“Yo caminaba al frente del grupo, entre dos muros de follaje. De pronto, alguna cosa cruzó frente a mí, rápida como el pensamiento. Mis sentidos iban tan alerta que no se me escapaba nada, ni un movimiento ni un ruido. Ora vez vi pasar frente a mí aquella cosa rápida como un relámpago, la vi subir y bajar. Y al fin, tras un ir y venir continuo, y siempre con igual presteza, el movimiento se concentró en una liana my cerca de mí. Era una vibración incesante, un zumbido, una oscilación mil veces repetida. Se diría un pensamiento atrapado al vuelo y encerrado en una palpitación de alas, flotante y suspensa en el espacio.
No me engañaba, no: mis ojos lo habrán presentido y reconocido. Arrobado y extático, me encontraba yo en presencia del primer colibrí que me fue dado ver en mi vida. Helo ahí, por fin, aquel pájaro que los brasileros, con excepcional inspiración poética, llaman beija-flor (besa flor). Tuve tiempo de hacer señas a mis compañeros, y pronto formamos círculo en torno de aquella maravilla. Gozamos a nuestro sabor del espectáculo tan deseado, de que tanto habíamos oído hablar, y nos esforzamos por fijarlo en nuestra memoria. la realidad resultó superior a toda expectativa y a toda posible descripción. Y aumenta el encanto de la aparición la circunstancia de que este diminuto ser es inasible; ni es dable reproducir sus movimientos ni guardarlo en cautividad. Semejante a las imágenes del sueño, aparece cuando menos se le espera, y huye cuando más nos atrae. La mano del hombre sólo puede cobrarlo una vez que ha muerto, es decir, cuando ya ha perdido su principal encanto, aquella vivacidad de que sólo hace gala cuando anda en su reino florido.
El colibrí escapa a los juicios prosaicos; al igual de perfume de las flores, no se deja analizar, como el mismo soplo poético, como el acento de las arpas eólicas. Es tan pequeño y gracioso, tan veloz, que se sustrae a toda definición de la sustancia corpórea. Hasta parece ridículo el querer clasificarlo en cualquiera de los reinos naturales. Más bien se le tomaría por una joya del paraíso, por casualidad abandonada entre los bosques feraces del Brasil. Es como la quintaesencia de los tres reinos, concentrada en una linda y minúscula criatura que rezumba al aire de los trópicos. Es una vida animal con forma y matices de flor fantástica y con los vivos destellos de una piedra preciosa que brillara con una luz propia y llena de misterio.”
…
Resultados botánicos del viaje de S. M. el Emperador Maximiliano I de México en el Brasil, 1859-1860, citado por Alfonso Reyes, “Maximiliano descubre el colibrí.” en el tomo IX de las Obras completas.
Frente a la beligerancia de Hitchens o Dawkins en su combate a toda forma de religiosidad, A. C. Grayling es un ateo que no pierde mucho tiempo insultando a los dioses y a quienes creen en ellos. "Soy la versión aterciopelada" dice él mismo. Acaba de publicar un libro, cuyo subtítulo es Una Biblia secular. Su libro recoge textos de la larga tradición moral del mundo que no apela a lo sagrado. Un manifiesto, dice, por el pensamiento racional. El filósofo académico se percató hace años que la filosofía era patrimonio de todos. Desde entonces, ha tratado de insertar los grandes temas de la filosofía en la conversación pública.
En la revista Prospect, Simon Blackburn reflexiona sobre la moralidad sin Dios.
Platon
(sin acento), el gran retratista inglés, se embarcó en el proyecto de fotografíar presidentes, ministros y dictadores del presente. Aprovechando una reunión de Naciones Unidas disparó sobre ellos. El resultado puede verse en el Newyorker con comentarios del fotógrafo. Recuerda su encuentro con Qadafi como uno de los momentos más intimidantes de su vida. Aquí puede intuirse la razón. El tirano, recuerda, no tenía ojos.
