Xavier Villaurrutia
Confundidos
cuerpos y labios,
yo no me atrevería
a decir en la sombra:
Esta boca es la mía
En "North Carolina Blues", releído en El taller de no ficción de Bruno H. Piché
Xavier Villaurrutia
Confundidos
cuerpos y labios,
yo no me atrevería
a decir en la sombra:
Esta boca es la mía
En "North Carolina Blues", releído en El taller de no ficción de Bruno H. Piché
Sostiene Mark Lilla que necesitamos una taxonomía política. No podemos ubicarnos en el mundo del poder sin una guía para comprender las especies ideológicas. En una severa crítica al libro de Corey Robin sobre la unidad del pensamiento reaccionario, subraya la diversidad y la evolución del conservadurismo. Creer que se trata de una sola cuerda ideológica es una simplificación absurda. Lilla, estudioso de las ideas, habla de los conseradurismos.
El pleito entre liberales y conservadores es esencialmente una disputa sobre la naturaleza de los seres humanos y su relación con la sociedad. El pleito entre los revolucionarios y los reaccionarios, por la otra parte, tiene poco que ver con la naturaleza. Es una disputa sobre la historia.
Lilla se concentra en la figura del reaccionario y en Joseph de Maistre, su gran emblema, en quien Isaiah Berlin encontró al primer fascista. El reaccionario es, en realidad un anticonservador: un revolucionario en sentido contrario. La historia norteamericana estaba cargada de conservadurismo pero vacía de reaccionarios, dice Lilla… hasta ahora.
Hace 30 años Edward W. Said publicó Orientalismo, su obra clave. The Guardian lo recuerda con una serie de apuntes sobre su controvertida vigencia.
Se publicó recientemente El Montaigne de Shakespeare, un libro que ubica los ensayos del francés que más influyeron en la dramaturgia de inglés. Se trata de dos escritores y una sola mente, dice Jonathan Bate en una nota sobre el libro:
De modo absurdo, el crítico Harold Bloom propuso alguna vez que Shakespeare había inventado nuestra idea de lo que era ser humano. Mucho más sensato sería argumentar que entre Montaigne y Shakespeare provocaron un cambio telúrico en nuestro entendimiento de la autonomía del individuo, el sentido de uno mismo y la aceptación occidental de la diferencia de culturas y la relatividad de los valores.
La revista Dissent, publicación de la izquierda democrática en Estados Unidos en la que publicó varias veces Octavio Paz («El ogro filantrópico» fue traducido en sus páginas) lo recuerda con un artículo extenso de Joel Whitney que resalta su genio y aclara tercos malentendidos.
Confabulario de El universal publica un manojo de cartas de Carlos Fuentes a Octavio Paz. En un mensaje del 29 de mayo de 1969 le escribe sobre la ciudad de México:
Hay que salir inmediatamente de la ciudad de México, cada día más fea, estrangulada en su propio gigantismo mussoliniano; una ciudad en la que un ser normal no puede vivir: mármol o polvo; los ricos ya no ven la ciudad: un tubo aséptico los comunica entre sí: residencias, oficinas, restaurantes vía Periférico; los demás viven con los perros, el sudor y las llagas. El claustro o la intemperie: signos de la ciudad de México. Pero ya lugares como Coatzacoalcos o Minatitlán han sido anexados al mundo del consumo: neón, refaccionarias, vidrio, televisión, supermercados, desodorantes instantáneos, frente a tacos, cerdos, moscas, niños desnudos y exvotos. Maravilla permanente de la tierra: Tabasco y Campeche, de Coatzacoalcos a Ciudad del Carmen, pasando por Villahermosa, Espino, Frontera, Río San Pedro, hasta la laguna: bosques de cocoteros, cebús, laureles, llanos inmensos, tabachines en flor: una tierra sin fisuras, plenitud tropical y frontera del espíritu. Tierras verdes billar y tierras rojas como una cancha de tenis. Son las tierras de la creación. Y los ríos son la naturaleza naturante. Cruzo el Usumacinta sobre una panga y entre los jacintos flotantes que corren hacia Guatemala. Frontera: las barberías vetustas, de sillones rojos desfondados; la partida del ejército ocupando un extraño palacio rococó tropical, con la planta alta arruinada, incendiadas, faulkneriana; el mercado a la Soutine: largos cadáveres de reses sangrientas colgando de los garfios; plátano macho y plátano dominico; machetes. La panga triturada por cables del río San Pedro: a la izquierda, el mar se quiebra; a la derecha, el bosque simétrico, macizo, que parece fundirse e impedir el paso en el recodo del río. La Luz del atardecer contiene todas las luces posibles del día y de la noche: la luz tropical es como la blancura de la ballena de Melville, capaz de contener todos los colores. Los muros de Campeche: rosa, verde, amarillo, azul, mano sobre mano de pintura: un palimpsesto; y el color negro liquen, trabajo del aire y del mar que trata de abrirse paso. Muros como pieles. La costa de Campeche: de un lado el mar color limón, cargado de algas, contenido por empalizadas; del otro los cementerios rojos de las palmeras moribundas. Mar del pargo, la corvina, el camarón diminuto, el sápido esmedregal.
