Pedro Lastra
Dolor de no ver juntos
lo que ves en tus sueños
Pedro Lastra
Dolor de no ver juntos
lo que ves en tus sueños
En 1958, en el seminario de filosofía moderna que dirigía José Gaos, Luis Villoro atendió la inquietud de su maestro: ¿de dónde viene la vocación del filósofo? ¿Cuándo surge el llamado de la filosofía? El maestro español, como recuerda Aurelia Valero se acercaba con amargura al tema: se consideraba un fracasado, un profesor que había dedicado su vida a la filosofía sin haber logrado el libro que expusiera su noción del mundo. Se sentía ya rezagado, anacrónico.[1] A punto de cumplir los 60, necesitaba escudriñar la relación entre vida y obra. Gaos había conseguido, sin embargo, discípulos, esto es: interlocutores. Los principales eran, desde luego, los integrantes del grupo Hiperión donde figuraban, además de Villoro, Emilio Uranga, Alejandro Rossi y Ricardo Guerra. El consuelo de Gaos llegaba pronto. En noviembre del 59, el maestro anotaba en su diario: “Llega un momento en que el maestro tiene que tratar a los discípulos como iguales y, si lo merecen, hasta como superiores. Entonces ellos, aunque discrepen de él y hasta le critiquen, no lo reniegan ni abandonan.”[2]
Villoro, un profesor de 36 años, discrepa de la pregunta misma y rechaza el carácter filosófico del interrogante. Los motivos que disparan nuestras preguntas pertenecen al orden mundano, prefilosófico. Pero aprovecha la mesa para reflexionar sobre la naturaleza y las exigencias de la disciplina. Y escribe así, con la elegancia y la claridad con la que siempre escribió: “La filosofía consiste por esencia en un poner en cuestión, hacer dubitable, desconectar el orden mundano natural al cual pertenecen esos motivos y exigencias.” Y encontraba en ese ejercicio del cuestionamiento una doble radicalidad: radicalidad del saber y radicalidad del vivir.[3] Es el mundo entero lo que se cuestiona y por eso el filósofo huye del conocimiento ordinario que se detiene siempre en los bordes, en la piel de las cosas. Y es también una liberación de los valores mundanos que sellan el tráfico cotidiano. La filosofía no es vocación sino misión. Dejemos de preguntar qué señuelo nos condujo a los caminos de la filosofía: preguntémonos si estamos a la altura de su llamado. “¿Cómo podemos justificarnos ante la filosofía?,” pregunta Villoro.
Rigor, sería la primera respuesta. El amor al que se entrega el filósofo es severo y exigente. Requiere un trabajo minucioso y atento para taladrar las ideas hasta su raíz. En un intercambio con Leopoldo Zea precisó su idea de esta exigencia: “Por ‘filosofía rigurosa’ no debe entenderse filosofía académica, informada de las últimas publicaciones en lengua inglesa o alemana, tampoco significa filosofía aséptica frente a las motivaciones de la realidad en que vive el filósofo. Filosofía rigurosa quiere decir simplemente filosofía que intenta llevar hasta el final, con el ejercicio de la propia razón, el examen de los fundamentos de las opiniones y doctrinas recibidas, filosofía que no se detiene en razonamientos vagos o figuras retóricas, que no toma prestadas, sin ponerlas en cuestión, opiniones manejadas por otros. Filosofía rigurosa es reflexión que aspira a ser clara, precisa, radical. En ese sentido, toda filosofía rigurosa es liberadora, pero su labor liberadora no consiste en prédicas de acción o adoctrinamientos políticos, sino en poner en cuestión los sistemas de creencias recibidos.”[4]
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[1] Aurelia Valero, Introducción a José Gaos, Ricardo Guerra, Alejandro Rossi, Emilio Uranga y Luis Villoro, Filosofía y vocación, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, ps. 17 y 18.
[2] En la misma introducción, p. 19.
