José Antonio Aguilar escribe un ensayo inteligente en defensa del liberalismo euclidiano: un liberalismo que defienda la geometría de los derechos frente a las tentaciones del mito, los embrujos de la historia o las desconfianzas al mercado. En un párrafo alude a mi lectura de Hobbes en un textillo reciente. Cree que interpreto mal su proyecto intelectual: en el Leviatán no se lanza contra la imaginación (como yo sugiero) sino contra sus desvaríos. «Para Hobbes, la razón no debía aplastar a la imaginación; debía guiarla o ensillarla como un corcel bronco.»
Tiene razón José Antonio. Hobbes es uno de los teóricos más imaginativos en la historia del pensamiento político occidental. Lo que habría que ubicar es el sitio de ese talento pictórico en su sistema. No deja de ser extraño que el más prodigioso productor de metáforas sobre el poder, la ley, la libertad y el orden sea uno de los peores enemigos intelectuales de la metáfora. Pensar a través de esas ficciones, dice en su obra maestra, es deambular entre absurdos. Tarde o temprano, terminaremos en el pleito o la sedición. Por ello creo que la imaginación en la obra de Hobbes es un recurso retórico, no una herramienta de su ciencia.
Comparto el valor de la geometría hobbesiana pero no dejo de ver en ella cierta inhospitabilidad. Admiro la silueta de su edificio y la solidez de sus cimientos pero creo indispensable intervenir su simetría. Esa intervención le resultaría subversiva a Hobbes–tan peligrosa, por cierto, como la carcajada. Conocer los vínculos entre los ángulos internos, las líneas rectas y la circunferencia es vital. ¿Lo es todo para entender y hacer política?
El artículo de José Antonio Aguilar Rivera será publicado en la edición de verano de la preciosa revista bilingue Literal.
Ron Rosenbaum publica una nota en slate comentando la próxima aparición de un libro de Paul Berman
. Por el adelanto, el ensayo agitará nuevamente la polémica. ¿Cómo es posible que los intelectuales contemporáneos–aún quienes se describen como liberales–hayan sido tan débiles en su denuncia del extremismo islámico que amenaza cualquier disidencia? El blanco de la crítica de Berman en este libro son los críticos de Ayaan Hirsi Ali, como Ian Buruma y Timothy Garton Ash quienes han cuestionado su 'imprudencia', llamándola, incluso, fundamentalista de la Ilustración
Nadie nos dice cómo
voltear la cara contra la pared
y
morirnos sencillamente
así como lo hicieron el gato
o el perro de la casa
o el elefante
que caminó en pos de su agonía
como quien va
a una impostergable ceremonia
batiendo orejas
al compás
del cadencioso resuello
de su trompa
sólo en el reino animal
hay ejemplares de tal
comportamiento
cambiar el paso
acercarse
y oler lo ya vivido
y dar la vuelta
sencillamente
dar la vuelta
En La jornada puede leerse una breve entrevista a José Emilio Pacheco con motivo de su premio. Sinceramente prefiero las entrevistas que JEP no ha dado. Por ejemplo, la entrevista que no le dio al periodista George B. More y que encontró forma en esta "Defensa del anonimato".
No sé por qué escribimos, querido George,
y a veces me pregunto por qué más tarde
publicamos lo escrito.
Es decir, lanzamos
una botella al mar que está repleto
de basura y botellas con mensajes.
Nunca sabremos
a quién ni adónde la arrojarán las mareas.
Lo más probable
es que sucumba en la tempestad y el abismo,
en la arena del fondo que es la muerte.Y sin embargo
no es inútil esta mueca de náufrago.
Porque un domingo
me llama usted de Estes Park, Colorado.
Me dice que ha leído lo que está en la botella
(a través de los mares: nuestras dos lenguas)
y quiere hacerme una entrevista.
