Una instalación de Amnistía Internacional:
¿Hay razones para censurar la burla de lo que otros consideran sagrado? Andrew F. March lo examina en el blog de filosofía del New York Times. March, autor de un libro sobre el islam y la ciudadanía liberal y de un trabajo sobre la
libertad de expresión y lo sagrado, argumenta que, más allá del principio de la libertad y de la sensibilidad, debemos atender los conflictos que puede generar ese discurso y el deber de cuidar ciertas relaciones sociales y políticas.
A raíz del bombazo en las oficinas de Charlie Hebdo, la revista satírica que publicó un cartón que mostraba a Mahoma diciendo en la portada "100 latigazos si no te mueres de la risa", Victor Navasky examina en el New York Times el poder de la caricatura. Si la caricatura ofende tanto es porque esa exageración no puede ser contestada. El ofendido puede escribirle una carta al editor pero sería raro que le enviara una caricatura al editor. Quizá también porque las imágenes pueden tener un poder mágico. Lo creen los pueblos a los que llamamos primitivos y sostienen también los neurocientíficos.
Tony Judt recoge en un nuevo libro diversos ensayos y retratos sobre el siglo que nos hemos apresurado en olvidar. Reappraisals es el título. Desde ahí anuncia el argumento central. Tras la guerra fría llegó un optimismo iluso que proclamaba novedades en abundancia. Si la historia había llegado a su fin parecían innecesarios los recuerdos. Olvidamos por proyecto, no por amnesia. El historiador se pregunta si hemos aprendido algo. Concluye que, en lugar de huir del siglo XX, habría que regresar a él para aprender de nuevo lo elemental. Por ejemplo, que la guerra degrada a los ganadores tanto como a los perdedores.
El libro de Judt ha recibido mucha atención crítica. John Gray celebra al historiador heterodoxo: «un pensador liberal dedicado de desmitificar las ilusiones liberales.» El Economist es menos entusiasta: sus punzadas son certeras pero el paisaje que pinta del siglo es nebuloso. Tim Rutten en el Los Angeles Times apunta que el libro es como su autor: «fascinante, edificante y frustrante.»
Friedrich Hölderlin
¿Qué hacen los amantes mientras duermen? El fotógrafo Paul Schneggenburger responde con estas imágenes.
Vistas aquí.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
Tony Judt publica un artículo en el New York Times sobre el torneo de clichés que genera Israel (ahora se publica en El país). Imposible discutir el Medio Oriente sin recurrir a las acusaciones gastadas y las defensas rituales. Hace falta limpiar la casa, dice Judt. Salir, por ejemplo, de la trampa que sugiere que cualquier crítica al gobierno israelí es antisemita: seguir esa línea terminará desfundando la denuncia de prejucios reales.
En un par de notas recientes, el poeta Charles Simic ha lamentado la lenta extinción de las postales y las libretas. Ya nadie manda tarjetas con noticias de sus viajes, muy pocos caminan por la calle con libreta y pluma en la mano. Las sorpresas que llegaban antes en el correo y las ocurrencias que se registraban en un cuaderno van desapareciendo entre mensajes electrónicos y recordatorios en el teléfono celular. Los libros que Julián Meza ha escrito sobre sus viajes al Mediterráneo son, a su modo, una recuperación de esos tesoros de la comunicación entrañable: colección de tarjetas postales y cartas breves, cuaderno de apuntes, libreta de viaje.
Julián Meza ha ido a buscarse al Mediterráneo. Ha encontrado por ahí su cuna imaginaria, es decir, su cuna auténtica. Nadie elige donde nace, ha dicho. Pero bien puede encontrar el lugar de donde es realmente. Y no es que haya ubicado su sitio en una playa o en una isla; en alguna ciudad o en un puerto del Mediterráneo: lo ha inventado ahí en el barrio de una imaginación poblada de historia. El mapa de ese vecindario se ha ido desdoblando por entregas. En una editorial clandestina publicó su ensayo sobre Sicilia (Sicilia. La piedra negra, Grupo Editorial Alcalá. Con una nota previa de Álvaro Mutis, 2008) y en una linda edición de Ediciones sin nombre, su imagen de Constantinopla (Constantinopla. La isla del mediodía. 2011) Se trata, como él lo advierte por ahí, de libros de viaje que no son libros de viaje, de textos de historia que son más bien fábula, de ejercicios de ficción que contienen pocas mentiras, de crónicas que no siguen la pauta de la secuencia. Ensayos, pues, a plenitud. Ejercicios de libertad frente a las tiranías de razón, tiempo y lugar. Su viaje es lo contrario que la excursión del turista: es un viaje, es decir, un reencuentro, incluso con lo que nunca había visto. “Un viaje no es un recorrido sucesivo. No es una forma de partir de alfa para llegar a omega. El viaje se inicia ya iniciado, antes o después del principio, que no es tal.”
