El poeta Adam Zagajewski describe su Cracovia en un documental de Magdalena Piekorz. El cultural lo entrevista a propósito de la presentación de la película en España.
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El poeta Adam Zagajewski describe su Cracovia en un documental de Magdalena Piekorz. El cultural lo entrevista a propósito de la presentación de la película en España.
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Se anuncia hoy en el New York Times la publicación de un nuevo libro de Francis Fukuyama: Los orígenes del orden político. Quienes han leído el imponente texto de 608 páginas adelantan que se volverá un clásico. Se trata del libro que quise leer cuando empecé a estudiar ciencia política, dice el autor del Fin de la historia. El nuevo trabajo de Fukuyama es un libro que parte de la sociobología y que trasciende los bordes culturales. La cooperación es un instinto humano; las sociedades necesitan transformarlo en instituciones. Para Arthur Melzer es una teoría que está entre las generalizaciónes de Hegel y Marx y las detalladas descripciones de la antropología y de la historia. Sorensen cree, por su parte, que cambiará la manera en que entendemos el desarrollo político.
La música es divina concordancia
deste mundo inferior y del angélico.
Todo cuanto hay en todo, todo es música;
música el hombre, el cielo, el sol, la luna,
los planetas, los signos, las estrellas;
música la hermosura de las cosas.
Lope de Vega, Los locos de Valencia, acto tercero. (En La música de Occidente, de Raúl Zambrano, publicado por El Colegio de México) Corrregido gracias a Aurelio Asiain.
Una pregunta ronda toda la poesía de José Emilio Pacheco. ¿Qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Piedra en el polvo:
donde estuvo el río
queda su lecho seco
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre las aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un abismo líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Rocas, volcanes, murallas, cascajo, desiertos, montañas, ciudades. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia, la orgullosa conquista del tiempo. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo,” dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la panza de un niño; el terremoto que convierte el suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El encantamiento de las superficies es visible en la poética de José Emilio Pacheco. Su mirada no es de taladro: es de uña. El poeta rasga metales, cortezas, pavimentos y cristales para registrar sus desventuras metafísicas. Mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas. Tendría razón Valéry cuando dijo que lo más profundo era la piel. Alcanzando esa sabiduría que los diccionarios ignoran, José Emilio Pacheco nombra nuestra honda miseria epidérmica.
Hay un rocío confesional en la escritura de Alejandro Rossi. Después de algún viaje, se miraba los zapatos. El meditador no puede rehuirse como tema y de pronto se descubre absurdo. “Soy hablador, lo admito, pero cuando estoy nervioso, no abro la boca, me quedo quieto, siento unos ridículos deseos de rascarme y pienso invariablemente en la sirena de un barco.” El cuidado jardín de sus párrafos está salpicado de gotas irónicas. Le fastidiaba el teléfono, abominaba cualquier pedantería. Se veía con una antipática asimetría, con la nariz chueca y una ontología destartalada. Los astros, bromeaba, no lo habían tratado bien.
No se describía como filósofo sino como “una persona que piensa.” Decía que le hubiera gustado pensar un poco menos o pensar diferente: a lo bestia, revolviéndolo todo, brincoteando de un tema a otro. Sin consagrar toda su inteligencia y su imaginación al propósito de descifrar y luego, compartir. Pero no le era posible soltar un tema, por trivial que pareciera, sin examinar la maraña de factores que lo envolvían. Hay disciplina de gimnasta en esta persecución de minucias, pero, ante todo, placer. El inmenso placer de pensar. En buen momento Octavio Paz lo llamó a redactar un artículo mensual para Plural. No invitaba al profesor de filosofía que había publicado Lenguaje y significado, sino al conversador prodigioso que debía llevar a la página lo que se quedaba en la taza de café y en el vaso de whisky. Juan Villoro encuentra debajo de su prosa la ética del conversador auténtico: paciencia, esmero narrativo, arrojo de seductor, oído. Cada letra redactada esconde mil palabras conversadas. Sus escritos, como los de Mairena, no tienen nada que ver con los púlpitos, las plataformas y los pedestales. Son relatos, reflexiones, divagaciones amistosas. Sus clases en la universidad, sus seminarios, las revistas académicas que editó eran salas adicionales de su conversación.