¿Cómo explicarle que jamás he dado
una entrevista,
que mi ambición es ser leído y no "célebre",
que importa el texto y no el autor del texto,
que descreo del circo literario?Luego recibo un telegrama inmenso
(cuánto se habrá gastado usted, querido amigo, al enviarlo).
No puedo contestarle ni dejarlo en silencio.
Y se me ocurren estos versos.
No es un poema.
No aspira al privilegio de la poesía (no es voluntaria).
Y voy a usar, como lo hacían los antiguos,
el verso como instrumento de todo aquello
(relato, carta, tratado, drama, historia, manual agrícola)
que hoy decimos en prosa.Para empezar a no responderle diré:
no tengo nada que añadir a lo que está en mis poemas,
no me interesa comentarlos, no me preocupa
(si alguno tengo) mi lugar en la "historia".
Escribo y eso es todo.
Escribo: doy la mitad del poema.
Poesía no es signos negros en la página blanca.
Llamo poesía a ese lugar del encuentro
con la experiencia ajena.
El lector, la lectora
harán (o no) el poema que tan sólo he esbozado.
No leemos a otros: nos leemos en ellos.
Me parece un milagro
que alguien que desconozco pueda verse en mi espejo.
Si hay un mérito en esto —dijo Pessoa—
corresponde a los versos, no al autor de los versos.Si de casualidad es un gran poeta
dejará tres o cuatro poemas válidos,
rodeados de fracasos y borradores.
Sus opiniones personales
son de verdad muy poco interesantes.Extraño mundo el nuestro: cada vez
le interesan más los poetas,
la poesía cada vez menos.
El poeta dejó de ser la voz de su tribu,
aquel que habla por quienes no hablan.
Se ha vuelto nada más otro entertainer.
Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica,
sus alianzas y pleitos con los demás payasos del circo,
o el trapecista o el domador de elefantes,
tienen asegurado el amplio público
a quien ya no hace falta leer poemas.Sigo pensando
que es otra cosa la poesía:
una forma de amor que sólo existe en silencio,
en un pacto secreto de dos personas,
de dos desconocidos casi siempre.
Acaso leyó usted que Juan Ramón Jiménez
pensó hace medio siglo en editar una revista poética
que iba a llamarse Anonimato.
Anonimato publicaría poemas, no firmas;
estaría hecha de textos y no de autores.
Y yo quisiera como el poeta español
que la poesía fuese anónima ya que es colectiva
(a eso tienden mis versos y mis versiones).
Posiblemente usted me dará la razón.
Usted que me ha leído y no me conoce.
no nos veremos nunca pero somos amigosSi le gustaron mis versos
¿qué más da que sean míos/ de otros/ de nadie?
En realidad los poemas que leyó son de usted:
usted, su autor, que los inventa al leerlos.
Supongamos que Nueva York es una ciudad es el segundo documental que Martin Scorsese hace de su amiga Fran Lebowitz. El primero no le bastó. Lo filmó hace diez años para HBO y, tan pronto lo terminó, quiso continuar la conversación en otra película. A ella le parecía absurdo protagonizar dos documentales sin más asunto que sus opiniones. Por fortuna accedió después de un tiempo. El documental que se proyecta en Netflix es un paseo por los muchos tiempos de Nueva York; una secuencia de juicios devastadores sobre la cultura contemporánea; un repaso de la vida de una escritora que hace años que no escribe. Es, sobre todo, un testimonio maravilloso de amistad.
El retrato son siete lienzos de cariño. No es un homenaje a una figura pública sino la celebración de una amistad. Scorsese muestra a Lebowitz en su elemento: quejándose de la ciudad que ama. Ser neoyorquino, dice, es quejarse de Nueva York. No importa cuánto tiempo hayas vivido aquí, en el momento en que empiezas a protestar porque te quitaron la tintorería de la esquina, ya eres neoyorquino. Ser neoyorquino es lamentar que la ciudad que amaste está desapareciendo. Una dulce nostalgia acompaña estos capítulos sobre las calles, la estación de tren, el arte, los barrios, la fiestas. Lebowitz sonríe con cierta altanería porque siente que es el último habitante de una ciudad que ya no es vista. Nueva York ha quedado desierto a las miradas. No hay ojo que se aparte del iphone para ver la banqueta y el zoológico humano en el metro.