Fotografía de Lola Álvarez Bravo
Dos personajes insustituibles desaparecen con José Emilio Pacheco. El primero es el creador, el poeta del deterioro, el hombre que cantó a las piedras y a los insectos. El narrador de prosa destilada que capturó como nadie las heridas del tiempo. Creador también, el crítico meticuloso y el traductor impecable. Pero hay otro hombre de cultura que desaparece con Pacheco: el discretísimo artista de la conversación. Tan importante como sus libros de poesía, tan valioso como sus novelas entrañables, es su trabajo periodístico. En sus Inventarios no hay solamente una enciclopedia viva de la literatura, sino una lección de sus virtudes. La estancia de un lector de libros y de hechos. Su biblioteca, esa que vemos tan felizmente desordenada en las fotografías, no fue muro sino ventana: el cristal que le permitía descifrar el mundo. Dos personajes: José Emilio Pacheco y JEP.
En su columna prodigiosa se encuentra, con la tenacidad y la modestia de lo cotidiano, la prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato era iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Las lecturas de Pacheco nos acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia. Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Lucrecio puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente su carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
“Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.”
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de su oficio literario? Anhelo de perfección, fe en la palabra: la esperanza de un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
El oficio del escritor se reflejaba en el esmero de la página, en el cuidado del párrafo, en el celo de la línea, no en el afán de una Obra. El peor destino de un poeta, escribió alguna vez, era volverse poblador de un sarcófago llamado Obras completas. Por eso se resistió a coser sus Inventarios y publicarlos en un tabique. Sus libros, todos sus libros tienen algo en común: su ligereza. Ligeros no por superficiales, evidentemente, sino por su delgadez, su amabilidad con el brazo. La generosidad del escritor empezó ahí, en la liviandad de sus libros. Si es necesaria la divulgación de esa maravillosa hazaña de cultura que fue su periodismo, hay que imaginarla con la complexión de sus hermanas. Una serie de compilaciones ligeras y frescas que reinserten, con la generosidad de JEP, la vida de un gran lector en la conversación de México.
En Seattle murió hace unos días Charles A. Hale, el gran historiador de nuestra arboleda liberal. Nacido en Minneapolis en 1930, llegó al estudio de México por alguna casualidad que nunca llegó a entender. Una clase temprana de español y la guía de Frank Tannenbaum habrán sido definitivas para cazar la curiosidad de este hombre entregado a explorar la vida del pensamiento político: las condiciones que permiten el surgimiento de una noción, la imaginación que le da forma, el aire que comunica y transforma las ideas, los cuerpos que contagian, las oposiciones y lealtades que suscitan. Valdrá subrayar una preposición para ubicar el sentido de su trabajo: Charles Hale fue un historiador del liberalismo en México, más que un historiador del liberalismo mexicano. Lo fue porque veía a sus personajes y sus causas dentro del gran continente del liberalismo occidental. Desde las primeras páginas de su estudio sobre el primer liberalismo mexicano dice con toda claridad: “El pensamiento liberal y la política en México sólo pueden entenderse adecuadamente si se los relaciona con la amplia experiencia occidental de la que forman parte.”
La afirmación no convertía a México en un vaso. El pensamiento mexicano no era tratado como un depósito de teorías y narraciones nacidas en otros lados, sino como un foro que recogía ideas y las transformaba en fértil diálogo con la circunstancia. El profesor no examinaba los alegatos de Mora o las cartas de Alamán como quien se acerca a una danza exótica. Los liberales en México buscaron, como los liberales ingleses, afirmar derechos e instaurar legalidad. Pero más que luchar contra un Estado absolutista, encararon el desafío de edificar un Estado y combatir a la Iglesia como fuente de privilegios. México no podía seguir el libro del domador constitucional. Pronto supieron que, antes de moderar al poder, debían construirlo. Esa fue la relevancia del recorrido teórico y político de José María Luis Mora. El liberal teórico se inicia como predicador de los derechos y exige la más estricta limitación de los poderes pero, al volverse un político liberal, entiende la necesidad de combatir a las corporaciones y cimentar un Estado para el progreso. En este viaje nace la fibra jacobina de nuestro liberalismo y la claridad de su primer propósito y su gran conquista: la secularización.
