El fin de semana Confabulario publicó un estupendo ensayo de Armando González Torres, autor de una amable invitación al exterminio de los intelectuales, sobre la imposible crítica en México. De ahí:
La politización de la literatura generó durante buena parte del siglo XX, una frecuente propensión a fragmentar el universo literario mexicano en estancos rivales; a convertir los debates literarios en controversias políticas y a construir un canon dual, en constante pugna. En efecto, durante buena parte del siglo, la crítica y el ensayo fueron identificados como géneros edificantes, que debían aportar a la patria no sólo un canon, sino un instrumento de ingeniería de las conciencias. Así, en el plano literario las discusiones entre nacionalismo y cosmopolitismo, entre arte comprometido y arte puro ocuparon muchas décadas de saliva y tinta. Quizás pueda hablarse, hacia los años 50, de un breve interregno, para que después del 68 la escena literaria y cultural se polarizara de nuevo y la pugna ideológica volviera a trasladarse de modo evidente al campo de la cultura. En estos años de enfrentamientos (el primer Plural vs. La cultura en México, Vuelta vs. Nexos), la élite literaria se dividió en bandos y en gustos casi corporativos (literatura fácil vs. literatura difícil, crónica vs. ensayo) que representaban una escisión estética y política más amplia. Por supuesto, pueden recogerse algunas obras y momentos críticos excepcionales, pero el medio ambiente en general desfavorecía la pluralidad y dificultaba el diálogo literario. Si bien, merced al desgaste de algunos debates y a la consolidación de cuadros especializados, en los últimos años la vida cultural se ha despolitizado, la crítica se ha visto sometida a nuevas presiones, ahora provenientes de los intereses comerciales.
El debate sobre la cena con Sócrates del que hablaba ayer se puede escuchar en este podcast.
Terry Eagleton ha publicado un libro que sale a la defensa de Karl Marx. Por qué Marx tenía razón, se titula. Marx es tan responsable de la Unión Soviética como Jesucristo de la Inquisición. El marxismo, dice Eagleton, es una teoría para la transformación de los inmensos recursos del capitalismo avanzado para lograr la justicia y la prosperidad. El autor del Manifiesto debe regresar al debate contemporáneo porque sigue siendo una de las mentes que con mayor lucidez penetró en la maquinaria del capitalismo. Su obra, dice, puede tener cientos de fallas, "pero es un pensador demasiado creativo y original para ser aplastado por los estereotipos vulgares de sus enemigos."
Aquí puede verse una síntesis de su argumento.
En el lienzo derecho del Jardín de las delicias, un laúd atravesado por un arpa aplasta a un hombre. Se le ven las piernas y, en las nalgas, una partitura. Aquí puede escucharse la tonada.
Intrigado por la demencia del mercado del arte, el crítico australiano Robert Hughes encaró al coleccionista Alberto Mugrabi. ¿Cómo era posible que pudiera gastar tantos millones de dólares en piezas horribles, de nulo valor estético, cuyo único mérito que era costar millones de dólares? El padre de Mugrabi juntó una de las mayores colecciones de Warhol en el mundo. No puedo imaginarme algo tan abominable: despertar rodeado de las estampas de Marilyn Monroe, latas de sopa Campbells y cajas de detergente. La gran ventaja que encontraba en la onerosa afición era que los cuadros se clausuraban a los museos y al ojo público y se encerraban en algún palacete del mal gusto. El refunfuñante crítico afirmaba que el mercado del arte se ha convertido en un torneo para la autoglorificación de los ricos e ignorantes. Algo verdaderamente desagradable y vulgar marca el coleccionismo contemporáneo: un torneo de chequeras.
En ese medio raptado por el exhibicionismo monetario despuntan los coleccionistas más improbables: Herb y Dorothy Vogel. Él no terminó la secundaria, trabajó toda su vida en la oficina de correos de Nueva York; ella trabajó en una biblioteca. Viven un apartamentito y han dedicado su vida a coleccionar arte. Su arreglo financiero es sencillo: ella paga los gastos de la casa; el salario de él se destina íntegramente a la colección. Así, en un apartamento diminuto habitado por gatos, tortugas y peces, se fue almacenando una de las mejores colecciones de arte contemporáneo del mundo. Megumi Sasaki ha dirigido un documental fascinante sobre su historia titulado precisamente Herb & Dorothy . Buena parte de la cinta transcurre en una cocina donde apenas caben un par de sillas y una mesita. Todo el departamento está repleto de piezas de arte. Las paredes tapizadas de cuadros, esculturas y trazos; el baño vestido con un mural y una inscripción. Debajo de la cama se acumulan capas de cuadros, telas, dibujos. Los coleccionistas no acumulan: guarecen. Sábanas cubren algunas piezas para impedir que la luz los maltrate.