Pero México es una Gorgona con dos cabezas: la maravilla y el asco paralizan por igual.
John Gray lee el nuevo libro de Eric Hobsbawm sobre Marx y sus ideas. Gray discrepa del marxista: nunca habían sido más marginales las ideas políticas de Marx. Para Gray, el historiador riguroso y profundo que es Hobsbawm dice muy poco sobre la historia del comunismo en el "corto" siglo XX. Mientras Hobsbawm sigue reivindicando los poderes proféticos de Marx, Gray duda de ellos. El autor de El capital nunca imaginó la resistencia del nacionalismo ni el resurgimiento de la política religiosa. Lo que sí vio Marx, dice Gray, es el carácter revolucionario del capitalismo: una fuerza transformadora que terminaría por consumir a la civilización burguesa.
El New Statesman también publica una entrevista con Hobsbawm.
Ver The Act of Killing ha sido la exprienca cinematográfica más perturbadora de mi vida. No recuerdo ninguna película tan violenta a los ojos, al estómago. Que sea un documental le imprime una carga casi insoportable a la vivencia. Siempre es un alivio saber que los de la pantalla son actores; que sus vidas no son las de sus personajes; que la historia, así esté basada en un hecho real, se toma sus licencias. Al envolverla en el caramelo de la mentira, podemos tragarnos una píldora de verdad. Pero cuando la pastilla se nos entrega sin el jarabe de la ficción, puede resultar intragable. Por eso The Act of Killing es una película que no puede recomendarse.
The Act of Killing cuenta la historia de una política de exterminio. En los años sesenta medio millón de indonesios fueron asesinados por pandillas al servicio del gobierno. Grupos paramilitares empeñados en perseguir y matar a los enemigos del régimen militar. Se trataba de exterminar a los comunistas—pero cualquiera podía ser acusado de ser comunista. Joshua Oppenheimer, el director, empezó trabajando con sobrevivientes de esa campaña criminal. El primer proyecto de la cinta documentaría el miedo de vivir rodeado por las pandillas que asesinaron a sus padres o abuelos; el pánico de vivir bajo una política que se enorgullece de la aniquilación de los suyos. El director enfrentó obstáculos de inmediato. Los militares hostigaron a los productores y a la gente que se mostraba dispuesta a participar en el documental. Fue entonces que la idea cambió: en lugar de filmar a los sobrevivientes, habría que filmar a los asesinos. Oppenheimer no solamente se libró del acoso de los militares sino que, para su sorpresa, encontró que los pandilleron desfilaban orgullosos para compartir los pormenores de sus crímenes. Después de todo, las pandillas seguían siendo sustento político del régimen y los asesinos recibían trato de héroes. Ese es el golpe que la película nos da: el genocidio orgulloso, el crimen reiterado y satisfecho, la ostentación del verdugo.
