Jean Daniel publica un artículo en el que defiende, más que sus convicciones, sus aprendizajes. Integra así un decálogo para la izquierda contemporánea. Se dice un reformista radical a lo Camus. Entre otras cosas, dice:
Ya no quiero cambiar el mundo; quiero reformarlo. De hecho, creo que el mundo cambia por sí mismo mucho más deprisa que nuestro deseo de cambiarlo. Pero si quiero ser reformista no es solo porque haya renunciado a la revolución, sino porque creo en los progresos, y quiero subrayar que he escrito esta última palabra en plural.
No está en el destino de una víctima el seguir siéndolo; después de liberarse, puede convertirse en verdugo. Todos aquellos que aceptan responder a la barbarie con la barbarie, utilizando las mismas armas que sus enemigos y traicionando así los valores por los que combaten deberían tener presente este pensamiento. En tal caso, no hay inocentes, solo vencedores o muertos. En una época en la que la fragmentación de los dogmas y los conflictos de la fe conducen a los fanatismos y en la que cada vez es más difícil hablar de valores universales, un odio debe imponerse -y la palabra no es demasiado fuerte-: el odio hacia todos los absolutos.
Ya en mi más tierna infancia aprendí a considerar la humillación como uno de los peores males de la humanidad. Más aun que las opresiones, las ocupaciones y las alienaciones, la humillación es lo que más profundamente hiere el alma de un individuo o una colectividad. Y lo que está detrás de las revoluciones controladas y de las revoluciones fanáticas.
Viendo las fotografías de Alfredo de Stéfano, Guillermo Arriaga escribe de la cacería y el desierto:
Soy cazador. La cacería me ha permitido adentrarme en lugares remotos, casi inaccesibles. He cazado en selvas, montañas, bosques, pastizales, tierras cultivadas, pantanos. Y me he vinculado de manera muy honda con el paisaje. Porque todo cazador, el que de verdad lo es, necesita compenetrarse con la tierra que recorre. Leerla, comprenderla, entenderla. En la cacería uno descubre todo lo que de la naturaleza habita en nuestra condición humana.
De todos los paisajes, el que más me llega, el que más profundamente me brinda un sentimiento de pertenencia, es el desierto. Hay algo arcano en el territorio de los desiertos que me hace sentir que ésa es mi casa. Tan sólo al estar de pie frente a la inmensidad de un desierto entra en mí un bienestar primitivo y real. Algo hay en ese polvo, en esos cactos, en esas grandes extensiones, en ese calor opresivo, en ese frío cortante, que penetra mi carne y mi sangre.
Georg Trakl
Blanco ministro de la verdad,
cristalina voz en la que habigta el aliento gélido de Dios,
mago iracundo,
bajo cuyo manto llameante resuena la azul coraza del guerrero.
(Georg Trakl, Sebastián en sueños y otros poemas, edición de Jenaro Talens, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, 2006, versión de Jenaro Talens)
Antes de recibir el Premio Nobel, Wislawa Szymborska había concedido apenas unas cuantas entrevistas. Lo hacía de mala gana. No estoy hecha para ellas, decía: “El poeta ha de callar.” La voz para los poemas y para el té, para la página y la conversación familiar. Nunca para el micrófono. Si el poeta habla, ha de hacerlo a través de su poesía. Lo decía curiosamente en una entrevista y recordaba a Goethe: el poeta puede saber lo que quiso escribir pero ignora lo que ha escrito. No tiene por ello título para pronunciarse sobre su trabajo. Una amiga suya de la infancia decía que era imposible hablar con ella de poesía. Al salir el tema se ponía a platicar de pastelitos. Esa habría sido su divisa: a crear y a callar.
Hablamos demasiado. En nuestra época, dijo la poeta polaca, todo nos empuja a hablar: la radio, los periódicos, la televisión, los micrófonos, las grabadoras. Inventos para almacenar saliva. Hasta hace poco, “la Tierra se deslizaba por el universo en relativo silencio.” Ahora todo es ruido, ostentación, alharaca. En nuestra conversación con las plantas, la palabra la tienen ellas, que no hablan.
La biografía que se ha publicado recientemente de Szymborska es una celebración de su timidez, de su discreción, de su modestia. No es un monumento a la visionaria, sino un collage delicado como los que regalaba a sus amigos en cumpleaños: ilustraciones hechas de recortes de revistas y periódicos; frases que insertan ironía a una imagen. La han escrito Anna Bikont y Joanna Szczesna empleando el mismo cariño que Szymborka mostraba con tijeras y pegamento. El título viene de una línea de su instructivo para escribir un currículo.
