Gracias a acantilado veo el ensayo de Claudio Magris sobre la invectiva literaria que publica este mes la revista colombiana Malpensante.
Este vulgar y faccioso desconocimiento del otro –que tan a menudo desfigura perversamente la boca de escritores que en otras ocasiones han sido capaces de proferir grandes palabras llenas de humanidad– se justifica a veces por la necesidad que tendrían los artistas de afirmar su propia visión y representación del mundo. Para lograrlo recurren a la negación de otras visiones y representaciones, distintas o contrarias a las suyas, que podrían oponerse a ellas y ponerlas en dificultad o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y desacralizante, poner en duda su legitimidad e impulsarlo por lo tanto a rechazar de un modo sectario ese clasicismo, del mismo modo que puede suceder lo inverso. En un caso así, el juicio sale desequilibrado, pero al ser unilateral se entiende que proviene de un sufrimiento, de la necesidad de proteger una exigencia creativa, lo que no justifica ese juicio, pero lo explica y le confiere cierta dignidad humana. Conrad o Hamsun se equivocan, por supuesto, al condenar a Dostoievski y a Ibsen, pero uno entiende por qué sentían la necesidad de hacerlo.…
Platón sabía que solo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su República ideal. Aquella condena es injusta, potencialmente totalitaria y debe rechazarse, pero no sobra tenerla siempre en cuenta, con la verdad que contiene, aunque esté distorsionada. La poesía no está obligada a subordinar la existencia a su significado más alto, que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía –recuerda Livio Garzanti en su estupendo Amar a Platón– “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a decir la verdad de la existencia, por cerril, imperfecta o cruel que sea; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que coexisten la magnanimidad con la bajeza, la vanidad y la maldad. El arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está obligado –o naturalmente inclinado– a ensimismarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mímesis engañosa de la verdad, de la cual por lo tanto la poesía es mímesis al cuadrado. Doblemente falaz, entonces, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras que el hombre ve en la caverna platónica y que aunque sean solamente sombras ilusorias, son también, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El mismo yo poético se siente incierto como una sombra.
Cuando entiendan esta gráfica, habremos ganado la guerra. Esto lo decía el general Stanley McChrystal comandante de las fuerzas de la OTAN en Afganistán. Recibió la carcajada de su auditorio. Powerpoint se ha convertido en una herramienta común en el ejército norteamericano. Algunos piensan que explica el desastre militar. Powerpoint nos vuelve idiotas. En una publicación militar se describe el programa de microsoft como un instrumento desastroso para tomar decisiones.
Pero powerpoint tiene también sus amantes.
El Colegio Nacional celebró el viernes pasado los noventa años de Teodoro González de León. Reunió a colegas suyos, a admiradores de su obra que hablaron de su trabajo a lo largo de las décadas. En dos mesas se escucharon elogios al lenguaje de sus edificios, a las ideas detrás de sus plazas, a su noción de la ciudad, a su exploración de materiales y de formas. Al tomar la palabra al final del evento, el patriarca de nuestra arquitectura agradeció el pastel y compartió sus entusiasmos. No discurrió, como podría imaginarse en una ocasión como esa, sobre la filosofía de su arquitectura, sus grandes logros, sus piezas más entrañables. No desarrolló sus propuestas para la ciudad, no trató de hacer síntesis de su trayecto artístico. No dirigió un mensaje grandilocuente a los jóvenes arquitectos. Habló del gozo de su viaje más reciente. Compartió su la emoción de reencontrarse con su maestro y de redescubrir una ciudad que no había entendido del todo. Una bellísima ceremonia del entusiasmo.
Gracias a Miquel Adriá, quien prepara un documental sobre él, volvió hace unos días a París y a Marsella para reencontrarse con las obras en la que trabajó muy joven con Le Corbusier. González de León volvió al departamento de su maestro para reconocer el lugar donde colocaba los libros, revivir las tardes en las que comían en una mesa de mármol. Vio de nuevo la cama donde dormía Le Corbusier. Una cama, recuerda, incómodamente alta. Había que esforzarse para treparla. Era, sin embargo, la posición exacta asomarse por la ventana y ver el bosque al despertar.
Evocó entonces su viaje a San Petersburgo donde lo encontró su cumpleaños. Ahí pasó siete días esplendorosos que le permitieron reconsiderar sus primeras impresiones de la ciudad. Quienes lo oímos en el antiguo convento de la Esperanza tuvimos el privilegio de escuchar una cátedra viva sobre la historia de la ciudad y sus creadores, sobre sus edificios antiguos y construcciones recientes, sobre el hormiguero de su industria naval, sobre las líneas de su croquis. La soberbia complejidad de su manufactura urbana. Escuchamos, sobre todo, un conmovedor homenaje a Carlo Rossi, el arquitecto al que San Petersburgo debe sus espacios más admirables.
