“Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias.” Ida Vitale expone así su idea de la poesía en Léxico de afinidades, su caprichoso diccionario personal. No es tarea de la poesía ponerle casa el lenguaje. Su afán es soltar las palabras, dejarlas correr. Las palabras son un “halo sin centro.” Buscamos siempre algo y es la palabra, no la uña, quien escarba: “Abrir palabra por palabra el páramo, abrirnos y mirar la significante abertura.”·
Vitale, quien ha ganado en estos meses recientes el premio Alfonso Reyes y el Reina Sofía, ha mostrado la volátil precisión de la poesía:
Expectantes palabras,
fabulosas en sí,
promesas de sentidos posibles,
airosas,
aéreas,
airadas,
ariadnas.
Un breve error
las vuelve ornamentales.
Su indescriptible exactitud
nos borra.
Memoria, cuaderno de aforismos, poemario salpicado de prosa, el vocabulario que por primera vez publicara Vuelta en 1994 y que ahora puede leerse con el sello del Fondo de Cultura Económica, se rinde ante el dios del azar. Nada más arbitrario que enlazar ideas por la letra que las abre. Brincar del ajedrez al ajo. Merodeo, modelo, monólogo. Piedras, poesía, progreso. Afinidades misteriosas. No es casual, dice ella en un poema, lo que ocurre por azar. Es el trazo de la geometría celeste. Llamamos fortuna al fracaso de nuestra imaginación.
Ambulando entre animales y plantas, fantasmas y plazas, amistades y lecturas, el abecedario sugiere eso: la secreta afinidad de todas las criaturas. La preclara inocencia del alfabeto. Se trata, a fin de cuentas, de un testimonio del revoltivo que nos circunda. Los reinos se mezclan para fastidio de los catalogadores. El azar es un dios extraviado y no se esconde solamente en la catástrofe. A veces, escribe en su poema “Trampas”, se asoma en la alegría. Las líneas de Lucrecio que Vitale escoge como epígrafe de su diccionario son perfectas.
… como una barredura de cosas
esparcidas al azar
el bellísimo cosmos…
Afortunadamente, escribe Vitale, el mundo es difícilmente clasificable. La poesía aparece como el esfuerzo de un orden, así sea el más frágil. En “Reunión”, uno de sus poemas emblemáticos, la poesía aparece como un susurro, una leve disonancia:
Érase un bosque de palabras,
una emboscada lluvia de palabras,
una vociferante o tácita
convención de palabras,
un musgo delicioso susurrante,
un estrépito tenue, un oral arcoíris
de posibles oh leves leves disonancias leves,
érase el pro y el contra,
el sí y el no,
multiplicados árboles
con una voz en cada una de sus hojas.
Ya nunca más díríase,
el silencio.
El poeta nombra con un grito, escribió Eduardo Lizalde en uno de sus poemas tempranos. El poeta habla con un silencio que aúlla la oscura cosa. El mundo que toca su palabra es el de los trastos rotos, roídas: el aserrín de los montes.
El grito
que ha de roer la nube
y destrozar al pájaro
reventado en el aire
cuando empiece a sonar:
será el poema
Biógrafo de su propio fracaso, sabio de la desesperanza. Es de amor ese poema en el que avisa que “algún veneno oscuro de serpiente has inventado para destruir las rocas.” No hay en su poesía asomo de ilusión, de festejo. Celebracion, si acaso, de nuestra condición ruinosa. Asombro ante el desamparo. No necesitamos mapas, no tiene utilidad las brújulas, sobran las palabras. Conocemos la catástrofe. Por eso advirtió a los activistas que el principal deber de un revolucionario es “impedir que las revolciones lleguen a ser como son.”
Las flores no lo son.
Silencio. El tiempo vuela.
La realidad se ha reducido
a este mal sueño.
Sólo el crimen es real.
La pesadilla sola
–nunca el sueño–
conforma el mundo.