La concisión y selección de los hechos es obligatoria.
Los paisajes deben convertirse en direcciones
Y dudosos recuerdos en fechas inmóviles.
De todos los amores, basta con el matrimonial,
Y en cuanto a los hijos, sólo con los nacidos.
(…)
Escribe como si nunca hubieras hablado contigo mismo
Y siempre te hubieras visto desde lejos.
Ignora perros, gatos y pájaros,
Trastos y recuerdos, amigos y sueños
Trastos y recuerdos, publicado por Pre-textos permite ese acercamiento íntimo. La memoria es borrosa, los amores fluidos, la militancia breve pero aleccionadora: una biografía más doméstica que literaria. Con buena razón el poeta Julian Przyboś le diagnosticó miopía: sólo es capaz de ver las cosas pequeñitas cuando las ve muy de cerca mientras las cosas grandes y lejanas le resultan invisibles. Escribió de la muerte de un escarabajo, de la caída de un mantel, del duelo de los gatos. La vida es tejida con palabras de amigos y lectores y, en alguna distracción, de ella misma. Sin mojigatería, atesoraba el recato. Exhibirse empobrece. “Al contrario de la moda actual, no creo que todos los momentos vividos en común sirvan para mercadear con ellos. Algunos son de mi propiedad sólo a medias. Además, sigo convencida de que los recuerdos que tengo de los otros todavía no han alcanzado su forma definitiva. A menudo converso con ellos mentalmente, y en estas conversaciones se plantean nuevas preguntas y respuestas.” Se disculpaba por estar chapada a la antigua. O a lo mejor resulta que soy vanguardista, agregaba: “¿y si en épocas venideras la moda de desnudarse públicamente fuera cosa del pasado?”
Jed Perl crítico de arte del New Republic publicó hace un par de semanas un artículo interesante sobre un tema viejo: la creación artística entendida como vía estética hacia el bien: un camino cuyo mérito es dirigirnos a lo valioso. La música, la pintura, la poesía como experiencias que valen porque son social o moralmente edificantes. Pensamos en el arte siempre casado y subordinado a la esposa: arte y sociedad; arte y política; arte y economía; arte y justicia. No nos atrevemos a ver al arte así: solo. Lo tratamos como camarada de nuestra visión del mundo.
Perl rechaza la idea de que las convicciones ideológicas del artista deban ser el cristal desde el cual ha de apreciarse el arte. El arte logra escapar de las intenciones de su creador, eludiendo la envoltura de los valores explícitos. Que el compositor haya servido a la tiranía no significa que su cuarteto desafine. Orwell, al que cita el autor de Magos y charlatanes, apreciaba la poesía de Yeats pero no pudo dejar de criticarlo por sus convicciones políticas: “las creencias políticas o religiosas de un autor no son lacras menores de las que podamos reírnos, sino algo que dejará su marca hasta en los más pequeños detalles de la obra.” Ahí está, en nuez, la negación liberal al valor autónomo del arte. Frente a los traductores de la creación, Perl defiende “la dificultad de la belleza.” El racionalismo que padecen los progresistas los lleva a negar el misterio. Hasta el soneto ha de subordinarse a la teoría, la estadística, o a algún propósito de reordenación.
No conozco mejor ejemplo de ese vicio que denuncia Jed Perl que el alegato del arte “tereapéutico” que ha hecho Alain de Botton en un libro reciente. Para este exitoso publicista, el arte es una medicina, un masajito, un gimnasia, un ungüento analgésico, un placentero tratamiento de rehabilitación. “El arte… es un medio terapéutico que puede guiar, alentar o consolar al espectador, permitiéndole ser una mejor versión de sì mismo.” El propósito del arte ese ése y sólo ése: curar nuestra fragilidad. Ayudarnos a recordar, alentar esperanzas, consolar nuestro duelo, equilibrar nuestras emociones, entendernos, crecer y agradecer.
La banalidad de los comentarios estéticos de de Botton es sorprendente. Recomienda, por ejemplo ir al Museo del Prado para contemplar las Meninas. ¿Para qué? ¿Qué verdurita nos regala Velázquez para alimentar el alma? ¿Qué cremita nos conforta el espíritu? Al ver el cuadro vemos al rey y la reina a la distancia. Las princesas visten ropas elegantes. ¡Se visten distinto a nosotros! No hay mezclilla ni camisetas. Por eso el cuadro expande nuestra comprensión del mundo y … nos hace crecer.
