The Onion tiene algunas ideas:
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Yale ha publicado un libro académico sobre la polémica que desataron los cartones daneses que representaban burlonamente a Mahoma y el fanatismo de sus seguidores. Lo curioso es que, como ya denunciaba Hitchens, el libro aparece sin una sola reproducción de los cartones. Al comentar la censura de la editorial universitaria, Oliver Kamm concluye en Prospect que somos víctimas de una nueva tiranía: la tiranía de la moderación. El respeto podrá ser una virtud personal muy estimable pero, convertida en principio de política pública es pernicioso. El libro de Klausen no sólo explica el despotismo de la sensibilidad sino que lo simboliza. El precedente es ominoso: sólo lo inofensivo ha de ser publicado.
De Fernando Savater:
La única pasión española que puede hoy compararse con el fútbol es la cocina. ¡Somos una gastrocracia! Santa Teresa nos aseguró que Dios también anda entre pucheros, pero no dijo que se dedicase personalmente a deconstruir albóndigas. Ahora resulta que no hay destino más sagrado y los ilusionistas del fogón son los únicos gurús indiscutibles de una asamblea de crédulos y esnobs. En todas las radios predican los fabricantes de recetas y en cada televisión tienen su concurso de potajes. Todo el mundo va disfrazado de cocinero, como en la tamborrada donostiarra, y hasta a los niños les hacen competir en el arte de remover la olla. Y los que tanto denuncian otras corrupciones de menores, calladitos y contentos. Lo peor es el discurso pringoso y altisonante que pretende darle glamour estético a la fabricación de tortillas o croquetas: peor que los textos de los catálogos artísticos, con eso se lo digo todo. A este paso, el buen gusto tendrá que desembocar en la anorexia o la huelga de hambre. Si Nietzsche viniese a España, ya no diría “no soy un hombre, soy dinamita”, sino “no soy un hombre, soy bicarbonato…”.
Recordamos a Rousseau, el adorador de la soberanía popular, como el gran filósofo de la insurrección. Él sintió que había impedido la revolución. Cuenta en sus Confesiones que, cuando hervía la irritación popular por los abusos del rey y se palpaba la emergencia de una sublevación, apareció un escrito suyo que desvió la atención de la sociedad francesa y concentró en su autor la rabia colectiva. De pronto el levantamiento se dirigió en contra de Rousseau y no contra el Luis. No se trataba de un escrito filosófico contra la religión organizada, un panfleto contra la monarquía absoluta o algún discurso sobre las bondades de la república. Era su diatriba contra la música francesa en donde se pronunciaba por la melodía italiana y denunciaba los ladridos de la música francesa. Así lo recuerda el ginebrino: “En 1753 el parlamento había sido exilado por el rey; los disturbios estaban en su cúspide; todos los signos apuntaban a una sublevación. Mi Carta sobre la música francesa apareció y todos las revueltas se olvidaron de inmediato. Nadie pensaba en nada pero en los peligros a la música francesa, y el único levantamiento que tuvo lugar fue en contra mía. La batalla fue tan feroz que la nación nunca se recobró de ella. Si digo que mis escritos evitaron una revolución política en Francia, la gente pensará que soy un loco; pero es una verdad real.”
Rousseau discutía entonces con el gran Rameau, compositor newtoniano que entendía la música como una compleja arquitectura; una matemática de sonidos entrecruzados. Rousseau, por su parte, creía que sólo era música el canto, la espontánea evocación del aire y de la tierra. El barroquismo musical, la maraña de sonidos era, a su juicio, un invento bárbaro que impedía el goce natural de la canción. Rousseau ya veía en la música un lenguaje o, más bien, al revés. Creía que lenguaje es canto; que cada idioma, más que un vocabulario propio, es una entonación.
Aquella disputa sobre la música y nuestra naturaleza parece recobrar vigencia. La música ha sido un misterio para la biología evolutiva. El propio Darwin pensaba que era una de los grandes enigmas de nuestra especie. Recientemente se ha abierto una rica vertiente de investigación científica al abrirse la caja del cráneo y poder registrar sus labores. Las neurociencias empiezan a analizar el sitio de la música en nuestro cerebro y su conexión con el otro lenguaje, el de las palabras. El lenguaje no será mutación del canto como quería Rousseau, pero la música bien puede ser una vía para reparar problemas de conocimiento y de expresión; para entender los vericuetos de la memoria. Aniruddh D. Patel, clarinetista y biólogo, se ha dedicado a estudiar los resortes que la música activa en el cerebro. Acaba de publicarse una entrevista con él en el New York Times. Patel ha publicado un libro sobre la música, el lenguaje y el cerebro
que ha recibido el aplauso de Oliver Sacks. La conclusión del investigador del Instituto de Neurociencias de San Diego (si es que la entiendo bien) es que nuestra disposición musical no representa una adaptación biológica sino una tecnología ancestral que altera la estructura de nuestro cerebro. El invento que se inserta en lo más profundo de nuestra identidad.