Buen lector de Tocqueville, Hale no aceptó los esquemas y los cortes que han ordenado nuestro pasado. Maniqueísmo que enfrenta liberales contra conservadores; tijeretazos que imaginan la congelación súbita de una ideología y la repentina reactivación de una herencia. Mora y Alamán, liberales y conservadores habitaban en realidad el mismo mundo. Entender sus afinidades y sus divergencias es crucial para comprender nuestro pasado. A eso se dedicó Hale. Su historia no está hecha de alegorías para celebración o condena del presente. Al historiador no le corresponde dictar clases de civismo ni formar la doctrina de un partido. Por eso es interesante su crítica a dos formas de la imaginación histórica: Jesús Reyes Heroles y Daniel Cosío Villegas. Historia oficial e historia contraoficial, dos maneras de disfrazar el pasado. A juicio de Hale, Reyes Heroles escribe un libro valioso e inteligente pero ahistórico. Su intención es darle un padre venerable a la Revolución Mexicana y hacer de nuestro liberalismo un producto político único que logró desterrar todo lo ajeno para ser específicamente nuestro. Por otro lado, Cosío Villegas resulta un historiador exhaustivo y meticuloso que termina siendo el gran mitógrafo del liberalismo mexicano. Mientras el ideólogo del PRI retrataba al régimen como recuperación de la herencia liberal, Cosío Villegas lo dibujaba como reedición del porfiriato que, a su vez, era descrito como negación de la tradición bendita. Idéntico tropiezo: la historia supeditada a la política.
La reconstrucción que Hale hizo de nuestro liberalismo no pretendió en ningún momento santificar un pasado para elogiar un régimen o lanzarle acusaciones. Tampoco trató de extender certificados de legítimidad o condenas por traición. Su propósito, en una palabra, fue terminar con el deporte de las exclusiones.
Para celebrar los primeros quince años de la Cátedra Alfonso Reyes se ha publicado un librito encantador que cae como vela al pastel del cumpleaños. Es una investigación meticulosa que es, a la vez, un relato fresco del complejo vínculo entre Reyes y Carlos Fuentes, promotor de la Cátedra que aloja el Tecnológico de Monterrey. Javier Graciadiego hila la historia de esta “amistad literaria” que fue de la tutoría a la polémica y del desinterés al homenaje.
Recibí mi primera lección de literatura sentado en las piernas de don Alfonso, dijo varias veces Carlos Fuentes. El libro de Garciadiego abre con la estampa que imprime verosimilitud a la leyenda. Un niño vestido de pantalón corto retratatado con sus padres y el matrimonio Reyes en Río de Janeiro. El diplomático Rafael Fuentes trabajaba en la Embajada de México en Brasil. Su jefe: Alfonso Reyes. Por eso en los diarios del regiomontano Fuentes aparece, hasta muy tarde como “Carlitos”, el hijo de Rafael. La lección literaria de Reyes no fue estilística. Fue iniciación en un oficio bendito. Reyes le habrá comunicado a Fuentes esa lealtad a la literatura como amor, empeño y disciplina. Le habrá dado también armas para defender su apertura al mundo—apertura que no es olvido de lo inmediato sino servicio auténtico a lo nuestro. Le habrá trasmitido también, como sugiere Garciadiego, que en la literatura puede encontrarse consuelo ante los dolores más profundos.
La publicación de La región mas transparente en 1958 habría de distanciarlos. En su Diario, Reyes dejó constancia de haber recibido el libro. Nada más. El 29 de marzo de ese año anotó: “Carlitos Fuentes me trae su libro La región más transparente.” Ni siquiera un comentario sobre la portada o la dedicatoria. Fue en una carta al autor donde Reyes expresó su opinión sobre la novela. No fue buena. Según reveló el propio Fuentes, la carta sostenía que La región era una “porquería” espantosamente vulgar. Ni más ni menos que un “insulto a la literatura.” Se enfrentaban en esa desavenencia dos tonos literarios y, quizás, dos tiempos. El tono desafiante del novelista era también anzuelo para pescar el repudio de los tradicionalistas. El experimento de palabras para describir el caos de la ciudad de México encontraba curiososamente recompensa en el reparo conservador de su maestro.