A la superficialidad de sus consejos hay que agregar el absurdo de su receta museográfica. Si el arte es medicinal, los museos han de ser nuestros hospitales. Las obras de arte deben ser expuestas de tal modo que conduzcan a la curación de nuestros males. Cada pieza debe contener la explicación de su carácter balsámico. Los museos deben ser nuestros templos: servir de calmante psicológicamente como antes servía como calmante teológico. La pintura nos enseñará a vivir. La literartura nos hará mejores. El evangelista predica que una dosis cotidiana de arte nos hará virtuosos. La curaduría de de Botton, lejos de elevar el arte, lo aplasta al comprimirlo en pastillitas analgésicas. Le arranca precisamente eso que apreciaba Perl en su nota: misterio.
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
Pensando en Cervantes, nuestro máximo poeta dijo que aprender a ser libre era aprender a sonreír. Para Ignacio Padilla, la sonrisa no era aprendizaje sino naturaleza. No había esfuerzo ni impostura en la cordialidad de su gesto. En un tiempo malhumorado y quejumbroso, Nacho sonreía con la naturalidad con la que parpadeaba. Así lo retrataron todas las cámara, así lo han recordado todos sus amigos: sonriendo. “Saludaba sonriendo con esa gracia que empieza por los ojos y la mirada poco a poco se volvía palabra, escribió hace unos días Jorge F. Hernández. Leía en voz alta con entonaciones y gestos que mantenían su boca en media luna, e incluso callado y oyente, Nacho parecía sonreír.”
Se entregó, como pocos lo han hecho en mi generación, al gozo de la literatura. A su culto. Apenas se distrajo en otras ocupaciones. Si alguna vez se desvió de el taller donde combinaba palabras, regresó de inmediato a la vocación. Fue un lector atentísimo que encontró en Cervantes una fértil obsesión. Iba y volvía al Quijote y en cada viaje encontraba algo fresco. Fue un crítico afilado que supo compartir, ante todo, el entusiasmo por las letras. No cayó nunca en el pedantismo académico: No se dedicó, a pesar de su imponente erudición, a la explotación de irrelevancias. Debe haber sido, simplemente, un lector que trasmite sus pasiones. Recordaba la indignación del lingüista Roman Jakobson al conocer que Nabokov había sido invitado a la facultad de Harvard. ¿Cómo es posible que se admita a este advenedizo? Aún admitiendo que fuera un buen novelista, decía el profesor, no conoce la teoría, no es uno de nosotros. ¿Invitaremos ahora al elefante para que dé clases de zoología? Así se sentía Ignacio Padilla frente a sus alumnos: un elefante dando el curso de paquidermos. Contagiaba.
Se definió como un “físico cuéntico.” Cultivó todos los géneros pero ésa era su verdadera casa: el cuento. Se reconocía, más que como un maratonista, como corredor de cien metros. Virtuoso de una brevedad densa, sesuda e irónica, Ignacio Padilla jugó con las palabras para nombrar monstruos, ogros y diablos; para describir la vida de las cosas, el peso de los miedos, los olvidos del arte. Brincaba con gracia de Mafalda al Quijote y de los zombis a Hamlet. Uno de sus último ensayos se propuso confrontar a Shakespeare con Cervantes: ver a uno en la sombra del otro. Encontrar luz en el cotejo. Cervantes y Compañía (Tusquets, 2016) es un trabajo admirable por la ecuanimidad que alcanza la admiración por el novelista y el dramaturgo, por el dios y el hombre.
Defendió brillantemente la impureza del lenguaje, es decir, su vida. “Desde las primeras líneas del Quijote, la volatilidad del idioma como sonrisa erasmiana se ha opuesto al rictus medieval petrificado de la lengua, una lengua que, con no ablandarse, no conmueve. Al ingresar a la academia por la puerta trasera, el alcalaíno ha embellecido a martillazos, con la lengua de la tribu, el duro mármol de la lengua del monarca y el obispo: contra la inamovilidad y la muerte, el habla movediza de la vida; frente al latín del púlpito y la cátedra, el balbuceo alegre del lenguaje otro; frente a los discursos sacralizantes y sordos, la burla destemplada y dialogante. Con su crítica, Cervantes nos recuerda que nacemos cada día de la sangre derramada en el feliz combate de dos linajes verbales: uno solemne y otro risueño, uno ancestral y otro gestante, el uno tan necesario como el otro.”
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