Una instalación de Amnistía Internacional:
El insulto es un arte en decadencia. Jorge Ibargüengoitia recordaba a un director de escuela que gritaba furioso: «patán,» «vulgarón.» La sequía de nuestra creatividad se demuestra en las manidas ofensas sexuales o ideológicas. Nada más aburrido, decía Ibargüengoitia, que el espectáculo de dos mexicanos que se insultan:
– ¿Qué?
– ¿Pos qué, qué?
– Lo que quieras güey.
Ese parece ser el ping-pong de la deliberación nacional.
El Times de Londres recoge diez insultos memorables de la historia política inglesa. Ojalá los plagiarios mexicanos refresquen sus fuentes aquí. El genio político parece medirse por ese talento. Por eso es devastador el veredicto de Ben Macintyre sobre la era de Tony Blair: «en diez años, Tony Blair no ha proferido un solo insulto memorable.» De la selección, destaco el ataque de Lord St. John de Fawsley a Margaret Thatcher: «Cuando habla sin pensar, dice lo que piensa.»
Un insuperable catálogo de insultos puede encontrarse por aquí.
Tardé mucho en ver las imágenes de las torres desplomándose. Había escuchado en el radio del taxi que los dos edificios habían colapsado pero no me lo creí. Me parecía imposible que eso hubiera sucedido. Pensé que en inglés la palabra significaría algo distinto: me imaginaba que las torres habían quedado inservibles, que tal vez el daño sería irreparable, pero no me imaginaba que habrían podido desplomarse. Todo el mundo lo había visto ya en la televisión, pero yo, a unos kilómetros de distancia, lo ignoraba. Supe del ataque muy temprano y relativamente cerca de los hechos. Estaba en el aeropuerto John F. Kennedy para regresar a México. Mi vuelo se canceló. Primero escuché a un policía decir que había habido un accidente en el World Trade Center. Unos minutos después, el accidente se transformó en ataque: había que evacuar inmediatamente el aeropuerto. Por primera vez en mi vida pensé que podría estar en el objetivo de un ataque. Me lo dijo otro policía: ya son dos los avionazos en el WTC y el aeropuerto puede ser el siguiente blanco. No fue fácil salir de ahí. La isla se aisló durante horas. Cuando el puente se abrió, caminé para contemplar el cuadro más horrible que he visto: la silueta de la ciudad y el humo saliendo de la base de los edificios ausentes. Era una imagen propia del cine, pero la veía yo sin el marco de una pantalla. Sentí una profunda tristeza de especie. Esto no era el azote de un huracán, la sorpresa de un terremoto. Esto era el trofeo de una helada ingeniería del odio. Transformar un avión en una bomba; llamar la atención con un golpe para escenificar la muerte masiva ante las cámaras. Cargaba mi maleta sobre el puente y veía la herida humeante. A la mañana siguiente olí la tragedia. Algo de la muerte, algo de los fierros quemados, algo de un avión habré respirado.
Recuerdo estas sensaciones porque creo que el 11 de septiembre fue una representación del apocalipsis y no hemos podido sacudirnos esa escena, esa impresión de la conciencia. En una declaración que indignó con razón a medio mundo, el compositor alemán Stockhausen consideró que los ataques habían sido la máxima obra de arte de todos los tiempos. Por supuesto: puede pensarse que es una aberración darle al crimen rango artístico pero a lo que alude el músico es a la insuperable intensidad emocional de ese momento, a esa comprimida comunicación sin palabras. Nada ha comunicado tanto, nada ha trasmitido tanto, nada ha penetrado tan hondo como esa escena. El ataque estaba cuajado de símbolos. La imaginación puede transformar cualquier cosa en arma; la capital económica del imperio atacada en sus emblemas más arrogantes; la televisión como trasmisora en vivo del terror; el suicidio como aviso de lo innegociable. Fueron dos torres las que se vinieron abajo pero con ellas se desplomaban muchas certezas y cualquier tranquilidad.
El 11 de septiembre fue una conmoción extraordinaria que terminó abruptamente una ebriedad de ilusiones. Era inevitable pensar que la historia quedaría imantada por la tragedia de esa mañana. El pánico que provocó el ataque sólo encontró consuelo en la determinación bélica. La guerra, después de todo, es la forma más nítida de ordenar políticamente el mundo. Ellos contra nosotros, dijo Bush II. No solamente los distraídos pensaron que el futuro sería un largo 12 de septiembre. Muchos creyeron que el terrorismo islámico sería el desafío central del nuevo siglo. Osama Bin Laden fue retratado como un Hitler, quizá más temible. El islamofascismo era el enemigo. La lucha contra el fundamentalismo islámico, las guerras de Afganistán y de Irak fueron pintadas como las nuevas batallas de la sociedad abierta.
