Bill Keller, corresponsal del New York Times en la Unión Soviética en tiempos de Gorbachov y en Sudáfrica en tiempos de De Klerk, escribe una nota sobre el heroísmo del buen perdedor. Keller comenta el paralelo de estos hombres que desmontaron los abusos de la élite a la que pertenecían y sucumbieron ante la democracia. Ninguno huyó de su país, ninguno se aferró al poder. Ambos quisieron reformar el régimen del que surgieron, pero fueron pronto rebasados por las energías que ellos mismos desataron. La historia también la hacen, dice Keller, quienes tienen la grandeza para no obstruir su marcha.
Javier Marías hoy, en El país semanal:
Siempre me ha sorprendido que algunas personas inteligentes, además de infinidad de idiotas, puedan soltar frases del tipo “Amo a mi país” –recientemente el escritor Stephen King, en estas páginas–. Me temo que no hay país en el mundo que se libre de ser “amado”, bien por sus ciudadanos, bien por extranjeros de visita que quieren hacer la pelota momentáneamente. Aquí, por supuesto, la frase se repite hasta la saciedad, sobre todo con Cataluña como objeto en los últimos tiempos. En toda ocasión son variantes de aquel famoso escrito de Tejero (recuerden, el guardia civil que asaltó el Congreso e intentó dar un golpe de Estado) en el que especificaba cómo amaba la paella y no sé qué otros folklorismos. En cuanto alguien trata de explicar la frase, cae en el más barato lirismo, la cursilería y el ridículo. Resulta inevitable, porque es un enunciado que no sólo es hueco, sino además un imposible. Un país –no digamos su nombre– es una abstracción, más allá de su geografía, sus fronteras estipuladas y su organización administrativa, una vez constituido como Estado, nacionalidad, región o lo que quiera que sea. En el mejor de los casos, es una convención, como lo son “la literatura” o “la ciencia” y casi todo lo susceptible de ser escrito con mayúscula a veces. Cuando alguien asegura “amar la literatura”, está diciendo, a lo sumo, que le gustan ciertas obras literarias, lo cual implica que le desagradarán muchas otras, aunque todas ellas sean “literatura”. Si alguien asevera “amar a España”, su afirmación está vacía de contenido, porque en España, como en todas partes, hay gente, y ciudades, y barriadas, y no digamos urbanizaciones costeras, que por fuerza le parecerán abominables. La frase es, así, indefectiblemente grandilocuente, oportunista y falaz; y a menudo demagógica, pronunciada para halagar a los patrioteros. Más honrado y veraz era aquel sargento de Juan Benet que arengaba a sus reclutas así: “Os voy a decir qué es el patriotismo. ¿A que cuando veis a un francés os da mucha rabia? Pues eso es el patriotismo”.
El New York Times publica hoy un artículo sobre los misterios de la concentración. Un grupo de científicos dedicados a estudiar el cerebro dejan sus teléfonos y sus computadoras por unos días. La vacación revela una división interesante en la comunidad científica. Por una parte hay quien sostiene que la perpetua comunicación, la obsesiva interacción con otros a través de correos, mensajes y llamadas está limitando severamente nuestra capacidad para concentrarnos. Nuestra mente se atiborra con mensajes y también con la expectativa de los mensajes. Otros sostienen lo contrario: dedicarse simultáneamente a muchas tareas estimula nuestra mente.
Lo más difícil es el retrato, decía Henri Cartier-Bresson. "Necesitas poner tu cámara entre la piel de una persona y su camisa." Durante tres décadas, Steve Pyke ha puesto por ahí su cámara para retratar filósofos. En 1993 apareció un volumen con sus imágenes y ahora se publica una segunda entrega. Ésta es la foto que le tomó a Isaiah Berlin en 1990:
Instrumentos de escritura; basureros y tijeras; fotografías y ventanas. The Guardian publica una carpeta de los cuartos de grandes escritores ingleses. Aquí el lugar donde George Bernard Shaw se escondía de la gente para poder fastidiarla.
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.
Para que una mujer entre a un museo es necesario que se desnude y que un hombre la pinte. Lo denunciaba hace años el grupo de activistas Guerrilla Girls, con una intensa campaña de carteles en estaciones de metro, autobuses y paredes de Nueva York que denunciaban la misoginia del aparato cultural. El 3% de los artistas del Museo Metropolitano son mujeres, mientras el 83% de los desnudos son femeninos, se podía leer en las pancartas en las que se asomaba un gorila. Las cosas empiezan a cambiar. El Instituto de Arte de Chicago, que, en las últimas tres décadas apenas había organizado la exposición individual de una sola artista, está viviendo “un momento feminista.” Así lo advierte el Chicago Tribune al recorrer las galerías de su ala moderna. En cada uno de los espacios, una artista: fotografías de Sara Daraedt, una instalación de Diana Thater, una serie de autorretratos de Eleanor Antin.