Teodoro González de León no solamente piensa formas; piensa en formas. La arquitectura no es su lenguaje, es su inteligencia. Sabiduría del trazo y los volúmenes. Al hablar esculpe con las manos las formas que recuerda o imagina. Extiende con los dedos una avenida, traza un pasillo con el índice, alarga con las mano el tallo de una torre, envuelve como a una pelota las plazas, acaricia las curvas, pellizca los detalles. El hombre del cumpleaños colocó en el centro de su festejo a su maestro Le Corbusier y a Rossi, urbanista de perfección neoclásica. Recién desempacado del viaje, González de León seguía deslumbrado por la capacidad del arquitecto ruso para integrar el río a la ciudad, su habilidad para reordenar lo existente, su visión para levantar edificios impecables. En ninguna parte del mundo un arquitecto ha dejado un legado tan importante en su ciudad como Rossi la dejó en San Petersburgo. No es el creador de la ciudad porque las ciudades no son nunca, no pueden ser, dictados de una sola voluntad. Lo ha dicho González de León: el azar es el gran constructor y destructor de las ciudades. Pero Rossi, advierte el creador de tantísimos faros en la ciudad de México, es es padre de los mejores espacios de San Petersburgo. Se hace ciudad, se salva ciudad a pedazos.
El hombre que festejaba sus noventa dijo entonces: aquí se me acabó. Eso es lo que quería decir. Mi nuevo viaje me cambió totalmente la visión que tenía de San Petersburgo. Ahora entiendo lo que antes no había registrado bien. “Vi unas cosas que había visto mal. Lo tengo que corregir.” El arquitecto celebra la vida festejando el hallazgo de su error. Y la tarea que tiene por delante…
No es extraño salir del cine con preguntas. Vamos a cenar tras la función para tratar de responderlas y resolver los misterios de la trama. El árbol de la vida, la nueva película de Terrence Malick, no nos siembra esas preguntas que se resuelven con una mirada atenta, descifrando las claves que aparecen en un diálogo o en una imagen. El árbol de la vida no es simplemente una narración compleja, es un testimonio del misterio. La película se columpia entre lo diminuto y lo descomunal, va del pie de un recién nacido al anillo de las galaxias, del fuego original al rascacielos. El dolor de la muerte dispara el flashback más deslumbrante y nos remonta a un tiempo anterior a las células. Un cuento pequeñito de melancolía familiar se trenza a la marcha de los dinosaurios. No faltan espectadores que, ante estos disparates, abandonan la sala.
El árbol de la vida podría ser una película muda: un despliegue de imágenes bellísimas, un manojo de instantes sublimes retratados por Emmanuel Lubezki. Podría ser también un concierto estrujante con piezas de Tavener, Bach, Mahler, Gorecky, Smetana, Preisner, Berlioz. Música y plegaria que cautivan a través del oído. Tal vez El árbol de la vida sean los recuerdos y el sueño de un hombre. La memoria de su niñez, sus primeros pasos; el juego y la tentación del peligro; el descubrimiento de la suavidad y la aspereza del mundo. Una niñez que se abre camino entre el calor de su madre y la rigidez del padre. Ella ríe, cuida, juega, se desprende de su peso y baila en el aire. Él se cree en el deber de enseñar rigor, dureza, golpes. Ella despierta a sus hijos con risa, él les arrebata violentamente el cobijo. Ella es un ángel; él nunca encuentra la paz—más que en la música a la que en mal momento dio la espalda. Los personajes apenas se hablan. Las palabras en la cinta son susurros, invocaciones, rumores. Los protagonistas le hablan a Dios quien, por supuesto, permanece callado. Al mundo no se le entiende pero se le escucha, se le ve, se le toca. Sobre todo éso: se le toca, se le acaricia. Desfilan las manos como los órganos sabios de la percepción. Acarician el agua, el aire, la piel, el pasto, las cortinas. Tocan… y entienden.
La tragedia cae sobre la familia. El hermano menor del protagonista muere. Un telegrama lo comunica en la primera escena de la película. ¿Se suicidó? Poco nos dice el breve libreto de de este traductor de Heidegger pero la tormenta de reclamos y culpas que sigue torturando al hermano mayor insinúa la muerte voluntaria. El dolor encuentra marco en la inmensidad de lo astronómico y de lo microscópico. Los átomos y las nebulosas no escuchan el grito de una madre. La naturaleza, sin embargo, no es indiferente y nos cobija desde el gran estallido. El consuelo llega porque todos los tiempos de la emoción humana son presente. Porque el adulto puede confortar al niño que fue, porque el muerto no desaparece del recuerdo, porque hay perdón. El tiempo no desecha: todos los pasados son sincrónicos. La película es una parábola sobre el asombro, es decir, sobre la humildad. Venimos a amar a cada una de las hojas, a cada hilo de luz, dice ese ángel que es la madre. Venimos a maravillarnos.