A diez años de los ataques, podemos decir que ya no es 12 de septiembre. Sí: ésa es la fecha que aparece arriba en el periódico de hoy. Pero ya no vivimos bajo la estela del terrorismo islámico. Ahí no está, como muchos han pensado en esta década, el eje de la historia contemporánea. Lo han dicho bien en estos días figuras tan distintas como Timothy Garton Ash y Francis Fukuyama. Desde luego, aquel día ha marcado la vida de millones, pero no puede decirse que el planeta viva la secuela de esa mañana triste. A pesar del extraordinario estremecimiento de hace diez años, la historia del planeta no sigue el dramático libreto de la confrontación de las civilizaciones. El apocalipsis se ha vuelto a aplazar.
Robert Pinsky
La espalda, el canesú, la tela. Costuras ocultas,
las puntadas casi invisibles a lo largo del cuello
dadas en un taller clandestino por coreanos o malayos
chismeando mientras toman el té y los tallarines en su descanso
o hablando de dinero o de política mientras uno de ellos ajustaba
esta sisa con su borde planchado a la banda
del puño que me abotono en la muñeca. El planchador, el cortador,
el escurridor, el rodillo. La aguja, el sindicato,
el pedal, la bobina. El protocolo. El fuego infame
en la Fábrica Triangle en mil novecientos once.
Ciento cuarenta y seis murieron entre las llamas
en la novena planta, sin extintores, sin salidas de incendio–
El testigo del edificio de enfrente
que viera cómo un hombre joven ayudó a salir a una muchacha
al alféizar de la ventana, luego la levantó
por encima de la pared de mampostería y la dejó caer.
Y luego a otra. Como si las estuviera ayudando
a subir a un tranvía, y no a la eternidad.
Una tercera antes de que él la soltara le puso los brazos
alrededor del cuello y lo besó. Entonces él la sostuvo
en el espacio y la dejó caer. Casi al mismo tiempo
salió él mismo al alféizar, su chaqueta flameó
y ondeó sobre la camisa mientras bajaba,
se llenaron de aire las perneras de sus pantalones grises–
Como la “camisa chillona que se hincha” del lunático de Hart Crane.
Maravilloso cómo el estampado combina perfectamente
a lo ancho de la solapa y sobre los remates gemelos de las
esquinas de los dos bolsillos, como una rima estricta
o un acorde mayor. Estampados, telas escocesas, cuadros,
pata de gallo, cuadros Tattersall, cuadros de Madrás. Los tartanes de los clanes
inventados por los propietarios de los molinos inspirados por el engaño de Ossian,
para controlar a sus salvajes trabajadores escoceses, amansados
por la heráldica inventada: MacGregor,
Bailey, MacMartin. La falda escocesa, concebida para que los trabajadores
la llevaran entre el polvoriento traqueteo de los telares.
Tejedores, cardadores, hilanderos. El cargador,
el estibador, el peón. El sembrador, el recolector, la clasificadora
sudando en su máquina sobre un lecho de algodón
como esclavos con turbantes de percal sudados en los campos:
George Herbert, tu descendiente es una Dama
Negra de Carolina del Sur, su nombre es Irma
y ella inspeccionó mi camisa. Su color y forma
y tacto y su olor limpio nos convencieron
a ella y a mí. Consideramos su precio y su calidad
hasta los botones de hueso falso,
los ojales, la talla, la entretela, las letras
impresas en negro en la tirilla y los faldones. La hechura,
la etiqueta, el trabajo, el color, el tono. La camisa.
Traducción de Inmaculada Pérez Parra,
publicada en Letras libres, agosto de 2013
Aquí puede encontrarse una «visualización» del poema producida por el Nantucket Poetry Project:
El ensayista inglés describe a George Orwell como la «suprema mediocridad» literaria en una colaboración para la BBC.
El genio particular de Orwell es esa prosa que puede decir un número reducido de cosas con dolorosa claridad. Más aún, es un estilo que, al lado de sus virtudes evidentes, tiene un tono oculto, casi hipnótico. Leyendo al Orwell más lúcido uno tiene la sensación de que está diciendo estas cosas, precisamente de esta manera, porque sabe que uno–y solamente uno–es el tipo de persona que es lo suficientemente inteligente para entender la esencia de lo que está tratando de comunicar.
