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En su poema “A manera de canción”, William Carlos Williams dejó estas líneas:
Que la culebra aguarde
bajo el yerbal
y la escritura sea
de palabras, lentas rápidas, prontas
al ataque, quietas en la espera,
insomnes.
–por la metáfora reconciliar
gente y piedras.
Componer. (No ideas:
cosas.) ¡Inventa!
Saxífraga es mi flor y abre
rocas.
No ideas but in things, había escrito el poeta entre los parántesis. No hay ideas más que en las cosas. Sólo en la materia reside la idea. Si no son palpables, si no pueden sujetarse en la mano, si no huelen, si no tienen peso, no son. En la abstracción se disipa la idea, en la materia vive. La poesía es una fábrica de objetos, una máquina que da plomo a la imaginación. Productora de imágenes, comprime la complejidad para darle la simplicidad de una silla. Sólo en las cosas que la poesía inventa hay ideas, dice Williams. Y el ensayo es un cristal roto. Octavio Paz, de quien he tomado la traducción que abre esta nota, celebró los ensayos de ese médico que escribía entre consultas. “Irradiaciones de su poesía,” llama a estos ejercicios que merecen muchos más lectores de los que ha recibido. En su ensayo tanto como en su poesía, las palabras libran una lucha contra la abstracción. Son imágenes, no símbolos. Cuando dice que las palabras son ostiones, llegan al paladar, las olemos. Al abrirlas, sus navajas nos hieren los dedos.
En su escritura no hay barda que separe prosa de verso. Primavera y todo lo demás es un libro que medita sobre la imaginación, una colección de poemas cortos, un juego de tipografías, un manifiesto artístico, una mirada al presente. Poemas intercalados con prosa: improvisaciones. Un abrazo a la vida. Los reportes médicos fueron su mejor lección literaria. Aprovechando los paréntesis de su consultorio, escribiendo en papeles sueltos, daba forma a las palabras que aparecían en su tinta. Los poemas son la puntuación del ensayo. Los ensayos, una reescritura del poema. El flujo espontáneo de sus letras hace de la imaginación el único realismo posible. Escribir no es ver lo que no existe. La obra escapa del plagio cuando inventa, cuando escapa del mundo, cuando crea otra naturaleza. El arte por eso no bautiza: crea. El portento de la imaginación sirve para apreciar el mundo que la realidad apenas insinúa. La imaginación es una fuerza, una energía sobre la naturaleza. No hay retrato. El arte aparece cuando crea un nuevo objeto, dice Williams. A crear o a destruir está llamada la imaginación: si no es arte, lo advierte ese poeta que tradujo Quevedo, sería crimen.
El artículo completo puede leerse en nexos de octubre.
13 de julio de 1944
Estimado Orwell:
Sé que usted quería una decisión rápida sobre Rebelión en la granja, pero el mínimo para un dictamen son dos directores y eso no puede hacerse en menos de una semana. Pero, ante su exigencia de celeridad, debería haberle preguntado al Director para que le echara un vistazo. Pero él está de acuerdo conmigo en los puntos principales. Coincidimos en que su libro es una pieza literaria notable; que la fábula está manejada con mucha destreza y que la narración mantiene el interés en su propio plano –y eso es algo que han logrado muy pocos escritores desde Gulliver.
Por otra parte, no tenemos la convicción (y estoy seguro que ninguno de los otros editores la tendría) de que éste sea el punto de vista adecuado para criticar la situación política en el presente. Es sin duda el deber de cualquier editorial animada por motivos que van más allá de la mera prosperidad comercial, el publicar libros que vayan contra la corriente del momento: pero en cada caso esto requiere que al menos uno de los directores tenga la convicción de que es lo que debe decirse en este momento. No encuentro ninguna razón de prudencia o de cautela para que otro editor evite publicar este libro –si cree en lo que defiende.
