Fernando Savater en El país:
Releo sólo de vez en cuando a Cioran, pero me acuerdo mucho de él: sus gestos cálidos y admonitorios, su forma de pasarse la mano por el pelo sublevado y teatral, las vacilaciones irónicas de su voz (cerraba los ojos al buscar la palabra exacta que luego eyaculaba feliz), su risa sin estruendo con la boca abierta, un poco asmática… Todo lo he revivido ahora con mayor intensidad al leer el libro de Gabriel Liiceanu, E. M. Cioran. Itinerarios de una vida (Ediciones del Subsuelo), ilustrado con una colección de fotografías verdaderamente espléndida que van desde la arrogancia de la juventud hasta sus últimos paseos en silla de ruedas en el hospital Broca donde murió. El relato biográfico de Liiceanu es generoso y perspicaz, como corresponde a tan buen conocedor no sólo de la obra sino también de la persona del autor, pero además tiene el inapreciable complemento de la última y extensa entrevista de Cioran (poco antes de su hundimiento mental definitivo) en la que repasa la trayectoria de sus obsesiones, así como otra a su perpetua compañera Simone Boué, cuya discreta elegancia algunos recordamos no menos que al propio Cioran.
En mi concepto, la historia es esa reflexión elucidatoria de los hechos pasados y presentes, concebida como pensamiento comprensivo, como conjunto de representaciones e ideas, relacionadas con los signos cronológicos, de conceptos entendidos como representaciones comprensivas (…) no es la visión mecánica de la historia politécnica, que la realiza distanciada del placer, como un conjunto de textos que no se gozan: una doctrina que sólo sirve para manipular. La visión moral de la historia corresponde a una introspección. Debe ser una representación comprensiva, lo que equivale a encontrar sus dos aspectos: la simpatía y el entendimiento. Calidez y lucidez. Simpatía determinada por los afectos y las imágenes, y entendimiento regido por el intelecto y por la función valoradora de la razón. La visión lúcida es la conciencia y su mejor fruto es la libertad. la historia debe ser bella, respondiéndole satisfactoriamente al sentimiento; verdadera para los fines del pensamiento y buena para el sentido de la actividad. La historia (…) puede ser algo más que una explicación útil o una herramienta; puede ser disfrutable y reveladora, para ser el motivo del amor a sí mismo y a los demás, por el mayor conocimiento de las esencias propias, amor que en su perseverancia orienta a la felicidad. (…) La historia, concebida como la revelación veraz de lo que somos, nos ayuda a lograr la autenticidad motivadora de respeto y libertad. También la conciencia y amor, si es comprensiva de una visión lúcida, entendida como conciencia y de un sentimiento gozado con amor.
Guillermo Tovar de Teresa, Historiadores de México, citado en Xavier Guzmán Urbiola, Guillermo Tovar de Teresa. Bosquejo Biobibliográfico, DGE, Equilibrista, 2012
Al pensar en los juegos del artista Stefan Brüggeman con el lenguaje –neones, grafitis, esténciles, entradas de diccionario–, advierto la fisonomía de un lenguaje incomprensible. Despedazamientos de la verdad, mutilaciones del sentido. El desgajamiento de la palabra, las capas sobrepuestas de la voz provocan fascinación, perplejidad, sospecha. Octavio Paz habló en algún momento del lenguaje como un árbol calcinado. Las palabras: puentes, pero también jaulas, pozos. En uno de sus poemas más tempranos miraba ya la palabra como el principio de la exactitud y la confusión:
herida y fuente: espejo;
espejo y resplandor;
resplandor y puñal
Las intervenciones de Brüggemann, arte y crítica en un mismo gesto, llevan ese cuestionamiento a la grafía misma del lenguaje. Palpar el cuerpo deforme de la palabra, ver el centellante brillo de las letras, escarbar en la orografía de los dichos, atrapar apenas el último tramo de un parlamento. Arqueología de voces: la portentosa ruina del lenguaje. Miro en las pinturas doradas de Bruggeman un eco de Mathias Goeritz, pero advierto pronto que la contemplación de esos lienzos perturba: el oro no es revelación, es ocultamiento de un mensaje, no es un dispositivo que conduzca a la elevación sino artilugio que muestra que el sentido ha sido sepultado con brillos. La pátina de oro no es aquí halo de dioses, corona de reyes o diente de fantoches, es humus, tierra, tiempo.
