del mundo, no dialogan con él. La modernidad se niega a representar el tiempo, la naturaleza, la vida. Nos sepulta con vehículos de la acción, con instrumentos y un millón de artefactos deschables. La imaginación poética va al descubrimiento del mundo para abandonar la idolatría de la posesión para apartarse de la dictadura del ruido. Salir de la cárcel del yo. “Ser uno mismo es condenarse a la mutilación, pues el hombre es apetito perpetuo de ser otro. La idolatría del yo conduce a la idolatría de la propiedad; el verdadero Dios de la sociedad cristiana occidental se llama dominación sobre los otros. Concibe al mundo y los hombres como mis propiedades, mis cosas.”
Todos somos, de una manera u otra y muchas veces sin saberlo, marxistas, dice Octavio Paz en las primeras páginas de su ensayo. En la fibra radical, en la denuncia de las servidumbres encubiertas, en las alusiones a esa utopía que borrará la distinción entre trabajo y arte, el ensayo que Paz escribió en India en 1965 respira todavía aires marxistas. Sospecho que no le habría disgustado a Carlos Marx esta línea del poeta mexicano: “El árido mundo actual, el infierno circular es el espejo del hombre cercenado de su facultad poetizante.”
A principios de los años 60 Umberto Eco dejó de tomar fotografías. El medievalista había recorrido Francia para conocer sus catedrales y se dedicó a fotografiarlas como loco. Al regresar a casa y revelar los rollos se dio cuenta que tenía un montón de fotografías malas y el recuerdo vacío. Desde entonces se deshizo su cámara y para grabar sólo en la mente lo que contemplaba. En lugar de esas fotografías mediocres, cuando viajaba, compraba tarjetas postales para mostrales a otros los lugares que había visitado. Confiar en el almacen de la mente. Eco recordaba una escena que lo conmocionó. Tenía 11 años y vio un accidente espantoso en la calle. Un camión había arrollado a un tractor . Tendida en el piso, yacía la mujer de un granjero con el cráneo roto. Un charco de sangre y seso. El niño no pudo acercarse, quedó paralizado ante una escena que nunca habría de borrar de su memoria. ¿Qué hubiera pasado, se preguntaba muchos años después, si esa mañana hubiera caminado con una cámara fotográfica? ¿Qué hubiera hecho si estuviera armado, como estamos hoy, de un teléfono que graba video y que puede compartir sus imágenes inmediatamente con todo el mundo? Seguramente, dice Eco, habría puesto la máquina entre la mujer y mi ojo. Habría registrado el momento y se lo habría enseñado a mis amigos para contarles que había estado allí. Refugiado tras la ventana del celular habría sido totalmente indiferente al sufrimiento de quien tenía a unos metros. Sin ayuda del video, la imagen se selló en su memoria y le siguió sirviendo para identificarse con el otro. ¿Tendrán los jóvenes esa oportunidad?, se preguntaba. Hay muchos adultos, escribía, que la han perdido para siempre.
Si somos animales capaces de mirar no es porque tengamos ojos que envían señales al cerebro sino porque estamos dotados de juicio. Mirar es apreciar. Eco fue maestro del arte de mirar. Lo fue como lector erudito, como detective y crítico de arte, como historiador y cronista del presente. Ojo curioso y cultísimo, capaz de enfocar lo diminuto y lo panorámico, lo reciente y lo remoto; el incunable y el cómic. Ciudadano de las dos culturas, se deleitó con la belleza y la fealdad: con el monstruo y la guapa del cine. Pudo advertir el detalle escondido que revela el enigma, apreciar el gesto que apenas se insinúa, notar las marcas de lo fugaz y lo perpetuo.
El semiólogo vio con exquisito mal humor las prótesis de la tecnología que obstruyen la mirada, el conocimiento, la comunicación. A su nieto le suplicó en una carta pública no regalarle su memoria a google. Internet podría almacenar toda la información imaginable y podría entregársela en cualquier sitio con un clic pero sólo el ejercicio de la memoria permitiría un pensamiento autónomo. Olvidar la vieja gimnasia de la memorización sería como venderle las piernas al fabricante de silla de ruedas.