[3] “Trabajo de Luis Villoro sobre la vocación filosófica,” mismo libro, p. 71.
[4] Citado por Guillermo Hurtado, “Retratos de Luis Villoro,” en Mario Teodoro Ramírez, coordinador, Luis Villoro. Pensamiento y vida. Homenaje en sus 90 años, Siglo XXI Editores, 2014, p 14.
El artículo completo puede leerse aquí…
A propósito de la publicación de su elogio del anarquismo, el New York Times publica un perfil del politólogo James C. Scott. La nota de Jennifer Schuessler revisa su trayectoria académica y su vida en una granja de 1826. Saber cómo trasquilar una oveja me ha hecho un mejor profesor, dice. La nota destaca su distanciamiento de la ciencia política. Cuando me dicen que soy, más bien un antropólogo, lo considero un elogio. «Un antropólogo trata de despojarse de todos los prejuicios que pueda y estar lo más abierto posible a donde el mundo te conduzca; un politólogo se acerca al mundo con un cuestionario.»
Al recibir la distinción con que vuestra libre academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto que mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.
Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven todavía rico sólo de dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce incesantes desdichas?
Sinceramente he sentido esa inquietud y ese malestar. Para recobrar mi inquietud y este malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo apoyo de mis méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, os diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y que me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia sino confesando su semejanza con todos. (más…)
Un enorme reto tenía Jaime Kuri para hacer una película sobre el trabajo de Brian Nissen. Brian tiene el morboso placer ver de películas sobre artistas y reírse de ellas. El género es una competencia de tonterías, de absurdos lugares comunes sobre el genio y la turbulenta vida de los artistas. Alguna funciona pero, en general, las películas sobre pintores son un desastre. Todas tienen su momento de climax: el instante en que la inspiración posee al pintor. El momento Eureka, le llama Nissen. La escena perfecta es la que recoge de la película de Pollock. En un momento sublime, la brocha del pintor gotea. El accidente le provoca una revelación. Transportado al territorio de la Creación, chorrea pintura sobre la tela. Su esposa entra al estudio. Impactada por el acontecimiento, le dice: ¡Lo hiciste, Jackson! ¡Has cambiado la historia del arte!
No hay ese instante Eureka en el documental de Kuri titulado “Evidencia de un acto poético”. Lo que el documental muestra es el trabajo y las ideas de Brian Nissen. Un recorrido que sigue el trazo de sus pinceles, la orografía de sus islas, las alas de sus bichos, los universos de sus mapas. Un sobrevuelo por sus ideas, sus retos, su imaginación. Dice William Hazlitt que “hay un placer en pintar que nadie más que un pintor puede conocer.” Hazlitt, el autor de ese ensayito genial sobre el placer de odiar, escribió un ensayo paralelo sobre el placer de pintar. Cuando te entregas a la tarea del pincel eres feliz, dice. Ahí no hay intriga, ni hipocresía: el pintor se somete gustoso al poder de la naturaleza con la sencillez de un niño y con la devoción de un entusiasta. La mente en calma y, al mismo tiempo, plena. Empleo simultáneo de ojos y manos. La belleza del documental está ahí: en la elocuencia con la que trasmite el placer de pintar, el placer de esculpir, el placer de crear.
El placer de pintar es múltiple. Penetra por todos lados, activa sensores en los dedos, en la piel, en la imaginación y en la cabeza. Está en las manos en contacto con el papel, la arcilla, la pintura, la cera, el bronce, la piedra, los lápices; en el adiestramiento de los pinceles. Todo arte implica una travesura erótica: imaginar y sentir. Un tacto inmediato, espontáneo, sensual. Sensaciones e imaginación. El placer del arte de Brian Nissen está también en su inteligencia, en su curiosidad de arqueólogo, de entomólogo, de jardinero y cartógrafo. El impulso estético es también un impulso por conocer. Conocer y trasmutar la morfología de los bichos, la orografía de la historia, las escamas de la naturaleza, los juegos del cuerpo. El guión del documental es exacto porque proviene de la precisión ensayística de Brian Nissen. El pintor no solamente pinta, se pregunta todo el tiempo por la naturaleza del acto creativo. En su libro Expuesto, editado en 2008 por El equilibrista, se constata la soltura literaria y la densidad intelectual de su trabajo.
