Hace unas semanas Steven Pinker publicó en el New Republic un ensayo en defensa de la ciencia. «La ciencia no es el enemigo,» era el título. Pinker, autor de Los mejores ángeles de nuestra naturaleza, siente la necesidad de defender la ciencia de quienes sienten que la ciencia invade territorios. El cientificismo: una colonización de las humanidades. La ciencia no tiene por qué asustar a nadie, sostiene Pinker. Se basa en dos principios que cualquiera debería abrazar. El primero es que el mundo esinteligible. El segundo es que el conocimiento es difícil. Leon Wieseltier ha respondidoal texto de Pinker en la misma revista. A su juicio, Pinker no defiende a la ciencia sino que la pretende ubicar como la única forma del conocimiento. El sitio de la ciencia en la sociedad no es una cuestión científica. La ciencia carece de autoridad en temas no científicos. En la literatura, en las artes hay ideas intelectualmente respetables pero no son demostradas: son ilustradas. No se argumentan, se imaginan… y la imaginación, dice Wieseltier, tiene sus propios rigores. «Lo que la imaginación aporta en para la comprensión del mundo también debe ser llamada conocimiento. Los científicos y los ‘cientificistas’ no son los únicos que trabajan hacia la verdad tratando de descifrar las cosas.»
El el blog de filosofía del New York Times se publica una reflexión interesante de Gary Gutting, autor de una historia de la filosofía francesa, sobre los intelectuales y la política que cae bien a la discusión mexicana sobre los políticos y sus lecturas. Los líderes, dice Gutting, deben ser, ante todo, "consumidores inteligentes de las opiniones de los expertos." Declamar documentos preparados por otros no es una buena pista para evaluar las capacidades intelectuales de un candidato. Por eso propone para la campaña presidencial una serie de mesas en las que los ambiciosos conversaran y discutieran con expertos sobre los distintos asuntos públicos. Esos foros nos ofrecerían la mejor información sobre el juicio de los candidatos y podrían elevar la calidad de nuestro discurso político.
El artículo de hoy de Gabriel Zaid insiste en la necesidad de pensar los cambios tranquilos: abrir, por ejemplo, refugios para la seriedad:
En las temporadas de conciertos que dirigía Carlos Chávez en Bellas Artes se cerraban las puertas de la sala en punto de la hora anunciada; nadie podía entrar ni un minuto después, y la gente decía que lo único puntual en México eran las corridas de toros y los conciertos de Chávez.
Lo cual demuestra que es posible crear islotes de seriedad en medio de una falta de seriedad general, y que la gente nota la diferencia. Además, tiene efecto multiplicador. Mostrar que la puntualidad es perfectamente posible y mejor para todos favorece que se vaya extendiendo de unas zonas a otras. Aunque México oscila entre la exaltación patriotera y la depresión patriotera, y se pasan por alto los avances tranquilos, es un hecho que la puntualidad fue ganando terreno, y que en muchas zonas se ha vuelto de rigor.
Se publica un libro con los poemas, anotaciones, palabras, frases entrecortadas, líneas que Emily Dickinson escribió en sobres y hojas sueltas. De uno de ellos viene el título: Nadas maravillosas. Donde había papel, la poeta colocaba el lápiz. Dickinson compiló su poesía en 40 volúmenes escritos y cosidos a mano. El nuevo libro permite acercarnos a otra desembocadura de su misteriosa caligrafía. Escritura veloz, automática, fluida. En el trozo de sobre que aparece arriba puede leerse:
En esta corta vida
que sólo (meramente)
dura una hora
¿Qué tanto,
qué tan poco está
a nuestro alcance?
Me he topado con un artículo en el Atlantic sobre los complejos significados de la sonrisa. Lo sabemos bien: las culturas asignan distintinto significado a los movimientos del cuerpo. Un meneo de la cabeza es sí en ciertos países, en otros no. Ver al otro a los ojos puede ser señal de cercanía e interés o una falta de respeto. Mover los brazos puede ser signo de libertad o de insolencia. El cuerpo también se aferra a su diccionario. Lo mismo aplica para esa expresión que podríamos considerar la primera forma del contacto afectivo: la sonrisa.
El artículo que firma la periodista Olga Khazan, recuerda a sus padres rusos cuando posaban para el clic de una fotografía. Mientras ella y sus amigos norteamericanos sonreían para el retrato, sus padres se ponían serios como un ladrillo. Esa es la constante en las fotografías de viajes, de bodas, de graduación de sus parientes rusos: siempre adustos, serios, duros. No es, por supuesto, que estuvieran tristes en el viaje familiar o fueran infelices en el bautizo del niño. Es que la risa está asociada en su memoria a la superficialidad, a la tontería.” Un proverbio ruso lo resume así: “reír sin razón es signo de estupidez.” Hay culturas que ven en el sonriente, más que a un tonto, a un tramposo. Ni franqueza, ni soltura, ni inteligencia: estafa. Khazan refiere a un estudio académico árido y pesado que no vale mencionar aquí. Mejor aprovechar la sugerencia para recordar una nota preciosa de Alfonso Reyes sobre la sonrisa, que puede leerse en el tercer tomo de sus Obras completas.
