Christopher Hitchens escribe sobre el mitin de ayer en Washington convocado por Glenn Beck. La concentración es vista como síntoma de una antigua mayoría que se siente amenazada. Que insistan en la extranjería de Obama habla de los temores de que el país blanco será minoría muy pronto.
Esta serie de entrevistas da cuenta de los asistentes
Rafael Rojas pesca en su blog un curioso elogio a la productividad del criminal que aparece en El capital. El delincuente estimula la industria del castigo, desafía el orden burgués y agita emociones estéticas y morales en el pueblo.
El criminal no sólo produce crímenes; es él quien da origen al derecho penal y al profesor de derecho penal. Produce, por tanto, el inevitable tratado en el cual el profesor compendia sus clases para situarlas en el mercado como mercancía, dando como resultado un aumento de la riqueza nacional, sin hablar de la satisfacción personal que según el profesor Roscher, testigo competente, el manuscrito de ese trabajo proporciona a su autor.
Más aún: el criminal genera todo el aparato policíaco y judicial: gendarmes, jueces, verdugos, jurados, etc… y otros múltiples oficios que constituyen otras tantas categorías de división social del trabajo, que estimulan diversas facultades del espíritu humano y crean simultáneamente nuevos deseos y nuevos medios de satisfacerlos. La tortura, por sí sola, ha engendrado ingeniosísimos inventos mecánicos cuya producción da empleo a un sinnúmero de honestos artífices.
El criminal engendra una sensación que forma parte de lo moral y de lo trágico, y por lo tanto ofrece un servicio al agitar los sentimientos éticos y estéticos del público. No sólo produce tratados de derecho penal, códigos penales, y a sus correspondientes legisladores, sino también arte, literatura, hasta tragedias, de lo que dan fe no sólo La culpa de Müllner y Los bandidos de Schiller sino también Edipo y Ricardo III. El criminal rompe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa, salvándola del estancamiento y provocando esa constante tensión, ese desasosiego sin los cuales el mismo aguijón de la competencia se mellaría”.
En junio de 1954, Mathias Goeritz fue nombrado museógrafo de la Universidad Nacional. Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros se indignaron por la decisión y enviaron una carta al rector Nabor Carrillo. La transcribo aquí:
Señor don Nabor Carrillo
Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad
Muy señor nuestro, estimado y admirado amigo:
Nos dirigimos a usted al mismo tiempo que dentro de la cordialidad amistosa, con el respeto necesario a su alta investidura universitaria.
No sabríamos decir si es mayor nuestra sorpresa que nuestra indignación y nuestra repugnancia al enterarnos de que autoridades universitarias han dado el cargo de museógrafo de la institución que usted dignamente jefatura a un individuo llamado Mathias Goeritz.
Se trata de un simple simulador, carente en absoluto del más mínimo talento y preparación para el ejercicio del arte del que se presenta como profesional. No es autor sino de imitaciones malísimas y débiles, o bien de obras de artistas europeos o del arte prehistórico del periodo glacial, y en ambos casos no realiza sino lamentables caricaturas de lo que toma como modelo para fabricar «arte» de la más vil calidad comercial «a la moda» con el propósito de sorprender a los nuevos ricos aprendices de «snobs» incapaces de distinguir la calidad de lo que adquieren o elogian. Individuo que representa, en suma, todo aquello que es contrario a la alta tradición y desarrollo del arte de México y su cultura nacional.
No podemos admitir que se encargue de manejar obras de artistas mexicanos en exposiciones, museos, bibliotecas tal personaje advenedizo que no podría tocarlas sin ensuciarlas, si no hubiera mexicano capacitado para desempeñar tal puesto en una Universidad de México.
Esto constituye de hecho un verdadero insulto para el arte y los artistas de México que queremos atribuirlo a un error ajeno a la autoridad y conocimiento de usted.
Nada podría alegrarnos más que el saber que este error se ha disipado, pues al generalizarse el conocimiento del hecho seguramente se producirá un amplio y profundo movimiento de protesta en la masa de los artistas, estudiantes de arte y en general todo el pueblo de México, consciente de los altos intereses de su patria.
Atenta y afectuosamente
Diego Rivera
David Alfaro Siqueiros.
Excélsior, 15 de junio de 1954. (Visto aquí)
Los muralistas tuvieron éxito. Ante la presión, la Universidad hizo público un breve comunicado: «El Sr. Mathis Goeritz no ha sido nombrado para nada en la universidad sólo tuvo un encargo perentorio.»