El pararelo para Oppenheimer era evidente. Conversar en Indonesia con los pandilleros que hace décadas mataron a cientos de miles era para él una experiencia similar a conversar con los nazis, cuarenta años después del Holocausto…si los nazis hubieran ganado la guerra. Los pandilleros no solamente estuvieron dispuestos a contar la atrocidad sino a actuarla. De ahí el título de la película: actuar el asesinato. Tan lejana es la culpa que se ofrecen a escenificar sus crímenes. Los pandilleros se imaginan como salvadores de la patria, actúan en grotescos musicales, fantasean con la idea de que los muertos les agradecen el crimen. El documental nos confronta violentamente con los trucos de la conciencia. Arropado por un sistema que los elogia, los criminales caminan tranquilos y duermen en paz. Uno de ellos muestra al director el sitio donde murieron cientos. Recuerda el olor de la sangre, le enseña la manera en que podía matar a sus víctimas y, de inmediato, se pone a bailar. Una inverosímil trivialización del asesinato.
El documental producido por Werner Herzog y Errol Morris es, en algún sentido, una reinvención del género. No intenta capturar neutralmente la realidad: interviene para ofrecer una plataforma a las ficciones que los criminales se inventan para tolerarse. La maldad se alimenta de la fantasía. Pero en la película se insinúa un pero. Si la imaginación puede ser tan poderosa como para asfixiar la conciencia, puede también implantar empatía.
En el Festival de cine alemán se estrenó en México la película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt. Más que una cinta biográfica, se trata del acercamiento al episodio más polémico de su vida: su famoso reportaje sobre el criminal nazi al que describió, para sorpresa e indignación de muchos, no como un monstruo, sino como un mediocre. Adolf Eichmann, el responsable de la transportación de los judíos a los campos de concentración, no era el demonio que se pudiera anticipar. Arendt, quien para 1963 era ya una filósofa connotada y admirada por tus trabajos de teoría política y, sobre todo, por su obra sobre los orígenes del totalitarismo, pidió al New Yorker que la enviara como corresponsal al juicio de Eichmann en Jerusalén. Quería ser testigo de ese proceso y sobre todo, entender el mecanismo totalitario operando en uno de sus ejecutores.
Arendt escribió un reportaje filosófico que provocó una tormenta pública que la película ha vuelto a agitar. Al verlo sentado en el banquillo de los acusados, la profesora de la New School no encontró por ningún lado al personaje diabólico sino a un hombre más bien tonto y aburrido: un tipo normal. El genocida no era un demonio sino un pobre diablo, un hombre normal al que simplemente le había sido extirpado el músculo de pensar. Arendt e sorprendió con la pequeñez del sujeto. Eichmann hablaba siempre con clichés, nunca encontraba una elocución original para expresarse. Su discurso, en apariencia razonado y culto, era una colección de lugares comunes. Fue así como Arendt encontró la fórmula: Eichmann encarnaba para la consciencia moderna la banalidad del mal. El mal que nos amenaza no es monstruoso sino humano, demasiado humano diría alguien. Eichmann era un burócrata que seguía instrucciones pero no era simplemente un autómata que acatara las reglas del exterminio, era una persona que había perdido capacidad de juicio moral.
La película logra capturar los desafíos de la inteligencia. Hannah Arendt se propuso comprender, no buscaba consolar. No pretendía halagar a sus lectores, alimentar sus prejuicios. Aceptaba que sus ideas podrían ser hirientes pero eso no la detenía para decir lo que tenía que decir. En ella había una seguridad que muchos consideraban arrogancia pero que no lo era. Era una confianza en sus ideas que no dependía del aplauso o la celebración de los otros, pero que tampoco se encerraba en sí misma. Arendt revisaba y reconsideraba lo que había escrito antes y no dejaba de cuestionarse. La cinta celebra la entereza intelectual, el temple del pensamiento, la dignidad de las ideas… y también la dolorosa soledad de la honradez.
Pero hay algo que no funciona en la cinta. La selección de los actores, la dirección misma obstaculizan la narración. Si la Hannah jovencísima de la película es un retrato perfecto de la muchacha brillante que quedó prendida de Heidegger, la actuación de Barbara Sukowa como la profesora Arendt no alcanza la complejidad del personaje. Cualquiera que se haya asomado a alguno de los videos de Hannah Arendt que flotan en la red se dará cuenta de la distancia. No me refiero al muy obvio contraste fisico entre la actriz y su personaje. Me refiero a algo más profundo, más importante. La actriz no respira el aire de Arendt, no encuentra su ritmo, no alcanza esa voz gruesa, rasposa y a la vez dulce que conocemos a través de las entrevistas. La cinta de von Trotta no alcanza la sutileza necesaria para mostrar la gestación de las ideas y la hostilidad de los prejuicios. Escena tras escena, la directora parece advertirle burdamente al espectador que contempla a una filósofa pensando. Las otras actuaciones son peores: personajes afectados que se extraviaron de un mal musical de Broadway.