Creo que mi insatisfacción con este apólogo reside en que su efecto es de simpleme negación. Debería sentir alguna simpatía con lo que el autor pretende; alguna simpatía con sus objeciones; y su defensa básicamente trotskista, no me resulta convincente. Creo divide su voto, sin obtener compensación de ningún lado –es decir, los que critican las tendencias rusas desde el punto de vista de un comunismo más puro, y los que desde un punto de vista muy diferente, están alarmados por el futuro de las pequeñas naciones. Después de todo, sus cerdos son mucho más inteligentes que otros animales, y por tanto, resultan los más aptos para dirigir la granja –de hecho, no podría haber habido una granja que no estuviera dirigida por ellos. Así que todo lo que se necesita (alguien podría argumentar) es tener cerdos más virtuosos–no más comunismo
Lo siento mucho, porque quien publique esto tendrá naturalmente la oportunidad de publicar sus siguientes trabajos; respeto su obra, está bien escrita y es esencialmente íntegra.
La señorita Sheldon le regresará su manuscrito en un envío posterior.
Sinceramente
T. S. Eliot
La carta original puede leerse aquí…
El nuevo libro de George Steiner explora las complicidades de la filosofía y la literatura, las fricciones de la metáfora y el argumento, las afinidades de la música y la metafísica. La poesía del pensamiento (New Directions, 2011) es un libro que fluye, a pesar de su densa, apretada erudición. Podría parecer apabullante la profusión de referencias, la mezcla de dominios, la evocación de tantos tratados y epigramas en cada línea de cada párrafo. Sin embargo, la meditación de Steiner, siendo la meditación de toda una vida, camina con la naturalidad de un paseante que regresa a sus lugares entrañables. En cualquier página se pueden encontrar alusiones a Descartes y Galileo, a Lucrecio y Wittgenstein, a Proust y a Hegel. No es alarde, es remembranza de lecturas que se han insertado en la columna vertebral. Ideas, imágenes, melodías que son ya indistinguibles del cuerpo de un lector, citas que son como reflejos.
Desde luego, se trata de un libro exigente. Un feliz arcaísmo que nos cree capaces de la concentración del monasterio. Este no es un libro para aficionados al atajo. Steiner pide a quien sujete su libro el viejo arte de la concentración hecho de soledad y de silencio. Silencio, sobre todo, porque para la comprensión hace falta oído y no pura inteligencia. Las ideas no se entienden solamente, se escuchan; las teorías no se explican, se muestran. Sería muy distinto nuestro mundo si prevaleciera la sordera, si careciéramos de vista. Toda filosofía busca una voz, un tono, un ritmo. Se comunica con metáforas, anhela la contundencia de lo visible. Hasta en la crudeza de la lógica más severa, hay una retórica, un estilo. En toda filosofía hay un pulso trágico, un éxtasis. A veces su puntuación es la carcajada. Somos animales dotados de palabra o, tal vez, los únicos animales dispuestos a esbozar metáforas.
La creatividad de la razón se escabulle del lenguaje técnico. Para Steiner el proyecto de la filosofía analítica está condenado al fracaso. Aunque anhele precisión, no puede más que recurrir a la imagen, al símbolo, a la parábola. Hasta las matemáticas tienen un ritmo, una elocuencia, una elegancia. Metafísica y poesía son frutos del lenguaje, búsquedas de verdad, aspiración de entendimiento. La poesía, dice Steiner, “busca reinventar el lenguaje, renovarlo. La filosofía se esfuerza por hacer rigurosamente transparente al lenguaje, purgarlo de ambigüedades y confusiones.”
