En el suplemento Campus de Milenio, Jorge Medina Viedas expuso su desacuerdo sobre mi artículo sobre el Doctor Narro. Me parece una crítica razonable a mi argumento y mi estilo. Aquí se publica nuestro intercambio.
Aquí podrá verse la conferencia de Luis Villro en el marco de la cátedra Alfonso Reyes: «De la libertad a la comunidad». El texto luego fue recogido en edición del Fondo de Cultura Económica:
(De su curso "Destino e individuo en la literatura europea", dictado en la Universidad de Michigan en 1941-1942) Visto aquí.
Adicto al café fuerte, aficionado al box, irritable e impetuoso, William Hazlitt fue un buen odiador, para seguir su propia fórmula. “Buen odiador.” La expresión aparece en varios ensayos
suyos. La usa para describir algún personaje de Shakespeare o para nombrar las limitaciones de un político. Refiriéndose a un parlamentario, decía que le faltaba calor, esa vehemencia sagrada que es indispensable para conquistar la tribuna. No tiene el nervio, no tiene el ímpetu. “No odia bien,” dice. El buen odiador no era para él solamente el que era bueno para odiar, sino quien odiaba para bien. Un auténtico patriota, agregaba en otra parte, debía ser un buen odiador. El admirador de la Revolución Francesa tenía un buen catálogo de tirrias: la injusticia, el prejuicio, servidumbre, el fanatismo, la pedantería, la superstición.
Al odio dedicó Hazlitt su ensayo más conocido: El placer de odiar. La naturaleza no era para él una sinfonía dulce y armónica, era el martilleo de las enemistades. La columna de la vida se sostenía en sus oposiciones: sin el viento contrario, el esqueleto del hombre se volvería flácido, sin consistencia: una rama tendida al piso. La aversión apasionada, la descarga de los contrastes despabilaba al bulto que podemos ser. El puro placer pronto se vuelve insípido y anhela variedad. El dolor, por el contrario, siendo agridulce nunca empalaga. De ahí su invitación a la polémica: cuando algo deja de ser controvertido, deja de ser interesante. Cuando alguien deja de discutir, se deja morir. Una extraña fraternidad en la discordia se asoma en sus ensayos. El verdadero combatiente es quien mejor conoce a su adversario. No habrá mejor retratista del enemigo que el boxeador que examina a su rival desde la esquina contraria. Los puñetazos, si son certeros, son pinceladas de un retrato justo.
“Lector: ¿has visto una pelea? Si no lo has hecho, hay un placer que te espera.” La prosa del narrador describe la emoción del espectador ante este brutal rito de golpes. El jacobino no rehuía el conflicto. A contracorriente enseñaba él mismo los nudillos de su inteligencia crítica, mientras sus contemporáneos levantaban el meñique al tomar la taza del té. No pretendía en ningún momento contemporizar con la política del día. Peleaba sin ignorar que la hormona del odio era tóxica. El odio se cuela a la fe para atizar el fanatismo y la persecución; transforma el patriotismo en ánimo de exterminio y hace de la virtud sermoneo inquisitorial. De ahí el calificativo que aplica al odiador. Si no hay más remedio que odiar lo abominable, hay que odiar bien.
Hazlitt estaba lejos de ser un misántropo. Disparaba veneno pero no se alimentaba de él. Puede encontrarse, en su malevolencia, una vitalidad contagiosa, una energía que por alguna razón conforta. Tiraba dardos a sus enemigos, mientras aconsejaba a su hijo aprender latín, francés y a bailar. Sobre todo, aprender a bailar. Destrozaba reputaciones sin perder el tiempo cuidando la suya. Un radical condenado por las hipocresías de su tiempo que se atrevía a cantar al amor ilícito. Hazlitt se resistió a admitir que la sabiduría política equivale a la complacencia. Lo notable en esta pasión beligerante es su grandeza. Hazlitt fue un admirador de sus adversarios. Sintió devoción por un hombre que representaba todo lo que políticamente aborrecía. Edmund Burke, el gran crítico del radicalismo revolucionario, defendía, en efecto, la moral de la tradición, la inteligencia del prejuicio, la nobleza de la jerarquía. Hazlitt, convencido de las bondades de la promesa revolucionaria, no dejó nunca de leer y discutir con el conservador. Escribía en su ensayo sobre los libros viejos, que era raro entender a un adversario, pero era más infrecuente admirarlo. El conoció y admiró a Burke, su contrincante intelectual. El autor lo deslumbró pero sus ideas nunca lo “contagiaron.” El buen odiador rebate el argumento principal de Burke sin desconocer que el camino hacia la conclusión está sembrado de cien verdades parciales y que el estilo, la fuerza, la inteligencia de su adversario llevan el sello del genio. Hazlitt sabía que polemizar era, en realidad, una manera de convivir.
Ya muy
vieja, en su asilo, la madre de Charles Simic le preguntaba si todavía escribía
poesía. El hijo, un poco avergonzado por la decepción que le volvería a causar, le contestó que sí: seguía en ésas. ¿Seguir escribiendo poesía a los
setentaytantos? Algunos piensan que, para un hombre de esa edad, escribir
poemas es como salir a patinar por las noches con una muchacha de secundaria.
