Stanley Fish escribe un artículo en el New York Times sobre el nuevo libro de Martha Nussbaum sobre el amor y la justicia. La justicia, dice Nussbaum, no puede construirse con ladrillos estrictamente institucionales: requiere cultivar sentimientos de reciprocidad. Correspondería al poder público sembrar esas emociones con el ejemplo, las ceremonias públicas, el arte.
Malcolm Thorndike Nicholson, por su parte, critica a Nussbaum en Prospect. Nussbaum ha creado una industria de reflexiones morales que emplea a los clásicos de la literatura no solamente para ilustrar su filosofía, sino para desarrollarla. El problema es que el recurso se convirtió en una fórmula y una excusa para dejar de pensar rigurosamente. La idea de una política de amor no deja de ser preocupante para una sensibilidad liberal.
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Aquí puede leerse una entrevista con Nussbaum sobre su libro.
El país traduce hoy el artículo de Ian Shapiro sobre Robert Dahl que publicó hace poco Foreign Affairs:
En muchos sentidos, Dahl creó la disciplina de la ciencia política moderna. El estudio especializado de la política se remonta por lo menos a la antigua Grecia, desde luego. Y Dahl no era Platón, ni Aristóteles, ni Thomas Hobbes, pero aportó un elemento nuevo al estudio aficionado y salpicado de anécdotas reveladoras en que había consistido la actividad desde hacía milenios: el uso sistemático de las pruebas para valorar unas afirmaciones teóricas rigurosas. Desde la aparición de los innovadores trabajos de Dahl en los años cincuenta y sesenta, varias generaciones de sucesores suyos han desarrollado teorías y métodos empíricos que siguen múltiples direcciones, a veces poco coincidentes con él. Pero pocos podrían negar que él fue la base de todo.
Jeffrey Isaac recuerda a Dahl como mentor intelectual, un demócrata igualitario siempre dispuesto al debate. Jennifer Hochschild resalta su influencia en la comprensión contemporánea de la democracia.
En México lo han recordado José Woldenberg y Soledad Loaeza.
Enrique Vila-Matas la pasa bien en las entrevistas pero recuerda que Barthes la veía como artículo de saldo: “¿No tiene tiempo para redactarnos un texto que le pagaríamos? Pues concédanos entonces una entrevista, que nos saldrá gratis”.
Por supuesto, soy un entusiasta de algunas de las entrevistas de The Paris Review (¡ah, la de Faulkner!). Pero la que más alta memoria me ha dejado no está en esa revista, sino en un libro de 1970, Infame turba,donde Federico Campbell entrevista a un Gabriel Ferrater inspiradísimo que, hablando de realismo y de la literatura de compromiso (la de los reflejadores), dice que un narrador tiene un compromiso con la gente que le rodea y el país donde vive, pero la creación de su obra es otra cosa, porque el escritor intenta traducir su experiencia, y esta puede ser diferente para cada persona. De esa entrevista recuerdo también el momento en que Ferrater comenta que el comunista Louis Aragon escribió siempre una poesía muy mediocre, salvo cuando Hitler invadió Francia, lo que le llevó a escribir de forma elevada.
—Pero es muy mal negocio que los alemanes tengan que invadir Francia para que Louis Aragon escriba buenos poemas, concluía Ferrater.
En un poema sobre el arte como refugio ético, el gran poeta polaco Zbigniew Herbert escribió:
Nuestros ojos y nuestros oídos rechazaron la obediencia
los príncipes de nuestros sentidos orgullosamente escogieron el exilio.
Será que la dignidad no brota de la osamenta del carácter ni del pecho valiente. Para el poeta polaco, el humilde sentido del gusto daba origen al decoro en tiempos indecentes. Así que la estética podría ser útil, el fundamento de una política o más bien, de una moral. La huida del poeta lo condujo a otras tierras y a otros tiempos que pudieran ofrecerle refugio en el arte. Ahí, en la pintura de los grandes maestros aparecían reglas sin amenazas, verdades sin padrinazgos, testimonios llanos. Lienzos lisos como espejos.