Al recibir el Príncipe de Asturias, Daniel Barenboim recordaba a María Zambrano quien identificaba una sustancia musical en toda sabiduría. Esa era la gran lección, a su juicio, de Séneca. La razón es equilibrio, escucha, ponderación, melodiosa mezcla. No fidelidad a un dogma, sino capacidad de un ser concreto para percibir “con su armonía interior, la armonía del mundo.” Saber vivir es saber oír. Oírse para no callar a nadie. Oír para apreciar al otro. “Es una cuestión de oído. Una virtud musical la del sabio; es una actividad incesante que percibe y es un continuo acorde. Es, en suma, un arte. La moral se ha resuelto en estética y como toda estética tiene algo de incomunicable.”
Nadie ha cultivado esa armonía como Jordi Savall. Un devoto de todas las artes de la música. Intérprete prodigioso, director y promotor, arqueólogo de antiguas partituras, resucitador de instrumentos, historiador y cronista, editor, divulgador, maestro, productor de extraordinarios acontecimientos sonoros. Hace unos días estuvo en México. Con su Hespèrion XXI y Tembembe Ensamble Continuo tocó un concierto memorable en el Bellas Artes que revivió las mareas del barroco hispano. El agua de las influencias que va y que viene. Una danza portuguesa del siglo XVII dio paso al cielito lindo. Una jota preparó la improvisación de la guaracha. Un zapateado dialogaba con la viola da gamba. Se escuchó al arpa barroca al lado de la jarana huasteca. Aparecieron los raspones de la quijada de caballo y el violone. Y una voz cantando:
La vida tiene sazón
si hay un chile en la tortilla
si hay un chile en la tortilla
la vida tiene sazón.
“Lo mejor que hicimos los españoles en el Nuevo Mundo fue la música, ha dicho el incansable concertista. Casi todo lo demás fue un desastre.” El concierto reciente y varios discos de su catálogo son testimonio de algo que sí puede nombrarse “encuentro” entre dos mundos. La música de esas dos riberas que Savall trae a la vida es una música libre, una música anterior a la disciplina impuesta por la escritura. Será por esa soltura que la erudición de este arqueólogo no invita al museo sino a la juerga. El arte de improvisar lo aprendió el catalán de su instrumento, la viola da gamba. Es un arte hecho de estudio, espontaneidad y sensibilidad.
La improvisación fue, tal vez, uno de los hilos que bordaron el programa en Bellas Artes. Las “Folías (locuras) antiguas y criollas del antiguo al nuevo mundo” no pueden entenderse solamente como la influencia de un lugar a otro, sino como el ir y venir de cuerdas, cadencias, motivos. El espíritu de una cultura puede estar ahí, en la música que hace reír, la que enamora, la que se imagina como un puente con Dios. Escuchar a Jordi Savall, jarocho y mediterráneo, es acercarse a esa sabia armonía de la que hablaba María Zambrano. Esa armonía que en sonido va de una civilización a otra, que cruza siglos y que hermana.
“Pina”, la cinta de Wim Wenders sobre la gran coréografa alemana Pina Bausch es la primera cinta que justifica los anteojos que uno tiene que colgarse para ver una película en tercera dimensión. No es que vuelen criaturas fantásticas por la sala, que el viaje intergaláctico sea más realista con los lentes. Es que la elegía a esta mujer dedicada a desentrañar la expresión del cuerpo humano encuentra en esa técnica un vehículo poderosísimo. El hallazgo técnico nos permite admirar el palpable mensaje de los cuerpos y, al mismo tiempo, contemplarlos con la profundidad, el dramatismo del teatro. Hacer palpable el cuerpo y, al mismo tiempo, contemplarlo como alegoría.
Wenders quería filmar una película sobre Pina Bausch desde hacía tiempo. Admiraba su capacidad para entender el diálogo entre el alma y el cuerpo. El cineasta la reconoció pronto como una de las grandes artistas del siglo XX, uno de lo creadores que penetró más hondo en el espíritu humano. “Nadie leyó el lenguaje del cuerpo humano como ella,” ha dicho. El alma que habla por los brazos, las piernas y la cintura. Recuerdos alojados en cadencias. Pina Bausch le mostró a Wenders el tesoro del cuerpo, la expresividad del movimiento. El director de Paris, Texas conoció su trabajo en contra de su voluntad. No era una persona cercana a la danza pero por casualidad asistió a una función en Venecia que le cambió la vida. No llegaba a entender por qué lo conmovía el baile de Pina hasta las lágrimas pero se daba cuenta de que el encuentro con su arte era esencial. Desde ese momento quiso filmarla y se lo propuso de inmediato, pero no sabía cómo podría hacerle justicia con su cámara. Sentía que el lente levantaba una pared y que era incapaz de captar la corporeidad, la energía del baile. Veinticinco años incubó la idea de filmarla. Cuando vio los adelantos de la tercera dimensión se dio cuenta que tenía ya el instrumento: finalmente podía romper la barrera del cine y registrar la presencia del cuerpo.