En su pensamiento hay una inteligencia que persigue el detalle sin anhelar el fondo. Como si quisiera abordarlo todo, menos el tuétano. La suya era una inteligencia extraordinariamente meticulosa y, al mismo tiempo, vacilante. Elogiando a Jaime García Terrés redacta la descripción perfecta del talante liberal: “la convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral.” Nunca he querido acercarme demasiado a la verdad, decía. Por eso prefirió “los terrenos laterales, los callejones sin salida, las ideas sin ningún futuro.” Propuso una fórmula para concretar su racionalismo escéptico: “arriesgar y rectificar.”
Si en los ensayos de Rossi se percibe ese placer de pensar no es solamente por la marcha de la razón, por el alumbramiento de verdades sino también por la sensualidad de las ideas, por las seducciones de la fábula. Ahí están los encantos gemelos de Alejandro Rossi: la idea y el relato. La historia de su gestación está contada en “Cartas credenciales” su discurso a la llegada al Colegio Nacional. Ahí se describe el niño que, en Caracas, escucha a una negra venezolana leyendo Las mil y una noches, al joven interrogado por un confesor obsesivo. Los rasgos amistosos de su prosa no esconden el severo rigor del filósofo. Su alegato contra la lectura bárbara, el popular analfabetismo de la lectura utilitaria y precipitada resulta cada vez más pertinente. Debajo de sus amistosas interrogaciones, hay un lector reverente. Por eso le incomodaba la presunción de intimidad que se ha vuelto moda en el mundo cultural. El tuteo que hace del gran artista un amigo de cartas. Se difunde así una “visión de alcoba” que relata infidencias y presume conocer de la vida privada de los grandes artistas. El apellido se pierde para recurrir al nombre de pila: Pablo, Octavio, Juan. “Presiento—escribe Rossi—que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y las altanerías prefiero mis reverencias.”
Al terminar su doctorado quiso escribir una
historia de Europa. El director de la Biblioteca Nacional de Francia le pidió
paciencia. “Espérate a cumplir ochenta años.” Jacques Barzun le agregó doce
años a la edad sugerida para publicar a los 92, su historia de Occidente. Un
lienzo en el que se despliegan quinientos años de una civilización que anuncia
su desintegración: Del amanecer a la
decadencia. 500 años de la vida cultural de Occidente. Como el título
advierte, el imponente monumento de Barzun no es un volumen para acreditar una
materia escolar sino expresión de una devoción y una tristeza.
Barzun, el decano de los críticos culturales
de los Estados Unidos, nació cerca de París en 1907. Murió la semana pasada en
San Antonio, Texas. Hijo de un poeta y diplomático francés, vivió en una casa impregnada
de arte. Apollinaire le enseñó a leer la hora, escuchó desde niño las mentiras
de Cocteau. Por la sala de su casa desfilaron Léger, Kandinsky, Duchamp, Zweig,
Pound. El niño estaba convencido de que todo mundo era artista. Creció bajo la
idea de que todos eran creadores y que el mundo era esa conversación, ese
juego, esos descubrimientos. Quizá la decadencia que lamenta en su obra capital
es contemplar la imposibilidad de revivir aquellas reuniones de su infancia.
Fue un académico que, como Arthur Krystal
apuntó en un retrato para el Newyorker, combinó
lo aparentemente contradictorio: el rigor y el entusiasmo. Escribió de música,
de literatura, del verso francés y el romanticismo británico, del arte de la
enseñanza y de novelas de detectives. Pero no fue el generalista que los
especialistas suelen despreciar como si fueran coleccionistas de lugares
comunes. Por el contrario, era el hombre a quien los especialistas consultaban
en su propio campo. Se cuenta que Toscanini lo buscó en 1951 para que lo
ayudara a entender un pasaje de Berlioz. Al final del día, el erudito temió que
toda su obra terminara en el recuerdo de una frase que aparece en el Salón de
la fama del béisbol: “Quien quiera conocer el corazón y la mente de los Estados
Unidos debe aprender béisbol.”
