Amartya Sen ha publicado recientemente El país de los primeros niños, un conjunto de reflexiones sobre la libertad, el hambre, la democracia y la justicia en su país. Aquí puede leerse un extracto del libro. La democracia habrá sido capaz de eliminar las hambrunas pero ha sido muy torpe para solucionar otros problemas. El acercamiento a la justicia, la paulatina disminución de las arbitrariedades es esencial, sostiene, para la práctica democrática
Ideas como artefactos; argumentos como pequeñas piezas de pensar. En cada ensayo de Gabriel Zaid, el encendido insólito, la carátula transparente y una marcha rigurosa por rumbos sorprendentes. Un perfecto circuito de la intuición a la demostración. Relojería estricta, lógica meticulosa y densa que no puede dejar de invocar el milagro y sus misterios.
Acata la hermosura
y ríndete,
corazón duro.Acata la verdad
y endurécete
contra la mareaO suéltate, quizá,
como el Espíritu
fiel sobre las aguas.
Máquinas de pensar que no sólo a pensar enseñan. Esmero por acceder a la médula: podar la maleza del lugar común, la palabra rimbombante, el argumento recibido, la docta pedantería. De dos oficios de la precisión, la ingeniería y la poesía, se alimenta su combate al exceso. Pero la mecánica y la estética de la brevedad tienen en Zaid raíces más profundas. El fanatismo de lo apoteósico ha engendrado un infierno de frustración. De ahí que toda su obra esté regida por una moral de las proporciones. Contra todos los orgullos de la desmesura, ídolos de la voluntad y de la ciencia, una ambiciosa filosofía de la humildad.
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El espectador descubre muy pronto que las cartas de amor, son un adiós. Lo que amo de él. Lo que amo de ella. Los pequeños detalles, los rasgos profundos, la admiración mutua. Y el aviso también de una rivalidad. Dos cartas que no llegan a ser enviadas. De inmediato se revela la primera clave de Historia de un matrimonio, la nueva película de Noah Baubach para Netflix: la comunicación que se vuelve imposible. Más que la historia del matrimonio, la película retrata su final. Es a través de las ruinas que identificamos lo que alguna vez estaba en pie. Por las piedras que quedan en el suelo, por las vajillas hechas polvo podemos imaginar, como arquéologos, lo que alguna vez fue el desayuno amoroso y las nimias rivalidades.
Baubach pinta admirablemente ese deseo de comunicación que se ahoga en la garganta o revienta en el pleito. El intento de entenderse viene de ambos lados y fracasa siempre, estrepitosamente. Una escena lo retrata quizá, con literalidad excesiva: la pareja coopera solamente para recorrer la cortina de un muro que los separa. El tiempo parece acelerarse para imponer la incomprensión. De un momento a otro, la pareja pierde la capacidad de decir, la capacidad de escuchar. Será que, como dice Nicole, el personaje al que da vida Scarlett Johansson, “no es tan sencillo como dejar de estar enamorada.”
En el centro de la película están los diálogos entre Nicole y Charlie, representado por el genial Adam Driver. Intercambios crueles, dulces, cómicos, letales. Diálogos rotos, diálogos frustrados. Pero lo que me resulta más entrañable de la película es lo que sucede entre ellos en ausencia de palabras. Ahí es donde se muestra el portento de las actuaciones y de la dirección. No en la tormenta de la agresión sino en la intensidad de las reservas, en la espontaneidad de los reflejos. Hablo del silencio hostil, de la incomodidad de un cuerpo frente al otro… y también del diálogo tierno de las miradas, la complicidad de los gestos, de las sonrisas. La profunda imbricación de la intimidad en el tiempo. Es ahí, en ese vacío de palabras, donde se refugia el recuerdo del amor.
La película de Baubach no es solamente el relato de un colapso amoroso. Es también, en plenitud, una tragedia, es decir el cuento de la colusión con nuestra ruina y la intervención de fuerzas que son superiores a nuestra voluntad y nuestra inteligencia. La imposición en la vida humana de una lógica incomprensible que nos rebasa y nos arrolla. Quienes fueron amantes se convierten en títeres de una irracionalidad invencible. Cuando los divorciantes caen en manos de un abogado han renunciado a su libertad, a su razón, a su poder. Sus recuerdos habrán de ser pervertidos, sus deseos ignorados. El absurdo de la ley arrasa con el anhelo de entendimiento. En esta historia el destino habla con lenguaje abogadil. Ofrece abrazo y comprensión, mientras hace cálculos y amenaza. Seduce con té y galletitas para imponerle a la pareja una guerra que le era ajena. La quiebra del amor conduce a un secuestro. Un secuestro, debe decirse, del que son cómplices los secuestrados. Lo sabían: colaboraban con su propia desgracia convocando al demonio a oficiar en su despedida.
