Abundan las historias ilustradas. Nuestro recuerdo está tapizado con imágenes. Vemos en la mente lo que recordamos. Los libros de historia suelen acompañarse de retratos de los gobernantes, mapas de las batallas, cromos del arte del pasado. Del siglo XX recordamos la huella en la luna, el bigote de Hitler, el hongo de la bomba y los martillazos que tiraron el Muro de Berlín. Pero parecemos sordos ante las imágenes fijas o en movimiento que habitan la memoria. No tenemos la cinta sonora de esos años. Alex Ross, crítico del New Yorker, ha publicado recientemente un libro extraordinario que llena ese vacío. Hace un año apareció en inglés y ahora lo vierte al español la editorial Seix Barral. El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música es un trabajo monumental. Casi ochocientas páginas repletas de sonido y cargadas de historia. Un libro que restituye el oído al siglo XX.
Ross escucha el siglo. Su libro no se encierra en partituras, grabaciones y estrenos. Escucha la música sin desconocer la atmósfera de la que surge; las gratificaciones y amenazas que la rodean; el caldo de ideas que la incitan. La música se comunica con el poder y con la filosofía, con la industria y con las causas políticas. El ruido eterno para oreja a todos esos ecos. En sus páginas desfilan los grandes creadores del siglo XX pero también sus mecenas y censores; el público y los críticos. Vale la precisión: el libro de Alex Ross no es una historia de la música del siglo xx que quede confinada en su arte, sino una historia del siglo xx a través de la creación musical. La música, en efecto, le cantó al siglo, lo celebró y también lo maldijo. Sus esperanzas y sus horrores se expresaron musicalmente. En el más político de los siglos, la música se sometió servilmente al poder, pero también se burló de él; se volvió mercancía y resurgió como ceremonia; alabó dictadores y rindió homenaje al hombre de la calle; reivindicó como arte al ruido y también al silencio.
Las sinfonías de Shostakovich, las óperas de John Adams, los cuartetos de Bela Bártok, el jazz de Duke Ellington, los oratorios de Arvo Pärt retratan el siglo XX. Puede entenderse mejor el totalitarismo soviético cuando se examina el enigma que hay detrás de las creaciones de Shostakovich. Las lealtades de Bártok ilustran la hondura de la raíz nacional. El vocabulario de la música trasciende la música. No integra, por supuesto, un lenguaje unívoco. Hay de desconfiar siempre de quien presume certidumbre sobre lo que la música dice. Toda pieza musical compleja tiene capas de sentido que sólo se revelan ante el oído atento y bien formado. Alex Ross ofrece claves para escuchar el siglo y entender los argumentos de la música, sus intuiciones y sus testimonios. La recuperación de las identidades, la alegoría moral; el anhelo de quietud y el apetito épico; la ruptura y las nostalgias. Colgados como aretes de la oreja de Alex Ross podemos apreciar, incluso, la ironía musical: subterfugio de la creatividad frente a la censura que dice lo contrario de lo que parece decir.
El crítico se concentra en eso que, con mucha imprecisión, llamamos “música clásica” pero no deja de asomarse a géneros vecinos: el jazz, el rock, la música electrónica. El libro invita literalmente a escuchar el siglo a través de una estupenda página de internet que sirve de compañía indispensable al texto. En therestisnoise.com/audio, pueden escucharse fragmentos de las piezas de las que se habla en el libro. Ahí puede encontrarse la mejor banda sonora del siglo XX.
Se anuncia la publicación de un libro póstumo de Tony Judt. Pensando el siglo XX, se titula. Cuando al historiador le diagnosticaron la terrible enfermedad que finalmente terminó con su vida, pensaba escribir una historia intelectual del siglo pasado. Al ir perdiendo la capacidad de teclear decidió redactarlo a través de una conversación con Timothy Snyder. De acuerdo a una nota en The Spectator, el libro tiene dos partes: la primera analiza las ideas, dedicando especial atención al debate en la izquierda y la segunda examina el sitio del intelectual en el debate público y promueve el proyecto socialdemócrata.
Amazon anuncia que el libro estará disponible el 2 de febrero.
El concurso al peor spot político se hace real. El blog abre un espacio para votar por el peor anuncio político al arranque de las campañas. He recibido muchos comentarios sobre el ejercicio y sobre los spots. Para algunos, la competencia es mala idea. La han visto como una forma de denigración de la política, una frivolización lametable de la crítica, una asqueante difusión de lo irrelevante. Puede ser. A otros les ha resultado interesante. Yo tiendo a pensar que es, como sugería un visitante al blog, un autorretrato veloz de la clase política mexicana. Durante esta semana el blog tendrá en la parte superior derecha una opción para votar por el peor spot político. Están invitados a participar.