La diferencia no impediría el reencuentro. Al publicar Las buenas conciencias, Fuentes reincidió en el envío. A vuelta de correo llegó el elogio de su admirado crítico: has encontrado el camino para escribir novelas, le dijo.
No es fácil ubicar personalidades literarias tan opuestas en nuestra tradición y, al mismo tiempo, empeños tan afines. A Reyes y a Fuentes no sólo los separa el género natural de su expresión. Exploradores ambos, Reyes fue, ante todo, un ensayista de prosa amable; Fuentes, un narrador tempestuoso. Uno siempre diplomático y dubitativo; el otro beligerante y expansivo. El conversador y el combatiente; el tímido y el intrépido. Documentar los vaivenes de esta amistad es explorar dos posibilidades de la tinta: la lluvia y la tormenta.
El 2 de noviembre de 2010 todos los miembros del parlamento holandés, los ministros, y secretarios de estado recibieron por la mañana un pequeño folleto azul en sus buzones. Era un documento de sesenta y dos páginas con márgenes amplios y mucho aire que llevaba por título El eterno retorno del fascismo. Lo firmaba Rob Riemen, fundador del Nexus Institute, un admirable espacio de reflexión humanista. El pequeño folleto azul era un grito de alarma que se activaba desde el centro del poder para llegar después al resto de la nación. ¡Ahí vienen los fascistas! ¡Ya regresaron los fascistas!, grita Riemen. Reaccionaba a las elecciones recientes que colocaban a la extrema derecha a un paso de la mayoría.
No son populistas, son fascistas. Riemen sugiere que la cobardía nos impide nombrar al enemigo. Que usamos “populismo”, una palabra tibia, para describir la demagogia del odio pero deberíamos usar el término que merecen los extremismos de este tiempo: fascismo. Hablar de populismo es “cultivar la negación.” Llamar populismo a esa militancia del resentimiento es adelantar nuestra derrota, sugería Riemen en ese ensayo que pronto se convirtió en un extraordinario éxito de ventas—a pesar de la hostilidad de políticos y académicos. Se acaba de publicar, junto con otro breve texto bajo el título de Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo. Taurus lo edita con traducción de Romeo Tello.
El ensayo es la advertencia de un ilustrado ante los horrores que amenazan la civilización que ama. Se escucha el eco de las persecusiones, de los libros bajo la hoguera, de la proscripción de pueblos. El fascismo se habrá escondido pero no ha muerto. Puede hibernar durante décadas para reaparecer de pronto entre nosotros. En el liberalismo aristocrático de Tocqueville, de Ortega y Valéry se funda su convicción de que la civilización moderna ha abandonado sus principios espirituales. Que ha olvidado lo eterno, que desprecia lo valioso, que se desentiende de lo bueno. Cuando los valores decaen, cuando los partidos olvidan su misión, cuando las universidades renuncian a su cometido, cuando se pudren las élites, cuando los medios compiten por la estupidización de sus audiencias, retoña el fascismo con sus órdenes ejecutivas, sus condenas expeditas, con sus cacerías. El “fascismo clásico” es perceptible en los tics de sus herederos. Ahí está el pánico a la decadencia, la nostalgia por una gloria perdida, la afirmación de una identidad amenazada, la identificación de un enemigo, la necesidad de un liderazgo autoritario.
El lector de Riemen no encontrará en su ensayo una definición precisa de fascismo pero tendrá muy clara su naturaleza: una política del resentimiento que incita al odio y esconde su vacío intelectual en insultos y lemas. Para el ensayista, el fascismo es, ante todo, una derrota de la cultura. Si puede abrirse paso es por la decadencia de la civilización. Es la crisis del humanismo lo que despierta a la bestia. La ignorancia nos somete a la bota del fascista. Riemen acepta la idea de Fellini: la pereza, el prejuicio, la arrogancia son invitaciones al fascismo: “El fascismo no puede ser combatido si no reconocemos que no es más que el lado estúpido, patético y frustrado de nosotros mismos, y del cual debemos estar avergonzados.” El combate al fascismo no es, por ello, una batalla política. Para cuidar la democracia hay que cuidar el espíritu de su civilización. Defender la verdad, la belleza, la bondad, la libertad.