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Puede verse aquí pero el video pero esta versión se come los primeros minutos de la conferencia …
Christopher Hitchens no ha sido ningún obamista. Ha señalado los excesos de sus entusiastas y su elegante indefinición. Ahora llama a votar por Obama. Su decisión no se funda en la ideología sino en el contraste de personalidades. McCain ha resultado un viejo debilitado en lo físico y en lo cognitivo. Hitchens insiste en que Obama es un político sobrevaluado, pero frente al hombre que invitó a Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia, la opción es muy clara.
Slavoj Žižek escribe en el Guardian sobre la intolerancia que se disfraza de liberal en Europa. Muchos guerreros liberales, dice, buscan con tanto afán derrotar el fundamentalismo islámico que atenta contra la democracia que terminan cargándose la libertad y la democracia. Si los "terroristas" (es él quien pone las comillas) están dispuestos a quemar el mundo por su amor al paraíso, nuestros defensores de la libertad están preparados para quemar la democracia por su odio al otro. Aman tanto la dignidad humana que se preparan para legalizar la tortura.
La tolerancia, sostiene, no es más que indiferencia y odio regulado.
Susan Sontag escribió que el pintor construye y el fotógrafo revela. Sin embargo, desde que existe la fotografía la imagen se ha manipulado. Una exposición en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York explora la alteración artística–y política–de las imágenes fotográficas antes de la era digital.
Cuarto con ojo, de Maurice Tabard, 1930
El catálogo puede comprarse aquí.
Los comisarios de la corrección conminaron a la reeducación del insolente. Debía retractarse públicamente, ofrecer disculpas a los ofendidos y jurar solemnemente que no volvería a pronunciar las palabras prohibidas. No solamente eso. El ciudadano debía someterse a una intervención para liberarse de los pensamientos inmorales. Debía asistir a un curso de sensibilización para desinfectar su vocabulario. Tras las lecciones, supongo, el discriminador expulsará de su cerebro todas las ideas impuras y los nombres indecentes. Las palabras malévolas ya no cruzarán por su mente y, si las malditas se aparecen en su imaginación, sabrá anularlas antes que lleguen a su boca. Pensará y hablará algodoncitos, sin lastimar a nadie. A través de uno de sus órganos, el Estado mexicano llama a la confesión, al juramento y al catecismo.
Hablo del escándalo del momento: la reacción del consejo contra la discriminación ante la diatriba de Nicolás Alvarado contra Juan Gabriel. El Conapred actuó con sorprendente velocidad para dictar, como si se tratara de una emergencia sanitaria, medidas precautorias.. Tras la renuncia del escritor al cargo público que detentaba, no solamente dejó sin efectos las instrucciones sino que también borró su decreto. Una institución pública esconde una resolución controversial. Más allá del ocultamiento, es importante hablar de la censura bienhechora. Discrepo, por supuesto, de la resolución de Conapred. Las ideas se rechazan con ideas, las palabras se rebaten con palabras. El respeto no se promueve con la resurrección del Santo Oficio. Me parece una aberración entregarle a una institución estatal el permiso de vigilar nuestras expresiones. Aún teniendo los mejores propósitos, aún creyendo promover los valores más altos, me parece contrario a la función del poder público, el imponer límites a lo que decimos.
No se me escapa la diferencia entre la voz de un particular y la de un funcionario público. Quien habla en nombre de lo común ha de someterse a un código distinto. Lo que es permisible y aún plausible en el ámbito privado, puede ser imprudente, condenable si se representa lo público. El deber del crítico es, frecuentemente, imprudencia del funcionario.