La exposición que, sin lugar a dudas, destaca en este abanico es la de seis diseñadoras en el México del medio siglo: Clara Porset, Lola Álvarez Bravo, Anni Albers, Ruth Asawa, Cynthia Sargent y Sheila Hicks. Mesas, cestos, collages, telas que dialogan con una tradición y la proyectan.
“En una nube, en un muro, en una silla” el título de la exposición que se presenta hasta enero del 2020 en Chicago, proviene de una de las páginas del catálogo de una muestra insólita en la ciudad de México hace más de setenta años. En aquella exposición se aludía a la presencia del diseño en todo lo que existe. Todas las formas, sean olas u ollas incorporan ideas y afinidades para el deleite de los dioses o las personas. La muestra en el Instituto de Artes revive aquella muestra organizada por la artista cubana Clara Porset a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en el Palacio de Bellas Artes. “El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México” era el título de esta exposición que contenía toda una filosofía del diseño. Aprendiendo de la alfarería y la cestería tradicional, de los colores, las técnicas y las formas originales, las creaciones de estas artistas adquirían una dimensión contemporánea. En el máximo recinto de la cultura mexicana se mostraban canastos, jarrones, tortilleros tostadores, sillas y petates. Se pretendía formar un gusto y una exigencia por las cosas que nos cobijan y nos sostienen, por los objetos con que cocinamos, los cacharros que usamos para mil cosas. Era un diseño, al mismo tiempo doméstico y público; era familiar, pero estaba cargada de hondas implicaciones políticas.
Aquella muestra, dice la curadora Zoë Ryan, no solamente fue la primera en su tipo en México, sino que seguramente habrá sido la primera en el mundo por su perspectiva panorámica y por su filosofía. Se conciliaban en esos salones todas las artes del diseño. Lo industrial empalmaba con lo artesanal. No había jerarquías: el jarrón de barro se exhibía frente al refrigerador. Al asociarse orgánicamente lo ancestral con lo moderno, lo propio y lo universal se vislumbraba otro lenguaje estético.
En este nacionalismo moderno y creativo, en este rescate de lo propio se deja sentir el poderoso imán cultural que fue México en aquel tiempo. De todos rincones llegaban pintores, escritores, diseñadores para ser testigos y quizá partícipes de lo que Anita Brenner llamó el “Renacimiento mexicano.” Los muralistas seguían a la mitad del siglo con enorme presencia pública, Barragán estaba en la plenitud de su creatividad, la arqueología mexicana hacía descubrimientos extraordinarios, se trazaban grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos. México, un territorio de creatividad efervescente seducía a los grandes artistas. En esta muestra puede verse su impacto en la obra de las seis creadoras. Collages, vasijas de hilo, esculturas de alambre, modernísimas sillas prehispánicas, arte textil. La fotógrafa, las diseñadoras de muebles, de telas, de alambres descubren en las grecas y en las plantas mexicanas, en la cerámica y en los telares de estas tierras los mejores estímulos para el hacer flotar nubes, para colorear los muros, para reinventar las sillas.
La historia parece sacada del periódico del día de hoy. En un régimen cerrado, un grupo de disidentes lanza mensajes que se extienden como un virus por la ciudad. Las burlas a los poderosos brincan de una casa a otra, formando una red de discrepantes que crece a diario. De pronto, la policía da el golpe y pone fin a la infección. Los burlones, tras las rejas para que nadie tenga acceso a los mensajes sediciosos. En realidad, se trata de una historia de mediados del siglo XVIII, en París. Los hechos los narra ese extraordinario detective de la historia francesa que es Robert Darnton. El historiador no es solamente un erudito que lo sabe todo de los tiempos revolucionarios, sino un especialista en los trasmisores de las ideas, sean libros, panfletos o pantallas.
En esta historia, más que impresos, Darnton registra versos que pasaban de boca en boca en la capital francesa, en 1749. En un país con poco acceso a la red (de publicaciones) los mensajes viajan, sobre todo, oralmente. Si se acompañan de música, mejor. El investigador hurga en archivos hasta escuchar con la imaginación a los cantantes que en las esquinas y en los callejones parisinos difundían la denuncia y se mofaban del régimen y sus personajes. Si se conservan ciertos rastros de esas coplas es, desde luego, por su ofensa. Por ser consideradas como un peligro político ingresaron a los archivos de la policía parisina. La música es utilizada como la correa que trasmite la rebeldía. Convertidos en canción, los versos insumisos son una travesura que va conectando inconformes. El gozo de cantar la insolencia bajo la cubierta de un sonsonete inofensivo se contagia con facilidad. La técnica de entonces era la misma que hoy oímos en programas como el Weso: sobre tonadas populares, los cantantes callejeros sobreponen versos sediciosos. Un palimpsesto sonoro, lo llama Darnton.
