no puedes vencer a la muerte pero
podrás vencer a la muerte en vida.
no puedes vencer a la muerte pero
podrás vencer a la muerte en vida.
Michael Ignatieff publica un artículo en el Financial Times en el que aborda el desafío que la tecnología representa para la salud de las democracias. La sociedad abierta está en peligro si los gobiernos (o las empresas) tienen el poder de espiarlo todo. Mucho podríamos aprender de Bismarck, de Roosevelt, de Gladstone, sugiere el canadiense: ellos abrazaron el cambio tecnológico y se esforzaron porque sus beneficios se distribuyeran equitativamente.
La lección es clara para los demócratas de hoy, dice Ignatieff. No deben resistir las fuerzas del cambio pero deben mitigar los efectos concentradores e inequitativos incorporando a los excluidos y controlando el poder de los patrones encumbrados por las nuevas tecnologías.
Lo que debe controlarse en cada revolución tecnológica es el poder que otorga a quienes se benefician de ellas. Cada innovador disruptivo aspira al monoplio.
*
El nuevo libro de Ignatieff es Fuego y cenizas: éxito y fracaso en la política.
Hace unas semanas, The New Republic celebraba su centenario con la revista más gruesa de su historia. También lo hacía con un libro notable que hacía selección de sus mejores ensayos: Insurrecciones mentales, Por ahí desfilan Dewey, Mencken, Keynes, Nabokov, Orwell, Auden, Walzer, Howe. Hoy la revista está en crisis, tal vez haya muerto. Los editores Franklin Foer y Leon Wieseltier han renunciado y con ellos los principales colaboradores de la histórica publicación. Aquí puede verse la nota del New York Times y aquí la del Washington Post.
Chris Hughes, un multimillonario de facebook compró la revista y ha logrado destruirla para convertirla en una compañía de medios digitales. Lloyd Grove habla del conflicto entre editores y dueños. Ezra Klein ubica el conflicto en el contexto de los desafíos contemporáneos. Jonathan Chait escribe la elegía de la revista. Andrew Sullivan recuerda su paso por la revista.
Se publica un libro con los poemas, anotaciones, palabras, frases entrecortadas, líneas que Emily Dickinson escribió en sobres y hojas sueltas. De uno de ellos viene el título: Nadas maravillosas. Donde había papel, la poeta colocaba el lápiz. Dickinson compiló su poesía en 40 volúmenes escritos y cosidos a mano. El nuevo libro permite acercarnos a otra desembocadura de su misteriosa caligrafía. Escritura veloz, automática, fluida. En el trozo de sobre que aparece arriba puede leerse:
En esta corta vida
que sólo (meramente)
dura una hora
¿Qué tanto,
qué tan poco está
a nuestro alcance?
Oliver Sacks, el famoso neurólogo que escribió sobre un hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor que ha meditado sobre las alucinaciones, el autismo, la nostalgia y las relaciones entre la música y el cerebro cumplió 80 años hace unos días. Lo festejó celebrando las bondades de la vejez en un artículo que publicó el New York Times y que luego tradujo El país. Sacks no se queja de las décadas que se acumulan. Despojarse de la juventud es adquirir sentido, perspectiva, es sentir el tiempo en los huesos. En su artículo, Sacks recordaba a su amigo W. H. Auden, quien presumía que cumpliría esos mismos 80 años para largarse después. No lo logró: el poeta murió a los 67 pero sigue apareciéndosele a Sacks por las noches. Auden fue, sin duda, una de las presencias más importantes en la vida del autor de Despertares y, a juzgar por los sueños, lo sigue siendo.
Auden fue una especie de mentor para Sacks. Reseñó con entusiasmo Migraña, su primer libro. Quien se interese la relación entre el cuerpo y la mente, encontrará tan fascinante este libro como lo he encontrado yo. Era la primera vez que el doctor se sentía verdaderamente reconocido. Pero Auden no fue una presencia meramente encomiástica, fue un acicate intelectual, una guía. Debes salir de lo clínico: arriésgate a la metáfora, al mito, le aconsejó. Poco antes de morir, legó a ver el manuscrito de Despertares. Es una pieza maestra, le dijo en su último encuentro.