El ensayo de Steiner es una invitación a escuchar el concierto de la filosofía, a contemplar su pinacoteca. A Marx, por ejemplo, hay que leerlo ya, sin los prejuicios del siglo XX, como el inmenso escritor que fue. Apreciar su pasión literaria, escuchar las muchas voces que aparecen en su ópera, dejarse llevar por su virtuosismo dramático. La arquitectura gramatical del Manifiesto, el compás de su argumento narrativo, la convicción profética, la vehemencia de su tono no tienen paralelo en la historia de la humanidad. Valdría leer al periodista inspirado y torrencial que fue y, sobre todo, la “volcánica” capacidad para arremeter contra sus enemigos. En Marx está Rabelais y se anuncia Celine, se escucha a Víctor Hugo, a Shakespeare y a Dickens. Su filosofía es una epopeya, una aventura trágica donde la razón pretende transfigurarse en acto. Las ideas, dijo Marx, no existen fuera del lenguaje. Y pocos han creído en la fuerza del lenguaje, es decir, en la fuerza de la filosofía como Marx. El pensamiento como un rayo que podrá convertirnos en hombres. La literatura se ha dedicado a explicarnos el mundo. Ahora podrá cambiarlo.
Robert Hughes murió la semana pasada. Los diarios del mundo dieron cuenta del deceso de uno de los críticos de arte más importantes de las últimas décadas. El historiador australiano fue un hombre admirado y pero también temido por la inclemencia de sus juicios. Fue intransigente porque la materia de sus entusiasmos era, para él, asunto serio. Hablar del lenguaje del arte no era divagar sobre los decorados de la época. Muy por el contrario, era nombrar la aspiración humana de comunicación sensible. Hablar de cuadros y de edificios era para él un modo de interrogarse sobre la creatividad individual y la circunstancia histórica; comprender el vínculo entre el instante y lo perpetuo.
Creer que la noticia de su muerte pertenece solamente a las páginas culturales es aceptar el encierro que asfixia nuestra vida pública. Pensar la política como si ésta fuera un dominio hermético. Hughes fue un portentoso crítico cultural que, por la concentración de su mirada, por su erudición y por el vigor polémico de su estilo tiene mucho que decirle a la política. No, por supuesto, porque supiera la ruta para escapar de la crisis económica mundial o porque hubiera ideado un mecanismo de representación eficiente que renovara las instituciones del pluralismo. Nada de eso estaba en su brújula ni en su vocabulario. Pero ese exquisito biógrafo de ciudades, ese lector atentísimo de colores y formas era un hombre extraordinariamente dotado para palpar los achaques de nuestro tiempo. Valdría escuchar su inteligencia de escepticismo ácido, su ironía tan liberal como conservadora.
Robert Hughes amó el arte de los Estados Unidos. A la épica de la expresión norteamericana dedicó un libro monumental. Estaba convencido de que no se había reconocido la inmensa contribución de los norteamericanos al arte universal en el siglo XX. Al mismo tiempo, el australiano no escondía su desprecio por ese imperio decadente. “Una sociedad, dijo, obsesionada con todo tipo de terapias que desconfía de la política formal; que se muestra escéptica ante la autoridad y cede fácilmente a la superstición; cuyo lenguaje político está corroído por la falsa piedad y el eufemismo.” Hughes denunció con elocuencia el recurso al victimismo que se ha apoderado de la sociedad moderna. No vivimos una lucha por el poder sino una carrera por el sufrimiento inocente. El lamento se ha convertido en el centro del discurso público. La queja asigna poder automáticamente, aunque, dice Hughes, ese poder no vaya más allá del soborno emocional y la culpabilidad colectiva. La cultura de la queja, así tituló su ensayo de 1993, no aspira a soluciones: quiere terapia; no busca cura, anhela el consuelo. El arte y la política se empeñan en tratarnos como menores de edad.
El crítico no se ahorraba calificativos para describir la impostura artística. A los famosos que vendían sus ocurrencias por millones los trató como lo que eran: estafadores de ignorantes que no saben cómo gastar su fortuna. Con la misma furia atacó a los biempensantes, a la progresía que confiaba en transformar la realidad a través de una revolución… de palabras. Lo políticamente correcto, esa afición por la palabra inofensiva no le parecía una conquista justiciera sino la victoria de un nuevo puritanismo. Limpiar el lenguaje de cualquier contaminación racial o sexista. Purificar la cultura para remover cualquier presencia inapropiada. Reescribir los cuentos para niños y emprender una censura liberadora en bibliotecas y librerías. En el feminismo encontró una vertiente represiva que se empeñaba en ridiculizarse: hace poco tiempo, registra en su libro, consiguió que una reproducción de La maja desnuda se retirara de un salón de la Universidad de Pensilvania. La consideraban ofensiva. No se detuvo solamente en la crítica a esa izquierda: usó el mismo veneno para burlarse de la ignorancia y las supersticiones de la derecha norteamericana. A la corrección política de la izquierda correspondía una corrección patriótica de la derecha. Su pleito fue con la queja infértil que no se transforma en crítica, con la queja convertida en coartada de la pose.