Poco antes del inicio de las grabaciones, la coreógrafa murió. El proyecto no se canceló pero cambió radicalmente. Se volvió una ceremonia de dolor fresco. Una especie de documental de cuerpo presente. La cinta no solamente registra el trabajo de la coreógrafa sino su marca en la vida de los bailarines quienes la evocan en su danza y con palabras para rendirle gratitud.
El documental no cuenta ninguna historia pero capta, en sus breves cuentos, las epopeyas de la emoción humana. Lo primordial no requiere palabras: el amor y el deseo, la frustración y la crueldad, la pérdida, la soledad, el dolor. Cuerpos de todas las edades tocando con la piel todos los elementos, viviendo en su movimiento todas las emociones. El cuerpo retoza con agua, es amarrado a una cuerda de perro sin poder escapar, cuelga de otro cuerpo, se desploma como tabla, se enrosca y gesticula, recibe paletazos de tierra, es manoseado y acariciado con ternura. A veces más gesto que baile, su coreografía brota de la vida misma de sus bailarines. La coreógrafa invitaba a cada uno a buscar, a perderse, a zambullirse en su experiencia. Enloquece un poco más, sorpréndeme. No me importa tanto cómo se mueve la gente, decía: me importa lo que los conmueve.
No puedo escapar de una escena. Laura Guerrero acaba de inscribirse a un concurso de belleza y llega a una fiesta. Después de unos minutos, entra al baño para descubrir que unos hombres se descuelgan del techo de un bar improvisado. Como arañas que descienden de su hilo, los asaltantes reciben los rifles que les entregan desde lo alto. Vienen a matar y pronto se encuentran con Laura. El jefe de los matones la ve, le perdona la vida pero la atrapa definitivamente en su red. A partir de ese momento no hay escapatoria: la red del crimen lo cubre todo.
Miss Bala, la cinta de Gerardo Naranjo que se estrena este viernes, es una película que retrata la desgracia mexicana de este tiempo. La casa que habitamos ha dejado de ser nuestra, la vida que vivimos ya no es en realidad propia. Bajo el imperio del miedo nada puede ser confiable. Somos el ratón con el que juega el gato del crimen: la apariencia de libertad es la cuerda que permite su diversión. Cuando pensamos escapar, en realidad nos arrojamos a la boca hambrienta. Pero no se crea que ésta es otra película de denuncia, otra película de compromiso que se deleita en el lugar común, en la estridencia de la simplificación. Miss Bala es una gran película en términos estrictamente cinematográficos. Saturados por la crueldad cotidiana, la cinta sobresale porque su honestidad no está reñida con la elegancia. No es necesario restregarnos la violencia: lo que hace falta para nombrar nuestro tiempo es tocar las emociones vitales que la rutina adormece. Para capturar la angustia no hace falta arrojar cubetas de sangre: tocar la respiración del miedo es suficiente.
El extraordinario guión es poderoso por todo lo que no dice, por todo lo que calla, por todo lo que sabe innecesario decir. El poder de la película está en esa comunicación que escapa al discurso, esa trasmisión de imágenes o, tal vez, olores que provocan la fraternidad profunda y auténtica del arte. La fotografía es esencialmente evocativa: ve y nos muestra la angosta cueva de la violencia para cerrar también los párpados o alejarse de lo que no necesitamos ver para sentir. Dos actuaciones admirables sostienen la película. Stephanie Sigman carga prácticamente todas las escenas pronunciando unas cuantas frases pero hablando todo el tiempo con el cuerpo. Trepado a su mirada, montado en sus espalda, adherido a sus moretones, el auditorio vive una pesadilla interminable. La ilusión más ingenua le despierta una sonrisa, el pánico más profundo revienta en el tambor del pecho. Noé Hernández es un villano único porque no es tragado por ningún estereotipo. No usa camisa Polo, no lleva cadenas de oro ni lentes oscuros. Es despiadado pero no cruel. Representa el mal porque encarna también lo humano. Aterra porque podríamos conocerlo, porque podríamos ser él.
La hazaña artística de esta película es haber logrado la serenidad narrativa en medio del desbordamiento de violencia y sangre. Película de nuestra angustia, Miss Bala registra el grito pero no nos grita. Es una denuncia de nuestra barbarie, pero no pretende ser un cuento con moraleja edificante. Es uno de los mejores retratos emocionales del México de hoy.
D | L | M | X | J | V | S |
---|---|---|---|---|---|---|
« Feb | ||||||
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | |
7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 |
14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 |
21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 |
28 | 29 | 30 | 31 |