En mi artículo de hoy comenté la carta de Jeff Bezos a los trabajadores del Washington Post. Aquí puede leerse completa. Subrayo aquí lo más importante:
Habrá, por supuesto, cambios en el Post durante los próximos años. Eso es esencial y habría pasado con o sin un nuevo dueño. Internet está transformando casi todos los elementos del negocio de la información: acorta los ciclos de las noticias, corroe las antiguamente fiables fuentes de ingresos y permite nuevos tipos de competencia, algunos de los cuales tienen poco o nada de los costos que representa la recopilación de noticias. No hay mapa; trazar el camino a seguir no nos será fácil. Habrá que inventar, lo que implica que tendremos que experimentar. Nuestra compromiso esencial serán los lectores, tratar de comprender lo que les interesa -el gobierno, los líderes locales, los nuevos restoranes, grupos de scouts, empresas, organizaciones benéficas, gobernadores, deportes- y trabajaremos desde ahí. Estoy emocionado y soy optimista acerca de la posibilidad de invención.
El periodismo desempeña un papel fundamental en una sociedad libre, y The Washington Post -como el periódico local de la ciudad capital de Estados Unidos- es especialmente importante. Me gustaría destacar dos tipos de valentía que los Graham mostraron como propietarios que espero poder canalizar. La primera es la valentía de decir: espera, asegúrate, tranquilízate; busca otra fuente. La gente real y su prestigio, sus medios de subsistencia y sus familias están en juego. El segundo es la valentía de decir: sigue la reportaje sin importar el costo. Aunque espero que nadie me amenace con exprimir alguno de mis miembros , si lo hacen, gracias al ejemplo de la señora Graham, estaré listo.
The New Republic lanza desde su portal de internet un nuevo sitio dedicado a los libros. The Book no se anuncia como un blog de comentarios breves sino como un sitio con reseñas de peso. También se asomará a distintos videos en una sección bautizada LitTube. Su primer rescate, una conversación de Nabokov y Trilling sobre Lolita.
El New York Review of Books publica notas del cuaderno de invierno de Charles Simic. Traduzco de ahí:
“Lo que más amo de la naturaleza es cuán indiferente es a nosotros los humanos y al sufrimiento humano. Mientras nosotros estamos aquí con nuestras pequeñas o grandes tragedias, sopla el viento, las hojas susurran en los arboles, las flores se abren y mueren. Hay un enorme consuelo en esa indiferencia” dice la poeta Valzhyna Mort en una entrevista en New Letters. Estoy de acuerdo.
Confieso que siempre estoy garabateando algo en secreto. Una vez mi mujer me sorprendió mordisqueando la punta de un lápiz y me dijo: “Espero que no estés escribiendo esas tonterías que llamas poesía…” “No, amor,” le contesté, “estoy haciendo los balances de la chequera; a punto de escribirte una notita de amor.”
“No tengo nada que ocultar”, no se han cansado de repetir los ciudadanos de muchos estados policiacos durante el último siglo. Ahora escuchamos que muchos norteamericanos dicen lo mismo. ¿Cómo es posible ser libre y no tener privacía?, no entra en sus cabezas.
La suya es una triste, triste historia de amor que provoca risa en todos los que la escuchan.
Todo poeta tiene su propia manera de lamentar el paso del tiempo. Esa puede ser la solución al misterio de por qué a tanta gente le atrae la poesía.
Octavio Paz
A la memoria de Jorge Cuesta
I
Abre simas en todo lo creado,
abre el tiempo la entraña de lo vivo,
y en la hondura del pulso fugitivo
se precipita el hombre desangrado.
¡Vértigo del minuto consumado!
En el abismo de mi ser nativo,
en mi nada primera, me desvivo:
yo mismo frente a mí, ya devorado.
Pierde el alma su sal, su levadura,
en concéntricos ecos sumergida,
en sus cenizas anegada, oscura.
Mana el tiempo su ejército impasible,
nada sostiene ya, ni mi caída,
transcurre solo, quieto, inextinguible.
II
Prófugo de mi ser, que me despuebla
la antigua certidumbre de mí mismo,
busco mi sal, mi nombre, mi bautismo,
las aguas que lavaron mi tiniebla.
Me dejan tacto y ojos sólo niebla,
niebla de mí, mentira y espejismo:
¿qué soy, sino la sima en que me abismo,
y qué, si no el no ser, lo que me puebla?
El espejo que soy me deshabita:
un caer en mí mismo inacabable
al horror del no ser me precipita.
Y nada queda sino el goce impío
de la razón cayendo en la inefable
y helada intimidad de su vacío.