Los ensayos de Herbert son crónicas de esa peregrinación. Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos publicado por El acantilado es su cuaderno holandés. Cuenta Adam Zagajewski que Herbert, un hombre bajito de semblante tranquilo y facciones juveniles, recorría museos equipado de una libreta blanca. Podía pasar toda una mañana, todo un día frente a un cuadro dibujando lo que veía. La pintura y la escritura se hilvanaban en esos blocs. El lápiz trazando figuras y zurciendo letras. El poeta no ocultó nunca su nostalgia por la pintura de antes, por el sitio anterior de la pintura. De los artistas se podía saber muy poco, pero no se ponía en duda el sitio del arte en la ciudad. Un mundo sin cuadros les habría sido impensable. “Los maestros antiguos, sin excepción, podrían repetir las palabras de Racine: ‘Trabajamos para agradar al público’, es decir, creían en el sentido de su trabajo, en la posibilidad de comprensión de las personas. Afirmaban la realidad visible con inspirada escrupulosidad y con la seriedad de los niños, como si de ello dependiera el orden del universo, la rotación de las estrellas, la estabilidad de la bóveda celeste. Bendita sea esa ingenuidad.”
Cuadros y artistas, telas y navieros, tulipanes, niebla y lluvia aparecen en esta colección de ensayos y fábulas. El título subraya con buena razón el texto central. El poeta visita el Museo Real de Ámsterdam. Un cuadro lo llama, le hace señas, le muestra un misterio que lo atrapa. En la portada del libro aparece el cuadro: “Naturaleza muerta con brida.” Un par de jarrones, una copa, una pipa, una hoja con notas musicales, un texto. Un fondo enigmático: “negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito. La tapa transparente de un abismo.” Del pintor, apenas el nombre: Torrentius. Herbert describe el hechizo de ese cuadro, la fascinación que le provoca un artista enigmático que funde en su nombre artístico el fuego y el agua.
Todo lo que Herbert descubre de Torrentius es material para la leyenda. Guapo y ostentoso, era visto como un libertino que pervertía mujeres y descreía de Dios. Decía que él no pintaba sus cuadros. Que colocaba las pinturas cerca de la tela y, al tocar música, los colores se mezclaban coloreando el lienzo. Su vida escandalizó a la república burguesa y hartó su tolerancia. Fue torturado, encarcelado, desterrado. Estuvo a punto de morir en la hoguera. Solo se conserva ese cuadro abismal que será siempre un misterio. Una alegoría, quizá, de la libertad que sólo en el arte vive.
Yo, vestido y viejo, carcomido
y ciego, me arriesgo a tus veinte años;
la imprudencia ejerzo del que, a tientas,
ensangrienta espinas, pretendiendo
gozar la flor de la biznaga.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
El nuevo libro de George Steiner explora las complicidades de la filosofía y la literatura, las fricciones de la metáfora y el argumento, las afinidades de la música y la metafísica. La poesía del pensamiento (New Directions, 2011) es un libro que fluye, a pesar de su densa, apretada erudición. Podría parecer apabullante la profusión de referencias, la mezcla de dominios, la evocación de tantos tratados y epigramas en cada línea de cada párrafo. Sin embargo, la meditación de Steiner, siendo la meditación de toda una vida, camina con la naturalidad de un paseante que regresa a sus lugares entrañables. En cualquier página se pueden encontrar alusiones a Descartes y Galileo, a Lucrecio y Wittgenstein, a Proust y a Hegel. No es alarde, es remembranza de lecturas que se han insertado en la columna vertebral. Ideas, imágenes, melodías que son ya indistinguibles del cuerpo de un lector, citas que son como reflejos.