Nada me resulta tan frustrante, tan humillante como mi incapacidad para comprender el reino luminoso de la «belleza-verdad.,» escribía George Steiner en su Gramáticas de la creación. Se refería a una ceguera que le impedía advertir la elegancia de las fórmulas, el ritmo de las deducciones matemáticas, la cualidad estética de los teoremas. ¿Qué habrá querido decir Leibniz cuando dijo que, cuando Dios se cantaba a sí mismo, cantaba álgebra? Cantar álgebra. La idea es preciosa pero… ¿qué puede significar para quien es incapaz de escuchar esa melodía?
Los sordos a esas músicas nunca podremos hacer justicia al genio matemático. Apenas deleitarnos, quizá, con sus metáforas y con la traducción novelesca de sus ecuaciones. Stephen Hawking no fue solamente un científico extraordinario. Fue también un narrador notable. Su cosmología se sustentaba, por supuesto, en complejísimas operaciones matemáticas que solo un puñado de especialistas es capaz de recorrer. Pero entendía la función pública de la ciencia, la necesidad de comunicar los descubrimiento, de contagiar la curiosidad científica, de defender la ética del razonamiento riguroso. No puedo imaginar ambición científica más alta: comprender integralmente el universo. ¿Qué es? ¿De dónde surgió? ¿Qué reglas lo gobiernan? Su Breve historia del tiempo no es menos que un Libro del Génesis. Y en el principio, fue una singularidad. Entonces, comenzó el tiempo.
Hace años leí su Génesis, como tantísimos otros: pasando páginas, esforzándome por comprender, captando dos o tres imágenes, dándome cuenta que casi todo, que lo verdaderamente importante se resbalaba de mi cabeza. Lo que permanecía era la maravilla de lo inabarcable y la potencia de la razón. En las páginas de Hawking, el universo podía ser descomunal pero, al mismo tiempo parecía comprensible. Las trenzas del tiempo y el espacio eran ininteligibles para mí pero había una inteligencia dedicada a desentrañar sus misterios. Como ha dicho recientemente Brian Cox, un físico al que creo entender un poco mejor, la empresa intelectual de Hawking es una mezcla de asombro y posibilidad. Una vía para admirar el mundo y descifrarlo.
De Hawking, el explorador de inobservables maravillas, conmueve también su historia personal. Un hombre llamado a una muerte temprana que sobrevive medio siglo a su condena. Un científico atado a una silla de ruedas que tiene que comunicarse con pestañeos. Es ese personaje, seguramente, el que brincó los muros de la academia para convertirse en ídolo de la cultura popular. Visitante frecuente de los Simpsons y otros programas de comedia; intelectual que participó en un múltipes debates públicos, presencia frecuente en el cine y la televisión. En algún programa se le pintó como una mente suspendida en un frasco. Un humano comprimido en sus neuronas. Ese es el símbolo que encarnó: una inteligencia paradójicamente liberada de las cargas musculares, un cerebro recluido en sus cálculos, una razón sin carne.
En la estampa popular se pinta el heroísmo del científico. Pero tal vez, la voz robótica con la que lo conocimos sea lo contrario de esa genialidad en el vacío. La antropóloga Hélène Mialet vio en Hawking a un ser humano que habita en varios cuerpos y en muchas máquinas. Si a alguien le estaba prohibida la soledad era a él. La suya fue una razón incorporada en aparatos y asistentes, una inteligencia nutrida por instrumentos y ayudantes. Para entender su proceso intelectual era indispensable verlo, no como un individuo, sino como una red que desbordaba los linderos de su cuerpo. Hawking era, en realidad, una tribu, dice Mailet. Un cerebro en un frasco que vive y que piensa gracias a una compleja red humana y tecnológica. La discapacidad del científico simplemente subraya la condición de nuestro tiempo: ¿seremos ya seres incapaces de pensar sin artefactos? ¿se habrán convertido los juguetes a los que entregamos nuestro tiempo en órganos no celulares de nuestra vida?
Supongamos que Nueva York es una ciudad es el segundo documental que Martin Scorsese hace de su amiga Fran Lebowitz. El primero no le bastó. Lo filmó hace diez años para HBO y, tan pronto lo terminó, quiso continuar la conversación en otra película. A ella le parecía absurdo protagonizar dos documentales sin más asunto que sus opiniones. Por fortuna accedió después de un tiempo. El documental que se proyecta en Netflix es un paseo por los muchos tiempos de Nueva York; una secuencia de juicios devastadores sobre la cultura contemporánea; un repaso de la vida de una escritora que hace años que no escribe. Es, sobre todo, un testimonio maravilloso de amistad.