Todos, talentos mediocres, dice Self. Se puede escuchar al criítico leyendo su texto aquí. El el Guardian, empieza la reacción…
Con la desmesura del entusiasmo, Harold Bloom describió a William Shakespeare como el inventor de lo humano. Nada menos. Antes de Shakespeare había primates que eran idénticos a nosotros. La misma caja del cráneo, tantos dedos como los nuestros, los cromosomas de nuestra especie. Pero no eran en verdad hombres porque les faltaba el espejo de un genio. Solo los dramas y las comedias de Shakespeare le permitieron al hombre adentrarse en los laberintos de su personalidad. Hamlet, un hombre nacido de la imaginación, es nuestro padre. El verdadero Adán. Algo semejante ha hecho Andrea Wulf con Alexander Von Humboldt. La naturaleza es hoy lo que es para nosotros gracias al legendario viajero prusiano. Desde luego, no creó volcanes ni puso en movimiento los oceanos; no alumbró insectos ni reptiles. Pero lo que vieron sus ojos, esos órganos que Emerson describió como “microspopios y telescopios naturales”, define lo que entendemos hoy por naturaleza. Sin Humboldt veríamos otros bosques. De ahí viene el título de su libro más reciente: La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, (Taurus, 2016). Gracias a Humboldt, la naturaleza aparece ante nosotros como una infinita red de conexiones que no está puesta a nuestro servicio. Sin apelar a un creador que le imprimiera sentido y dirección al mundo, la naturaleza era una delicada tela de relaciones. El hombre no es el rey de la creación; por el contrario, es un peligro para el delicado equilibrio de la vida.
La biógrafa sucumbe ante al atractivo del personaje. Su enamoramiento es francamente contagioso. El Humboldt que se va esculpiendo en las páginas del libro es, en verdad, un gigante. Un aventurero que quiso conocer y entender todo; un amigo de Jefferson y de Bolívar; una inspiración para biólogos y poetas; un observador apasionado, un auténtico embajador de cada pueblo que conoció; un sabio que convocaba multitudes. Con su nombre se han bautizado plantas, piedras, volcanes y montañas. Se le llegó a llamar “el Napoleón de las ciencias” pero el corso no lo quería. Humboldt estaba convencido de que lo odiaba. Seguramente era envidia. Napoleón, un hombre de auténtica curiosidad científica, llevaba cientos de expertos en sus expediciones militares. El trabajo de todos ellos concluyó en Descripción de Egipto, un libro de veintitantos volúmenes del que se sentía muy orgulloso. Y sin embargo, sabía bien que los libros de Humboldt, enciclopedias escritas a una mano, eran mejores que aquella empresa imperial. Antes de la batalla de Waterloo, Napoleón leyó las descripciones de su viaje al nuevo continente.
La estampa humboldtiana de la naturaleza es tan poética como científica. No había por qué imaginar un pleito de miradas. Contemplar las plantas con amor, describirlas con imaginación y elocuencia era parte del mismo empeño por apreciar los entresijos de su fisiología. Uno de los capítulos más interesantes del libro de Wulf describe la relación de Humboldt con Goethe. Compartían una pasión por la ciencia y, en particular, por la botánica. Humboldt le inyectaba energía a Goethe. Cuando Humboldt lo visitaba podía anotar cosas como estas en su diario: “Por la mañana corregí un poema, luego anatomía de las ranas.” Esa fue la gran lección con la que Goethe agradeció la ráfaga de sus descubrimientos: arte y ciencia son hermanas. La naturaleza, le llegó a escribir el viajero “debe experimentarse a través del sentimiento.” Goethe le había dado nuevos órganos al científico. Con ellos pudo conciliar la medición y la fantasía; el lirismo y la biología.
Era necesario ir al rescate de los ateos. Salvarlos de su infinita arrogancia, de su pobreza espiritual, de su torpe rutina sin ceremonias. Acantilado ha puesto en circulación el mejor llamado a la fe en forma de un elogio al vino. El autor de este ensayo exquisito es el húngaro Béla Hamvas (1897-l968). Filosofía del vino, es el título.