Una hoja se planta con dos caras. Al filo de esa vieja herida sin cicatriz, al borde de nuestro norte y de su sur, por encima del pasadizo secreto que conecta los submundos de México y Estados Unidos, se eleva un manifiesto de dos sílabas. Truth / Lie. Letreros de bienvenida al presente. La verdad le cuida las espaldas a la mentira. El zumbido eléctrico del neón, su brillo intermitente muestra en el letrero gigantesco el fundamento de nuestro quebranto: la incrustación de la una en la otra. No se ha impuesto la mentira, se infiltrado en la verdad. Hemos perdido la malla que permitía apartar los engaños del discurso permisible. Hemos convertido al farsante y al patán en héroes de la autenticidad.
La pieza de Tijuana insinúa movimiento: el observador imagina el giro de los significados porque entiende verdad y mentira como fichas intercambiables. Nuestro trato con la realidad es un volado: ¿caerá la moneda en águila o sol?, ¿será verdad o mentira? ¿Qué más da? ¿A quién le importa? Esa indiferencia ha sido devastadora. Lo más grave no es que las mentiras se impongan sobre la verdad, sino que las fronteras entre una y otra se diluyen.
El espacio de la publicidad proyecta en líneas fluorescentes el mensaje del poder. ¿Es el mercader o el dictador quien nos habla? Campañas para la temporada otoño invierno: Seducir es engañar. El odio nos une. Somos inocentes, sólo aquellos son culpables de todo. El azul, blanco y rojo de las letras enormes captura las coartadas de la tribu. El nacionalismo es indiferencia a la verdad, dijo George Orwell. Para qué perder el tiempo buscando explicaciones a lo que pasa si la verdad tiene un propietario caprichoso. Cedámosle a él el instructivo del juicio. El nacionalismo es el sello que cancela la curiosidad por lo distinto, es proscripción de la duda que puede ser tenida por deslealtad; es orgullo de las farsas si es que son las nuestras. La letra Arial de doble línea que se despliega en el anuncio, tiesa, esquelética, helada es marcial. Será que así se muestra de mejor manera que más que exploraciones, las letras de las dos palabras contienen una orden. El poder, sea de gobierno o de empresa, impone verdad. La realidad no se descubre, se decreta. El doblez del signo es una denuncia, una burla, un juego. Dime desde dónde miras y te diré qué crees.
Fragmento del texto para el proyecto público Truth / Lie, de Stefan Brüggemann en Tijuana. El texto completo puede leerse aquí .
Peter Gabriel no tiene mucha prisa: una década para incubar cada disco. Hace ocho años sacó Up y hasta ahora publica un trabajo completo. Se trata de un disco de covers: versiones de canciones ajenas. A decir verdad, el género es sospechoso. Que Peter Gabriel ofrezca su versión de éxitos prestados podría ser indicador de una creatividad en declive: treparse al éxito de otros porque uno no tiene nada nuevo que decir. Karaoke que apenas inserta voz a una cinta fija de sonidos. Las piezas que Peter Gabriel esculpe con el barro de canciones viejas y nuevas son todo lo contrario: la expresión de plena vitalidad artística, una de las obras más ambiciosas de su carrera. El disco se titula Scratch My Back
: ráscame la espalda. El trabajo no es la aplicación de otra voz a una canción conocida. Es una transcripción: el clásico arte de la traducción de lenguajes musicales. No es la garganta lo único que cambia en este disco, es la atmósfera que envuelve las melodías, el ritmo que las anima, los sonidos que las arropan. Desnudando canciones ajenas, Peter Gabriel las hace plenamente suyas, les saca la pulpa que el original escondía y restaura en muchas ocasiones el mensaje que hasta su autor ignoraba.