En el museo Guggenheim de Nueva York se expone una muestra con título enigmático: “Caos y clasicismo”. Se trata de un recorrido del arte europeo de entreguerras. El itinerario comienza con el duelo por la destrucción y termina con el idealismo que los fascistas habrían de explotar. De los cuerpo mutilados por las bombas a la musculatura de los atletas compitiendo en la Olimpiada de Berlín. El arte en Francia, Italia y Alemania entre 1918 y 1936: de la aflicción al fanatismo. En cuadros, edificios, ropa, cine, esculturas y muebles se observa una búsqueda de orden tras el trauma de la guerra. Un deseo de apartarse del experimento para integrar el pasado clásico al presente. Huir de las imágenes de lo quebradizo para iluminar un mundo armónico y saludable. Regresar al orden, recuperar la artesanía, tocar de nuevo el objeto son los propósitos centrales. La novedad se vuelve sospechosa, al tiempo que la limpieza de las líneas y los volúmenes de antes adquieren respeto.
En esa búsqueda, el cuerpo humano se convierte, de nuevo, en la medida de todas las cosas. De las proporciones humanas emergen los muebles y las casas geométricas; la danza, el circo y los deportes. También surge de ahí la estética del fascismo. La izquierda se exalta con la complexión de la clase obrera; la derecha glorifica la virilidad de la dictadura. En uno de los muslos del museo se muestran tres esculturas de Benito Mussolini. Tres retratos del mazo que fue su cara. La primera es una creación de Ernesto Michahelles: el Duce retratado como un casco ancestral, como una armadura sin rostro hecha de una piedra impenetrable. La segunda es una inmensa escultura de Adolpho Wildt: un busto de hombros enormes y corpulentos y una expresión brutal. La tercera es la más pequeña y cautivante, la pieza más poderosa de la exposición. Se titula “Perfil continuo de Mussolini”. Se trata de una escultura de Renato Bertelli que gustó tanto al Duce que decidió convertirla en su imagen oficial. No es una escultura que capture con claridad las facciones del hombre: es una cara transformada en el símbolo del poder absoluto. A diferencia de Hitler, el italiano no sentía mayor atracción por el arte. Pero esta pieza era la síntesis perfecta de su idea política y tal vez la mejor metáfora del totalitarismo que pueda palparse.
La escultura atrapa un rostro en movimiento. La cara del dictador no avanza hacia adelante, no corre, no vuela: gira. Una perfecta rotación sustraída del tiempo. Velocidad congelada. Del silencio del bronce parece salir un zumbido que se escucha por el aire sacudido por ese tornillo vivo. La velocidad del movimiento deja escapar los detalles de los ojos y las ondas de los labios. En su perfecta simetría no puede distinguirse el plano de los cachetes o sello del mentón. El perfil se reproduce 360 veces hasta reencontrarse. Una oreja persigue a la otra. La silueta de un rostro convertida en surcos y promontorios circulares. A pesar de la abstracción, al observar la pieza, no cabe duda de que es el dictador. Sus marcas son reconocibles: el casco de su frente, la herradura de su quijada, sus labios prensados, la altiva inclinación de su nariz. No sé si Michel Foucault haya visto esta escultura pero creo que es el complemento perfecto del panóptico que ubicó como emblema de la arquitectura penitenciaria. Si la cárcel de Bentham permite a los vigías observar a los presos constantemente, la escultura de Bertelli encarna esa idea, no en espacio sino en cuerpo: en el rostro de un dictador, un hombre máquina que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo ve. El Gran Hermano no tiene espalda y no necesita cuerpo: es todo ojos. Nadie puede escondérsele.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
La música fue lo primero de lo que fui consciente, escribió John Tavener. No recuerdo un solo momento en mi vida en el que no haya habido música. La primera influencia musical la recibí de los elementos: yo imitaba el sonido de la lluvia, del viento, de los truenos en el piano de la casa y mi abuelo me escuchaba. Tavener nació en enero de 1944, varios siglos después de su tiempo. Murió en noviembre pasado. No pertenezco a esta Era, dijo en varias ocasiones. Habría preferido vivir en Bizancio, en la antigua Grecia, en la Edad Media, en algún tiempo, o en algún lugar donde el arte es vehículo, no negocio.
“Mucha de la música moderna, dijo, se empeña en la construcción de rompecabezas. No pido, desde luego, que los compositores modernos no piensen en nada más que en música. Pero desde mi perspectiva, su música es una idolatría de los sistemas, los procedimientos y las notas. Si la verdad interior no es revelada en nuestra música, es falsa. Una cosa es seguir una inclinación espiritual y otra suponer que la idolatría del ‘arte’ es algún tipo de realización espiritual.” Creía que su música, más que composición, era transcripción de un dictado. Si Dios es el creador de todo, ha compuesto también mi música. Una búsqueda de esa música que existe en el cosmos, esa música a la que el hombre se ha vuelto sordo. El pecado de la música moderna fue olvidar la pureza del rezo para abrazar el sentimiento personal. La Novena sinfonía de Beethoven, por ejemplo, era para él la glorificación del ego humano. Humanismo hermético, es decir, soberbio: una pieza clausurada a lo sagrado. “Odio el progreso, odio el desarrollo, odio en todo la evolución pero, sobre todo, en la música.” Su propósito era remar contra esa arrogancia moderna. Reinstalar la devoción en el arte. El único propósito de la música es glorificar a Dios. Al final de sus días, Tavener cambió de opinión. Descubrió al Beethoven tardío: el de los últimos cuartetos. Los cuartetos nacen de la trascendencia del sufrimiento, dijo. El dolor produjo en Beethoven una música extática, reverente.