Guillermo Sheridan detectaba una marca en los personajes de Brian Nissen: todos sonríen. Se entiende el gesto en las criaturas de su fantástico voluptuario, pero el gozo y el humor se asoman por todas partes. Quien lee sus códices no puede esconder la sonrisa, ese signo de la inteligencia que nos libera de la esclavitud de lo demostrable. Hay una atmósfera de bienestar en sus mariposas, en sus océanos, en sus islas. Juego y ceremonia, travesura y rito, el arte de Brian Nissen celebra la sabiduría de los gozos. La suya, una obra que piensa, que juega, que entiende y que sonríe siempre.
La significación del silencio puede ser el ensayo más sutil de Luis Villoro. Una admirable muestra de su lucidez, de su profundidad, de su soltura. Al hablar del silencio, el filósofo toca las fuentes y los bordes del lenguaje; las posibilidad de la palabra y el ámbito de lo inefable.
El lenguaje, sospecha Villoro, pudo haber nacido como un consuelo. Incapaz de sujetarlo todo, el hombre inventó la palabra. Trató de atrapar algo y, al no lograrlo, le impuso nombre. Primero lo señaló con el dedo, luego lo bautizó con un sonido. No podré cazar al tigre pero, al nombrarlo, lo hago un poco mío. El lenguaje conforta también porque elimina el carácter singular de lo innombrado. Sin lenguaje todo es nuevo, único, sorprendente, aterrador. Antes del verbo, el mundo es una selva de lo insólito. Tras ser nombradas, las cosas encuentran sitio y régimen: el mundo se ha hecho habitable. Tal vez el alivio de las palabras encierra también cierta vanidad, un despropósito: creer que el lenguaje puede comunicar toda verdad y que sólo el lenguaje la expresa. Villoro advierte en ese ensayito que el silencio habla y que, a veces, dice lo que sólo en silencio se puede decir.
El silencio del que habla Luis Villoro no es la trama del lenguaje, ese vacío que la voz llena con palabras. Ese silencio que es envoltura y zurcido de palabras no dice nada. Importa, desde luego, pero sólo como condición del lenguaje. Ese silencio es solamente la puntuación del discurso. Pero hay otro silencio que es un decir callando. El silencio (y tal vez la música, agregaría) expresa la insuficiencia de la palabra. El silencio calla la voz porque la advierte inadecuada, impertinente, ridícula. Callar puede ser el reconocimiento de que hay experiencias humanas que escurren al verbo. Nada como el silencio puede expresar el asombro del mundo, dice Villoro. Enmudecer puede ser decoro, respeto, reverencia.
“Todo lo inusitado y singular, lo sorprendente y extraño rebasa la palabra discursiva; sólo el silencio puede “nombrarlo”. La muerte y el sufrimiento exigen silencio, y la actitud callada de quienes los presencian no sólo señala respeto o simpatía, también significa el misterio injustificable y la vanidad de toda palabra. También el amor, y la gratitud colmada, precisan del silencio.”
No hay palabra que exprese lo que el silencio dice en ciertas circunstancias. Decir que no se tienen palabras es ya decir demasiado. Por ello en silencio (o musicalmente) se puede hablar de lo sagrado. Villoro relata para ilustrarlo, una parábola védica. Un joven le pide a su maestro que le explique la naturaleza de Brahma. El maestro calla. El alumno insiste y vuelve a obtener, de su guía, el silencio. En la tercera ocasión, implora por la enseñanza. El maestro contesta: no entiendes: Brahma es silencio. Esa es la conclusión de Villoro: ninguna palabra es capaz de describir lo radicalmente extraño: “el puro y simple portento.”