El retrato son siete lienzos de cariño. No es un homenaje a una figura pública sino la celebración de una amistad. Scorsese muestra a Lebowitz en su elemento: quejándose de la ciudad que ama. Ser neoyorquino, dice, es quejarse de Nueva York. No importa cuánto tiempo hayas vivido aquí, en el momento en que empiezas a protestar porque te quitaron la tintorería de la esquina, ya eres neoyorquino. Ser neoyorquino es lamentar que la ciudad que amaste está desapareciendo. Una dulce nostalgia acompaña estos capítulos sobre las calles, la estación de tren, el arte, los barrios, la fiestas. Lebowitz sonríe con cierta altanería porque siente que es el último habitante de una ciudad que ya no es vista. Nueva York ha quedado desierto a las miradas. No hay ojo que se aparte del iphone para ver la banqueta y el zoológico humano en el metro.
La queja puede ser un arte. Lebowitz ha descubierto que escribir es una lata, un oficio que requiere una concentración y una disciplina que no le da la gana y que, para la sentencia rotunda y devastadora, es mejor la espontaneidad del diálogo en un teatro. En el documental pueden recogerse decenas de perlas contra los turistas, los puritanos, los burócratas y los escritores tan enamorados de la escritura que escriben fatal. Lebowitz muestra las delicias del wit. La palabra la traducimos mal como ingenio. Es eso, pero es mucho más. Es precisión, agilidad, gracia. No es pura creatividad, sino una forma de lucidez filosa y divertida. Esa es la maravilla del documental que se extiende por más de tres horas: captura la chispa de la inteligencia viva.
Decía que la película es también un autorretrato de la amistad. Una historia de complicidad afectiva. No recuerdan cuándo se conocieron. Pero la amistad, algo tan raro como el amor, los ha acompañado durante décadas. Solían recibir el año nuevo en el salón de proyecciones de Scorsese, viendo alguna película vieja. A veces, dos. Una antes de las campanadas y otra después. Este año no pudieron hacerlo. Solo pudieron hablarse por teléfono. La carcajada de Scorsese brinca con un gozo gigantesco cuando su amiga suelta alguno de sus juicios fulminantes. Después de años de convivir con Fran, Marty ríe con la sorpresa de volver a escuchar la inteligencia y la libertad de quien adora.
Leonard Cohen empezó a escribir para comunicarse con quien se ha ido. A los 9 años murió su padre. El funeral fue en su casa. Era invierno. En la sala, frente a las escaleras estaba el ataúd abierto. Después del entierro, al regresar a la casa, abrió el amario de su padre, tomó una corbata de moño y escribió algo en una de sus alas. No recuerda bien qué decía la inscripción. Seguramente, una despedida. Solo recuerda claramente que enterró la corbata en el jardín. El instinto de la escritura era un ritual, un acto de fe: un mensaje que no sería nunca leído, una celebración de lo que ha dejado de ser. Lo relata admirablemente David Remnick en el perfil que el New Yorker publicó apenas unas semanas antes de la muerte de Cohen.
El dios del amor se dispone a partir, dice en alguna canción. ¿No será la poesía de Leonard Cohen una larga despedida? ¿Un adiós, el abrazo final, la gratitud última? Adiós al amor, a la juventud, a la decencia, a la vida. No es solamente la última etapa de Cohen la que contiene esa disposición testamentaria, desde las primeras canciones aparece el misterio, la reverencia del final “Hasta luego, Marianne. Es tiempo que empecemos a reírnos y a llorar de todo… otra vez.” Es la dulzura de las pérdidas, la sabiduría de la derrota. En “Going Home,” la pista que aparece en su disco Old Ideas del 2012, puede escuchársele dando voz a su musa o a su dios para explicar el propósito de sus canciones. Cohen se burla de sí mismo como el haragán encorbatado que busca un llanto que se eleve por encima del sufrimiento, el ignorante que anhela escribir un himno al perdón: un manual para vivir con la derrota.