En uno de los artículos que escribía para L’Espresso, Eco hablaba de un amigo suyo, un tipo listo que se había deshecho de su reloj, un Rolex carísimo. Ya no lo necesitaba. Podía ver la hora con ese teléfono que, además de dar la hora, también era cámara, periódico, libro y revistero, oficina de correo, televisión y radio. ¿No daba un paso atrás con esa máquina que remplazaba al reloj?, se preguntaba. El reloj de pulsera había liberado nuestras manos: el teléfono las ha monopolizado. Los diez dedos secuestrados por una máquina. ¿No será que el progreso tecnológico implica la decisión de atrofiar de nuestro miembros? Más que una disminución anatómica, Eco hablaba de una merma intelectual y afectiva. Nuestros juguetes conspiran contra la mirada, contra el tiempo que podemos estar juntos, frente a frente.
Eco se confesó malvado. Un día caminaba por la banqueta y vio a una mujer que se le acercaba con el ojo pegado al celular. En lugar de hacerse a un lado para evitar el choque, le dio la espalda para que la señora se estrellara con él. Su teléfono, felizmente, cayó al piso. Lo único que lamentó el maléfico humanista es que no terminara roto.
El presidente sugiere que leamos la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Me parece buena idea. Aunque en estos días se hablen pestes de ese ensayito, es una sugerencia que aplaudo. Por supuesto que es un texto que ha envejecido mal. Es posible que sea el peor texto de Reyes pero, aún si lo es, es infinitamente mejor que los textos con los que nos atragantamos cotidianamente. Nunca será mal momento para encontrarse con Reyes, así sea a través de la lectura de su lista del mandado.
Para promover el encuentro con este manual, el gobierno ha dispuesto su publicación con un tiraje extraordinario. La edición gubernamental no podría ser más fea y, sobre todo, más contraria al espíritu del texto y de su autor. Nada tan distante a la suave prosa de Reyes que la estética postiza del heroísmo. Fieles a la iconografía del oficialismo, los diseñadores de la edición ilustran las lecciones del regiomontano con estampitas de héroes. Sor Juana aparece, pero se le representa como una efigie marcial, un soldado que, desde Nepantla, intuía y anhelaba la cuarta y definitiva transformación de la patria.
Sería absurdo pensar que esas cuartillas puedan ser hoy una guía práctica de conducta. Mucho más absurdo, aún ridículo, el creer que pueda servir de base para algo tan aberrante como la “Constitución moral” del nuevo régimen. Muchos han hablado, y con buenas razones, de su arcaísmo, de su ñoñez, de sus prejuicios y de sus vacíos. Hay ejemplos de todo eso en ese texto que ha corrido con la peor de las suertes editoriales. Javier Garciadiego ha mostrado puntualmente esas desventuras en el prólogo a la Cartilla que pronto publicará El Colegio Nacional. Hay quien lo ve mocho, hay quienes lo encuentran machista y pudibundo. Yo creo que, a pesar de todas estas manchas y todos esos huecos, puede leerse con provecho como una invitación a pensar el bien, la dignidad, la convivencia y el aprecio del entorno. Para ello, habría que darle la bienvenida, antes que nada, a su tono. Es Reyes el autor de estas lecciones: ahí está su cordialidad, esa erudición sin alardes que hace suyos todos los siglos y todas las tradiciones.
Si el régimen quiere politizar este texto como insumo para uno de sus proyectos más insensatos, lo cierto es que Reyes es una vacuna contra el odio y sus simplismos, contra la idea de la política como perpetuación de la guerra. Ya decía el autor de la Visión de Anáhuac en una conmovedora carta a Martín Luis Guzmán que odiaba de la política esa tendencia a insistir en un solo aspecto de la realidad, fingiendo ignorar todo lo demás. Reyes, nuestro Montaigne, mira el pecho y la espalda de las cosas. “Tomar partido, decía en algún momento, es lo peor que podemos hacer.” Con todas sus telarañas, la cartilla es contemporánea porque defiende eso que pedía el historiador Tony Judt en sus últimos escritos: recuperar la dignidad del vocabulario moral. Sí: habrá que sumar y restar, habrá que examinar eficiencias y economías. Pero este mundo no puede cerrar los ojos al bien, la justicia, la equidad o la belleza.