No fue un demócrata en cuestiones artísticas pero, desde su elitismo, defendió una idea de lo público que es indispensable en una democracia. Escribió para televisión y produjo con la BBC series extraordinarias sobre el arte moderno. Conoció las posibilidades del medio, pero fue muy consciente de sus amenazas. Veía a la pantalla chica como un enemigo de la conversación pública. La televisión atrofia la capacidad para disfrutar un argumento complejo, para apreciar la importancia del detalle, para construir memoria. ¿Qué democracia puede alojar una cultura sin respeto por lo complejo, sin paciencia para el pormenor, sin idea de historia? La (mala) televisión inserta el libreto de la telenovela en el presente político: buenos contra malos; monstruos contra ángeles: absolutismo moral. En ese clima no hay democracia que funcione. Robert Hughes sabía que la polarización era adictiva y que es la quiebra del diálogo pluralista.
Gabriel Zaid
No busques más, no hay taxis.
Piensas que va a llegar,
avanzas,
retrocedes, te angustias,
desesperas. Acéptalo
por fin: no hay
taxis.
Y, ¿quién ha visto un taxi?
Los arqueólogos han
desenterrado
gente que murió buscando taxis,
mas no taxis. Dicen
que
Elías, una vez, tomó un taxi,
mas no volvió para contarlo.
Prometeo quiso
asaltar un taxi.
Sigue en un sanatorio.
Los analistas curan
la obsesión
por el taxi,
no la ausencia de taxis.
Los revolucionarios
hacen
colectivos de lujo,
pero la gente quiere taxis.
Me pondría de rodillas
si apareciera un taxi.
Pero la ciencia ha demostrado
que los taxis no
existen.
“El museo puede ser una casa, un templo o una fábrica en quiebra,” escribe Sergio Raúl Arroyo en Un lugar bajo el sol, el libro que recoge sus apuntes sobre arte y espacio público. El museo también puede ser un parque de juegos, un salón de clase, un teatro, un laboratorio, el sillón de una terapia, una bodega de recuerdos, un espacio para el consuelo o la perturbación. Un altar, un jarrón que rompe en mil pedazos, el relato de la vanidad estatal y la intimidad de obsesiones personales. Es sitio para la contemplación y la agitación. Una caja de curiosidades que despierta asociaciones, un espacio que fija y disuelve sentido.
En estos tiempos en que viven, a juicio de Cuauhtémoc Medina, una especie de coma inducido, los museos de todo el mundo abren sus galerías a los clics de internet, proponen recorridos virtuales, van a la caza de materiales que documenten para el futuro la experiencia del confinamiento planetario. Pero nada puede remplazar la presencia de los visitantes cotidianos. Y el panorama que contemplan para el futuro cercano no es nada tranquilizador. El pasado 18 de mayo, fecha en que se celebra el Día internacional de los museos, la Unesco dio a conocer un estudio que advertía que cerca un 13% de los museos que han tenido que suspender sus actividades normales durante la pandemia, no volverán a abrir sus puertas. Es necesario echarle una mano a estas instituciones que promueven el acceso a la cultura, ha dicho el Director general de ese organismo internacional. Muy pocos museos en el mundo podrán sobrevivir por sí mismos.