Tras leer un libro suyo, Auden le dedicó un poema, “Hablando conmigo mismo:”
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozco, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison-d’être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Mientras Auden vivió en Nueva York, tomaban el té frecuentemente. El tiempo era perfecto: a las cuatro de la tarde, después de un día de trabajo y poco antes de una noche consagrada a la bebida. Habrán conversado de enfermedades, de pacientes, de tratamientos. Hijo de médico, Auden admiraba las artes curativas: no la ciencia médica sino ese “arte de seducir a la naturaleza”. Aborrecía por ello la arrogancia de los ingenieros de la medicina. Sólo puedo confiar, decía, del médico con el que he chismeado y bebido antes de que sus instrumentos de metal me toquen. Habrán hablado de aquello que más los acercaba: la música. En aquella reseña de Migraña y en una carta personal, Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical.” Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ese es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.
Pero en aquellas tardes en el departamento del East Village, Sacks y Auden también solían permanecer callados. Sacks recuerda a Auden como un hombre dotado de una de las más extrañas y hermosas cualidades: era una persona con la que se podía estar en silencio, durante mucho tiempo. Uno podía estar con él durante horas, tomando una cerveza, una copa de vino, alrededor de la chimenea sin decir nada, sin sentir la necesidad de decir nada. “Comunicarse sin hablar, absorbiendo la presencia del otro silenciosamente y la callada, elocuente presencia del ahora.”
Este blog se ha beneficiado enormemente de los comentarios de El Lector. Las notas que he puesto sobre la crisis del Vaticano han encontrado en sus mensajes respuestas inteligentes que mucho aportan a la discusión. En su comentario más reciente, hace una reflexión que vale la pena destacar. Escribe:
Me preocupa notar que los anticlericales de hoy ya no son como los de antes. Voltaire y Melchor Ocampo fueron adversarios formidables para la Iglesia no sólo por su inteligencia, su pasión y la gracia de su pluma, sino también porque eran cristianos cultos, que sabían lo suyo de teología, derecho canónico e historia eclesiástica (además de muchas otras cosas). Yo no te pido que seas cristiano, jamás se lo exigiría a nadie, pero sí te pido que conozcas mejor al objeto de tu animadversión. Hay que luchar contra la dictadura del lugar común.
En un poema publicado en La calle blanca, David Huerta describe una cosa intangible que se despliega con el furor de dragones suspendidos. El poeta descubre que un conglomerado de abstracciones y de ciencia infusa se vuelve esplendorosa en la maraña renacentista de Florencia. Y contempla con ojos insomnes esos esguinces tipográficos que se desdoblan en versos. Habla de sus lecturas para el verano.
libros, cuentos, poemas, lucientes teatros
del vicio impune, Larbaud dixit, pedazos encendidos de la vida vivida
aunque tantos digan lo contrario. Son el mundo conversado y silencioso,
los momentos agridulces de noches y tardes pobladas
por minuciosos cosmos de sonido y sentido
Al vicio impune de la lectura se dedica el nuevo libro de Huerta. Es un impecable librito publicado por Grano de sal, con un prólogo de Felipe Vázquez. El libro publicado para celebrar el Premio FIL del año pasado, recoge las notas que el poeta publicó en Hoja por Hoja entre 2005 y 2008. El título, Correo del otro mundo rinde homenaje a Diego Torres Villarroel, admirador de Francisco de Quevedo que fue, si creemos en su autorretrato, “sucesivamente criado de ermitaño, curandero-bailarín en Coimbra y soldado en Oporto.”
En las postales de Huerta llegan invitaciones para releer a García Márquez y detenerse en la abundancia de sus sustantivos; sugerencias para apreciar la autobiografía involuntaria que hay en las agendas de papel; elogios de esas maravillas que para nosotros los miopes son los anteojos. El libro brinca de la caligrafía que Peter Greenaway diseñó para el libro de Próspero a una cita cuya fuente ha quedado en el misterio: “la actividad poética es una negociación entre el diccionario y el sueño.” Paseos por la poesía, el cine, la política, la novela, la pintura y las nubes. Apuntes de un lector atento a la música de las letras que es, a un tiempo, libérrimo y riguroso: “sonido y sentido”.