La queja puede ser un arte. Lebowitz ha descubierto que escribir es una lata, un oficio que requiere una concentración y una disciplina que no le da la gana y que, para la sentencia rotunda y devastadora, es mejor la espontaneidad del diálogo en un teatro. En el documental pueden recogerse decenas de perlas contra los turistas, los puritanos, los burócratas y los escritores tan enamorados de la escritura que escriben fatal. Lebowitz muestra las delicias del wit. La palabra la traducimos mal como ingenio. Es eso, pero es mucho más. Es precisión, agilidad, gracia. No es pura creatividad, sino una forma de lucidez filosa y divertida. Esa es la maravilla del documental que se extiende por más de tres horas: captura la chispa de la inteligencia viva.
Decía que la película es también un autorretrato de la amistad. Una historia de complicidad afectiva. No recuerdan cuándo se conocieron. Pero la amistad, algo tan raro como el amor, los ha acompañado durante décadas. Solían recibir el año nuevo en el salón de proyecciones de Scorsese, viendo alguna película vieja. A veces, dos. Una antes de las campanadas y otra después. Este año no pudieron hacerlo. Solo pudieron hablarse por teléfono. La carcajada de Scorsese brinca con un gozo gigantesco cuando su amiga suelta alguno de sus juicios fulminantes. Después de años de convivir con Fran, Marty ríe con la sorpresa de volver a escuchar la inteligencia y la libertad de quien adora.
Antes de recibir el Premio Nobel, Wislawa Szymborska había concedido apenas unas cuantas entrevistas. Lo hacía de mala gana. No estoy hecha para ellas, decía: “El poeta ha de callar.” La voz para los poemas y para el té, para la página y la conversación familiar. Nunca para el micrófono. Si el poeta habla, ha de hacerlo a través de su poesía. Lo decía curiosamente en una entrevista y recordaba a Goethe: el poeta puede saber lo que quiso escribir pero ignora lo que ha escrito. No tiene por ello título para pronunciarse sobre su trabajo. Una amiga suya de la infancia decía que era imposible hablar con ella de poesía. Al salir el tema se ponía a platicar de pastelitos. Esa habría sido su divisa: a crear y a callar.
Hablamos demasiado. En nuestra época, dijo la poeta polaca, todo nos empuja a hablar: la radio, los periódicos, la televisión, los micrófonos, las grabadoras. Inventos para almacenar saliva. Hasta hace poco, “la Tierra se deslizaba por el universo en relativo silencio.” Ahora todo es ruido, ostentación, alharaca. En nuestra conversación con las plantas, la palabra la tienen ellas, que no hablan.
La biografía que se ha publicado recientemente de Szymborska es una celebración de su timidez, de su discreción, de su modestia. No es un monumento a la visionaria, sino un collage delicado como los que regalaba a sus amigos en cumpleaños: ilustraciones hechas de recortes de revistas y periódicos; frases que insertan ironía a una imagen. La han escrito Anna Bikont y Joanna Szczesna empleando el mismo cariño que Szymborka mostraba con tijeras y pegamento. El título viene de una línea de su instructivo para escribir un currículo.
La concisión y selección de los hechos es obligatoria.
Los paisajes deben convertirse en direcciones
Y dudosos recuerdos en fechas inmóviles.
De todos los amores, basta con el matrimonial,
Y en cuanto a los hijos, sólo con los nacidos.
(…)
Escribe como si nunca hubieras hablado contigo mismo
Y siempre te hubieras visto desde lejos.