Creo además que los inquisidores suelen ser malos lectores. Implacables interventores de la literalidad, son incapaces de apreciar la ironía, el dúctil significado de las voces. No es extraño que un insulto sea apropiado como prenda de orgullo, que un elogio esconda una embestida. Que lo que uno lee sea distinto de lo que lee el otro. Los censores ven expuesto un tramo de piel y corren de inmediato por la manta. Nicolás Alvarado pronunció palabras tabú: dijo naco y dijo joto. La sentencia condenatoria cayó de inmediato: discriminador, clasista, homófobo. No lo veo así. Si acaso, provocador y pedante. Vale subrayar lo que cualquier lector atento habría detectado: el texto, si se quiere antipático, se burlaba de su propio autor. Hablaba de su problema frente a un personaje idolatrado. Más que una denuncia del ídolo, era una confesión de prejuicios. El crítico admitía la innoble fuente de sus reflejos. ¿Ni en confesión pueden pronunciarse esas palabras del Índice?
Alvarado advirtió luego que su invectiva había sido inoportuna. Ofreció disculpas, no por lo que dijo sino por el momento en que lo dijo. Lamento el latigazo que el autor se propina. El mérito de su texto radicaba, precisamente en su inoportunidad. En el momento mismo en que cuajaba la unanimidad, el crítico disentía en argumento y en tono. No acompañaba a los dolientes, no se unía al coro, no se fundía en la emoción colectiva: ejercía su derecho a discrepar. Recuerdo ahora el ejemplo de Christopher Hitchens precisamente en sus impertinencias, en la valiosísima inoportunidad de sus combates. Esa es una de las tarea esenciales del crítico: estorbar toda propensión a la unanimidad. Quien fastidia al coro nunca debe esperar su aplauso.
En la Cineteca Nacional se presenta en estos días Fuocoammare: Fuego en el mar, el documental de Gianfranco Rosi que ganó el Oso de Oro del Festival de Berlín el año pasado y que acaba de ser nombrada como candidata al Óscar en la categoría de documental. La cinta es un desgarrador retrato de los migrantes que arriesgan su vida y muchas veces la pierden en el mar, buscando Europa. El primer territorio europeo es Lampedusa, un pequeño pueblo pesquero por el que han pasado más de 100,000 africanos en los últimos veinte años.
La película de Rosi va del mar a Lampedusa y de la isla al mar. Captura la tragedia de los migrantes que huyen de Libia, de Nigeria, de Costa de Marfil y, al mismo tiempo, la vida cotidiana de ese pequeño pueblo de pescadores. En ese flujo y reflujo de las escenas reside la fuerza de la cinta: a un paso de los ahogados, la rutina de los niños, los hábitos en las casas. La tragedia convive con el tedio. Ha dicho el director que en sus proyectos fílmicos su mayor inversión es siempre el tiempo. Nada valioso puede capturar la prisa. Rosi vivió cerca de un año en Lampedusa, más de un mes en balsas de huida. El mayor mérito de un documentalista es la conquista de la intimidad, el conocimiento profundo de los personajes que mira, la familiaridad con un paisaje.
El director no habla detrás de las imágenes como lo haría Werner Herzog con su acento. Rosi no explica, ni interpreta. Con cámara y micrófono hila una historia desoladora. Es el holocausto de nuestra era. Embarcaciones repletas de africanos sin comida, sin agua y sin oxígeno. Llamados de desesperación para el rescate que no llega. Abrazos en el sótano de la asfixia. Barcos de la muerte. Al mismo tiempo, la cinta nos da respiro contándonos una historia ordinaria. El espectador toma oxígeno cuando la pantalla regresa a la tierra para presentarnos lo trivial. Un niño crece, brinca entre los montes, trepa los árboles, dispara con su resortera. No hay, en apariencia, mayor conexión entre el niño que juega y los balseros que sobreviven o mueren. Nunca se cruzan esas miradas y, sin embargo, hay un puente que es la modesta conciencia de la cinta: el médico que atiende al muchacho y que revisa también los signos vitales de quienes han logrado alcanzar la costa con vida. El médico, el hombre que toca la vida y la muerte, es el mediador entre lo insoportable y lo habitual.
Rosi, el antiherzog, como algunos lo han descrito, sabe callar. Un silencio largo acompaña los últimos minutos de la cinta. Ninguna palabra tendría sentido ante lo que ojos nos muestran.