De ese otro mundo llegan también recomendaciones por demás pertinentes para éste. Frente a quienes celebran la autenticidad de lo malhecho, frente a los que se fascinan con el arrebato irreflexivo pero apasionado, David Huerta propone a la asamblea: “rescatemos la inteligencia. Convirtámosla de nuevo en algo interesante. Hagámoslo sin la menor concesión al nihilismo sentimental y a sus destructivas operaciones cardiocéntricas. Tres o cuatro estamos hartos del “así lo sentí”, “me salió del alma” y otras zarandajas por el estilo.”
En ese rescate de la inteligencia está la apuesta del poeta. Al sumergirse en los libros, el vicioso da la espalda a los retablos. Por eso entiende la lectura como un acto de subversión: “Siempre he creído en el talante subversivo (antiestatal) de quienes leen libros; mejor dicho: en la índole marginal de esa actividad desinteresada.”
En algún otra nota he hablado de los retratos y los alegatos del historiador Tony Judt
, uno de los grandes historiadores de la izquierda liberal angloamericana. Habré celebrado entonces su elegancia combativa, su persuasiva reivindicación de la memoria, su fino pincel de retratista. Ahora me estremece su testimonio. Ha quedado enjaulado en un cuerpo inerte. Padece esclerosis lateral amiotrófica, la enfermedad de Lou Gherig. Se trata, al parecer, de una de las más raras perturbaciones neuromotoras. No es dolorosa ni implica una pérdida de sensibilidad. El cuerpo, poco a poco, se vuelve carne abandonada. La consecuencia es que “uno tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con mínimas incomodidades el catastrófico avance de su propio deterioro.” Judt conserva lucidez. Hace unas semanas dictó una conferencia sobre el futuro de la socialdemocracia en donde daba muestras no solamente de claridad, sino de humor. Atado a una silla y conectado a una compleja tubería de sobrevivencia, les advertía a sus oyentes: discúlpeme si no aderezo mi charla con gesticulaciones expresivas. Contemplan ustedes a una auténtica cabeza parlante.
Judt ha descrito su prisión en un texto sobrecogedor traducido recientemente por El país. Lo ha podido dictar empleando músculos que pronto lo desertarán también. Su cárcel orgánica se angosta cada día. La petrificación del cuerpo es progresiva. Poco a poco el cuerpo se desprende de su dueño. Primero un dedo se insubordina: no acata la orden superior. Después el brazo desatiende las peticiones del cerebro. Finalmente todas las extremidades se vuelven colguijos inertes. Los músculos se van atrofiando lentamente hasta hacer depender al cuerpo de respiradores externos. “Una prisión progresiva y sin fianza.” Se trata de una condena perpetua. No una sentencia de muerte que, tal vez, resultaría un alivio: una condena de por vida.
La parálisis deja al hombre en incapacidad para lidiar con lo ordinario. Desde luego, Judt no puede vestirse ni alimentarse solo. Pero tampoco puede rascarse cuando tiene comezón. No puede limpiarse la boca si le queda un poco de comida en los labios, no puede acomodarse los anteojos, ni ahuyentar una mosca fastidiosa. Por eso depende de la bondad de los demás. Sólo la ayuda de otros le permite mover las piernas, cambiar la posición de sus brazos, estirarse. La impotencia es desoladora; la dependencia humillante. La inmovilidad no es solamente perniciosa desde el punto de vista físico. Es también psicológicamente insoportable, cuenta Judt. El cuerpo no está hecho para ser bulto. La piel envuelve una inquietud constante. Aunque nos tendamos en la cama para dormir, hormiguea en nosotros una terca necesidad de movimiento: acomodarnos en el colchón hasta encontrar el refugio placentero, rascarnos la espalda, extender las piernas, mover el cuello. La tortura de ese deseo irrealizable parece verdaderamente insoportable. Pero lo que resulta infernal, dice Judt, es la noche. La oscuridad, la ausencia, el silencio, el descanso de los otros magnifica la experiencia de la postración.
¡ Ciertamente !