De la perseverancia de Charles Simic deja constancia su nuevo libro, (New and Selected Poems. 1962-2012, HMH,
2013) una antología de medio siglo de poesía.
Cincuenta
años de constancia: tan maduro el primer poema como el último; tan fresco el poema
del viejo como el de veinteañero. Esa es, quizá, la gran sorpresa de este libro
magnífico, sólido; voluminoso pero compacto. Poemas tallados en la misma madera
oscura y severa, de la que brotan siempre las astillas irónicas, ácidamente
sonrientes. Comenzar el libro desde la primera página es entrar ya en la
pesadilla demencial de su historia. Una carnicería traza nuestro mapa.
Un delantal cuelga del gancho:
Embadurnado por continentes inmensos
Mapas de sangre,
Los grandes ríos y océanos de sangre.
Nuestra
cartografía dibujada a golpe de cuchillo. En el poema gobierna la noche como en
casi todos los poemas de Simic. La carnicería está cerrada pero hay una luz
solitaria “como la del condenado cavando su túnel.” Y ahí, en la hondura de la
noche, el poeta escucha una voz. Toda su poesía proviene de esa luz, de esa voz,
la voz del condenado. Ahí, en este poema-epígrafe, se fija el tono de su
escritura: el reconfortante pesimismo del insomne. Sabiduría de la humildad que
quiere ser piedra, adentrarse en la roca inerte que el niño arroja al río y que
los peces mordisquean… y escuchan. Tal vez las paredes de la piedra no son tan
oscuras como parecen: cuando dos piedras se rascan vuelan las chispas.
Bordando
siempre la catástrofe, ajena a todos los engaños de la esperanza, en alerta
siempre frente a la imbecilidad de la política y la ideología, la poesía de
Simic sonríe. No deja nunca de escuchar la palabra del despreciado. El humor
está presente en la poesía de Simic—como estaba en el Belgrado de su infancia.
Mientras caían las bombas, recuerda en sus memorias, se contaban los mejores
chistes. En un poema recogido en esta antología retrata su cameo en la cinta de
la historia. Tuve un papelito en la épica sangrienta del siglo, escribe. Se me
puede ver en la película: no tengo parlamento pero aparezco ahí apretujado como
pollo, escuchando al Gran Líder. También fui uno de los bombardeados, también
huí de la ciudad en llamas pero, obviamente, eso no lo filmaron. Pero sé que
estuve ahí.
Simic ha
podido ver el monstruo que nos observa todos los días en la mesa. El tenedor es
una criatura horripilante: la pata de un pájaro en el collar de un caníbal.
Odas elementales a la escoba, la cuchara, los zapatos, los ratones, las moscas,
los gusanos. Tengo fe en usted: Don Gusano. En este mundo de incompetentes, sólo
usted es eficiente y confiable en la administración de su negocio.
Al terminar
una entrevista, el periodista le preguntó a Simic si quería agregar algo. En
italiano, dijo: Mangia molto, caca forte, I nia paura de la morte.
Come mucho, caga fuerte y no
temas a la muerte.
Oliver Sacks, el famoso neurólogo que escribió sobre un hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor que ha meditado sobre las alucinaciones, el autismo, la nostalgia y las relaciones entre la música y el cerebro cumplió 80 años hace unos días. Lo festejó celebrando las bondades de la vejez en un artículo que publicó el New York Times y que luego tradujo El país. Sacks no se queja de las décadas que se acumulan. Despojarse de la juventud es adquirir sentido, perspectiva, es sentir el tiempo en los huesos. En su artículo, Sacks recordaba a su amigo W. H. Auden, quien presumía que cumpliría esos mismos 80 años para largarse después. No lo logró: el poeta murió a los 67 pero sigue apareciéndosele a Sacks por las noches. Auden fue, sin duda, una de las presencias más importantes en la vida del autor de Despertares y, a juzgar por los sueños, lo sigue siendo.
Auden fue una especie de mentor para Sacks. Reseñó con entusiasmo Migraña, su primer libro. Quien se interese la relación entre el cuerpo y la mente, encontrará tan fascinante este libro como lo he encontrado yo. Era la primera vez que el doctor se sentía verdaderamente reconocido. Pero Auden no fue una presencia meramente encomiástica, fue un acicate intelectual, una guía. Debes salir de lo clínico: arriésgate a la metáfora, al mito, le aconsejó. Poco antes de morir, legó a ver el manuscrito de Despertares. Es una pieza maestra, le dijo en su último encuentro.
Tras leer un libro suyo, Auden le dedicó un poema, “Hablando conmigo mismo:”
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozco, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison-d’être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Mientras Auden vivió en Nueva York, tomaban el té frecuentemente. El tiempo era perfecto: a las cuatro de la tarde, después de un día de trabajo y poco antes de una noche consagrada a la bebida. Habrán conversado de enfermedades, de pacientes, de tratamientos. Hijo de médico, Auden admiraba las artes curativas: no la ciencia médica sino ese “arte de seducir a la naturaleza”. Aborrecía por ello la arrogancia de los ingenieros de la medicina. Sólo puedo confiar, decía, del médico con el que he chismeado y bebido antes de que sus instrumentos de metal me toquen. Habrán hablado de aquello que más los acercaba: la música. En aquella reseña de Migraña y en una carta personal, Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical.” Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ese es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.