Una de las claves para acceder al universo de Francisco Toledo es la red. Lo vio con claridad el poeta Alberto Blanco en su ensayo sobre las mil máscaras del artista. En efecto, su obra es un tejido. Los telares habrán sido la última fascinación de su larga exploración material, pero fueron, tal vez, la inspiración de toda su obra. Grabados, esculturas, lienzos que entrelazan especies. En el arte textil de Toledo reside un entendimiento del mundo: la paciencia para entreverar hilos y cuerdas, la imaginación para trensar colores y formas, la visión para surcar líneas que rompen el sentido, la luz para devanar pigmentos. Los mismos personajes se entreveran una y otra vez. Y en esas trensas, se reconcilia el mundo. Bien dice el poeta que todo se relaciona en el universo de Toledo: humanos, animales, plantas, cosas; luz y sombra. No hay ahí vestuarios que levanten fronteras ni géneros que impongan códigos. Todo baila, se toca, se penetra, se abraza y riñe. Danzas, coitos, pleitos. Nada está solo. Ni siquiera el artista cuando se ve en el espejo está solo porque hasta en el reflejo lo visitan alacranes, petates y armadillos. En “Fuego nuevo,” poema que Alberto Blanco escribió ante la obra de Toledo, puede encontrarse ese sentido de reconciliación:
Sopla de pronto el espíritu
justo donde menos se esperaba
Y brota una paloma, una tortuga,
un mirlo, un cangrejo, una serpiente,
Un prisma de cuarzo encendido
en el tronco de la ceiba milenaria.
El instante es frágil. Los changos copulan sobre la hamaca. Un aire cuarteado sujeta el tiempo. El cristal roto en sus óleos apenas retiene los fragmentos. Los surcos laberínticos de la piel son un caleidoscopio inagotable. La tierra es un mosaico de escamas. Orejas, huesos, mazorcas, tenazas, falos. Aprendizajes de la cestería. Tejer una canasta donde quepa todo mundo. Amarrar los nudos que nos permiten escapar del confinamiento que nos imponen los dioses y los hombres. Doble rebeldía que maldice la ciudad y la laguna. Cruzar con el lápiz las cuatro estrellas; trazar la silueta de las constelaciones; tocar todos los puntos cardinales, desde lo útil hasta lo fantasioso, del óxido al semen, de la tenaza a la piel. Todo en Toledo es deseo, pero deseo primordial, un deseo anterior a esa caída que fue la civilización. En ese territorio fuera del tiempo, Benito Juárez y las bicicletas existen como existen los murciélagos, el coyote y la lluvia. El suyo es un retrato del mundo ante las estrellas. Humanos, iguanas, sapos se aparean sin cortejo en sus lienzos y vasijas. Por eso no se asoma ahí el erotismo. La sexualidad que aparece en cada imagen de Toledo no es la sutil insinuación del deseo, el préambulo a la caricia sino la consumación directa y espontánea del apetito. Un placer sin cortejo y sin diferimiento donde reside el impulso original. Burlas de la convención: trazos que se ríen de la esclavitud de los cuerpos. La libertad o, más bien como vio Cardoza y Aragón: la vida misma, el desatado instinto de la fecundación.
Con la desmesura del entusiasmo, Harold Bloom describió a William Shakespeare como el inventor de lo humano. Nada menos. Antes de Shakespeare había primates que eran idénticos a nosotros. La misma caja del cráneo, tantos dedos como los nuestros, los cromosomas de nuestra especie. Pero no eran en verdad hombres porque les faltaba el espejo de un genio. Solo los dramas y las comedias de Shakespeare le permitieron al hombre adentrarse en los laberintos de su personalidad. Hamlet, un hombre nacido de la imaginación, es nuestro padre. El verdadero Adán. Algo semejante ha hecho Andrea Wulf con Alexander Von Humboldt. La naturaleza es hoy lo que es para nosotros gracias al legendario viajero prusiano. Desde luego, no creó volcanes ni puso en movimiento los oceanos; no alumbró insectos ni reptiles. Pero lo que vieron sus ojos, esos órganos que Emerson describió como “microspopios y telescopios naturales”, define lo que entendemos hoy por naturaleza. Sin Humboldt veríamos otros bosques. De ahí viene el título de su libro más reciente: La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, (Taurus, 2016). Gracias a Humboldt, la naturaleza aparece ante nosotros como una infinita red de conexiones que no está puesta a nuestro servicio. Sin apelar a un creador que le imprimiera sentido y dirección al mundo, la naturaleza era una delicada tela de relaciones. El hombre no es el rey de la creación; por el contrario, es un peligro para el delicado equilibrio de la vida.