La entrega del Premio Carlos Fuentes al poeta Lizalde resalta un parentesco entre ellos: su fascinación por la catástrofe que habitamos. Veo en el Fuentes que se entrega al tigre no al muralista de La región más transparente sino al autor del Cristobal nonato. El escritor que pinta la más pestilente de las urbes, que describe la ciudad del hacinamiento y la polución rinde homenaje al cantor de la Tercera Tenochtitlán. Entre 1982 y el 2000, Eduardo Lizalde escribió ese largo llanto por la ciudad de México. Vale leer el poema hoy, para abrevar del necesario vocabulario del veneno y la destrucción. La ciudad es una araña que nos atropella; una vieja coyota que nos nutre y emponzoña; una rata, un vampiro milenario; una mancha oscura recorrida por ríos que mienten. El poema de Lizalde es deforme, como la ciudad misma. Como ella, un gemido desmesurado y vil.
La ciudad de Lizalde es “nuestra monstrua.” El “cadáver de una vieja laguna corrompida,” un pozo sangriento. Un ogro lleno de “mierda eminentemente histórica” que perfecciona cotidianamente el plan maestro de su demolición. Una mancha que carece de cuerpo y, sin embargo, se expande incesantemente. Pero el poeta lo reconoce: la culebra es nuestra, es nosotros: “soy parte de su ajado, roto cuerpo.” Es nuestra monstrua.
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
Oliver Sacks, el famoso neurólogo que escribió sobre un hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor que ha meditado sobre las alucinaciones, el autismo, la nostalgia y las relaciones entre la música y el cerebro cumplió 80 años hace unos días. Lo festejó celebrando las bondades de la vejez en un artículo que publicó el New York Times y que luego tradujo El país. Sacks no se queja de las décadas que se acumulan. Despojarse de la juventud es adquirir sentido, perspectiva, es sentir el tiempo en los huesos. En su artículo, Sacks recordaba a su amigo W. H. Auden, quien presumía que cumpliría esos mismos 80 años para largarse después. No lo logró: el poeta murió a los 67 pero sigue apareciéndosele a Sacks por las noches. Auden fue, sin duda, una de las presencias más importantes en la vida del autor de Despertares y, a juzgar por los sueños, lo sigue siendo.
Auden fue una especie de mentor para Sacks. Reseñó con entusiasmo Migraña, su primer libro. Quien se interese la relación entre el cuerpo y la mente, encontrará tan fascinante este libro como lo he encontrado yo. Era la primera vez que el doctor se sentía verdaderamente reconocido. Pero Auden no fue una presencia meramente encomiástica, fue un acicate intelectual, una guía. Debes salir de lo clínico: arriésgate a la metáfora, al mito, le aconsejó. Poco antes de morir, legó a ver el manuscrito de Despertares. Es una pieza maestra, le dijo en su último encuentro.
Tras leer un libro suyo, Auden le dedicó un poema, “Hablando conmigo mismo:”
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozco, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison-d’être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Mientras Auden vivió en Nueva York, tomaban el té frecuentemente. El tiempo era perfecto: a las cuatro de la tarde, después de un día de trabajo y poco antes de una noche consagrada a la bebida. Habrán conversado de enfermedades, de pacientes, de tratamientos. Hijo de médico, Auden admiraba las artes curativas: no la ciencia médica sino ese “arte de seducir a la naturaleza”. Aborrecía por ello la arrogancia de los ingenieros de la medicina. Sólo puedo confiar, decía, del médico con el que he chismeado y bebido antes de que sus instrumentos de metal me toquen. Habrán hablado de aquello que más los acercaba: la música. En aquella reseña de Migraña y en una carta personal, Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical.” Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ese es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.