Quiero pensar que el ateo al que ataca no soy yo. Que usa la palabra para hablar de otros devotos y no de los escépticos. Para Hamvas, defensor de la abstracción frente a la prédica del realismo comunista, el ateísmo es la arrogancia de nuestra era. La mala religión: esclavitud de abstracciones, fervor por la explicación. El ateo no es el hombre sin Dios sino el hombre sin sentido de vida. Dos personajes lo encarnan: el técnico y el puritano. El técnico, al que llama cientificista, es quien, en lugar de trabajar, produce, quien consume y no se alimenta, quien no come carne ni pan con mantequilla porque ingiere calorías, vitaminas, hidratos de carbono y proteínas. Ese que se pesa todas mañanas, quien al menor dolor de cabeza, toma ocho medicinas. La vida del técnico es miserable pero inofensiva. El peligroso es el puritano. De ése sí que hay que cuidarse. El puritano es un ateo convencido de haber encontrado la única manera correcta de vivir. Es un ciego que solo ve sus principios, un soldado que solo quiere imponerlos al mundo. A la hoguera las mujeres guapas, a los cerdos todo alimento con grasa, a la cárcel quien ríe. “El puritano es el hombre abstracto.”
La vida encuentra sentido en su entrega, en su sacrificio. El técnico la sacrifica a una tontería carente de valor: la longevidad, las riquezas, el poder. Peor es el sacrificio del puritano, entregado siempre a las mayúsculas: la Humanidad, la Libertad, el Progreso, la Moral, el Futuro. Esos ateos habrán ganado el poder pero no son envidiables. En lugar de combatirlos, el filósofo quiere darles un obsequio, regalarles lo que les hace falta, lo que más temen: una copa de vino. En lugar de convertirlos por la fuerza, quiere enseñarles a rezar sin que se den cuenta. Ofrecerles una copa de vino.
El artículo completo puede leerse aquí.
El 25 de mayo de 1975, Tom Wicker, columnista del New York Times publicó un artículo que tituló “La mentira y la imagen”. Era una reflexión sobre el bicentenario de los Estados Unidos a partir de una ponencia de Hannah Arendt en Boston. La ponencia a la que se refería Wicker sería publicada unas semanas después en The New York Review of Books. Sería una de las últimas publicaciones de Arendt quien moriría a fines de ese año. La ubico porque en estos días en que el Partido Demócrata escoge a su candidato a la presidencia, ha salido a la luz pública que Joe Biden, al leer el artículo de Wicker, envió una carta a la profesora de la New School for Social Research, pidiéndole el texto que leyó en Boston. He leído que su ponencia fue extraordinaria. Como miembro del comité de Relaciones Exteriores del Senado, le suplico me mande una copia.
Es entendible el interés del joven senador de Delaware. Wicker advertía que era imposible ser justo con el ensayo de Arendt. La profesora miraba las urgencias del día con la inteligencia de los siglos. El macartismo, la derrota en Vietnam, Nixon, las mentiras del poder vistas a la luz del humanismo civico. Arendt, a los ojos del columnista, urgía verdad. Cuando los hechos llegan a casa, lo menos que podemos hacer es recibirlos y darles la bienvenida. “La grandeza de esta república decía Arendt, fue reconocer lo mejor y lo peor en los seres humanos en aras de la libertad.”
No sé si Hannah Arendt haya respondido a la petición del político. Tampoco hay evidencia de que Biden haya leído la conferencia. Lo que resulta fascinante es la anticipación del texto que Biden quería leer. Arendt no celebraba el bicentenario como si pudiera ser una fiesta de congruencia nacional. Por el contrario, advertía una traición y un peligro. Lo que la teórica del totalitarismo había padecido en Alemania y que había estudiado en Rusia estaba más cerca de lo imaginado. La mentira en la que se basaba el despotismo se imponía, por otra vía, en Estados Unidos. Arendt se adentraba en la mentira imperante. Una república bicentenaria se entregaba a la imagen para desentenderse de la realidad. La más profunda observadora del totalitarismo encontraba afinidad entre el estalinismo y el presente. Estados Unidos no era la república inmune. Por el contrario, parece compartir destino trágico con las sociedades que han sido presa del despotismo totalitario. No se aterroriza en la mentira oficial, pero impone una farsa. Los intelectuales, lejos de buscar la verdad, se aferran a una teoría. No van en busca de los hechos porque se ha impuesto el desprecio por la realidad. El totalitarismo está mucho más cerca de lo que imaginamos. No es la tragedia distante sino la amenaza inminente.