La crisis en México es especialmente grave. Nuestro extraordinario abanico de museos no solamente enfrenta la ausencia de sus visitantes cotidianos sino la enfática desatención gubernamental. Más allá de los proyectos predilectos que llevan el sello de la administración, no hay consideración alguna por la suerte de esos espacios. Por eso resulta tan oportuno y atendible el llamado del Frente Promuseos. Es urgente, como han planteado estos profesionales en una carta al presidente López Obrador, un programa de rescate y apoyo a los museos del país. El riesgo que corremos con el olvido (si no es que la hostilidad) gubernamental es inmenso. El país puede perder en esta crisis un patrimonio valiosísimo que ha construido a lo largo de muchas generaciones y que nutre la memoria y la imaginación del país. Lo que pide Promuseos es un plan de emergencia cultural. Si se impone la inflexibilidad del nuevo dogma franciscano veremos en pocos meses el angostamiento de nuestra sensibilidad, de nuestra memoria, de nuestra imaginación. También en este terreno es tiempo de abandonar los caprichos y concentrarse en lo vital. Es mucho lo que el país puede perder sin consentimos la extinción de nuestros gabinetes de curiosidad.
Cuidar a los museos es ayudar a tejer y a destejer comunidad; a celebrar la creación y estimular su crítica. El país se mira en sus museos y ahí también se desconoce. Alimenta su orgullo y también su rabia. Al recorrer sus galerías, el visitante puede deleitarse en la belleza y también confrontar el horror. Cuánta falta hace esa pólvora contra la indiferencia.
Jed Perl crítico de arte del New Republic publicó hace un par de semanas un artículo interesante sobre un tema viejo: la creación artística entendida como vía estética hacia el bien: un camino cuyo mérito es dirigirnos a lo valioso. La música, la pintura, la poesía como experiencias que valen porque son social o moralmente edificantes. Pensamos en el arte siempre casado y subordinado a la esposa: arte y sociedad; arte y política; arte y economía; arte y justicia. No nos atrevemos a ver al arte así: solo. Lo tratamos como camarada de nuestra visión del mundo.
Perl rechaza la idea de que las convicciones ideológicas del artista deban ser el cristal desde el cual ha de apreciarse el arte. El arte logra escapar de las intenciones de su creador, eludiendo la envoltura de los valores explícitos. Que el compositor haya servido a la tiranía no significa que su cuarteto desafine. Orwell, al que cita el autor de Magos y charlatanes, apreciaba la poesía de Yeats pero no pudo dejar de criticarlo por sus convicciones políticas: “las creencias políticas o religiosas de un autor no son lacras menores de las que podamos reírnos, sino algo que dejará su marca hasta en los más pequeños detalles de la obra.” Ahí está, en nuez, la negación liberal al valor autónomo del arte. Frente a los traductores de la creación, Perl defiende “la dificultad de la belleza.” El racionalismo que padecen los progresistas los lleva a negar el misterio. Hasta el soneto ha de subordinarse a la teoría, la estadística, o a algún propósito de reordenación.
No conozco mejor ejemplo de ese vicio que denuncia Jed Perl que el alegato del arte “tereapéutico” que ha hecho Alain de Botton en un libro reciente. Para este exitoso publicista, el arte es una medicina, un masajito, un gimnasia, un ungüento analgésico, un placentero tratamiento de rehabilitación. “El arte… es un medio terapéutico que puede guiar, alentar o consolar al espectador, permitiéndole ser una mejor versión de sì mismo.” El propósito del arte ese ése y sólo ése: curar nuestra fragilidad. Ayudarnos a recordar, alentar esperanzas, consolar nuestro duelo, equilibrar nuestras emociones, entendernos, crecer y agradecer.
La banalidad de los comentarios estéticos de de Botton es sorprendente. Recomienda, por ejemplo ir al Museo del Prado para contemplar las Meninas. ¿Para qué? ¿Qué verdurita nos regala Velázquez para alimentar el alma? ¿Qué cremita nos conforta el espíritu? Al ver el cuadro vemos al rey y la reina a la distancia. Las princesas visten ropas elegantes. ¡Se visten distinto a nosotros! No hay mezclilla ni camisetas. Por eso el cuadro expande nuestra comprensión del mundo y … nos hace crecer.