En la Universidad de Columbia dirigió con
Lionel Trilling el seminario sobre los “Libros importantes”, del que se
desprendió el proyecto de los Grandes libros, bajo la convicción de que
Occidente descansaba en paquete compacto de obras inmortales. La universidad
era para él el espacio para conversar con esas obras, con esos autores. Los
clásicos eran la única esperanza de comunidad: necesitamos esas ideas, esas
imágenes, esas fábulas y mitos para tener un vocabulario que permita
entendernos. Ese lenguaje común era para él el cimiento de la buena voluntad y
de la confianza. La universidad era por ello un bien público imprescindible. La
universidad habría de educarnos en los clásicos para cultivar nuestra
imaginación pero ha sido secuestrada por entrenadores empeñados en usar los
salones de clase para instruir oficios y técnicas. La “gangrena de la
especialización” que padece la universidad contemporánea busca solamente el
vulgar adiestramiento de los profesionales.
Pero la decadencia occidental de la que habla
en la obra de su vida no es espeluznante. Barzun habla de decadencia, es decir,
de disgregación, de desintegración: no de apocalipsis. La decadencia es anuncio
de una ineluctable renovación. En alguna ocasión dijo: “Siempre he sido—creo
que todo estudioso de la historia es, necesariamente, un alegre pesimista.”
Nikolaus Harnoncourt, el extraordinario director que ha muerto recientemente, estuvo muy lejos de aquella tradición del conductor autocrático que tiraniza a su orquesta. Colega de sus músicos, buscó junto a ellos las claves de la música antigua y la reciente. El único maestro que reconozco, dijo alguna vez, es mi peluquero. Fue, por supuesto, un gran maestro. Y lo fue en dos sentidos. Un director excepcional y un académico riguroso que nos enseñó a interpretar y a escuchar la música. Su huella está en el recuerdo de sus conciertos, en sus medio millar de grabaciones. Está también en su pedagogía, en su pensamiento, en su crítica al modo de acercarse a una partitura.
A mediados del siglo fundó Concentus Musicus, un grupo que cambiaría por siempre la manera de aproximarse a la música medieval y renacentista. El ensamble al que dio vida era más que un grupo de virtuosos. Era, en algún sentido, un colegio dedicado a rescatar música olvidada y a restaurar el brillo de una música adulterada por la ignorancia y los prejuicios del presente. Mucho le debemos en la recuperación de esos instrumentos que fueron siendo arriconados en los museos. Gracias a su exploracíón, revivieron las cuerdas y los alientos que tenían en mente Mozart y Haydn al componer Más importante que esa reincorporación de los instrumentos de época fue quizá su propuesta para tocarlos.
La intepretación de la música antigua llamaba al estudio de una cultura, a la comprensión de un lenguaje distinto al nuestro. Harnoncourt propuso un regreso al origen: no traer la obra al presente sino desplazarse a su cuna. Interpretar con fidelidad la obra era la mejor manera de imprimirle fuerza, dignidad, vida. Su ambición era acercarse, en la medida en que eso fuera posible, a la intención del compositor. Pero no era un siervo del pentagrama. Para descifrar los propósitos de las cantatas de Bach no era suficiente leer la partitura. Era necesario estudiar su vocabulario y las convenciones que gobernaban su escritura. El director no era un anticuario que creyera en la posibilidad de una fidelidad absoluta. Podría haber ejecuciones históricamente impecables y musicalmente muertas. Si hubiera que elegir, Harnoncourt no tenía duda: antes la vida de la música que la sorda lealtad a las notas. El erudito lo escribió así en La música como discurso sonoro, editado por Acantilado: “los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidac con una profunda sensibilidad musical.”
En el discurso que pronunció al recibir en 1980 el Premio Erasmo defendió el valor de la música en nuestra vida. No creía en el arte como decorado de la vida sino como el lenguaje que la interrogaba hasta su raíz. Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa, dice, la música era un pilar de la cultura. Hoy se ha convertido en entretenimiento, ornato. Nunca habíamos tenido tanta música a nuestro alcance, nunca había ocupado un lugar tan irrelevante: un pequeño y breve adorno en nuestra vida. Rechazaba el retorno a la música antigua como un simple anhelo de belleza. Entendía que la belleza era sólo una de las dimensiones culturales de la música. La música cautiva, inquieta, conmueve. No es accesorio sino fundamento de la vida: “Todos necesitamos la música, concluía aquel discurso, sin ella no podemos vivir.”