Quien lea esta cartilla encontrará una defensa de la alegría y una burla de la solemnidad. Comprenderá que la tradición es vitalidad y no servidumbre a lo antiguo. Aprenderá también a distinguir la emoción patriótica de la manipulación nacionalista. Sabrá que hay que ser modestos frente a las sorpresas del azar para no caer en la soberbia. No es un viejo regañón el que advierte que el mal se asoma cuando enturbiamos un depósito de agua, cuando arrancamos la rama de un árbol, cuando lastimamos a un animal, cuando rompemos una piedra por la emoción que nos causa el poder de destruir. No es un nostálgico de los tiempos idos quien nos invita a conocer el nombre de las plantas para poder celebrarlas. El cuidado del entorno no es más que cariño por la casa que todos compartimos. La Cartilla nos recuerda que las ideas pueden ir y venir, lo que importa es la conversación.
De pronto, Byung Chul-Han, el filósofo alemán de origen coreano, se convirtió en el filósofo omnipresente. De un día para otro aparecían referencias a su trabajo por todos lados para explicar la coyuntura. Podían leerse en la prensa sus artículos sobre la pandemia y sobre el eros, mientras su libritos compactos, claros y profundos llegaban a las mesas de novedades. El deseo, el poder, el entretenimiento, las redes, la masa, la ansiedad de nuestros días eran esclarecidos a través de esos ensayos que se columpiaban entre el rigor académico y la introspección más íntima. De la vida de Han se sabe poco. Rehúye las cámaras y los micrófonos. Se sabe que nació en Seúl y que, en su país natal, estudió metalurgia. A los 26 años dejó Corea y la ingeniería para establecerse en Alemania y estudiar literatura y teología. Escribió su tesis sobre Heidegger sin contaminarse de ilegibilidad.
Hace un par de años, Han publicó Loa a la tierra, un ensayo sobre el jardín que tradujo, como buena parte de su obra, la editorial Herder. Tras los larguísimos meses del encierro, el librito refresca su sentido. Sostiene el filósofo que el jardín no es solamente un espacio de contemplación, sino una labor, una meditación, un gozo, un descanso, una devoción. Si hubo creación de algún dios, leo entre las letras de Han, fue para que hubiera juego: felicidad inútil, suspensión de las urgencias, sorpresa que alegra.
El trabajo de la jardinería ha sido una meditación para mí, dice Han. Una forma de escapar de esa tiranía de urgencias y réditos, el encuentro con otro tiempo, con otros tiempos. El giro y la vuelta del mundo se viven ahí de manera distinta. Cada hoja sigue su propio minutero. Quien cultiva sabe escuchar el tiempo de su semilla. “El tiempo del jardín es un tiempo de lo distinto.” Es un tiempo que observamos, pero del que no podemos disponer. En cada planta hay una conciencia propia del tiempo. De ahí la lección de humildad: nadie puede acelerar las estaciones.
La mano del jardinero es una mano amorosa, dice Han. Una mano paciente que toca “lo que todavía no existe.” El jardín es un espacio metafísico, el lugar del esplendor y de la muerte. Será, tal vez, el sitio palpable de la resurrección. De esa rama seca brotará en unos meses, una suave rama verde. Y de ahí la raíz, las hojas, las flores. Nada de eso nos es, a nosotros, posible. Nuestro curso es irreversible. Nuestro camino a la muerte no tiene vuelta. Cada día estamos más cerca de la nada. Pero las orquídeas saben lo que es derrotar a la muerte. El jardín es, por eso, un lugar de milagros cotidianos.
El jardín es también al reino de los elementos. Un regreso a la sensatez elemental: nos rigen la luz y el cielo; el sol, la humedad y la tierra. Necesitamos del cuidado. El jardinero percibe el curso del año con su cuerpo. Nota la luz que se adelgaza en invierno y anticipa con la nariz los brotes de primavera. Frente a los abismos de las teclas y las pantallas, el jardín es intimidad de lodo y hierba. El jardín, dice el filósofo, “me devuelve la realidad, incluso la corporalidad, que hoy cada vez se pierde más en el mundo digital bien temperado.” En este mundo del zoom y del uatsap no hay olor, no hay fricción. No hay cuerpo. El jardín es la sensualidad, la materialidad viva.