Ignora perros, gatos y pájaros,
Trastos y recuerdos, amigos y sueños
Trastos y recuerdos, publicado por Pre-textos permite ese acercamiento íntimo. La memoria es borrosa, los amores fluidos, la militancia breve pero aleccionadora: una biografía más doméstica que literaria. Con buena razón el poeta Julian Przyboś le diagnosticó miopía: sólo es capaz de ver las cosas pequeñitas cuando las ve muy de cerca mientras las cosas grandes y lejanas le resultan invisibles. Escribió de la muerte de un escarabajo, de la caída de un mantel, del duelo de los gatos. La vida es tejida con palabras de amigos y lectores y, en alguna distracción, de ella misma. Sin mojigatería, atesoraba el recato. Exhibirse empobrece. “Al contrario de la moda actual, no creo que todos los momentos vividos en común sirvan para mercadear con ellos. Algunos son de mi propiedad sólo a medias. Además, sigo convencida de que los recuerdos que tengo de los otros todavía no han alcanzado su forma definitiva. A menudo converso con ellos mentalmente, y en estas conversaciones se plantean nuevas preguntas y respuestas.” Se disculpaba por estar chapada a la antigua. O a lo mejor resulta que soy vanguardista, agregaba: “¿y si en épocas venideras la moda de desnudarse públicamente fuera cosa del pasado?”
Lo peor de un periódico es esto: la opinión. Quejas, ocurrencias, piezas de publicidad que en poco orientan y nada informan. El periodismo flaquea cuando se hace plataforma de creencias. Lo sabía bien Gabriel García Márquez. Algo anda muy mal en el periodismo contemporáneo cuando la habitación más grande de la casa la ocupa el opinador, cuando es el columnista el de la fama y el prestigio. El príncipe del periódico es el reportero, no el editorialista. La rendición del periodismo se muestra en un torcido tégimen de reconocimientos: el cronista de talento obtiene premio cuando puede dejar la calle y jubilar su libreta de notas para dedicarse a escribir una columna de diatribas semanales. García Márquez entendía que para recuperar la salud, el periodismo debía devolver el cetro al reportero y arrebatárselo al infiltrado que pontifica.
El “reportero raso”—así lo llamaba García Márquez—es el artista que escucha, que ve, que mide; el curioso que pregunta; el valiente que se atreve incomodar y se atreve, (asunto a veces peligrosísimo) a entender; el perseverante que insiste, el diestro para narrar. El periodismo que ejerció García Márquez al principio de su carrera y el que alentó al final de su vida es una pasión insaciable pero, sobre todo, exigente. No es un reino de imaginación desbocada sino un quehacer moral y riguroso. Para el novelista, el periodismo no era simplemente una escuela de contar, en entrenamiento, el bosquejo de lo meritorio. El periodismo era un género literario por derecho propio, una de las bellas artes. El compromiso del reportero con los hechos no restringía la creatividad: la enmarcaba de la misma manera que la resistencia de los materiales acota la imaginación del arquitecto. La licencia que un periodista se diera frente a los hechos sería tan catastrófica como el desdén de un constructor por las normas de la física. El mago de la ficción no aconsejaba el arrebato de la imaginación a los periodistas. Por el contrario, llamaba al rigor, a la honestidad y la buena pluma.
Hermético compromiso del reportero con los hechos. La diferencia con la novela se abría ahí con claridad. Un solo hecho falso destroza un reportaje, mientras que simple hecho verdadero legitima una ficción, decía. El único deber del novelista es resultar creíble. Su fantasía tomó prestada las minucias que registraba como reportero: el culto al detalle que el buen periodista necesariamente profesa prestó verosimilitud a lo irreal.
El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince ha ilustrado la bifurcación de estos relatos al hablar del compromiso de un reportero con un náufrago y las libertades del novelista frente a un ahogado. “Con un cadáver encallado en la playa como una ballena suicida se puede escribir un cuento: por ejemplo la historia de un ahogado muy hermoso que “tiene cara de llamarse Esteban” Las mujeres que lo recogen, lo limpian y lo arreglan, irán desvistiéndolo de todos sus secretos, y vistiéndolo también, en la fantasía, con todos los episodios imaginarios de una vida. Con un náufrago, en cambio, hay que hacer periodismo, pues el sobreviviente puede contar el cuento todavía. En el primer caso, el gran escritor de ficciones logrará que lo inventado parezca verdad, y en el segundo caso el gran periodista relatará la verdad de tal manera que parezca mentira.”