Pero en aquellas tardes en el departamento del East Village, Sacks y Auden también solían permanecer callados. Sacks recuerda a Auden como un hombre dotado de una de las más extrañas y hermosas cualidades: era una persona con la que se podía estar en silencio, durante mucho tiempo. Uno podía estar con él durante horas, tomando una cerveza, una copa de vino, alrededor de la chimenea sin decir nada, sin sentir la necesidad de decir nada. “Comunicarse sin hablar, absorbiendo la presencia del otro silenciosamente y la callada, elocuente presencia del ahora.”
Es una tristeza entendible que el vocabulario de la urbe se empobrezca al perder contacto con el pasto. Tantos y tantos nombres del mundo silvestre que van perdiéndose. Tantas y tantas palabras olvidadas. Voces que, al nombrar la variedad natural, le rinden homenaje a cada hoja, a cada insecto, a cada pájaro. Nos hemos ido quedando mudos para hablar del universo vegetal. Cuando vamos a una florería usamos señas en lugar de palabras para pedir la flor que nos seduce. Recordando e inventando nombres de plantas, hierbas y pócimas se compone el fabuloso libro de los venenos de Antonio Gamoneda. El paladar disfruta el nombre de cada criatura y el abanico de sus poderes mágicos. “La cebolla albarrana es silvestre y purpúrea; amarga al gusto de manera hiviente; se da, con miel, a los hidrópícos; cale contra los sabañones y las verrugas; dicen que, colgada sobre sobre la puerta, preserva la casa de hechicerías contrarias. El serpol es yerba hortense y salvaje que serpea por tierra; con su olor ofende a la escolopendra; sirve a los letárgicos y frenéticos y, preparada con vino, deshace las durezas del bazo. La centinodio crece en los cementerios; es provechosa para los oídos que manan materia hedionda y en los vómitos coléricos. El arrayán, que también llaman mirto, es árbol de dos especies, blanca y negra, aunque Plinio llega a decir que delo arrayán hay once géneros; del negro se obtiene un vino sin virtud alcohólica; el blanco tiene flores con cinco pétalos y expande un olor muy suave; éste refresca el sudor y cura las hinchazones de las ingles; también elimina las viruelas y la alopecia; de su médula se hace un aceite lenitivo; de sus ramas floridas, coronas para los héroes que no han derramado sangre.”
Pienso en esta devaluación de nuestro lenguaje imaginando que el olvido del vocabulario silvestres habría sido remplazado por otro igualmente rico que nombrara la riqueza de nuestro entorno asfáltico. Palabras que designaran la abundante fronda de la ciudad. Pero hemos olvidado el nombre de las hierbas y los árboles sin haber adquirido el lenguaje de la selva que habitamos: el lenguaje de la arquitectura. Fernanda Canales y Alejandro Hernández han publicado un libro extraordinario que despliega las joyas del vecindario y pone nombre a las construcciones que vemos diariamente, sin siquiera advertirlo. En una magnífica edición de Arquine, los dos arquitectos han ubicado a los cien creadores más importantes del siglo XX mexicano y sus obras más emblemáticas. El libro es un paseo por las muchas estaciones de la cultura mexicana desde el restirador del arquitecto, el urbanista y el diseñador: sus muchas búsquedas y sus grandes hallazgos. La exploración de la identidad y la ambición del monumento; la confianza en lo público y el refugio espiritual; el servicio público y la intimidación.
100 x 100 es un fichero de arquitectos, un álbum, una galería de maestros. Es también la obra negra de muchos libros por venir: una historia cultural de la arquitectura, una sociología de la profesión, una guía turística, un mapa de edificios canónicos. Me parece que es, sobre todo, una pista para reinsertarnos en el mundo que habitamos. Nuestras ciudades llevan la traza que algún día fue proyectada por algún lápiz. Las calles que recorremos están bordeadas por edificios que han dado cuerpo a una idea; nuestras viviendas expresan una idea del mundo, del hombre, de México. 100 x 100 es el gabinete arquitectónico que nos permite reconocer, en el vocabulario de la arquitectura, el lenguaje de la ciudad.
Qur tal el Canon Cangrejo en una cinta de Moebius
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