Mark Strand
Un hombre y una mujer descansan en la cama. "Sólo una vez más", dice el hombre, "sólo una vez más". "¿Por qué me lo dices otra vez?", dijo la mujer. "Porque nunca quiero que termine," dijo el hombre. "¿Qué es lo que no quieres que termine?", dijo la mujer. "Esto," dijo el hombre, "este nunca querer que termine esto."
En Almost Invisible, Nueva York, Knopf, 2012
Como en la música, en la arquitectura nos bañamos enteros, dice Paul Valéry en su precioso diálogo sobre Eupalino. Los sonidos y las edificaciones nos envuelven, apropiándose en cierto modo de nosotros. Una pintura, dice el Sócrates imaginado por el poeta, apenas cubre una pared, una escultura adorna un paraje de nuestra vista. La grandeza del templo y de la sinfonía es que rehacen el espacio que vivimos. Habitamos espacios ennoblecido por músicos y arquitectos. La arquitectura, insistía Valéry, es el arte más completo del hombre porque sirve a su cuerpo, sirve a su alma y sirve a su mundo. Es útil y durable siendo bello. El arte del arquitecto no es genialidad espontánea. El diseñador separa la idea de la creación. Tres tiempos, dice Valéry: proyecto, acto y resultado. Boceto, albañilería, casa. El principio es el dibujo. Después vendrá la construcción y gracias a ella, el templo.
Durante siglos, el papel fue la superficie para la gestación creativa. Hojas, cuadernos o servilletas que reciben el impulso del garabato o el cuidado del trazo. El papel blanco como imparcial receptor del genio. Planos marcados pacientemente para captar la idea y la instrucción. La docilidad del papel acoge la imagen. Parece que la computadora lo ha cambiado todo. No es que simplemente haya abaratado el experimento o haya facilitado la reproducción de los planos. Ha expandido la imaginación. Se edifica lo que fue inconcebible. Uno de los efectos insospechados del software es, quizá, el nuevo papel del papel. En alguna arquitecta contemporánea puede verse la presencia del papel, pero ya no porque en muros o columnas se asome el lápiz, sino porque el edificio mismo imita sus volúmenes. La hoja de papel ya no es superficie plana que acoge la idea, sino un laboratorio de volúmenes.
Dos formas de experimentación aparecen. La primera surge del capricho del puño que arruga el papel. Se toma la hoja y se cierra la mano. El arquitecto encuentra ahí una puerta. Le da la vuelta y descubre el techo. La gira y vislumbra el muro que estaba buscando. Se toma unas tijeras, se corta el papel y aparece una ventana para recibir la luz. Ese juego parece capturar el proceso creativo de Frank Gehry. De los caprichos de un cartón arrugado puede brotar un edificio que baila o un barco de titanio. Quizá el documental de Sidney Pollack
sobre el autor del Guggenheim de Bilbao caricaturiza el proceso creativo, pero su búsqueda de formas es real. El arquitecto aparece como un cazador de papeles arrugados, un joyero que se sumerge en el cesto de basura en busca de curvaturas preciosas.
La segunda insinuación del papel proviene de los cerebrales dobleces del origami. Los pliegues del arte japonés forman volúmenes estrictos y cancelan la curvatura. El papel se dobla y se vuelve a doblar: aparece un pájaro, un elefante, una flor. O un museo. Los edificios de Daniel Libeskind aparecen en el espacio como esbeltas hojas de papel punzante. El diseñador del museo del holocausto de Berlín y del museo de arte moderno de Denver ha dicho que su inspiración son las formas y la luminosidad de los cristales. Brillantes tallados que capturan y reflejan luz. Visto de otra manera, la arquitectura de Libeskind es un monumental origami de titanio que lanza flechas al exterior. Más que diseños dibujados en papel, bocetos en papel doblado.
En ambos casos, la arquitectura tiende a sobrevaluar su dimensión escultórica. Su fuerza suele corresponder a su debilidad. Poderosísimos imanes de la vista que no alcanzan a ser plenamente hospitalarios. Un imperio del exterior. Será por eso que suelen ser más amables con el lente de una cámara que con los zapatos del paseante. Edificios que nos maravillan pero que no consiguen abrazarnos. Arquitectura que no nos baña, nos salpica.