¿Qué ha ido a escarbar Julián Meza en ese escondite del Atlántico? Más que otro lugar u otro tiempo: otra civilización. Si el elemento común de los libros que ha publicado (y los que vienen) en esta serie es el carácter insular de sus protagonistas es porque en todos está presente el mar del encuentro, el mar de la fantasía, el mar de la conquista, la brisa de las culturas. Aguas que mecen vasijas ancestrales, conversaciones eternas, libros, aventuras, edificaciones. La suya es una civilización improbable que contrasta con la muy real barbarie de nuestra modernidad. Atila y Gengis Khan fueron menos salvajes que los depredadores del presente. Si en otros libros de Julián Meza se encuentran los discretos cariños del misántropo, aquí destella la vitalidad del melancólico. Añoranza de ese mundo lleno de dioses del que hablaba Seferis en su libro sobre el estilo griego. Añoranza de la conversación y del silencio, de la gracia y la dignidad. Un tiempo anterior a la hecatombe del monoteísmo. Un tiempo de dioses que conviven y pelean, como nosotros. Tiempo de tolerancia pero no de conformismo.
El viaje de Julián Meza es viaje de avión y de lecturas, recorrido por sitios y siglos, observación y espejismo. Si somos polizones en esas sociedades a la deriva de las que hablaba el gran Castoriadis, nuestro verdadero refugio son esas islas que evoca Julián Meza: casas de la fantasía y la amistad.
En el museo Guggenheim de Nueva York se expone una muestra con título enigmático: “Caos y clasicismo”. Se trata de un recorrido del arte europeo de entreguerras. El itinerario comienza con el duelo por la destrucción y termina con el idealismo que los fascistas habrían de explotar. De los cuerpo mutilados por las bombas a la musculatura de los atletas compitiendo en la Olimpiada de Berlín. El arte en Francia, Italia y Alemania entre 1918 y 1936: de la aflicción al fanatismo. En cuadros, edificios, ropa, cine, esculturas y muebles se observa una búsqueda de orden tras el trauma de la guerra. Un deseo de apartarse del experimento para integrar el pasado clásico al presente. Huir de las imágenes de lo quebradizo para iluminar un mundo armónico y saludable. Regresar al orden, recuperar la artesanía, tocar de nuevo el objeto son los propósitos centrales. La novedad se vuelve sospechosa, al tiempo que la limpieza de las líneas y los volúmenes de antes adquieren respeto.
En esa búsqueda, el cuerpo humano se convierte, de nuevo, en la medida de todas las cosas. De las proporciones humanas emergen los muebles y las casas geométricas; la danza, el circo y los deportes. También surge de ahí la estética del fascismo. La izquierda se exalta con la complexión de la clase obrera; la derecha glorifica la virilidad de la dictadura. En uno de los muslos del museo se muestran tres esculturas de Benito Mussolini. Tres retratos del mazo que fue su cara. La primera es una creación de Ernesto Michahelles: el Duce retratado como un casco ancestral, como una armadura sin rostro hecha de una piedra impenetrable. La segunda es una inmensa escultura de Adolpho Wildt: un busto de hombros enormes y corpulentos y una expresión brutal. La tercera es la más pequeña y cautivante, la pieza más poderosa de la exposición. Se titula “Perfil continuo de Mussolini”. Se trata de una escultura de Renato Bertelli que gustó tanto al Duce que decidió convertirla en su imagen oficial. No es una escultura que capture con claridad las facciones del hombre: es una cara transformada en el símbolo del poder absoluto. A diferencia de Hitler, el italiano no sentía mayor atracción por el arte. Pero esta pieza era la síntesis perfecta de su idea política y tal vez la mejor metáfora del totalitarismo que pueda palparse.
La escultura atrapa un rostro en movimiento. La cara del dictador no avanza hacia adelante, no corre, no vuela: gira. Una perfecta rotación sustraída del tiempo. Velocidad congelada. Del silencio del bronce parece salir un zumbido que se escucha por el aire sacudido por ese tornillo vivo. La velocidad del movimiento deja escapar los detalles de los ojos y las ondas de los labios. En su perfecta simetría no puede distinguirse el plano de los cachetes o sello del mentón. El perfil se reproduce 360 veces hasta reencontrarse. Una oreja persigue a la otra. La silueta de un rostro convertida en surcos y promontorios circulares. A pesar de la abstracción, al observar la pieza, no cabe duda de que es el dictador. Sus marcas son reconocibles: el casco de su frente, la herradura de su quijada, sus labios prensados, la altiva inclinación de su nariz. No sé si Michel Foucault haya visto esta escultura pero creo que es el complemento perfecto del panóptico que ubicó como emblema de la arquitectura penitenciaria. Si la cárcel de Bentham permite a los vigías observar a los presos constantemente, la escultura de Bertelli encarna esa idea, no en espacio sino en cuerpo: en el rostro de un dictador, un hombre máquina que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo ve. El Gran Hermano no tiene espalda y no necesita cuerpo: es todo ojos. Nadie puede escondérsele.