El descubrimiento más reciente de Patel es que el enigma de la música no es sólo acertijo de la especie humana. Una cacatúa baila.
El doctor Francisco J. Valadez me envía un correo interesante que reproduzco a continuación:
Me pareció conveniente, examinar algunos de los argumentos que usted sustenta, en su articulo de este día, para descalificar la respuesta de las autoridades de salud de nuestro país, ante la emergencia sanitaria que nos aqueja.
1. Respuesta tardía.
Identificar un brote infeccioso, caracterizar al virus y establecer una política de salud, ante la emergencia en menos de 15 días, es realmente sobresaliente, para los estándares internacionales. Puede revisar el artículo de Julio Frenk ex-secretariode salud y director del escuela de salud pública de Harvard, publicado en el New York Times, la semana pasada.
2. La magnitud de la respuesta es desproporcionada en relación a la epidemia.
Si un virus de la letalidad que ha exhibido en pocos casos el H1V1, se disemina sin control, en pocos dias el daño sería extremadamente grave. Este virus se transmite de persona a persona y afecta principalmente el sistema respiratorio, interfiere con intercambio gaseoso y provoca insuficiencia respiratoria. En 10% de los casos puede ser necesaria la aplicación de asistencia respiratoria ( intubación y manejo de respirador automático),
A declararle amor al peligro, a la energía, a la temeridad llamaba Filippo Tommaso Marinetti en su Manifiesto futurista de 1909. La nueva poesía habría de sacudir a esa señora cansada y aburrida que era el viejo arte. Hasta ahora la literatura ha sido inmovilidad contemplativa: es tiempo de pellizcarla para que logre atrapar el movimiento frenético de las máquinas, para que haga suyo el mensaje de la agresión, para que cante al esplendor de las máquinas. El tiempo y el espacio murieron ayer, sentenciaba. Es hora de afirmar la belleza de la velocidad: “Un coche de carreras … es más hermoso que la Victoria de Samotracia.” La destrucción era parte esencial de su revolución: destruir museos, bibliotecas, academias. El poeta concluía su manifiesto llamando a glorificar “la guerra, la única higiene del mundo, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo del anarquista, las hermosas Ideas que matan y el desprecio a la mujer.” Poesía del belicismo sectario, del fanatismo ideológico, del machismo.
La relación del movimiento futurista con la política fue compleja. Gramsci llegó a sentirse atraído por el brío de Marinetti y vio en su escuela la semilla de una revolución cultural. En realidad, la sopa ideológica del futurismo es intragable: su radicalismo lo llevó a coquetear con la izquierda y con la derecha. Aspiró a ser arte de régimen pero Musssolini, mucho menos interesado que Hitler en la adopción de una cultura oficial, miraba más al pasado, que al futuro que quisieron los futuristas quisieron incautar.
Marinetti se proclamó la cafeína de Europa. Genio y demagogo, provocador carismático, bufón fascista, misógino y oportunista, dirigió una célula de cultura insurreccional. La exposición montada ahora en el Museo Guggenheim de Nueva York (El futurismo italiano, 1909-1944: Reconstruyendo el universo) captura la ambición de esa cofradía empeñada en encontrar expresión para un hombre nuevo. El futurismo nació, es cierto, como un movimiento literario pero se convirtió muy pronto en hélice que quiso arrancar todo lenguaje estético de su cuenca tradicional. Desenjacar el arte para siempre. En todo hubo experimentos. Poesía, teatro, fotografía, música, arquitectura, danza, gastronomía. Fascinante búsqued de abundantísimas sugerencias y escasos hallazgos. Formas que se animan en el lienzo, tipografía que explota, poesía de azar, orquestación de chillidos. Libertad a las palabras era la fórmula literaria de Marinetti: destruir la sintaxis, usar los verbos en infinitivo, abolir adjetivos y adverbios, proscribir la puntuación, incorporar signos matemáticos o musicales al texto. Anticipo de la escritura automática de los surrealistas: que la mano que escribe se separe del cuerpo y abandone el cerebro para que la palabra encuentre la terrible lucidez de lo impensado.