Hace un par de años, Fernando Savater publicó "La política y el amor."
Amor y política tienden a la obsesión monotemática, a excluir todo lo demás para imponerse, es decir -en los casos más graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de Sócrates (Cambridge University Press, 1991): "Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la época moderna. Su típica expresión es el amor sexual". Añado por mi cuenta que la política es otra de ellas. Y por supuesto el aura romántica no disculpa ni aminora las barbaridades que en último extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su manía fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escrúpulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente románticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia ("es mejor casarse que abrasarse", San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
En búsqueda de la más plena abstracción, Kazimir Malevich encontró la arquitectura. Veía el futuro del suprematismo, la religión de la geometría que había fundado, en las tres dimensiones. Formas puras levantándose del suelo. Después del cuadro negro que se convertiría en su firma y su epitafio, empezó a jugar con los volúmenes. Quiso darle expresión externa a la emoción pictórica. Del lienzo a la plaza. Prescindiendo del color, exploraría en maquetas blancas las posibilidades del objeto. Los fragmentos flotantes que aparecen en sus dibujos se integran para ganar cuerpo. Edificios sin puertas ni ventanas. Arquitectura utópica, una idea no manchada por su realización.
Ha muerto Zaha Hadid, la gran discípula de Malevich en el ámbito de la arquitectura. Dos radicales de la forma, dos devotos de la abstracción. Como el ruso, la iraquí deja una mina de proyectos suspendidos: dibujos, pinturas, maquetas que fueron descartados como irrealizables. Un enorme cuadro que colgaba en el centro de su estudio dejaba en claro su deuda: era su homenaje a Malevich. La pintura contenía el proyecto con el que se graduó como arquitecta. Un hotel expresado en el vocabulario suprematista. Más que el bosquejo de una hostería, el cuadro parece una estación espacial. Estructuras que gravitan alrededor de un anillo. Para percibir el espacio, decía Malevich hay que desprenderse de la tierra, liberarnos de la dictadura que nos empuja al piso. Con el cuadro como recibidor, Hadid mostraba su verdadero título profesional o, tal vez sería mejor decir, su acta de nacimiento. Haber aprendido la lección del maestro era su credencial artística.
A Hadid le atraen las composiciones de Malevich pero antes la convoca su ambición creativa. El revolucionario rompe con todo lo heredado porque confía en la capacidad transformativa del arte. De la mano de Malevich, Hadid busca inventarle un nuevo plano a la geometría, liberar al mundo de las imposiciones de la gravedad, pensar los segmentos, capturar el instante de la explosión, conquistar la ingravidez.
Un cuadro de 1917 que Malevich tituló “Disolución de un plano” representa para Hadid una profundización de sus estudios espaciales, algo así como una anticipación de la teoría de la relatividad. Un rectángulo rojo pierde forma en su extremo. El color enfático de un lado se diluye en el otro. La forma se disuelve en fuerza, el espacio se transforma sutilmente en energía. El guiño es advertido por la arquitecta muchas décadas después: su trabajo será eso: explotar todas las posibilidades de la forma en movimiento: estallido, fragmentación, ondulación.
Dos lenguajes opuestos que Hadid exploró admirablemente se derivan de esta pista. El primero es geológico o más bien, tectónico: lajas de tierra que se sobreponen, capas de piedra o de hielo que emergen y se entierran. El segundo es orgánico: tejidos que envuelven, hiedra que crece. La arquitectura de Zaha Hadid, esa que está en su pintura y sus construcciones, la que se recorre en sus museos o se calza en sus zapatos, la que aloja al poder o a la flor son el diálogo de esos mundo que riñen y se entrelazan: espadas y olas, flechas y muslos, sinuosidad y filo. El terremoto y la palpitación.
[…] sensible. Nada más supe de la legendaria poeta argentina hasta que aparecieron de pronto su poesía completa, sus diarios personales, su prosa y sus cartas en la mesa de novedades de El […]