El mundo no cabe en las palabras. Frente a eso que George Steiner llama el “imperialismo del lenguaje” corresponde, en ocasiones, la dignidad del silencio.
La dama dorada, el cuadro más famoso de Gustav Klimt encierra una historia extraordinaria o más bien, varias historias extraordinarias. Los misterios de la relación entre modelo y pintor, la exploracíón artística que conduce a la invención de una nueva femenidad, el despojo del arte que acompaña al holocausto y la hazaña de su recuperación. La cinta que dirigió Simon Curtis con las actuaciones de Helen Mirren y Ryan Reynolds se concentra en el cuento menos interesante y lo envuelve con los lugares comunes del cine de abogados. La trivialización de una historia maravillosa.
La cinta cuenta una historia que hemos visto mil veces en mil programas de televisión: un pobre abogado enfrenta y derrota a los poderes a base de tesón y astucia. Arriesga todo, familia, trabajo, comodidad económica por defender sus convicciones…y finalmente triunfa. Nadie daba un quinto por él y al final de la película logra su cometido. Un lugar común encima de otro. Ni la actuación señorial pero mecánica de Helen Mirren logra salvar una película empedrada con un penoso libreto.
La cinta, sin embargo, es una invitación a contemplar de nuevo ese retrato genial que algunos han llamado la Mona Lisa austriaca. La película de Curtis se basa en el estudio de Anne-Marie O’Connor que cuenta la historia del retrato de Adele Bloch-Bauer y que recientemente ha publicado Vaso Roto. El trabajo de O’Connor, reportera del Los Angeles Times y del Washington Post, captura la trascendencia de ese lienzo dorado. Si, como la obra de Leonardo, el retrato de Adele es representación de lo femenino, se trata de la representación de una femenidad deseante. El deseo, pensaba Klimt era la chispa que movía al universo. Esa es la energía que trasmite esa mujer que flota sobre hojas y ojos de oro: el brote del arte, el brote del amor. El crítico Metzger vio en ese cuadro el retrato de una nueva mujer vienesa: “deliciosamente disoluta, atrayentemente pecaminosa, exquisitamente perversa.” La sensualidad bruñida con el oro del arte religioso.
Enorme riesgo corría una mujer de sociedad al entrar a los dominios de ese artista maldito. El pintor que sería descrito como degenerado retrataba a una mujer que también rompía con la hipocresía de la época. Independiente, socialmente comprometida, era vista también como sospechosa. Pero el cuadro no solamente encierra los misterios de la seducción, los complejos vínculos entre la musa y el artista, también contiene en cápsula las controversias estéticas, las tensiones raciales, las amenazas políticas de la Viena de principios de siglo. El libro de Anne-Marie O’Connor logra captar esta atmósfera de experimentos y amenazas, de liberaciones y rencores que se inflaman.
Frente a esa historia, los millones que puede costar el cuadro en una subasta o los laberintos burocráticos de su recuperación resultan francamente intrascendentes. La dama dorada captura la fugaz aparición del deseo entre las celdas de la castidad y el fanatismo. Una obra espléndida, tan insoportable para la burguesía vienesa como lo fue para la dictadura fascista. “La verdad, dijo Klimt, es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder.” La dama de oro, la dama ardiente.
Christopher Hitchens llama la atención de la Resolución 62/154 de Naciones Unidas contra lo que llaman "Difamación de las Religiones." La ONU entiende que no son solamente las personas las que necesitan protección sino también las ideas, especialmente esas que no buscan prueba: las creencias. La resolución identifica raza y religión, de tal manera que la crítica de la fe resulta equivalente a racismo. Hitchens hace bien en levantar la voz contra esa embestida de la sensibilidad que pretende censurar toda crítica a las religiones.
Es que no estoy en tus sueños?