El futurismo representa ante todo la estética de la demolición. En un poema libre de 1914 Marinetti lo expresa onomatopéyicamente. El poema se llama Zang Tumb Tuuum. Zang: el disparo de la artillería; Tumb: la explosión; Tuuum: el eco. Eso parece ser el futurismo: una explosión a la mitad del banquete. Lo que queda del estallido es una sensación de expansión infinita. La obra, sin embargo, desmerece a la ambición. Es posible que la seducción del futurismo esté en su fermento sedicioso más que en la realización de sus cuadros, esculturas o poemas.
Jed Perl crítico de arte del New Republic publicó hace un par de semanas un artículo interesante sobre un tema viejo: la creación artística entendida como vía estética hacia el bien: un camino cuyo mérito es dirigirnos a lo valioso. La música, la pintura, la poesía como experiencias que valen porque son social o moralmente edificantes. Pensamos en el arte siempre casado y subordinado a la esposa: arte y sociedad; arte y política; arte y economía; arte y justicia. No nos atrevemos a ver al arte así: solo. Lo tratamos como camarada de nuestra visión del mundo.
Perl rechaza la idea de que las convicciones ideológicas del artista deban ser el cristal desde el cual ha de apreciarse el arte. El arte logra escapar de las intenciones de su creador, eludiendo la envoltura de los valores explícitos. Que el compositor haya servido a la tiranía no significa que su cuarteto desafine. Orwell, al que cita el autor de Magos y charlatanes, apreciaba la poesía de Yeats pero no pudo dejar de criticarlo por sus convicciones políticas: “las creencias políticas o religiosas de un autor no son lacras menores de las que podamos reírnos, sino algo que dejará su marca hasta en los más pequeños detalles de la obra.” Ahí está, en nuez, la negación liberal al valor autónomo del arte. Frente a los traductores de la creación, Perl defiende “la dificultad de la belleza.” El racionalismo que padecen los progresistas los lleva a negar el misterio. Hasta el soneto ha de subordinarse a la teoría, la estadística, o a algún propósito de reordenación.
No conozco mejor ejemplo de ese vicio que denuncia Jed Perl que el alegato del arte “tereapéutico” que ha hecho Alain de Botton en un libro reciente. Para este exitoso publicista, el arte es una medicina, un masajito, un gimnasia, un ungüento analgésico, un placentero tratamiento de rehabilitación. “El arte… es un medio terapéutico que puede guiar, alentar o consolar al espectador, permitiéndole ser una mejor versión de sì mismo.” El propósito del arte ese ése y sólo ése: curar nuestra fragilidad. Ayudarnos a recordar, alentar esperanzas, consolar nuestro duelo, equilibrar nuestras emociones, entendernos, crecer y agradecer.
La banalidad de los comentarios estéticos de de Botton es sorprendente. Recomienda, por ejemplo ir al Museo del Prado para contemplar las Meninas. ¿Para qué? ¿Qué verdurita nos regala Velázquez para alimentar el alma? ¿Qué cremita nos conforta el espíritu? Al ver el cuadro vemos al rey y la reina a la distancia. Las princesas visten ropas elegantes. ¡Se visten distinto a nosotros! No hay mezclilla ni camisetas. Por eso el cuadro expande nuestra comprensión del mundo y … nos hace crecer.
A la superficialidad de sus consejos hay que agregar el absurdo de su receta museográfica. Si el arte es medicinal, los museos han de ser nuestros hospitales. Las obras de arte deben ser expuestas de tal modo que conduzcan a la curación de nuestros males. Cada pieza debe contener la explicación de su carácter balsámico. Los museos deben ser nuestros templos: servir de calmante psicológicamente como antes servía como calmante teológico. La pintura nos enseñará a vivir. La literartura nos hará mejores. El evangelista predica que una dosis cotidiana de arte nos hará virtuosos. La curaduría de de Botton, lejos de elevar el arte, lo aplasta al comprimirlo en pastillitas analgésicas. Le arranca precisamente eso que apreciaba Perl en su nota: misterio.
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.