Peter Gabriel ha envuelto su música con capas de sonido y la ha animado con chicotes de ritmo. Buscando en todos los rincones del mundo, acercándose a las tecnologías más modernas, ha coleccionado un riquísimo mundo de tonalidades. Instrumentación tupida que combina arpas africanas y sintetizadores. Sus experimentos con Genesis, su extraordinario trabajo con Scorsese musicalizando la agonía de Cristo, su colaboración con músicos como Nusrat Fateh Ali Khan, los Blind Boys of Alabama o Youssou N’Dour, su trabajo curatorial al frente de Real World le han entregado un prodigioso acervo de sonidos, rumores, voces y ecos. De ahí la exuberante vegetación, la arenosa musicalidad que conocemos en Peter Gabriel. Pero desde Up, su disco anterior, se percibe una búsqueda: ya no la densa envoltura, sino la desnudez ósea del canto. Entre la densa musicalidad de aquel disco, despunta una canción enigmática: “La gota.” La pieza tiene apenas el acompañamiento de un piano que evoca la melancolía de Arvo Pärt. Ahí estaba la semilla de su nuevo proyecto: despojarse de los adornos, soltar lo inesencial y encontrar, como apenas canta aquella canción, la simpleza trágica de la caída.
Ahora, en Scratch My Back, Peter Gabriel sigue su búsqueda de lo primordial. Ha tomado como ingredientes canciones de David Bowie, de Radiohead, de los Talking Heads, de Paul Simon. No ha pasado revista a los clásicos: ha seleccionado piezas que le resultan entrañables. Las ha pulido con los arreglos de John Metcalfe. No se escuchan guitarras ni batería. Ningún sintetizador disparando sonidos improbables. Tan solo violines, cellos, piano y algún coro. Se sienten por ahí aires de Philip Glass, de Arvo Pärt, de Stravinsky. Arrancándole toda la grasa de la ornamentación quedan al descubierto letra y melodía. El resultado de la transcripción es sobrecogedor. Una movida canción de David Byrne que tapa con su estruendo una letra estrujante se convierte en un himno sobre las voces que escucha un terrorista. El júbilo sudafricano de Paul Simon, tan lleno de tambores, trompetas y acordeones transformado en un lamento lánguido. La letra de cada canción brilla con la dicción puntual y una parca entonación. El tono es sombrío: voz de niebla y óxido.
En uno de sus ensayos, Montaigne sostiene que el sentido de la caza no es la presa sino su persecución. “El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quien efectuará las más bellas carreras.” La metáfora de la cacería le servía al ensayista para reflexionar sobre el conocimiento que siempre se nos escapa. Buscamos el conocimiento aún sabiendo que no lo encontraremos jamás. Montaigne quizá anticipaba también esa tiranía de la utilidad que niega valor a lo más preciado: el paseo.
El escepticismo de Montaigne es buena vacuna contra la idolatría de lo práctico. El inventor de herramientas no puede volverse esclavo de su invento. Nuccio Ordine publicó un ensayo breve hace unos años precisamente contra ese fanatismo de nuestra era. Lo publicó El acantilado hace un par de años y lleva por título La utilidad de lo inútil. Es más útil, por supuesto, un desarmador que una sinfonía, una taza resuelve problemas, un poema puede provocarnos la perplejidad, un taladro nos ahorra tiempo, mientras que un ensayo filosófico puede causarnos una ansiedad terrible. La prédica del momento decreta que un saber sin beneficio es inútil si no es que francamente pernicioso. Lo inútil es un lujo o tal vez una distracción que no tiene cabida en estos tiempos veloces.
Ordine defiende lo inútil del sermón de la rentabilidad. “Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agotado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad.”