Desde luego, se trata de un libro exigente. Un feliz arcaísmo que nos cree capaces de la concentración del monasterio. Este no es un libro para aficionados al atajo. Steiner pide a quien sujete su libro el viejo arte de la concentración hecho de soledad y de silencio. Silencio, sobre todo, porque para la comprensión hace falta oído y no pura inteligencia. Las ideas no se entienden solamente, se escuchan; las teorías no se explican, se muestran. Sería muy distinto nuestro mundo si prevaleciera la sordera, si careciéramos de vista. Toda filosofía busca una voz, un tono, un ritmo. Se comunica con metáforas, anhela la contundencia de lo visible. Hasta en la crudeza de la lógica más severa, hay una retórica, un estilo. En toda filosofía hay un pulso trágico, un éxtasis. A veces su puntuación es la carcajada. Somos animales dotados de palabra o, tal vez, los únicos animales dispuestos a esbozar metáforas.
La creatividad de la razón se escabulle del lenguaje técnico. Para Steiner el proyecto de la filosofía analítica está condenado al fracaso. Aunque anhele precisión, no puede más que recurrir a la imagen, al símbolo, a la parábola. Hasta las matemáticas tienen un ritmo, una elocuencia, una elegancia. Metafísica y poesía son frutos del lenguaje, búsquedas de verdad, aspiración de entendimiento. La poesía, dice Steiner, “busca reinventar el lenguaje, renovarlo. La filosofía se esfuerza por hacer rigurosamente transparente al lenguaje, purgarlo de ambigüedades y confusiones.”
El ensayo de Steiner es una invitación a escuchar el concierto de la filosofía, a contemplar su pinacoteca. A Marx, por ejemplo, hay que leerlo ya, sin los prejuicios del siglo XX, como el inmenso escritor que fue. Apreciar su pasión literaria, escuchar las muchas voces que aparecen en su ópera, dejarse llevar por su virtuosismo dramático. La arquitectura gramatical del Manifiesto, el compás de su argumento narrativo, la convicción profética, la vehemencia de su tono no tienen paralelo en la historia de la humanidad. Valdría leer al periodista inspirado y torrencial que fue y, sobre todo, la “volcánica” capacidad para arremeter contra sus enemigos. En Marx está Rabelais y se anuncia Celine, se escucha a Víctor Hugo, a Shakespeare y a Dickens. Su filosofía es una epopeya, una aventura trágica donde la razón pretende transfigurarse en acto. Las ideas, dijo Marx, no existen fuera del lenguaje. Y pocos han creído en la fuerza del lenguaje, es decir, en la fuerza de la filosofía como Marx. El pensamiento como un rayo que podrá convertirnos en hombres. La literatura se ha dedicado a explicarnos el mundo. Ahora podrá cambiarlo.
En un poema sobre el arte como refugio ético, el gran poeta polaco Zbigniew Herbert escribió:
Nuestros ojos y nuestros oídos rechazaron la obediencia
los príncipes de nuestros sentidos orgullosamente escogieron el exilio.
Será que la dignidad no brota de la osamenta del carácter ni del pecho valiente. Para el poeta polaco, el humilde sentido del gusto daba origen al decoro en tiempos indecentes. Así que la estética podría ser útil, el fundamento de una política o más bien, de una moral. La huida del poeta lo condujo a otras tierras y a otros tiempos que pudieran ofrecerle refugio en el arte. Ahí, en la pintura de los grandes maestros aparecían reglas sin amenazas, verdades sin padrinazgos, testimonios llanos. Lienzos lisos como espejos.
Los ensayos de Herbert son crónicas de esa peregrinación. Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos publicado por El acantilado es su cuaderno holandés. Cuenta Adam Zagajewski que Herbert, un hombre bajito de semblante tranquilo y facciones juveniles, recorría museos equipado de una libreta blanca. Podía pasar toda una mañana, todo un día frente a un cuadro dibujando lo que veía. La pintura y la escritura se hilvanaban en esos blocs. El lápiz trazando figuras y zurciendo letras. El poeta no ocultó nunca su nostalgia por la pintura de antes, por el sitio anterior de la pintura. De los artistas se podía saber muy poco, pero no se ponía en duda el sitio del arte en la ciudad. Un mundo sin cuadros les habría sido impensable. “Los maestros antiguos, sin excepción, podrían repetir las palabras de Racine: ‘Trabajamos para agradar al público’, es decir, creían en el sentido de su trabajo, en la posibilidad de comprensión de las personas. Afirmaban la realidad visible con inspirada escrupulosidad y con la seriedad de los niños, como si de ello dependiera el orden del universo, la rotación de las estrellas, la estabilidad de la bóveda celeste. Bendita sea esa ingenuidad.”