En la conversación de Remnick con Cohen puede advertirse la fuente espiritual de ese instructivo. Abundan las referencias bíblicas en las canciones de este hombre que vivió durante años en un monasterio budista y que no dejó nunca de buscar un camino espiritual. Uno de los temas centrales del pensamiento cabalístico, dice, es la reparación de Dios. Dios se deshizo en la creación. El mundo es producto de un rompimiento, un estallido. La materia nació de aquella catástrofe; el universo son los mil pedazos que un día, antes del tiempo, eran Dios. La tarea específica de un judío, dice Cohen es reparar ese quebranto. Las plegarias son recordatorios de lo que alguna vez fue armonía. Habrá que tocar las campanas que aún pueden sonar, dice en su himno: “hay una grieta en todo. Así es como la luz entra.”
El cantor de las penumbras logró despedirse de la vida en su último disco, quizá el más profundo, el más oscuro, el más hermoso. Aquí estoy, Dios mío, canta con el coro de una sinagoga. Es una aceptación de lo inevitable y, al mismo tiempo, un terco gesto de rebeldía: si tuya es la gloria, mía ha de ser la deshonra. Si tú eres quien cura, he de estar roto. El disco lo grabó en su casa, con ayuda de su hijo Adam, sentado en la silla médica en la que pasó sus últimos días. Cohen se despide de la vida y, otra vez, del amor. Recuerda sus milagros y sus rutinas. Te he visto hacer del agua vino y del vino agua. El prodigio de consagrar lo profano y volver mundano lo sagrado. Sus últimas palabras, susurros de una mina de carbón sobre un cuarteto de cuerdas, son el deseo del encuentro que no fue.
Los libros de Sebastião Salgado no llevan pie de foto, no los necesitan. Al principio o al final de su trabajo sobre las migraciones o de su arqueología de la era industrial podrá encontrarse una indicación sencilla que revela el origen de las imágenes. Las fotografías no necesitan, por supuesto, explicación. Salgado invita a abrir el ojo para contemplar la aventura de los hombres y las bestias. Ver el humo, las cordilleras, los rostros no humanos, el acero de las máquinas. Sombras y chispas; miradas, callos, arrugas. De pronto, muy de vez en cuando, una sonrisa. Las proezas del planeta. A eso invita el fotógrafo: a leer, sin palabras, al mundo. A pesar de ser un reportero social, sus imágenes proponen un acercamiento a la realidad fuera de la ruta de las explicaciones. Al ver, tocar el mundo.
…
Cuenta Wenders que hace más de veinte años caminaba por Los Ángeles cuando se topó con la estrujante fotografía de los mineros de Serra Pelada. Nadie que haya visto esas imágenes podría olvidarlas. Grandiosos murales en blanco y negro que muestran el hormiguero de la codicia. Miles de hombres casi desnudos escarbando la tierra para arrebatarle una pepita de oro. Hilos, nudos de hombres que cumplen los dictados de una mecánica implacabale. El director quedó cautivado con la imagen y entró a la galería que mostraba la estampa. Descubría así que el fotógrafo se llamaba Sebastião Salgado y empezaría desde ese momento a admirarlo como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Un cinematógrafo que captura la epopeya en un clic. Susan Sontag llegó a reprocharle la belleza de sus fotografías. La espectacularidad de sus tomas le resultaba falsa, condescendiente. La ausencia misma del pie de página negaba individualidad a sus personajes. Mientras a los famosos los llamamos por su nombre de pila, a los pobres les negamos apellido. Wenders entiende mejor a Salgado porque advierte la honda empatía de su mirada.
El admirador y el hijo ofrecen ángulos distintos del mismo personaje: uno enfoca al aventurero que viaja por el mundo para comprenderlo; el otro enfoca al padre ausente, al esposo en deuda de una mujer que le abre caminos. A decir verdad, la figura familiar es siempre borrosa. Nunca adquiere forma precisa. Dos o tres referencias que no terminan de desarrollarse para conocer en verdad al padre que viaja hasta las antípodas para alimentar la mirada. Desafortunadamente, el documental cae en la tentación de la coherencia: la vida del artista como viaje que empieza en una pregunta y termina con una respuesta. De la tragedia a la redención de las semillas. Más allá de ese hilo, el pie de foto dispone al fotógrafo ante su trabajo de décadas. El rostro de Salgado reviviendo las circunstancias del instante decisivo aparece y se disuelve de sus fotografías. La voz ilustra la imagen para explicitar una filosofía. Somos parte de la misma familia: exilados, mineros, tortugas, piedras.