Su única ambición fue capturar la voz de Dios. Si tanta música en nuestro tiempo nos dirige al infierno, ¿por qué no intentar que nos conduzca al paraíso? Toda su vida fue una búsqueda religiosa, musical. No dejó de buscar. Nació en el presbiterianismo, lo atrajo la poesía y la teología católica, descubrió después los ritos y los sonidos de la iglesia ortodoxa griega, se maravilló con los nombres del Corán, se acercó al chamanismo y al hinduismo. En sus partituras se fue abriendo el espacio para el corno tibetano y el harmonio hindú.
No le faltaron críticos: lo llamaron populista, elemental. Llegaron a rebajarlo como compositor new age. Tuvo la desgracia, en efecto, de ser enormemente popular. Fue admirado por los Beatles y el príncipe inglés. Musicalizó el funeral de Diana y ha sido escuchado en muchas películas. “El velo protector,” recogiendo textos de muchas tradiciones religiosas, es uno de los discos clásicos mejor vendidos de todos los tiempos. Han dicho que su música es música simple para gente simple. Tavener no recibe el comentario como insulto. Adoro la sencillez, respondió. La voz que quiere capturar es, en realidad, la voz de la inocencia. Es una voz cristalina, contemplativa y femenina.
Oliver Sacks, el famoso neurólogo que escribió sobre un hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor que ha meditado sobre las alucinaciones, el autismo, la nostalgia y las relaciones entre la música y el cerebro cumplió 80 años hace unos días. Lo festejó celebrando las bondades de la vejez en un artículo que publicó el New York Times y que luego tradujo El país. Sacks no se queja de las décadas que se acumulan. Despojarse de la juventud es adquirir sentido, perspectiva, es sentir el tiempo en los huesos. En su artículo, Sacks recordaba a su amigo W. H. Auden, quien presumía que cumpliría esos mismos 80 años para largarse después. No lo logró: el poeta murió a los 67 pero sigue apareciéndosele a Sacks por las noches. Auden fue, sin duda, una de las presencias más importantes en la vida del autor de Despertares y, a juzgar por los sueños, lo sigue siendo.
Auden fue una especie de mentor para Sacks. Reseñó con entusiasmo Migraña, su primer libro. Quien se interese la relación entre el cuerpo y la mente, encontrará tan fascinante este libro como lo he encontrado yo. Era la primera vez que el doctor se sentía verdaderamente reconocido. Pero Auden no fue una presencia meramente encomiástica, fue un acicate intelectual, una guía. Debes salir de lo clínico: arriésgate a la metáfora, al mito, le aconsejó. Poco antes de morir, legó a ver el manuscrito de Despertares. Es una pieza maestra, le dijo en su último encuentro.
Tras leer un libro suyo, Auden le dedicó un poema, “Hablando conmigo mismo:”
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozco, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison-d’être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Mientras Auden vivió en Nueva York, tomaban el té frecuentemente. El tiempo era perfecto: a las cuatro de la tarde, después de un día de trabajo y poco antes de una noche consagrada a la bebida. Habrán conversado de enfermedades, de pacientes, de tratamientos. Hijo de médico, Auden admiraba las artes curativas: no la ciencia médica sino ese “arte de seducir a la naturaleza”. Aborrecía por ello la arrogancia de los ingenieros de la medicina. Sólo puedo confiar, decía, del médico con el que he chismeado y bebido antes de que sus instrumentos de metal me toquen. Habrán hablado de aquello que más los acercaba: la música. En aquella reseña de Migraña y en una carta personal, Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical.” Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ese es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.
Pero en aquellas tardes en el departamento del East Village, Sacks y Auden también solían permanecer callados. Sacks recuerda a Auden como un hombre dotado de una de las más extrañas y hermosas cualidades: era una persona con la que se podía estar en silencio, durante mucho tiempo. Uno podía estar con él durante horas, tomando una cerveza, una copa de vino, alrededor de la chimenea sin decir nada, sin sentir la necesidad de decir nada. “Comunicarse sin hablar, absorbiendo la presencia del otro silenciosamente y la callada, elocuente presencia del ahora.”
¡Qué ricos! Lástima que no sean visibles para todos.