Cuadros y artistas, telas y navieros, tulipanes, niebla y lluvia aparecen en esta colección de ensayos y fábulas. El título subraya con buena razón el texto central. El poeta visita el Museo Real de Ámsterdam. Un cuadro lo llama, le hace señas, le muestra un misterio que lo atrapa. En la portada del libro aparece el cuadro: “Naturaleza muerta con brida.” Un par de jarrones, una copa, una pipa, una hoja con notas musicales, un texto. Un fondo enigmático: “negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito. La tapa transparente de un abismo.” Del pintor, apenas el nombre: Torrentius. Herbert describe el hechizo de ese cuadro, la fascinación que le provoca un artista enigmático que funde en su nombre artístico el fuego y el agua.
Todo lo que Herbert descubre de Torrentius es material para la leyenda. Guapo y ostentoso, era visto como un libertino que pervertía mujeres y descreía de Dios. Decía que él no pintaba sus cuadros. Que colocaba las pinturas cerca de la tela y, al tocar música, los colores se mezclaban coloreando el lienzo. Su vida escandalizó a la república burguesa y hartó su tolerancia. Fue torturado, encarcelado, desterrado. Estuvo a punto de morir en la hoguera. Solo se conserva ese cuadro abismal que será siempre un misterio. Una alegoría, quizá, de la libertad que sólo en el arte vive.
Era necesario ir al rescate de los ateos. Salvarlos de su infinita arrogancia, de su pobreza espiritual, de su torpe rutina sin ceremonias. Acantilado ha puesto en circulación el mejor llamado a la fe en forma de un elogio al vino. El autor de este ensayo exquisito es el húngaro Béla Hamvas (1897-l968). Filosofía del vino, es el título.
Quiero pensar que el ateo al que ataca no soy yo. Que usa la palabra para hablar de otros devotos y no de los escépticos. Para Hamvas, defensor de la abstracción frente a la prédica del realismo comunista, el ateísmo es la arrogancia de nuestra era. La mala religión: esclavitud de abstracciones, fervor por la explicación. El ateo no es el hombre sin Dios sino el hombre sin sentido de vida. Dos personajes lo encarnan: el técnico y el puritano. El técnico, al que llama cientificista, es quien, en lugar de trabajar, produce, quien consume y no se alimenta, quien no come carne ni pan con mantequilla porque ingiere calorías, vitaminas, hidratos de carbono y proteínas. Ese que se pesa todas mañanas, quien al menor dolor de cabeza, toma ocho medicinas. La vida del técnico es miserable pero inofensiva. El peligroso es el puritano. De ése sí que hay que cuidarse. El puritano es un ateo convencido de haber encontrado la única manera correcta de vivir. Es un ciego que solo ve sus principios, un soldado que solo quiere imponerlos al mundo. A la hoguera las mujeres guapas, a los cerdos todo alimento con grasa, a la cárcel quien ríe. “El puritano es el hombre abstracto.”
La vida encuentra sentido en su entrega, en su sacrificio. El técnico la sacrifica a una tontería carente de valor: la longevidad, las riquezas, el poder. Peor es el sacrificio del puritano, entregado siempre a las mayúsculas: la Humanidad, la Libertad, el Progreso, la Moral, el Futuro. Esos ateos habrán ganado el poder pero no son envidiables. En lugar de combatirlos, el filósofo quiere darles un obsequio, regalarles lo que les hace falta, lo que más temen: una copa de vino. En lugar de convertirlos por la fuerza, quiere enseñarles a rezar sin que se den cuenta. Ofrecerles una copa de vino.
El artículo completo puede leerse aquí.
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[…] sensible. Nada más supe de la legendaria poeta argentina hasta que aparecieron de pronto su poesía completa, sus diarios personales, su prosa y sus cartas en la mesa de novedades de El […]