El periodismo es arte desechable. Después de la noticia no queda nada. Hay que volver a empezar. Hay que seguir contando.
Le debo a León Krauze la recomendación de un podcast extraordinario. Es el mejor ejemplo de lo que puede ofrecer ese medio magnífico. Se trata de Revisionist History de Malcolm Gladwell. Está ya en su segunda temporada. Pueden escucharse los veinte capítulos en http://revisionisthistory.com/ o descargarse en cualquiera de las librerías de podcast. Se trata, como lo dice en su presentación, del intento de repensar aquello que damos por comprendido. Tiene razón: el pasado merece un segunda oportunidad.
Tiene sentido que el autor de libros exitosísimos se acerque al micrófono y se aleje de la letra impresa. El periodista canadiense ha examinado en varios volúmenes lo contraintuitivo. Sabe bien que la verdad se esconde en lugares comunes, en datos ocultos y en prejuicios. Los saberes recibidos suelen ser engaños confortables de los que alguien saca beneficio. De eso mismo habla en el podcast pero lo hace con un tono distinto. Las historias de cada programa adquieren una extraordinaria intimidad. No son pocos los capítulos terribles, los conmovedores, los que desatan la indignación. Nada tan íntimo como la voz. Nada tan honesto como el sonido de las palabras, sus silencios, sus acentos. La voz no puede ocultar tristeza, rabia, duda, asombro. Lo sabe bien Gladwell y quiere usar el poder del audio: hacernos pensar pero también hacernos llorar. Vale advertir que será difícil en algunos capítulos contener las lágrimas.
El talento narrativo de Gladwell se pule para alcanzar su mayor brillo en este producto auditivo. Las historias que cuenta se enredan y se aclaran magistralmente. Los secretos de una vieja exposición de pintura, los efectos mortíferos de una amistad, las revelaciones de la música country, alguna lección de un basketbolista, las paradojas de la sátira. En cada oportunidad Gladwell confronta nuestras expectativas, juega con la idea que tenemos del mundo y la somete al ácido de su inteligencia interrogante. Hilos que parecen inconexos se van trenzando para conformar el argumento. Uno de los capítulos abre con dos cápsulas: una sobrecogedora descripción de la hambruna en Bengala en 1943 y el retrato de un excéntrico físico inglés. En 34 minutos Gladwell exhibe el impacto de las lucubraciones de ese aristócata en la muerte de millones de indios. ¿Cuál fue la causa de la hambruna en Bengala, pregunta Gladwell? Creo que fue una amistad, responde. Cada capítulo es un enigma que se resuelve ante nuestro oído: algo que parece obvio es, en realidad, un engaño; eso que esperamos que produzca el efecto virtuoso desencadena consecuencias funestas. Gladwell sabe sacar jugo a los trabajos de la academia pero, sobre todo, sabe hacer buenas preguntas y contar historias. Un detective intelectual que no se deja llevar por la corriente de las opiniones hechas.
Siendo auténticamente conmovedor, este trabajo de Gladwell es, probablemente, el más político de todos los que ha hecho el investigador canadiense. Hay una línea común en todas sus casos: nuestro entendimiento del mundo no es resultado de nuestro interés por la verdad sino un efecto del poder. El poder declara lo razonable, lo útil, lo valioso y barniza con cera nuestros ojos para que seamos incapaces de ver lo que tenemos frente a los ojos. Su gran victoria es la cancelación de las preguntas. Acercarse a este podcast es maravillarse ante una inteligencia que interroga eso que yace perversamente como obvio.