El sueño ha sido visto como inmersión en lo recóndito, irrupción de lo negado, involuntaria revelación de lo que la razón sofoca. El misterioso acceso al laberinto más profundo de cada quién. Pero el sueño no se encapsula en la celda del individuo: se vierte a la vida común y se enreda en la historia. Así lo muestra el editor Jacobo Siruela en un bellísimo ensayo publicado hace un par de años por Atalanta, su nuevo sello. La pista la encuentra en una nota escrita en uno de los cuadernos de G. C. Lichtenberg: “toda nuestra historia es únicamente la de los hombres despiertos; nadie ha pensado en una historia de los hombres que duermen.” En efecto, nadie ha emprendido la tarea de escribir la historia de los sueños. Eso: la reconstrucción de la historicidad de los sueños.
Siruela se ha puesto a escribir ese libro para insertar el universo onírico en la historia de la cultura. El mundo bajo los párpados no es una historia lineal, una cronología de sueños famosos. Se trata de una historia, como él mismo la llama, “transversal y literaria”, donde se encuentran historia y filosofía; mito y ciencia. Los sueños pueden convertirse en “materia de la historia”, como ya había notado George Steiner. Con frecuencia escapan de la esfera privada para configurar los códigos sociales, pueden tener el poder de decidir una batalla, abren una ruta para para ensanchar la razón o consagran un ámbito para sus terapias. Cada siglo tiene sus sueños; cada cultura, una fórmula para descifrar sus mensajes, para contemplar a sus dioses con los ojos cerrados. No sueño mi sueño: sueño el nuestro. “El sueño, escribe Siruela, no es únicamente un fenómeno espontáneo y privado de la mente, forma también parte de la experiencia más vasta de la historia cultural humana.” Si fuésemos capaces de hacer el compendio de nuestros sueños, dibujaríamos el mapa más revelador y el más preciso de nuestro tiempo. Como demostró la periodista Charlotte Beradt, al recopilar esa historia del Tercer Reich, ni en sueños Hitler dejaba en paz a los alemanes. La historia merece, pues, una nueva categoría: la onírica.
Pero la trayectoria onírica es doble: la historia se filtra al sueño, pero el sueño también fecunda la historia. Un niño inglés se atrevió una mañana a contarle a su maestra el sueño que acababa de tener. Lo habían nombrado rey de Inglaterra. El sueño le pareció inaceptable a la instructora que procedió a azotarlo. Nalgadas por soñar lo impensable. El niño se llamaba Oliver Cromwell. Los historiadores de lo diurno creerán que sueños de este tipo son anécdotas curiosas. Nada más. Arrogancias de la razón moderna que se niega a aceptar otras casualidades.
Los sueños pueden ser premonición pero también se ofrecen como guía, como orden, como llave que abre la puerta que no se ve durante el día. Todo lo que hacemos está marcado por nuestros sueños, esas “efímeras pompas de vida” donde la imaginación juega con la memoria. Cualquier actividad humana registra la influencia de los mensajes oníricos. El arte, la guerra, la ciencia, la religión serían otra cosa sin esas seducciones de la noche. Tiene razón Siruela: nuestra cultura extrovertida sigue dándole la espalda a las visiones nocturnas.
Sin detenerse en los tópicos vulgares o psicoanalíticos, Siruela se hace preguntas inusuales. ¿Qué sucede con el tiempo cuando soñamos? ¿A dónde vamos cuando soñamos? ¿Cómo entra la historia a los sueños, cómo se insertan en ella? El mundo bajo los párpados, un ensayo tan riguroso como elegante, entiende la imaginación (no sólo la nocturna) como una pieza constitutiva de la historia. No un escape de la realidad, el hallazgo de una más profunda.
En un ensayito gracioso, Umberto Eco hacía de editor que recibía el manuscrito de obras clásicas para dictaminarlas impublicables. Al autor de la Biblia que se había negado a dar su nombre le decía, por ejemplo, que el texto era interesante y con pasajes verdaderamente admirables pero demasiado largo y violento para ser publicado sin un laborioso trabajo de edición. El protagonista no resultaba muy verosímil y parecía del todo incomprensible el cambio de su personalidad en la segunda parte del libro. ¿No eran en realidad muchos libros y muchos autores reunidos arbitrariamente?