El manifiesto de Ordine es, en realidad, una libreta de citas con comentarios al margen. Los enlaza la convicción común de que existen saberes que son fines en sí mismos y que es precisamente su carácter gratuito, su naturaleza desinteresada la que sirve de contraste indispensable en este tiempo dominado por el impulso comercial y el afán práctico. Nikolaus Harnoncourt defendía el derecho al arte. Todos debemos tener acceso a la pintura, a la poesía, a la música. Negarle a un niño ese derecho sería mutilarlo espiritualmente. Alguna utilidad tendrá lo inservible en tanto expande la vitalidad humana. “¿Qué habría pensado Albert Einstein, preguntaba el director, qué habría descubierto, si no hubiera tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo—para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico?” La música no fue solamente pasatiempo para el físico: era uno de los recursos de su pensamiento. Cuando la lógica se atrancaba, tocaba el violín y encontraba una salida. Einstein sabía entrar en la otra lógica del mundo.
No hay nada más útil que las artes, decía Ovidio … porque no tienen ninguna utilidad.
Al terminar su doctorado quiso escribir una
historia de Europa. El director de la Biblioteca Nacional de Francia le pidió
paciencia. “Espérate a cumplir ochenta años.” Jacques Barzun le agregó doce
años a la edad sugerida para publicar a los 92, su historia de Occidente. Un
lienzo en el que se despliegan quinientos años de una civilización que anuncia
su desintegración: Del amanecer a la
decadencia. 500 años de la vida cultural de Occidente. Como el título
advierte, el imponente monumento de Barzun no es un volumen para acreditar una
materia escolar sino expresión de una devoción y una tristeza.
Barzun, el decano de los críticos culturales
de los Estados Unidos, nació cerca de París en 1907. Murió la semana pasada en
San Antonio, Texas. Hijo de un poeta y diplomático francés, vivió en una casa impregnada
de arte. Apollinaire le enseñó a leer la hora, escuchó desde niño las mentiras
de Cocteau. Por la sala de su casa desfilaron Léger, Kandinsky, Duchamp, Zweig,
Pound. El niño estaba convencido de que todo mundo era artista. Creció bajo la
idea de que todos eran creadores y que el mundo era esa conversación, ese
juego, esos descubrimientos. Quizá la decadencia que lamenta en su obra capital
es contemplar la imposibilidad de revivir aquellas reuniones de su infancia.
Fue un académico que, como Arthur Krystal
apuntó en un retrato para el Newyorker, combinó
lo aparentemente contradictorio: el rigor y el entusiasmo. Escribió de música,
de literatura, del verso francés y el romanticismo británico, del arte de la
enseñanza y de novelas de detectives. Pero no fue el generalista que los
especialistas suelen despreciar como si fueran coleccionistas de lugares
comunes. Por el contrario, era el hombre a quien los especialistas consultaban
en su propio campo. Se cuenta que Toscanini lo buscó en 1951 para que lo
ayudara a entender un pasaje de Berlioz. Al final del día, el erudito temió que
toda su obra terminara en el recuerdo de una frase que aparece en el Salón de
la fama del béisbol: “Quien quiera conocer el corazón y la mente de los Estados
Unidos debe aprender béisbol.”
En la Universidad de Columbia dirigió con
Lionel Trilling el seminario sobre los “Libros importantes”, del que se
desprendió el proyecto de los Grandes libros, bajo la convicción de que
Occidente descansaba en paquete compacto de obras inmortales. La universidad
era para él el espacio para conversar con esas obras, con esos autores. Los
clásicos eran la única esperanza de comunidad: necesitamos esas ideas, esas
imágenes, esas fábulas y mitos para tener un vocabulario que permita
entendernos. Ese lenguaje común era para él el cimiento de la buena voluntad y
de la confianza. La universidad era por ello un bien público imprescindible. La
universidad habría de educarnos en los clásicos para cultivar nuestra
imaginación pero ha sido secuestrada por entrenadores empeñados en usar los
salones de clase para instruir oficios y técnicas. La “gangrena de la
especialización” que padece la universidad contemporánea busca solamente el
vulgar adiestramiento de los profesionales.