Con todo, Hannah Arendt es una versión cuidada y fidedigna de un episodio emblemático de la lucha ideológica del siglo XX.
Ilustración de Gottfried Wiegand
Hace un par de años se reunieron el violonchelista Mario Brunello y el jurista Gustavo Zagrebelsky para hablar del arte que une sus oficios: la interpretación. Ambos intérpretes: uno de la partitura, el otro de la ley. La cuerda común de la música y la jurisprudencia es el despertar de los textos. Un juzgado y una sala de concierto, hace brotar una versión, una lectura propia de un conjunto de signos. El pentagrama y la norma esperan su intérprete. Aplicando una fórmula íntima dan vida a la abstracción. ¿Será el juez un pianista de la ley? ¿Será el violinista un abogado del compositor? El resultado del encuentro puede leerse en Interpretare. Dialogo tra un musicista e un giurista, libro publicado por la casa italiana de Il Mulino. No conozco traducción al español.
El juego es rico es sugerencias. Brunello titula su capítulo como “La ley de las notas”. El antiguo presidente del Tribunal Constitucional Italiano responde con “La nota de las leyes.” Los incisos de cada aportación se responden en simetría. El asunto que los une es casi teológico: un texto en apariencia fijo e inmutable, un documento reverenciado, un venerable papel despliega un universo de posibilidades. Imposible imaginar una única lectura auténtica. La exactitud es imposible. Ese mandato obligatorio, ese instructivo para la orquesta puede dar origen a muy distintas creaciones. ¿Cómo puede el intérprete ser fiel a la intención del compositor? ¿Debe venerar el juez las intenciones del parlamento? ¿Puede de actualizar el sentido de un mandato? ¿De cuánta libertad dispone un director al colorear una sinfonía? ¿Qué espacio puede tomarse legítimamnente el juez al fijar el sentido de un artículo constitucional?
El gran pianista Alfred Brendel ha dicho que el intérprete no da vida a la música. La música ya vive en la partitura… pero duerme. “El intérprete tiene el privilegio de hacerla despertar o, para decirlo más cariñosamente, darle vida con un beso.” Tomo esta línea del diccionario de Brendel que publicó Acantilado hace unos años: De la A a la Z de un pianista. El intérprete no es esclavo de un texto. No es una máquina que aplica una fórmula cerrada. Están por inventarse las pianolas que interpreten la ley. Para interpretar hay que saber distanciarse, atreverse a completar los huecos que aparecen, ensamblar las piezas para integrar la armonía del conjunto, salvar el sentido apartándose de la torpe literalidad. Las reglas, dice Brendel, existen para ser cuestionadas: merecen obediencia sólo si resisten el examen minucioso del intérprete.
Interpretación: lealtad creativa. El pianista entiende su labor como la de un mediador que es jalonado de ambos brazos. Apreciar la contradicción que lo posee es vital para su arte. Estar al servicio de un código sin renunciar a la voz propia. Fecundar la neutralidad de la cifra con un acento y un tono propio. Nudo en tensión. El intérprete, propone Brendel, es símbolo de la contradicción que es esencia de lo humano. Sólo quien reconozca esa tensión se abrirá al arte. “Toca para el compositor y al mismo tiempo para el público. Debe tener una visión panorámica de toda la pieza y, al mismo tiempo, hacerla surgir del instante. Sigue un plan y se deja sorprender a un tiempo. Se domina y se olvida de sí mismo. Toca para él y al mismo tiempo para el último rincón de la sala. Impresiona por su presencia y, cuando la suerte le es propicia, se disuelve al mismo tiempo en la música. Es un soberano y un sirviente. Es un convencido y un crítico, un creyente y un escéptico. Cuando sopla el viento adecuado se produce la síntesis en la interpretación.”