Cuatro años después de que ganara el Nobel, en el 2000, una editorial polaca desenterró los desaires de Wislawa Szymborska. No le contestaba a Shakespeare ni a Dante sino a quien salía de la preparatoria y acababa de escribirle un poema a su novia. Szymborska era entonces editora en una revista de Cracovia y se daba a la tarea de leer manuscritos para ver si alguno merecía ser publicado. A cada envío le respondía con una notita. La editorial Nordica acaba de traducir el libro que recoge sus desalentadores juicios. Lleva por título Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. Quien haya leído las maravillosas Lecturas no obligatorias de la poeta polaca reconocerá de inmediato ese tono que rehuye la grandilocuencia, la solemnidad, la ostentación. Como en esa compilación, Szymborska aborda lo aparentemente trivial para deslizar, casi sin querer, lo más valioso.
La editora no ejerce de crítica literaria. Pide lo elemental: que se cuide la letra y la ortografía, que se respeten las reglas básicas de la expresión. Sugiere escapar de las frases hechas. Exige observar, mirar con atención lo que nos rodea. Para ser poeta hay que empezar poniendo atención. Invita, sobre todo, a leer. A uno le escribe: “Le pedimos…, no, no, no le pedimos, le rogamos…, no, no tampoco…, le imploramos que nos envíe textos escritos de manera legible.” Lo que recibía la redacción era un manuscrito con letra microscópica, llena de borrones y tachaduras. No podemos hacerle justicia a su texto, le respondía Szymborska porque los artistas de la impresión no han inventado aún caracteres tipográficos ilegibles. En cuanto esto ocurra, seguro juzgaremos con justicia sus textos.
No se toca el corazón con los cursis. A una estudiante de 19 años le pregunta si los versos cortesanos que ha escrito no provienen del álbum de recuerdos de su bisabuela. Hay que escribir con las palabras vivas. A otra le dice que, por los poemas que ha enviado, ha llegado a la conclusión de que está enamorada. “Alguien dijo que todos los enamorados son poetas. Pero probablemente era una exageración. Le deseamos todo tipo de éxitos en su vida personal.”
No cae nunca en la tentación de dar aliento: la experiencia literaria no tiene por qué conminar a la escritura. A quien busca consuelo después de haber sido rechazado, Szymborska le anticipa una larga y dichosa vida de lector desinteresado. Una existencia que debería darse el lujo de jamás pensar en la propia escritura. Otra le advierte que su novio la critica diciéndole que es demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de estos poemas que les mando? Creemos, le responde Szymborska a vuelta de correo, que usted es, efectivamente, guapísima. Alguien le pregunta cómo se llega a ser escritor. Así responde ella: “La pregunta que nos hace usted es muy delicada. Es como cuando un niño le pregunta a su madre cómo se hacen los niños y la madre le dice que se lo explicará más tarde, que está muy ocupada, y el niño empieza a insistir: ‘Entonces explícame, aunque solo sea cómo se hace la cabeza…’ A ver, intentemos también nosotros explicar, al menos, la cabeza: pues bien, hay que tener algo de talento.”
En esto reside seguramente el deleite de leer la poesía o la escritura casual de Szymborska: es tan exigente con la literatura como desconfiada de su superioridad. A mi hermana, dijo en algún poema, no le interesa la poesía. Pero cuando viaja me manda postales en las que me cuenta que, cuando regrese, me lo contará todo, todo…¨
Nikolaus Harnoncourt, el extraordinario director que ha muerto recientemente, estuvo muy lejos de aquella tradición del conductor autocrático que tiraniza a su orquesta. Colega de sus músicos, buscó junto a ellos las claves de la música antigua y la reciente. El único maestro que reconozco, dijo alguna vez, es mi peluquero. Fue, por supuesto, un gran maestro. Y lo fue en dos sentidos. Un director excepcional y un académico riguroso que nos enseñó a interpretar y a escuchar la música. Su huella está en el recuerdo de sus conciertos, en sus medio millar de grabaciones. Está también en su pedagogía, en su pensamiento, en su crítica al modo de acercarse a una partitura.
A mediados del siglo fundó Concentus Musicus, un grupo que cambiaría por siempre la manera de aproximarse a la música medieval y renacentista. El ensamble al que dio vida era más que un grupo de virtuosos. Era, en algún sentido, un colegio dedicado a rescatar música olvidada y a restaurar el brillo de una música adulterada por la ignorancia y los prejuicios del presente. Mucho le debemos en la recuperación de esos instrumentos que fueron siendo arriconados en los museos. Gracias a su exploracíón, revivieron las cuerdas y los alientos que tenían en mente Mozart y Haydn al componer Más importante que esa reincorporación de los instrumentos de época fue quizá su propuesta para tocarlos.