A la superficialidad de sus consejos hay que agregar el absurdo de su receta museográfica. Si el arte es medicinal, los museos han de ser nuestros hospitales. Las obras de arte deben ser expuestas de tal modo que conduzcan a la curación de nuestros males. Cada pieza debe contener la explicación de su carácter balsámico. Los museos deben ser nuestros templos: servir de calmante psicológicamente como antes servía como calmante teológico. La pintura nos enseñará a vivir. La literartura nos hará mejores. El evangelista predica que una dosis cotidiana de arte nos hará virtuosos. La curaduría de de Botton, lejos de elevar el arte, lo aplasta al comprimirlo en pastillitas analgésicas. Le arranca precisamente eso que apreciaba Perl en su nota: misterio.
Cuando Charles Rosen escuchó
Debussy por primera vez, reaccionó de inmediato: “debería haber una ley que
prohibiera esto.” Tenía siete años. Desde los cuatro años tocaba el piano, no
porque fuera un prodigio sino porque, como dice él, para tocar el piano, hay
que empezar temprano. Si uno quiere caminar por la cuerda floja, hay que comenzar
desde el principio. Unos años después grabaría los Estudios de Debussy. Se tardó un poco, pero llegó a apreciar al
compositor impresionista. A Charles Rosen, intérprete y crítico, le gusta citar
una línea de Goethe: “El primer contacto con cualquiera de las excelsitudes de
la vida o del arte, conlleva un dolor que surge de esa sensación de
inferioridad del espectador. Sólo en un periodo posterior, cuando lo absorbemos
a nuestra cultura, cuando nos apropiamos todo lo que nuestra capacidad nos
permite, aprendemos a amarlo y a valorarlo. La mediocridad, por la otra parte,
puede darnos placeres directos; no lastima nuestra vanidad, premiándonos con la
idea de que somos tan buenos como cualquiera. … Aprendemos sólo de los libros
que no podemos juzgar.”
Charles Rosen, a quien el
presidente Obama le otorgó la Medalla de las Humanidades a principios de este
año, no se ha dedicado solamente a tocar el piano sino a explicarlo. Desde que
descubrió unas notas absurdas publicadas para acompañar las piezas de sus
primeros discos, escribe los textos que acompañan sus grabaciones y sus
conciertos. Este año apareció la más reciente compilación de sus ensayos de
música y literatura: La libertad y las
artes, se titula. En el anhelo artístico reside la paradoja de la libertad:
el arte subvierte los significados sin dejar de acatar ciertas convenciones. Rosen
retoma la pregunta que Lichtenberg anotó en una libreta personal: ¿por qué las
palabras habrían de tener un significado fijo? ¿Por qué no habrían de capturar
la fluidez de las experiencias, la mutación del mundo? La primera tiranía que
padecemos es la del lenguaje, dice Rosen. Esa constricción del sentido es la
primera restricción. Las redes del significado nos atrapan. El humor, la
poesía, el arte son escapes de esa jaula. El arte nos regala nuevos
significados. De ahí su carácter subversivo, inevitablemente corruptor,
peligroso.
El arte tendrá sus convenciones
pero se espera que las rompa, que las burle y, al hacerlo, nos sorprenda. Ese
es el privilegio del artista. Celebramos que el creador se aparte de las
convenciones que gobiernan su oficio. Esperamos originalidad, sorpresa, provocación.