La magia de la película proviene de un par de personajes encantadores: bajitos y encorvados gnomos que recorren un bosque intrincado en busca de joyas. No son particularmente elocuentes. Herb, en particular, no es un hombre de muchas palabras. Pero en sus ojos está todo su entusiasmo. Apenas dice: “esto me gusta,” “¡qué bonito!” No fue a la universidad ni discurre sobre la noción de la muerte en el arte conceptual. Se acerca al arte reconociéndolo misterioso, inefable. En unas cuantas frases articulan su filosofía como coleccionistas: comprar lo que les gusta y lo que cabe en su casa. Las piezas tienen que caber en un taxi. No son sirvientes de la moda. Lo notable de su colección es que siguen el impulso de su olfato. Su colección se fue formando en el trato con artistas jóvenes y desconocidos que después serían afamados. Cuidándole el gato a Christo, se hizo de una pieza suya; del taller de Chuck Close pescaron una foto tirada en el piso. Durante horas examinan la producción de un artista para seleccionar una muestra. Coinciden los artistas que en su opción hay siempre un tino que detecta la pieza emblemática.
En 1992, los Vogel trasladaron su inmensa colección a la National Gallery de Washington. Formaron también paquetes de arte: cincuenta obras para cincuenta estados. De una cueva diminuta salieron camiones y camiones repletos de arte. El documental no solamente es el retrato de un amor de pareja y la historia de sus cariños. También es el reporte de una adicción.
Este blog se ha beneficiado enormemente de los comentarios de El Lector. Las notas que he puesto sobre la crisis del Vaticano han encontrado en sus mensajes respuestas inteligentes que mucho aportan a la discusión. En su comentario más reciente, hace una reflexión que vale la pena destacar. Escribe:
Me preocupa notar que los anticlericales de hoy ya no son como los de antes. Voltaire y Melchor Ocampo fueron adversarios formidables para la Iglesia no sólo por su inteligencia, su pasión y la gracia de su pluma, sino también porque eran cristianos cultos, que sabían lo suyo de teología, derecho canónico e historia eclesiástica (además de muchas otras cosas). Yo no te pido que seas cristiano, jamás se lo exigiría a nadie, pero sí te pido que conozcas mejor al objeto de tu animadversión. Hay que luchar contra la dictadura del lugar común.
Fernando Pessoa fue un nómada de sí mismo. Miró con ojos ajenos, sintió con piel extraña, caminó con otros músculos, los de sus heterónimos. En su autobiografía sin hechos apuntó memorablemente que vivir era ser otro. Para existir había que deshacerse diariamente del muerto que arrastramos de la jornada previa. “Sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir—es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.” Despertar para borrar el día precedente y sentir la emoción fresca de la primera madrugada. Sediento de vivir completo, Pessoa se zambulló en sus ecos y en sus abismos para escapar de su perímetro.
Pessoa rompe el encierro del yo en sus heterónimos: Álvaro de Campos el ingeniero moderno y desencantado, Ricardo Reis el latinista conservador y monárquico, Alberto Caeiro, el poeta filósofo. El poeta se desdobla, se multiplica. Afirma y niega, divaga y preconiza. Si dios no tiene unidad, ¿por qué la tendría yo?, pregunta. Acatar el cerco de la epidermis es sucumbir. Ni atarse ni pertenecer: “Credo, ideal, mujer o profesión—todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.” Libre de los otros, pero sobre todo, libre de sí. Libre de recuerdos, de prejuicios, de opiniones. Quien tiene opiniones se ha vendido. Pero no es sólo la envoltura de su yo la que lo oprime y la que pretende disolver. Lo ofenden el símbolo, el juicio, la definición: todas las cercas de cosas o almas. La verdad es para él sensación sin conceptos. Las ideas traicionan siempre la naturaleza:
No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo ideas.