La intepretación de la música antigua llamaba al estudio de una cultura, a la comprensión de un lenguaje distinto al nuestro. Harnoncourt propuso un regreso al origen: no traer la obra al presente sino desplazarse a su cuna. Interpretar con fidelidad la obra era la mejor manera de imprimirle fuerza, dignidad, vida. Su ambición era acercarse, en la medida en que eso fuera posible, a la intención del compositor. Pero no era un siervo del pentagrama. Para descifrar los propósitos de las cantatas de Bach no era suficiente leer la partitura. Era necesario estudiar su vocabulario y las convenciones que gobernaban su escritura. El director no era un anticuario que creyera en la posibilidad de una fidelidad absoluta. Podría haber ejecuciones históricamente impecables y musicalmente muertas. Si hubiera que elegir, Harnoncourt no tenía duda: antes la vida de la música que la sorda lealtad a las notas. El erudito lo escribió así en La música como discurso sonoro, editado por Acantilado: “los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidac con una profunda sensibilidad musical.”
En el discurso que pronunció al recibir en 1980 el Premio Erasmo defendió el valor de la música en nuestra vida. No creía en el arte como decorado de la vida sino como el lenguaje que la interrogaba hasta su raíz. Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa, dice, la música era un pilar de la cultura. Hoy se ha convertido en entretenimiento, ornato. Nunca habíamos tenido tanta música a nuestro alcance, nunca había ocupado un lugar tan irrelevante: un pequeño y breve adorno en nuestra vida. Rechazaba el retorno a la música antigua como un simple anhelo de belleza. Entendía que la belleza era sólo una de las dimensiones culturales de la música. La música cautiva, inquieta, conmueve. No es accesorio sino fundamento de la vida: “Todos necesitamos la música, concluía aquel discurso, sin ella no podemos vivir.”
En uno de sus ensayos, Montaigne sostiene que el sentido de la caza no es la presa sino su persecución. “El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quien efectuará las más bellas carreras.” La metáfora de la cacería le servía al ensayista para reflexionar sobre el conocimiento que siempre se nos escapa. Buscamos el conocimiento aún sabiendo que no lo encontraremos jamás. Montaigne quizá anticipaba también esa tiranía de la utilidad que niega valor a lo más preciado: el paseo.
El escepticismo de Montaigne es buena vacuna contra la idolatría de lo práctico. El inventor de herramientas no puede volverse esclavo de su invento. Nuccio Ordine publicó un ensayo breve hace unos años precisamente contra ese fanatismo de nuestra era. Lo publicó El acantilado hace un par de años y lleva por título La utilidad de lo inútil. Es más útil, por supuesto, un desarmador que una sinfonía, una taza resuelve problemas, un poema puede provocarnos la perplejidad, un taladro nos ahorra tiempo, mientras que un ensayo filosófico puede causarnos una ansiedad terrible. La prédica del momento decreta que un saber sin beneficio es inútil si no es que francamente pernicioso. Lo inútil es un lujo o tal vez una distracción que no tiene cabida en estos tiempos veloces.
Ordine defiende lo inútil del sermón de la rentabilidad. “Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agotado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad.”
El manifiesto de Ordine es, en realidad, una libreta de citas con comentarios al margen. Los enlaza la convicción común de que existen saberes que son fines en sí mismos y que es precisamente su carácter gratuito, su naturaleza desinteresada la que sirve de contraste indispensable en este tiempo dominado por el impulso comercial y el afán práctico. Nikolaus Harnoncourt defendía el derecho al arte. Todos debemos tener acceso a la pintura, a la poesía, a la música. Negarle a un niño ese derecho sería mutilarlo espiritualmente. Alguna utilidad tendrá lo inservible en tanto expande la vitalidad humana. “¿Qué habría pensado Albert Einstein, preguntaba el director, qué habría descubierto, si no hubiera tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo—para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico?” La música no fue solamente pasatiempo para el físico: era uno de los recursos de su pensamiento. Cuando la lógica se atrancaba, tocaba el violín y encontraba una salida. Einstein sabía entrar en la otra lógica del mundo.
No hay nada más útil que las artes, decía Ovidio … porque no tienen ninguna utilidad.