Pero la decadencia occidental de la que habla
en la obra de su vida no es espeluznante. Barzun habla de decadencia, es decir,
de disgregación, de desintegración: no de apocalipsis. La decadencia es anuncio
de una ineluctable renovación. En alguna ocasión dijo: “Siempre he sido—creo
que todo estudioso de la historia es, necesariamente, un alegre pesimista.”
Los candidatos a la presidencia empiezan a alcanzar el acuerdo de que los niños deben estar más tiempo en la escuela. Escuelas con horarios más largos, donde los niños coman y regresen por la tarde, a casa. Si ya es de noche, mejor. Se defiende la propuesta con muchos argumentos y alusión a distintas experiencias en el mundo: los niños tendrán más tiempo para aprender, las madres podrán trabajar la jornada completa, los estudiantes tendrán tiempo para el deporte, las artes y otras asignaturas maltratadas en la brevedad de la jornada educativa. Aunque se aporten muchos documentos de política pública para fundamentar el cambio en los horarios de las escuelas mexicanas, puede encontrarse una razón más profunda para ese empeño de prolongar la reclusión escolar. Habría que ver, en primer lugar, por qué tenemos escuelas. Se lo preguntaba precisamente Josep Pla en un articulito que vale la pena comentar.
“La pequeña tragedia del humorista consiste en no poder dar importancia más que a las cosas serias e importantes,” escribe el escritor catalán en las primeras páginas de su Humor honesto y vago (Ediciones Destino, Barcelona, 1942), un librito que he podido conseguir en la fantástica Torre de Lulio, la librería de la Condesa que Agustín Jiménez mantiene desde hace años. En ese pequeño libro se incluye una nota breve sobre las escuelas. No se crea que hay ahí una compleja pedagogía. Lo que se descubre en el ensayito es una meditación simpática y perspicaz de la razón primera para encargarle a otros la educación de los hijos, en lugar relativamente distante y aislado. Vale una cita larga:
“La historia del origen de las escuelas, dice Pla, ha de perderse necesariamente en la noche de los tiempos ya que la tendencia de los padres a encerrar a sus hijos, intermitentemente, en lugares remotos, seguros y de escamoteo difícil es antiquísima. Cuando se analiza, con frialdad esa curiosa tendencia, se observa que su móvil es casi inconsciente. En su fondo hay un hecho indubitable: el descubrimiento de que los seres humanos se aman en proporción a la lejanía en que viven. La proximidad no es generadora de cariño. La proximidad es belicosa y castrense. Cuando no se puede luchar contra el país vecino, se enzarza uno con el ciudadano de la acera de enfrente y si no, con el familiar más asequible. En cambio, la lejanía mantiene el espíritu en un baño casi permanente de delicada ternura, de blando sentimentalismo, de inefable delicuescencia. La lejanía irisa hombres y cosas, las suaviza, las embellece. Las escuelas nacieron de la tendencia separativa que para mantener avivado y cálido el sentimiento del amor se observa entre padres e hijos. Por esto se habla razonablemente cuando se afirma que las escuelas son una prolongación de la familia. Son una tal prolongación que a veces, lo prolongado se pierde de vista.”
Ahí tenemos el impulso original para construir escuelas: lugares que sirven para rescatar el cariño paternal de las trampas de la convivencia cotidiana. Para salvar el amor, crear la distancia. La primera pedagogía habrá sido así, la vigilancia. Una ocupación básicamente carcelaria: guardar niños para que sus padres los vean por la tarde… con gusto. Pero, como andar vigilando niños es una actividad monótona y francamente triste, se le agregó instrucción a la custodia. Entonces se descubrió que el cultivo de la aritmética y el relato de la historia entretenían a los niños: así nació todo.
Pero la educación, remata Pla, tiene también su contrapartida. Se quería alimentar el amor filial manteniendo lejos a los niños y de pronto el niño se aficiona a la astronomía: estaba destinado a ser dentista y presenta síntomas de comerciante de ultramarinos. “Este muchacho, que hubiera sido feliz de haberse podido mantener en un analfabetismo profundo, ha de resultar, pase lo que pase, arquitecto.” Las escuelas pueden ser peligrosísimas…