La biógrafa sucumbe ante al atractivo del personaje. Su enamoramiento es francamente contagioso. El Humboldt que se va esculpiendo en las páginas del libro es, en verdad, un gigante. Un aventurero que quiso conocer y entender todo; un amigo de Jefferson y de Bolívar; una inspiración para biólogos y poetas; un observador apasionado, un auténtico embajador de cada pueblo que conoció; un sabio que convocaba multitudes. Con su nombre se han bautizado plantas, piedras, volcanes y montañas. Se le llegó a llamar “el Napoleón de las ciencias” pero el corso no lo quería. Humboldt estaba convencido de que lo odiaba. Seguramente era envidia. Napoleón, un hombre de auténtica curiosidad científica, llevaba cientos de expertos en sus expediciones militares. El trabajo de todos ellos concluyó en Descripción de Egipto, un libro de veintitantos volúmenes del que se sentía muy orgulloso. Y sin embargo, sabía bien que los libros de Humboldt, enciclopedias escritas a una mano, eran mejores que aquella empresa imperial. Antes de la batalla de Waterloo, Napoleón leyó las descripciones de su viaje al nuevo continente.
La estampa humboldtiana de la naturaleza es tan poética como científica. No había por qué imaginar un pleito de miradas. Contemplar las plantas con amor, describirlas con imaginación y elocuencia era parte del mismo empeño por apreciar los entresijos de su fisiología. Uno de los capítulos más interesantes del libro de Wulf describe la relación de Humboldt con Goethe. Compartían una pasión por la ciencia y, en particular, por la botánica. Humboldt le inyectaba energía a Goethe. Cuando Humboldt lo visitaba podía anotar cosas como estas en su diario: “Por la mañana corregí un poema, luego anatomía de las ranas.” Esa fue la gran lección con la que Goethe agradeció la ráfaga de sus descubrimientos: arte y ciencia son hermanas. La naturaleza, le llegó a escribir el viajero “debe experimentarse a través del sentimiento.” Goethe le había dado nuevos órganos al científico. Con ellos pudo conciliar la medición y la fantasía; el lirismo y la biología.
El poeta venezolano Eugenio Montejo escribió un poema recogido en su Fábula del escriba (Pretextos, 2006) donde lamentaba la vida de los pájaros en la ciudad. Pobres aves: asfalto, vidrio, cables alteraban su paisaje natural. Julio Trujillo escribió una réplica. Mutan los pájaros en las ciudades y se adaptan prodigiosamente. Esas palomas cuyo color ya no podemos identificar, son ratas aladas que se alimentan de las ruinas que producimos, tercamente.
Se adapta bien el pájaro y es cínico:
¿no te das cuenta que tu mano cursi,
de la que come sin rubor,
fue adiestrada por él discretamente?
Toda metrópoli, además, se desmorona:
es un festín de migas.
Un pájaro es un bicho,
todos somos,
tenemos lo que hay
–y seguimos volando.
En esas líneas puede encontrarse la clave de las crónicas que Julio Trujillo escribió semanalmente en el diario La razón paseando la ciudad de México. Somos, como esos pájaros, mutantes alimentados de las migajas que produce la aglomeración. El título del libro, Atajos y rodeos (Cal y Arena, 2015), viene de un poema que Bernardo de Balbuena le escribió, desde muy lejos, a la ciudad. El atajo de uno es el rodeo de otro, dice Julio Trujillo adivinando en el viejo poema el atasco de nuestras calles. Lo leo distinto. El atajo es el camino del que lleva prisa, el rodeo es el camino de quien no quiere arribar. Tomamos el atajo más feos o el más peligroso para llegar lo antes posible. Damos rodeos porque disfrutamos perdernos, porque el camino a veces es preferible a la reunión. La ruta y el paseo. Las dos aventuras están en estas crónicas pero prevalece, por supuesto, el gozo del paseante.
El recorrido de estas notas empieza con una pista cualquiera. Puede ser la pregrinación a una cantina o la búsqueda de una mojarra para la tarea de Santiago; puede ser la conversación del taxi, una nota en el diario de la mañana o la tala de un árbol. El cronista observa, escucha, indaga, medita. ¿Qué es un tope? “El punto cero de la civilización. Son embriones de muros, y nada hay más indignante que esos límites concretos levantados ante el fracaso de la política, es decir, de la conversación.”
No le han faltado cronistas a la ciudad de México. Dialogando con una tradición venerable, el cuaderno tiene una frescura peculiar. Es el asombro del poeta lo que distingue este libro de sus muchos predecesores. Lejos de la sociología urbana, el cazador de instantáneas sabe que la ciudad encarna en una torta, en un árbol masacrado, en las guerras del claxon. Estas notas, llenas de información, inteligencia y buen humor, son una celebración creíble de la ciudad. Escritura siempre gozosa. Alfonso Reyes terminó tosiendo con el polvo de aquella ciudad transparente. ¿qué le hicieron a mi alto valle metafísico?, preguntó en su palinodia. Eduardo Lizalde replicó al homenaje de Balbuena con un lamento:
Vengamos mal y tarde,
tenochcas
la afrenta de nuestros destructores.
Julio Trujillo no suelta ahí la pluma para documentar, como tantos otros, nuestra irremediable catástrofe. Es posible que la ciudad merezca todos los insultos y sin embargo, acá andamos: “aquí seguimos nosotros, pájaros de la urbe, volando bajo pero descubriendo rincones respirables, verdes que no han muerto, árboles que no han desaparecido.”