Y. cuando la encontramos en el arte, nos ofendemos.
Un ensayo sobre la ópera que
escribe a partir de la publicación de un diccionario especializado captura su
inteligencia irónica y erudita. La ópera, dice, Rosen, es la más prestigiosa de
las formas musicales. Es también la más absurda, la más irracional. Ningún
diccionario, advierte, podría tratar con el sinsentido de la ópera. Ahí no debe
esperarse racionalidad alguna porque al género lo gobierna un código lunático
al que todos los involucrados se someten con docilidad. Valdría reconocer que
no ha sido una forma artística particularmente respetable: barullo de fondo
mientras los apostadores juegan a las cartas; espectáculo donde sopranos
inmensas personifican tuberculosas moribundas. “El ideal de la ópera, escribe,
la forma en que perfila una visión de lo sublime, no puede separarse de su elemento
grotescamente físico.” De todas las artes, continúa el pianista, la música es
la más habilidosa para escapar los filtros del significado. En la ópera, “la
música no nos llega a través de las palabras: las palabras llegan a través de
la música.” La musicalidad se beneficia aquí del intenso contraste con la
fisicalidad. Los cuerpos gordos y sudorosos que la producen suelen contrastar
con la exquisita delicadeza de la música. “El fundamento de la ópera, concluye,
aparece como la oposición entre el ideal musical de la pureza y la cruda
realidad, el vestuario bobo, la trama ridícula, la penosa decoración que se
necesitan para producirla: pero la música esconde en sí misma una realidad tan
brusca, igualmente física.”
Un incendio en medio del desierto y la espalda desnuda de Charlize Theron. Dos secretos: ¿qué provocó el fuego en el centro de la nada?, ¿de dónde viene el hielo de la belleza? Esas son las dos primeras escenas de Fuego, la nueva película que Guillermo Arriaga no quiere que sea suya. Él escribió el guión y la dirigió pero insiste en que esta película no tiene propietarios: es el trabajo de todos los que participaron en ella.
A pesar de que en los créditos no aparezca la leyenda “una película de…”, la pluma de Arriaga es notoria desde el principio. Sus conocidos empeños narrativos son bien visibles: historias, lugares y tiempos que se entretejen para mostrar un complejo arco de emociones. Un cine repleto de alegorías, fascinado por nuestras sombras; nublados rompecabezas que indagan el tormento de la culpa y el anhelo de redención; perturbadores parentescos de sangre. Arriaga regresa al territorio que conoce. Vuelve a decir lo que ha dicho, y lo dice de la misma manera en que ya lo ha dicho. El amor prohibido, la animalidad humana, la insufrible sobrevivencia. La cinta muestra con gran elocuencia el peso de los dolores viejos. La estructura misma de la película enfatiza la cicatriz sobre la herida. Más que la tragedia, su perseverancia. Arriaga reconoce sus tics literarios y se escuda en una fórmula de Sábato: no somos nosotros quienes elegimos nuestras obsesiones, decía Sábato. Ellas nos escogen.
La fotografía es espléndida, las actuaciones magníficas, el libreto en general funciona (aunque tropieza en un par de ocasiones) y los relatos andan a su ritmo. Este llano en llamas (así se titula la película en inglés: The Burning Plain) es una película de hechura impecable. Pero lo que se extraña en esta cinta es osadía. El cazador no tuvo el valor para rechazar la comida congelada (aunque haya sido preparada por él mismo) y salir a la aventura de la caza. El talento del escritor se tumba en sus hábitos. Por supuesto, Guillermo Arriaga insiste en trasquilar la cronología y en desintegrar los mapas. El problema es que el acertijo no engancha emocionalmente como lo consigue 21 gramos, su obra maestra. Es que ahí la ruta enigmática de las narraciones no es meramente un crucigrama intelectual, sino una brutal exploración de intimidad. En fuego se repite el desafío al espectador que es llamado a acomodar las piezas de varias historias, pero el reto se vuelve superficial en lo emotivo y bobo en lo detectivesco. Los habitantes de esta “obra de cine” no alcanzan la complejidad que los haga entrañables. Los hilos de las historias se van enlazando poco a poco y se descubre finalmente el lazo entre el fuego en el desierto y la helada sexualidad, pero las vidas no conforman volumen. Después de coser los trozos en el lienzo de lo inteligible, aparece un melodrama extraordinariamente simple. La película vale la pena por las admirables actuaciones de Charlize Theron y de Kim Basinger, pero ni su maestría actoral logra insertar vida a los personajes. Este fuego, más que un llano ardiente, es fuego plano.
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