Las cosas no significan: existen. Tratar de imponerles sentido es dejar de olerlas, tocarlas. Si el espejo no miente es porque no teoriza, ve y punto. Su exactitud es la precisión del analfabeta; la justicia del ojo mudo. Lo dice su maestro Caeiro: quien piensa está enfermo de los ojos. Mira con doctos tapaojos. Deserta así a un mundo que no está hecho para ser pensado sino para ser visto. Por eso sabe que la realidad no se palpa con las manos, no se descubre con neuronas y nunca se pesca con teorías. Para sentir hay que estar distraído, olvidarse de todos y dejarse cazar por la sensación. No es el cerebro confinado en el cráneo sino la espalda abierta y desnuda la que encuentra la verdad del mundo. Tenderse en la hierba, cerrar los ojos y sentir la realidad. El pensamiento será una traición de la mirada, una deserción del sueño.
¡Pasa, ave, pasa y enséñame a pasar!
Tal vez Elias Canetti escribió solamente un libro. Lo empastó en varios volúmenes y le dio muchas formas: ensayo, autobiografía, novela, miles de anotaciones dispersas. En todos estos registros, se desarrolla un compacto odio a la muerte. En esa embestida se encuentra el dilatado libro de Canetti. El escritor nunca quiso hacer las paces con la muerte. A los siete años murió su padre. Un golpe inexplicable y brutal le arrancó la vida a los 30 años. Canetti lo recuerda en el primer tomo de sus memorias. En un segundo jugaba por la mañana con su padre. Un segundo después lo escuchaba bajar tranquilamente las escaleras para desayunar. Al tercer parpadeo, oyó un alarido espantoso. El niño abrió una puerta y vio a su padre muerto, tendido en el piso. Desde ese momento, cuenta Canetti, la muerte fue el núcleo de todos los mundos que habitó.
Se publican ahora las notas que durante más de cuarenta años Canetti redactó sobre la muerte. Con la edición de El libro de los muertos, Galaxia Gutenberg se adelanta a los editores alemanes que esperan la incorporación de nuevos materiales para publicar los apuntes. La editorial española ha recogido las notas sobre la muerte que aparecen en La provincia del hombre y en otros papeles de su legado. Aforismos, anotaciones, líneas sueltas, comillas y transcripciones. También cuentos brevísimos como el de aquel hombre que le suplicó una prórroga a Dios y éste, benévolo, le concedió una hora. Duras y cortas tabletas contra la muerte, como los epitafios que pretende exorcizar: “Las frases muy breves son las mejores cuando se trata de la muerte.” Con cierto patetismo, Canetti suspira por alguna eternidad; la suya o la de cualquiera: “El derecho de hacer que regrese un muerto, uno solo”. La famosa idea de Keynes le parece abominable. Sí, es posible que en el largo plazo, todos estaremos muertos pero, ¿qué necesidad tiene de recordárnoslo? La advertencia del economista es, en realidad, una abdicación inaceptable: renunciar a la esperanza. La muerte será siempre una alevosía: el vecino, la naturaleza o los pulmones que nos traicionan.
La muerte no tiene tiempo. “La más monstruosa de todas las frases: que alguien ha muerto ‘a tiempo’.” No hay muerte oportuna, ni muerte feliz. No hay que hacerle espacio. No hay que inventarle ritos, ni convertirla en fórmula de mejora curricular. Lo único que la muerte merece es la proscripción. Pero tal parece que la modernidad se empeña en abrirle la puerta al monstruo, adoptarlo como parte de la familia y darle siempre la bienvenida de la resignación. Mientras los hombres primitivos pensaban que cada deceso implicaba una terrible perturbación del orden, una perversa intervención de la magia, las religiones y las ciencias nos invitan a verla como algo natural y contable. Canetti rechaza la domesticación sanitaria de la muerte y su bárbara contabilidad. Las muertes no pueden apilarse como bultos. “Se empieza contando a los muertos. Cada uno debería, por el hecho de haber muerto, ser único como Dios. Un muerto y uno más no son dos muertos. Antes se debería contar a los vivos, ¡y qué perniciosas son ya estas sumas!” Cada muerte es única, sagrada. Imagina Canetti para ello una nueva palabra para muerte. Una palabra fresca, no gastada con la ilusión de que su sonido sea mejor arma contra de ella.
Escribió Canetti: "el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres". Murió el 14 de agosto de 1994.