Pero en aquellas tardes en el departamento del East Village, Sacks y Auden también solían permanecer callados. Sacks recuerda a Auden como un hombre dotado de una de las más extrañas y hermosas cualidades: era una persona con la que se podía estar en silencio, durante mucho tiempo. Uno podía estar con él durante horas, tomando una cerveza, una copa de vino, alrededor de la chimenea sin decir nada, sin sentir la necesidad de decir nada. “Comunicarse sin hablar, absorbiendo la presencia del otro silenciosamente y la callada, elocuente presencia del ahora.”
En un ensayito gracioso, Umberto Eco hacía de editor que recibía el manuscrito de obras clásicas para dictaminarlas impublicables. Al autor de la Biblia que se había negado a dar su nombre le decía, por ejemplo, que el texto era interesante y con pasajes verdaderamente admirables pero demasiado largo y violento para ser publicado sin un laborioso trabajo de edición. El protagonista no resultaba muy verosímil y parecía del todo incomprensible el cambio de su personalidad en la segunda parte del libro. ¿No eran en realidad muchos libros y muchos autores reunidos arbitrariamente?
Cuatro años después de que ganara el Nobel, en el 2000, una editorial polaca desenterró los desaires de Wislawa Szymborska. No le contestaba a Shakespeare ni a Dante sino a quien salía de la preparatoria y acababa de escribirle un poema a su novia. Szymborska era entonces editora en una revista de Cracovia y se daba a la tarea de leer manuscritos para ver si alguno merecía ser publicado. A cada envío le respondía con una notita. La editorial Nordica acaba de traducir el libro que recoge sus desalentadores juicios. Lleva por título Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. Quien haya leído las maravillosas Lecturas no obligatorias de la poeta polaca reconocerá de inmediato ese tono que rehuye la grandilocuencia, la solemnidad, la ostentación. Como en esa compilación, Szymborska aborda lo aparentemente trivial para deslizar, casi sin querer, lo más valioso.
La editora no ejerce de crítica literaria. Pide lo elemental: que se cuide la letra y la ortografía, que se respeten las reglas básicas de la expresión. Sugiere escapar de las frases hechas. Exige observar, mirar con atención lo que nos rodea. Para ser poeta hay que empezar poniendo atención. Invita, sobre todo, a leer. A uno le escribe: “Le pedimos…, no, no, no le pedimos, le rogamos…, no, no tampoco…, le imploramos que nos envíe textos escritos de manera legible.” Lo que recibía la redacción era un manuscrito con letra microscópica, llena de borrones y tachaduras. No podemos hacerle justicia a su texto, le respondía Szymborska porque los artistas de la impresión no han inventado aún caracteres tipográficos ilegibles. En cuanto esto ocurra, seguro juzgaremos con justicia sus textos.
No se toca el corazón con los cursis. A una estudiante de 19 años le pregunta si los versos cortesanos que ha escrito no provienen del álbum de recuerdos de su bisabuela. Hay que escribir con las palabras vivas. A otra le dice que, por los poemas que ha enviado, ha llegado a la conclusión de que está enamorada. “Alguien dijo que todos los enamorados son poetas. Pero probablemente era una exageración. Le deseamos todo tipo de éxitos en su vida personal.”
No cae nunca en la tentación de dar aliento: la experiencia literaria no tiene por qué conminar a la escritura. A quien busca consuelo después de haber sido rechazado, Szymborska le anticipa una larga y dichosa vida de lector desinteresado. Una existencia que debería darse el lujo de jamás pensar en la propia escritura. Otra le advierte que su novio la critica diciéndole que es demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de estos poemas que les mando? Creemos, le responde Szymborska a vuelta de correo, que usted es, efectivamente, guapísima. Alguien le pregunta cómo se llega a ser escritor. Así responde ella: “La pregunta que nos hace usted es muy delicada. Es como cuando un niño le pregunta a su madre cómo se hacen los niños y la madre le dice que se lo explicará más tarde, que está muy ocupada, y el niño empieza a insistir: ‘Entonces explícame, aunque solo sea cómo se hace la cabeza…’ A ver, intentemos también nosotros explicar, al menos, la cabeza: pues bien, hay que tener algo de talento.”
En esto reside seguramente el deleite de leer la poesía o la escritura casual de Szymborska: es tan exigente con la literatura como desconfiada de su superioridad. A mi hermana, dijo en algún poema, no le interesa la poesía. Pero cuando viaja me manda postales en las que me cuenta que, cuando regrese, me lo contará todo, todo…¨
D | L | M | X | J | V | S |
---|---|---|---|---|---|---|
« Feb | ||||||
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | |
7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 |
14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 |
21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 |
28 | 29 | 30 | 31 |