Poetry and the Police: Communication Networks in Eighteenth-Century Paris (Belknap Press, 2010) recupera un número reducido de poemas cantados en la calle. Darnton encuentra vestigios de la letra, las órdenes para la captura de los cantantes, los interrogatorios, las confesiones y delaciones de los reos. Reconstruye así el episodio conocido como el “Affaire de los catorce,” por ser ése el número de los convictos. En las canciones, se observa la saña contra Madame Pompadou pero ni la corte ni el rey se salvan del embate musical. El monarca es pintado en uno de los poemas como monstruo de rabia negra y en otro es retratado como un impotente:
Pues bien, burguesía temeraria
Dices que has podido dar satisfacción
al rey
Y que él ha satisfecho tus esperanzas
Bien sabemos que esa noche
el rey quiso dar prueba de su ternura
pero no pudo.
Darnton se desplaza con destreza admirable por los archivos del siglo XVIII, ofreciéndonos un jugoso cuento policiaco en el que catorce hombres caen en manos de la policía, pero nunca puede darse con el autor de los versos peligrosos. La reconstrucción del episodio llega, incluso a su resurrección musical. En internet puede escucharse una recreación de las canciones, de acuerdo a las pistas que Darnton ha podido ir integrando. El cabaret electrónico puede escucharse aquí. Desde luego, no podemos escuchar las canciones como las habrán oído a escondidas, hace más de 250 años, pero al escucharlas se advierte la fuerza de esos hilos de comunicación. Ahí está el argumento central de Darnton: internet no inventó la comunicación humana; Facebook no es el origen de las redes sociales. Si a la monarquía le enfurecían las burlas cantadas es porque se percataba de algo que los poderosos todavía no sabían cómo tratar: la opinión pública.
Sí: tengo un problema con Natalie Portman. Cada vez que la veo en una película tengo que correr a ponerme un suéter. Por supuesto: reconozco que es preciosa, que es la elegancia, que tiene una piel esplendorosa. No puedo negar su precisión actoral, el esmero con el que representa a una reina, a una nudista, a la compañera de un matón. Pero nada me dice, muy poco me comunica. Me parece tan atractiva como una perfecta escultura de hielo.
Una pieza sin defecto. En Closer, esa potentísima película de Mike Nichols sobre los demonios de la intimidad, Natalie Portman sostiene, sin duda, la tensión de su personaje. Alice, la nudista atrapada en una red de emociones, es representada correctamente. El problema es que no alcanza a despojarse en ningún momento de su ángel y sumergirse en bestia como lo hace el resto de los personajes a golpe de traiciones y verdades. Cuando el desamor llega, no la opaca. El resentimiento sale de sus palabras pero no surge de su intestino. La actriz grita pero no ruge; golpea pero no araña, llora sin desmoronarse. Natalie Portman siempre flota, intocada por la tierra, las sábanas, los cuerpos. Un colibrí. En los personajes que ha representado, ha cambiado mil veces de peinado pero apenas ha transformado la naturaleza de su personaje único: una belleza adolescente, vulnerable y frágil. Calva en Vendetta, pelirroja o con peluca rosada en Closer o con el chongo de la princesa Amidala, es siempre hermosísima y siempre helada. Eras perfecta, le dice Dan (Jude Law) en una de las últimas escenas de Llevados por el deseo. Lo sigo siendo, le responde Alice. Y en efecto, sigue siendo perfecta: herméticamente impecable.
El Cisne Negro, la película que le dará todos los honores de la actuación, parece una película sobre ella: una cinta sobre la frustrante perfección. La perfección como conquista muda e inexpresiva, como una tortura que busca una recompensa imposible. Una bailarina adicta a la exactitud es acosada por alucinaciones, autoflagelación, acosos y delirios. Una historia de horror que se pasea por las fronteras de lo chusco: la madre es una bruja, la comida es veneno, el cuerpo es poseído por alguna maldición, la noche es una pesadilla. Este trabajo de Aronofsky parece una continuación de Réquiem por un sueño, pero ahora se muestra que la obsesión, mucho antes que la cocaína, es el peor de los narcóticos. Ninguna dependencia tan monstruosa como la propia ambición. Nada tan destructivo como nuestra intolerancia al error propio. Nadie discutirá los méritos de Natalie Portman, cuando en el ritual conocido, dé las gracias a la Academia por su Óscar como la mejor actriz del año. Modificó su cuerpo para darle vida a una bailarina, su rostro aparece en primer plano durante toda la película; ella se desdobla en personajes torturados y le da vida a una guapa que sufre mucho.
“Solamente quiero ser perfecta,” dice Nina, la bailarina de la cinta. En El cisne negro, Natalie Portman vuelve a ser perfecta: Yo sigo con mi problema: la perfección me da frío.