En ese texto que sería después recogido en Responsabilidad y juicio, un libro que en español publicó Paidós, se atreve a la comparación. Estados Unidos no es la excepción. En la tierra de Jefferson bien puede imponerse el totalitarismo tras la máscara del mercado. No imaginaba campos de concentración. No eran necesarios. Como Tocqueville, sabía que el individualismo democrático era buen terreno para la anulación de la ciudadanía. El texto que interesaba a Biden habrá sido una de la últimas apariciones públicas de Arendt. Es una profecía brutal, no solamente porque anticipa el declive histórico de los Estados Unidos, sino también porque ubica la mentira como el núcleo de la nueva vida pública. Evadir la realidad, maquillar los hechos inconvenientes, fabricar fantasías convincentes se ha convertido en una forma de vida. Esa mentira que imaginábamos constitutiva del orden totalitario, se ha instaurado como principio rector de nuestra vida pública. La opinión pública, lejos de ser muralla de decencia, será cómplice de las atrocidades más abominables.
Tal vez lo que aquel Biden buscaba en la pieza de Hannah Arendt era un aviso de lo que vemos hoy: que no es necesario el terror para imponer la mentira como el principio de la vida pública, que no hacen falta campos de concentración para corroer el nervio cívico y que el encierro de las imágenes puede destrozar la vida pública. Ojalá Biden lea hoy la conferencia que buscó hace casi medio siglo.
No es extraño salir del cine con preguntas. Vamos a cenar tras la función para tratar de responderlas y resolver los misterios de la trama. El árbol de la vida, la nueva película de Terrence Malick, no nos siembra esas preguntas que se resuelven con una mirada atenta, descifrando las claves que aparecen en un diálogo o en una imagen. El árbol de la vida no es simplemente una narración compleja, es un testimonio del misterio. La película se columpia entre lo diminuto y lo descomunal, va del pie de un recién nacido al anillo de las galaxias, del fuego original al rascacielos. El dolor de la muerte dispara el flashback más deslumbrante y nos remonta a un tiempo anterior a las células. Un cuento pequeñito de melancolía familiar se trenza a la marcha de los dinosaurios. No faltan espectadores que, ante estos disparates, abandonan la sala.
El árbol de la vida podría ser una película muda: un despliegue de imágenes bellísimas, un manojo de instantes sublimes retratados por Emmanuel Lubezki. Podría ser también un concierto estrujante con piezas de Tavener, Bach, Mahler, Gorecky, Smetana, Preisner, Berlioz. Música y plegaria que cautivan a través del oído. Tal vez El árbol de la vida sean los recuerdos y el sueño de un hombre. La memoria de su niñez, sus primeros pasos; el juego y la tentación del peligro; el descubrimiento de la suavidad y la aspereza del mundo. Una niñez que se abre camino entre el calor de su madre y la rigidez del padre. Ella ríe, cuida, juega, se desprende de su peso y baila en el aire. Él se cree en el deber de enseñar rigor, dureza, golpes. Ella despierta a sus hijos con risa, él les arrebata violentamente el cobijo. Ella es un ángel; él nunca encuentra la paz—más que en la música a la que en mal momento dio la espalda. Los personajes apenas se hablan. Las palabras en la cinta son susurros, invocaciones, rumores. Los protagonistas le hablan a Dios quien, por supuesto, permanece callado. Al mundo no se le entiende pero se le escucha, se le ve, se le toca. Sobre todo éso: se le toca, se le acaricia. Desfilan las manos como los órganos sabios de la percepción. Acarician el agua, el aire, la piel, el pasto, las cortinas. Tocan… y entienden.
La tragedia cae sobre la familia. El hermano menor del protagonista muere. Un telegrama lo comunica en la primera escena de la película. ¿Se suicidó? Poco nos dice el breve libreto de de este traductor de Heidegger pero la tormenta de reclamos y culpas que sigue torturando al hermano mayor insinúa la muerte voluntaria. El dolor encuentra marco en la inmensidad de lo astronómico y de lo microscópico. Los átomos y las nebulosas no escuchan el grito de una madre. La naturaleza, sin embargo, no es indiferente y nos cobija desde el gran estallido. El consuelo llega porque todos los tiempos de la emoción humana son presente. Porque el adulto puede confortar al niño que fue, porque el muerto no desaparece del recuerdo, porque hay perdón. El tiempo no desecha: todos los pasados son sincrónicos. La película es una parábola sobre el asombro, es decir, sobre la humildad. Venimos a amar a cada una de las hojas, a cada hilo de luz, dice ese ángel que es la madre. Venimos a maravillarnos.