Reyes contrasta el reir y el sonreir. Mientras la risa es un acto social, la sonrisa es solitaria. “La risa acusa su pretexto o motivo externo, como señalándolo con el dedo. La sonrisa es más interior; tiene más espontaneidad que la risa; es menos solicitada desde fuera.” La fuente de la sonrisa es espiritual. Por eso es “filosóficamente, más permanente que la risa.” Viene de más hondo. De ahí que discrepe de Rabelais: lo propio del hombre no es la risa sino la sonrisa. ¿No hay changos que se carcajean? “La sonrisa es, en todo caso, el signo de la inteligencia que se libra de los inferiores estímulos; el hombre burdo ríe sobre todo; el hombre cultivado sonríe.”
Pero, ¿por qué sonríe? Porque entiende las insinuaciones del mundo… y las adora. Porque se percata de vivir en un planeta que no es simple agregado de rocas, plantas y animales, sino un espacio donde la imaginación imprime el verdadero sentido a las cosas. Esa papilla no es alimento: es placer. Esa caricia no es roce, es amor. En esos colores que se mueven está la belleza. “La sonrisa es la pimera opinión del espíritu sobre la materia.” agrega el ensayista. “Cuando el niño comienza a despertar del sueño de su animalidad, sorda y laboriosa, sonríe: es porque le ha nacido el dios.” Aún sin palabras encuentra que hay otro mundo tras el mundo, que la realidad que observa, que escucha y que toca no es encierro de materialidad, sino un jardín de afectos y gozos. La sonrisa es el primer gesto del idealista. La vida no es la seriedad del universo físico, es más bien, un juguete: “la Gran Sonaja”. Ese niño que responde con un sonrisa al gesto de su madre, ha aprendido ya la lección primordial: hay que vivir en la ironía.
Nikolaus Harnoncourt, el extraordinario director que ha muerto recientemente, estuvo muy lejos de aquella tradición del conductor autocrático que tiraniza a su orquesta. Colega de sus músicos, buscó junto a ellos las claves de la música antigua y la reciente. El único maestro que reconozco, dijo alguna vez, es mi peluquero. Fue, por supuesto, un gran maestro. Y lo fue en dos sentidos. Un director excepcional y un académico riguroso que nos enseñó a interpretar y a escuchar la música. Su huella está en el recuerdo de sus conciertos, en sus medio millar de grabaciones. Está también en su pedagogía, en su pensamiento, en su crítica al modo de acercarse a una partitura.
A mediados del siglo fundó Concentus Musicus, un grupo que cambiaría por siempre la manera de aproximarse a la música medieval y renacentista. El ensamble al que dio vida era más que un grupo de virtuosos. Era, en algún sentido, un colegio dedicado a rescatar música olvidada y a restaurar el brillo de una música adulterada por la ignorancia y los prejuicios del presente. Mucho le debemos en la recuperación de esos instrumentos que fueron siendo arriconados en los museos. Gracias a su exploracíón, revivieron las cuerdas y los alientos que tenían en mente Mozart y Haydn al componer Más importante que esa reincorporación de los instrumentos de época fue quizá su propuesta para tocarlos.
La intepretación de la música antigua llamaba al estudio de una cultura, a la comprensión de un lenguaje distinto al nuestro. Harnoncourt propuso un regreso al origen: no traer la obra al presente sino desplazarse a su cuna. Interpretar con fidelidad la obra era la mejor manera de imprimirle fuerza, dignidad, vida. Su ambición era acercarse, en la medida en que eso fuera posible, a la intención del compositor. Pero no era un siervo del pentagrama. Para descifrar los propósitos de las cantatas de Bach no era suficiente leer la partitura. Era necesario estudiar su vocabulario y las convenciones que gobernaban su escritura. El director no era un anticuario que creyera en la posibilidad de una fidelidad absoluta. Podría haber ejecuciones históricamente impecables y musicalmente muertas. Si hubiera que elegir, Harnoncourt no tenía duda: antes la vida de la música que la sorda lealtad a las notas. El erudito lo escribió así en La música como discurso sonoro, editado por Acantilado: “los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidac con una profunda sensibilidad musical.”
En el discurso que pronunció al recibir en 1980 el Premio Erasmo defendió el valor de la música en nuestra vida. No creía en el arte como decorado de la vida sino como el lenguaje que la interrogaba hasta su raíz. Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa, dice, la música era un pilar de la cultura. Hoy se ha convertido en entretenimiento, ornato. Nunca habíamos tenido tanta música a nuestro alcance, nunca había ocupado un lugar tan irrelevante: un pequeño y breve adorno en nuestra vida. Rechazaba el retorno a la música antigua como un simple anhelo de belleza. Entendía que la belleza era sólo una de las dimensiones culturales de la música. La música cautiva, inquieta, conmueve. No es accesorio sino fundamento de la vida: “Todos necesitamos la música, concluía aquel discurso, sin ella no podemos vivir.”
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”